domingo, 27 de marzo de 2011

Tercero de Cuaresma


TERCER DOMINGO DE CUARESMA


Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron.
Pero algunos de ellos dijeron: “Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios.”
Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero él, conociendo sus pensamientos, les dijo: “Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino? Porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul.
Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces.
Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios.
Cuando el fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro. Pero cuando llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos.
El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.
Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: "Me volveré a mi casa, de donde salí." Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio.”
Sucedió que, estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!” Pero él dijo: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan”.

De este pasaje evangélico deseo destacar hoy la parábola del Fuerte armado y hacer una aplicación a la situación actual de la sociedad.

En esta parábola Jesucristo hizo algo más que una simple refutación “ad hominem” de la acusación de los fariseos; dijo que el diablo en la tierra es el Fuerte Armado y que defendía su casa; es decir que el Reino del Diablo estaba fuertemente fortificado en el mundo.

Sin exageraciones, Jesucristo apellidó al diablo el Fuerte, el Príncipe de este Mundo, el Poder o el Monarca de las Tinieblas; y ese poder lo sintió en sí mismo… Pero Él vino para vencerlo y desarmarlo.

Los Santos Padres exponen el misterio de la Redención del hombre de este modo: Por el pecado, el demonio adquirió poder mortífero sobre la raza de Adán; y lo perdió porque hizo dar muerte injustamente a un hombre sin pecado. La Pasión de Cristo fue una batalla en la que el más fuerte, hecho a prima faz más débil, saqueó la casa del Fuerte.

Este hombre fuerte y bien armado es, pues, el demonio, que ejercía desde el pecado de Adán una autoridad casi absoluta sobre los hombres.

Sus armas, son todas sus astucias y las de los espíritus diabólicos, con todas las especies de pecado.
Su casa, su palacio, es el mundo, la tierra entera, donde dominaba como amo incontestado hasta la llegada del Salvador; por eso, como ya hemos visto hace quince días, se creyó con derecho a ofrecérselo, al precio de un acto de adoración: Todo esto es mío y te lo daré, si postrado me adorares.

Satanás había usurpado realmente el imperio del mundo.
No solamente había reducido a los hombres a la esclavitud del pecado, desnudándolos así de sus derechos y de sus esperanzas legítimas, sino que, además, tenía de mil de maneras hundida la sociedad en la degradación y todas las crueldades que acompañan la descomposición, suministrándole la oscuridad intelectual, la corrupción de las costumbres, las miserias sociales.
En lugar de la verdad había erigido el error en principio y había hecho rendirse a sí mismo un culto, manchado por torpezas y abominaciones sin nombre.

El más fuerte que vino es el Mesías prometido, es Jesucristo, bajado del Cielo para vencerlo y retirarle sus armas y repartir sus despojos; es decir, volver en contra suya todo aquello que mantenía en la esclavitud y de lo cual se servía como de instrumento para sembrar por todas partes el mal y el desorden.

Por lo tanto, lejos de actuar como Ministro de Satanás, Nuestro Señor es, al contrario, su adversario, mucho más fuerte que él, que vino para destruir su poder y arrebatarle su presa.

Esta parábola tiene una aplicación directa a los judíos; Nuestro Señor argumenta en forma de alegoría y contesta la acusación de sus enemigos, probándoles que son ellos quienes están poseídos por el demonio.

En efecto, por la Ley, los judíos fueron liberados de la tiranía del demonio; y éste, expulsado de la nación elegida, se había refugiado en los gentiles.

Pero más tarde, por su obstinación, su endurecimiento, su malicia y por la práctica de las supersticiones paganas, abrieron nuevamente la puerta al demonio y se sometieron a su poder.

Finalmente, por el crimen terrible del deicidio, del cual se hicieron pronto culpables crucificando a su verdadero Mesías, se convirtieron en los enemigos más encarnizados de Dios.

Desde el deicidio, el estado de este pueblo es peor que al principio.

San Jerónimo, comentando esta parábola dice: El espíritu impuro, expulsado de en medio de los Judíos, cuando recibieron la Ley, se fue a los gentiles, que eran como extensos desiertos donde no descendía el vivificante rocío de la gracia. Pero cuando los gentiles se convirtieron, Satanás no encontrando allí más descanso, volvió de nuevo, con todos los defectos de los paganos, al pueblo judío abandonado de Dios. Y el estado de este pueblo se volvió peor que antes de recibir la Ley. Su último crimen lo puso enteramente a disposición de Satanás.

Pero… ¡atención!... Esta parábola es también la lamentable historia de la Cristiandad

El espíritu impuro salió de la sociedad pagana cuando, por el santo bautismo, la Iglesia le hizo renunciar a Satanás, a sus pompas, a sus obras y a sus cultos idolátricos, y así se convirtió en hija de Dios: “Sal de ella, espíritu inmundo; y da lugar al Santo Espíritu Paráclito”…

La sociedad pagana, por medio de un humilde acto de renuncia a Satanás, quemó todo aquello que hasta ese momento había adorado; y, por un fervoroso acto de fe, adoró todo lo que hasta allí había perseguido y combatido.

