domingo, 20 de marzo de 2011

Segundo de Cuaresma


SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA


Para comprender bien el sentido del Evangelio de hoy y su emplazamiento en este Segundo Domingo de Cuaresma, es necesario enmarcarlo, situarlo, en su realidad concreta.

Para ello, es indispensable comenzar la narración desde el versículo 13 del capítulo 16 de San Mateo y completarlo con las crónicas de San Marcos y San Lucas:

Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”
Ellos dijeron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas”.
Díceles Él: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”
Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Replicando Jesús le dijo: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.
Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo.
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día.
Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!”
Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!”
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus Ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino”.
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén.
Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”.
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”.
Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.


Las jornadas rumbo al sur, desde Cesarea de Filipo, fueron de una tristeza inenarrable…

Con las cabezas curvadas, ojos y semblantes entenebrecidos, caminaban los Doce cambiando raramente algunas palabras. Acabóse la charla habitual, aquel murmullo de voces con que animaban las marchas; cesaron las sonrisas y la alegre disposición de ánimo.

Caminaban sumergidos en ocultos pensamientos, conjeturando, reflexionando, imaginándose el futuro inevitablemente sombrío, conforma a las palabras del Maestro: el Hijo del hombre debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado

Judas y Pedro eran los más inquietos, y también los más taciturnos. Ellos bien sabían ahora que la catástrofe se presentaba imperativa, irremovible, y que el Maestro arrastraría, en su desgracia, a todos los amigos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

Estas palabras resonaban en los doce corazones, como un grito en las tinieblas, como un llamado de abismos fascinantes.

Pedro iba pensando en los medios de que debería valerse para fortalecer su coraje, de suerte de poder soportar la negra travesía de los dolores, cuya naturaleza y circunstancias ignoraba.

El Maestro habló claramente de suplicios físicos, de angustias morales, de muerte ignominiosa…

Un profundo miedo, un miedo humano, cruel y sofocante, enfriaba las vísceras y apretaba el corazón de Pedro. Y cuando, a fuerza de imaginar, sentía los tormentos futuros, las piernas se le doblaban, y, casi en voz alta, exclamaba dando rienda suelta a los macabros pensamientos: ¡No! ¡No!

Considerábase cobarde; miraba a los compañeros, para asegurarse de que no era observado, y leía en sus semblantes la misma agonía. Un remordimiento doloroso le penetraba en el alma, fijando la mirada en el Maestro, que marchaba a su lado, sereno e imperturbable.

Había de sufrirlo todo con Jesús, moriría con Él; y, en una plegaria ardiente, imploraba al Padre Celestial las energías de que se sentía tan falto.

Que cada cual tome su cruz y me siga Estas palabras pesaban como plomo. Los Doce se sintieron abatidos por esa imagen que recordaba el suplicio infamante.

Los millares de cruces, que los romanos levantaron en la Galilea, cuando el incendio de Séforis destruyó el último reducto de la revuelta del Gaulonita, estaban grabadas en la memoria popular. Era en la cruz donde se sometía a suplicio a los bandidos, a los salteadores y asesinos más repulsivos. Ser clavado en la cruz no significaba tan sólo morir, sino morir ignominiosamente, expuesto al ludibrio y a las chanzas de la plebe.

¿Cómo, pues, Jesús los invitaba a cargar una cruz, anunciando que él mismo tendría la suya, más pesada, y en ella moriría? ¿Jesús no era, entonces, el Cristo, el Hijo de Dios Vivo? Los ecos repitiendo la confesión de Pedro, aún vibraban en los oídos de los discípulos.

Sí, Jesús era el Cristo. Así pensaban los Doce; mas, sin coraje de confesarlo a sí mismos, sentían la presencia de una voz recóndita: ¿Cómo, siendo el Cristo, puede dejarse crucificar?

Los Doce caminaban con el Maestro, avanzando por las tierras de Gaulonítida y vadeando el Jordán a la altura de la Batanea. Jesús observaba la tristeza que consumía a sus discípulos. Parecían deprimidos.

Por muchas palabras oídas a Jesús, les era lícito presumir que no morirían con Él; por lo menos no en el mismo instante, por cuanto les había sido confiada la propagación del Evangelio; mas lo que se les figuraba como insoportable era la separación del Maestro. Esa cruel separación, después de dos años de convivencia, les dolía anticipadamente, presentándoseles como el triste fin de una aventura iniciada bajo las luces de la esperanza.

¿Qué sería de ellos, en medio de enemigos terribles, después de la muerte del Maestro? ¿Cómo se presentarían a las turbas y cómo enfrentarían la sonrisa sardónica de los incrédulos, siendo Jesús infamado y degradado?

El Mesías vilipendiado, el Cristo escupido y abofeteado, el Hijo del Dios Vivo, irguiéndose en el madero, eran imágenes insoportables para los discípulos habituados a cantar con las multitudes: ¡hosanna al Hijo de David!

Verdad era que Jesús anunciándoles sus martirios, les había anunciado, también, su resurrección al tercer día. Pero, aceptada la idea de la resurrección, restábales la tremenda, perturbadora pregunta: ¿Y después? ¿Qué acontecería después que todo aquello se cumpliese? ¿Qué especie de triunfo sería el de Jesús? ¿Qué especie de gloria, su gloria? ¿Y qué papel, ellos, los discípulos, deberían desempeñar? ¿Cuáles serían las consecuencias humanas y divinas de ese episodio maravilloso?

Una sorda melancolía entraba en el alma de los discípulos. Una profunda amargura hecha de nostalgia y de miedo. ¿Miedo de qué? No lo sabían explicar. Mientras tanto, sobresaltábanse, mirándose los unos a los otros, escrutadoramente.

Al siguiente día, la tristeza era mayor, más pesada y opresiva sobre los discípulos. Jesús ordenó a los discípulos que lo esperasen y, llamando a Pedro y a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, púsose a subir con ellos la montaña de Tabor.

Jesús y los tres discípulos alcanzan el pico de la montaña a las cuatro horas de la tarde. Los días son largos en agosto; la noche todavía tardará cinco horas en llegar. El Maestro, por cierto, va a pernoctar allí, como es su costumbre, cuando se aísla para entregarse a las oraciones profundas.

El silencio es absoluto. El Maestro se alejó, escalando el punto más alto. Con los codos sobre una piedra, se arrodilla. Su inmovilidad es completa.

Los discípulos también se arrodillan, bajo el ramaje de un arbusto. Cállanse. Y, ahora, la quietud de ellos; la taciturnidad de las cosas; la imagen del Maestro, en una paralización de estatua; y, en torno, el cielo y la tierra, sin la más leve palpitación; todo esto va adquiriendo trascendencia, ultrapasando los límites del silencio y alcanzando el otro lado del universo, donde hay otras voces y otras músicas…

Las pobres almas de los discípulos no tienen, empero, fuerzas para caminar más allá del Silencio, penetrando en aquellas regiones de diafanidades imponderables, donde el Maestro se encuentra, cara a cara con lo Absoluto.

Sus cuerpos fatigados pesan como un plomo. El calor sofocante, el esfuerzo físico realizado y el esfuerzo mental, aun mayor, gastado en luchar con el agotamiento de sus energías, todo eso, poco a poco, se resuelve en fatiga irresistible. Los párpados caen; los músculos relájanse.

Pedro, Juan y Santiago se duermen…

Mas he aquí que, repentinamente, son despertados. Oyen voces que conversan con el Maestro. Se levantan, dan algunos pasos en dirección de Jesús, y retroceden deslumbrados…

Insisten, vuelven al punto de donde divisan al Maestro, mas no consiguen retener la vista en el cuadro arrebatador.

Arrójanse al suelo, porque no pueden soportar la contemplación de Jesús, cuyo semblante es otro, un semblante que no parece de carne y sangre, sino de luz y armonías inconcebibles.

Las mismas ropas del Maestro no son de tejido humano, porque resplandecen en una albura más alba que la nieve, cuando relumbra al sol.

Jesús tiene a derecha e izquierda, a Moisés y a Elías.

Conversa con ellos. ¿De qué habla?…

Los discípulos oyen las palabras, que son pronunciadas, nítidamente, en una lengua común a todos los hombres de la tierra, un idioma que ellos, los discípulos, nunca oyeron, pero que no podía dejar de existir. Un idioma hecho de ritmos profundos y misteriosos, y tan fácil que las mismas criaturas, y los sordos y los mudos lo entenderían.

Es el lenguaje de Dios, la expresión de la unidad suprema, en la suma comprensión.

¿Sobre qué hablan Jesús, Moisés y Elías? Hablan exactamente sobre el mismo tema que, desde Cesárea de Filipo, entenebreciera las almas de los Doce…

La predicción del Maestro despertó las sombras de todos los horrores de la carne en las fisonomías de los discípulos, porque estaban con sus corazones vueltos hacia las cosas terrenas.

Y, sin embargo, esta misma predicción irradiaba luz en lo alto de la montaña donde Moisés y Elías volvíanse hacia la gloria celestial.

Una luz que no era de este mundo… Juan, que la testimonió, tuvo por ella el conocimiento de lo Divino.