Nuestro Señor, guerrero mucho más fuerte que Satanás, destruyó su poderío y le arrebato su presa.

Así lo hizo este divino y todopoderoso Liberador, tanto en el orden de la religión (culto y teología), como en el orden de la verdad (filosofía y ciencias), del bien común (política), de la belleza (bellas artes, artes liberales y artesanías), e incluso en el orden del bien simplemente útil (economía y trabajos serviles).

Esta sociedad, así consagrada a Dios, vivía en paz, en la paz de Cristo en el Reino de Cristo. Pero el demonio, furioso y celoso, no soportó que sus dominios le hubiesen sido usurpados y no descansó hasta intentar reconquistarlos, con la autorización divina y en cumplimiento de altísimos planes de la Providencia que escapan a nuestra comprensión.

Aprovechando la negligencia y la tibieza donde se dejan ir demasiado a menudo los hombres y las sociedades, tomó siete espíritus más perversos que él, y por medio de todos estos ministros tornó a ser Príncipe de su presa, entrando en plena posesión de esta pobre sociedad moderna, cuyo estado es, a ciencia cierta y a simple vista, peor que antes de su conversión y cristianización.

Así como las recaídas en las enfermedades son mucho más peligrosas para el cuerpo, del mismo modo, las recaídas en el pecado tienen consecuencias espantosas y desastrosas en el espíritu: cuanto más se aleja una sociedad de Dios, después de haberlo conocido y servido, más se consolida su inclinación al mal, menos gracias recibe y mayores y nuevos obstáculos encuentra para practicar la virtud.

Leamos, en la Segunda Epístola de San Pedro, capítulo dos, el triste cuadro que hace este Apóstol de las almas ingratas que, teniendo la felicidad de conocer a Jesús, lo abandonan a continuación para tornar al pecado, y apliquemos esa enseñanza a lo sucedido con la sociedad, otrora cristiana:

Porque si los que se desligaron de las contaminaciones del mundo desde que conocieron al Señor y Salvador Jesucristo se dejan de nuevo enredar en ellas y son vencidos, su postrer estado ha venido a ser peor que el primero. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que renegar, después de conocer el santo mandato que les fue transmitido. En ellos se ha cumplido lo que expresa con verdad el dicho: “El perro vuelve a lo que vomitó” y “la puerca lavada va a revolcarse en el fango”.

Lamentable estado de la sociedad moderna, peor que el primero. Se manifiesta en ella la verdad de ese antiguo Proverbio: regresó al vómito del paganismo y al fango de la idolatría…

¿Cómo se las ingenió, pues, el demonio? Tomó “siete espíritus más perversos que él” y los fue introduciendo en la sociedad hasta llevarla al estado actual:

1º) Humanismo y Renacimiento.
2º) Protestantismo.
3º) Masonería.
4º) Revolución Francesa.
5º) Liberalismo y Capitalismo.
6º) Socialismo y Comunismo.
7º) Modernismo y Vaticano II.

En efecto, en la consideración desapasionada de la historia, la Edad Media aparece como un apogeo, sin omitir, sin embargo, las miserias y los errores propios de esta época.

Pero, a partir de 1303 comenzó el proceso de una larga decadencia:

1º) las fuerzas satánicas se desatan con el Nominalismo y el Humanismo pagano, que reaparece;
2º) el Protestantismo y sus guerras impías;
3º) la Masonería y las filosofías de las Luces;
4º) la Revolución Francesa;
5º) las conquistas inexorables del Laicismo; el Liberalismo que conduce al Capitalismo;
6º) el espíritu revolucionario universal; el Socialismo y el Comunismo;
7º) el Modernismo, hasta que los hombres de la Iglesia prestaron su apoyo al Nuevo Orden Mundial por su democracia religiosa, coronada por Vaticano II y el ilegítimo connubio de la Iglesia Conciliar con la Revolución...

La particularidad de lo que se conviene llamar el “período moderno” es, pues, una lenta descomposición metódica y progresiva del tejido sobrenatural y natural.

Este diagnóstico parece tremendo… El cuadro puede parecer apocalíptico. Pues bien, el término es exacto. No es una jeremiada suplementaria para compadecerse de las desdichas del tiempo presente.

Somos hombres de Fe; conocemos nuestro Evangelio y nuestro Nuevo Testamento; y en ellos “el misterio de iniquidad” se anuncia con toda claridad. Con la pacífica lucidez de los “hijos de la Luz” somos capaces de discernir la marca del enemigo antiguo del género humano y la lucha perpetua de la Sinagoga contra la Iglesia.

Sin embargo, la historia la escribe la Misericordia divina; y en la Sagrada Escritura y en los escritos de los Santos no existe un hilo conductor más claro. Pero, ¡atención!, no existe un fatalismo de la historia, sino un “sentido cristiano de la historia”; lo mismo debemos afirmar cuando se considera lo que ha sido profetizado sobre los últimos tiempos.