El episodio sobrepasó de tal forma los acontecimientos humanos, que ninguno de los testigos tuvo capacidad de pormenorizarlo en la narración.

El episodio de la Transfiguración fue demasiado fuerte y precisó ser filtrado a través de San Mateo, San Marcos y San Lucas. Mas Simón Pedro dirá, él mismo, mucho más tarde, en su segunda Epístola: nosotros mismos vimos su majestad, agregando: y oímos aquella voz, venida del Cielo, estando con Él en la montaña sagrada.

El comienzo del Evangelio de San Juan se refiere evidentemente a la misteriosa luminosidad que él vio en el Tabor: En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres; y la luz resplandeció en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron; y más adelante: Allí estaba la luz verdadera; y, concluyendo: Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, como la gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.


Durante la Transfiguración, Moisés y Elías hablaban con Jesucristo sobre la gloria divina de la Cruz.

Aunque determinado por las autoridades tradicionales de Israel, el suplicio de la Cruz no significaría una prueba de la oposición entre Jesucristo y la Ley, pues Moisés, que había entregado la Ley en nombre de Dios, allí se manifestaba en concordancia perfecta con Jesús.

El drama que se avecinaba, no sería una contradicción a las predicciones proféticas, por cuanto Elías, el mayor de los profetas, estaba allí para confirmar todas las voces alzadas a través de los siglos pretéritos para anunciar al Deseado de las Naciones.

Moisés y Elías, envueltos en la misma luz, hablaban con naturalidad y serenidad sobre la tragedia, cuya aproximación escalofriaba hasta la médula de los huesos los terrores humanos de los discípulos.

Y de todo esto resultaba un esplendor inenarrable, porque las cosas divinas son inefables.

Pedro, que, en las circunstancias difíciles, era siempre el más decidido, no hallando un comentario digno de lo que acababa de presenciar, exclamó: ¡Señor! ¡Cuán delicioso es quedarnos aquí! Y, mirando al sol, que comenzaba a esconderse por detrás de la cadena del Carmelo, propuso: ¡Pernoctemos aquí! Nosotros levantaremos tres tiendas; una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Las palabras acudían en torbellinos a la boca de Pedro. En una locuacidad nerviosa, agregó: ¡Señor! Nunca vimos cosa semejante…

No había Simón Pedro terminado de hablar, cuando una nube brillante, repentinamente, envolvió al Maestro y a los tres discípulos. Una voz salió de la nube, diciendo: ¡Este es mi hijo muy amado; escuchadlo!

Al oír esto Pedro, Santiago y Juan cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Escondían el rostro, y tenían la respiración oprimida, el corazón palpitante. Un inmenso terror los aplastaba.

¿Cuánto tiempo duró todo aquello? Nada sabemos.

De pronto se sintieron tocados delicadamente: ¡Levantaos! No tengáis miedo… Era el Maestro…

El semblante de Jesús había recuperado la expresión humana. Los tres se hallaban de tal modo confusos, que no sabían qué decir.

Volvió el silencio a lo alto de la montaña. No obstante, la dulzura del atardecer y la paz dominadora, que estaba en todas partes, no conseguían restituir la calma a los tres discípulos.


Jesús nuevamente les dijo: No tengáis miedo Levantaron la mirada; la nube ya no estaba; el Maestro se encontraba solo y los contemplaba afectuosamente.

El sol acababa de esconderse, delineando el horizonte con largas listas escarlatas. Soplaba una brisa fresca, impregnada de los aromas silvestres de la montaña.

Jesús y los tres comienzan a descender. En una ardorosa sobreexcitación, los discípulos se pusieron a conversar. El Maestro, entonces, les dijo: No contéis a nadie la visión que presenciasteis, hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos.


No había subterfugios con que evitar la tragedia…

¡Quedémonos aquí!, propuso Pedro, temeroso de los hombres, tomado por el pánico del futuro sombrío que marchaba al encuentro del Maestro…

Tal vez intentase sustraer a Jesús al drama predicho en Cesarea de Filipo seis días antes, reteniéndolo en el aislamiento seguro de la montaña…

Mas la tremenda voz de la nube resplandeciente respondió a la debilidad humana de los discípulos: Este es mi hijo muy amado; escuchadlo


No hay, pues, subterfugios…

Es preciso bajar la montaña y enfrentar a los hombres…

La noche llegó. Las luciérnagas brillan danzando por las cuestas. El cielo fulgura cargado de estrellas…

Con paso firme y resuelto, Jesús camina adelante…

Los discípulos lo siguen en silencio…

Hacia el final de su vida pública, se romperá el mutismo: Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarlo y crucificarlo…