A la luz de la Revelación, comprendamos nuestro lugar y nuestra vocación en el mundo posmoderno. Ante todo, no podemos abandonar un combate que debe llevarse a cabo. En este combate gigantesco, debemos tornar nuestros ojos hacia el Evangelio. ¿No es acaso éste el combate anunciado hasta el final de los tiempos, y especialmente durante el fin de los tiempos?

Conforme a las profecías, esta situación debe durar hasta que se revele “el hombre de iniquidad”.

Podemos inventar día a día recetas para intentar reparar lo irreparable... Pero, no serán más que recetas… Debemos ir a la fuente de toda verdad, que no puede, en su amor, haber abandonado a los hijos de los últimos tiempos sin los medios adecuados.

Nuestras luchas son diferentes, porque la apostasía termina por revestir un encanto; las doctrinas y las modas modernas saben presentarse bajo la luz de la razón honesta; la novedad es mucho más temible…, la apostasía conciliar nos acecha…

Es normal que soñemos con un mejor mundo, un regreso a la Cristiandad, una restauración de la Iglesia... Pero Dios, en su Providencia, nos puso en una época concreta, en un momento preciso de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Es Dios quien escribe la Historia; con un itinerario cuyo secreto sólo Él conoce y por el cual lleva a cabo su inmenso plan de Amor para completar el número de los elegidos.

Si el Evangelio nos pide trabajar por un mundo cuyas instituciones sean justas, es sobre todo para agradar a Dios, por caridad para con nuestros hermanos y con la esperanza de la eternidad en el Señor; no es con la esperanza en una especie de Parusía terrestre; quiero decir con la esperanza de crear técnicas y promover instituciones que serían una aproximación de “los nuevos cielos y la nueva tierra”.

La Esperanza cristiana se refiere a un orden de cosas radicalmente nuevo con relación a los progresos materiales y con relación a la ciudad del César. El Evangelio se opone a la secularización de la Esperanza, como se opone a la identificación de la Iglesia con César.

La glorificación del último día no vendrá a coronar un orden económico, técnico y social especialmente exitoso. Vendrá a manifestar, para la eternidad, lo que ya se contenía en nuestra incorporación a Jesucristo por la Fe.

El Evangelio no tiene nada que ver con el gusto romántico del desastre…, pero tampoco con el gusto burgués de la comodidad moderada… El Evangelio pide la pura fidelidad a Dios, incluso en el orden temporal.

Ahora bien, la pura fidelidad a Dios es inseparable de la pobreza y de la Cruz; esta pura fidelidad es, al mismo tiempo, inherente a la paz y la bienaventuranza.

De todos modos, sea lo que sea de las exigencias y de la tensión propias de la regencia de Cristo sobre nuestras ciudades terrestres, sólo hay lugar para una de las dos siguientes alternativas:

1ª) o rechazar la Realeza de Cristo, pero para caer bajo la tiranía de Príncipe este mundo y su tensión atroz.

2ª) o aceptar la Realeza de Cristo, y de un mismo golpe aceptar su tensión liberadora.

Los que sueñan con una tercera solución, es decir, sea con una tiranía de Satanás que sería suave y reposada, sea con una Realeza de Cristo que sería feliz y reconfortante, los tales sueñan y se ilusionan.

Los ensayos de descanso indoloro de una sociedad en la apostasía, o los ensayos de descanso indoloro de una sociedad en la Fe, no son sostenibles mucho tiempo; son barridos inevitablemente por el huracán de las revoluciones o por el soplo saludable de las reformas.

Así lo exige nuestra naturaleza espiritual, y, más aún, el odio devastador de Satanás o el Amor purificador de nuestro Salvador.

Nuestras ciudades carnales se ven obligadas a elegir entre la tiranía de Satanás, con sus inevitables atrocidades, o los derechos de Jesucristo, con su Santa Cruz, que salva lo más humano de nuestra naturaleza.

Esta es la razón por la que, por exigente que sea, la Realeza de Jesucristo se transforma en beneficio maravilloso sobre nuestras pobres ciudades.

La tensión y el sufrimiento, sean en el orden político, sean en el orden personal, son inevitables.

El diablo, que quiere hacer creer lo contrario, sabe muy bien que es falso.

Es falso porque nuestra malicia o nuestra ilusión de falso mesianismo (que durarán tanto como la humanidad) generan inevitablemente el sufrimiento.

Es falso porque debemos contar con la malicia del demonio, que pretende sin descanso perturbar al hombre y atormentarlo.

Es falso porque el orden político justo no puede prescindir del heroísmo de muchas de personas.

Entonces, a nivel social como a nivel personal, la elección que se presenta no es entre la tensión y el aburguesamiento, sino entre un orden justo, que supone el consentimiento a la Cruz, y un orden falso o una ausencia de orden, una anarquía, que, sí generan, más o menos rápidamente, un sufrimiento envenenado.

La verdadera elección se presenta, pues, entre la Cruz aliviada de Jesucristo o el sufrimiento envenenado del demonio.


Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron…

Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios…

El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama…

Elijamos, por lo tanto:

la Realeza de Cristo y su tensión liberadora.

los derechos de Jesucristo, con su Santa Cruz.

el consentimiento a la Cruz, la tensión y el sufrimiento.