viernes, 24 de junio de 2011

Corpus Christi


SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI


En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas de los judíos: El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él mismo vivirá en mí. Este es el pan que descendió del cielo. No como el maná que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan, vivirá eternamente.


El Evangelio de esta Fiesta es una perícopa selecta del discurso en que Jesús promete a la humanidad el Sacramento de su Cuerpo y Sangre.

El Señor había dado a comer milagrosamente a 5.000 hombres en el desierto. Aquellos judíos exaltados creyeron llegada la hora de levantarse contra el poder romano, proclamando Rey a un hombre tan portentoso. Jesús conoce sus designios, y se retira a la montaña.

Sus discípulos, por orden del Maestro, embarcan con dirección a la otra parte del mar de Tiberíades. La travesía fue borrascosa; la barca estuvo a punto de naufragar. Ya comenzaba a despuntar la aurora, cuando el Señor se les aparece en medio de las furiosas olas y calma con su palabra la tormenta. En la misma barca de los doce llega luego a Cafarnaum.

Mientras tanto, las muchedumbres, cansadas de buscar a Jesús, emprenden el mismo camino de los Apóstoles. Allí encuentran al Señor. Admirados, le preguntan: Maestro, ¿cuándo viniste aquí? El Salvador, decidido a esclarecer esas mentes, les dice: En verdad, en verdad os digo, vosotros me buscáis no por mi doctrina, sino porque os he dado de comer.

Esta respuesta da pie a un diálogo de tonos agrios por parte de la multitud, defraudada en sus esperanzas y en sus ensueños mesiánicos. El escándalo de los judíos llega a su cumbre, cuando Jesús les promete el Pan celestial de la Eucaristía.

Hasta aquel momento del discurso habían ido, poco a poco, apartándose del Salvador los nuevamente arribados por causa de la multiplicación de los panes; desde entonces comienzan a abandonarlo también sus propios discípulos. Dura es esta doctrina —decían—, y ¿quién es el que puede escucharla?

¡Qué dolor para Jesús! En el momento en que hablaba al hombre de la prueba más excesiva de su amor, éste, rehusando tanta dilección, le vuelve las espaldas…

En esta ocasión no fue el corazón el culpable de la defección, sino el orgullo…

Misterio de fe, llama el Salvador a la Eucaristía; la fe exige que se doblegue el espíritu humano, y aquellos hombres no entendían de tales renuncias…

¡Qué herida tan profunda abriría tal ceguera e ingratitud en el corazón amoroso del Salvador!

Pero la escena de Cafarnaum, continúa a través de los siglos… El dolor del Salvador ante la defección de los suyos no es más que el comienzo de un calvario angustioso que había de durar, no tres horas, sino siglos. Jesús comenzó en aquella ocasión a probar el amargo cáliz de la ingrata correspondencia de la humanidad al mayor de los beneficios divinos…

La historia de veinte siglos de sagrario no ha sido más que el desarrollo de la tragedia de dolor comenzada en la sinagoga de Cafarnaum. En el monumento perenne del amor es donde el Salvador es objeto de las profanaciones más horribles. En el misterio del Altar es donde prueba hasta las heces el cáliz amargo de la ingratitud.

En la Santa Misa renueva un milagro muy superior al milagro de la multiplicación de los panes, es decir, la maravilla del Cenáculo y la tragedia del Calvario.

Y cuando cree poder esperar que se lleguen todos, ebrios de amor y de emoción, a su costado, se inicia el desfile, la huida; el templo se convierte en sinagoga de Cafarnaum; la mayoría lo abandona, sorda a aquel angustioso clamor de ardiente sed e infinita ternura; sólo quedan en torno suyo, sólo se acercan al comulgatorio, los doce, las almas privilegiadas…

Al terminar su discurso, Jesús se halla solo con los doce, únicamente éstos perseveraron a su lado mirando desfilar a la multitud. Su Corazón divino necesitaba entonces expansionarse de su mortal angustia, y en un arranque de ternura e intimidad les dice: Y vosotros, ¿queréis también abandonarme?

Señor, respondió Pedro por todos, ¿a quién iremos, si Te abandonamos? Tú sólo tienes palabras de vida eterna…

Con el amor y ardor que expresan aquellas palabras, Jesús queda más que pagado de las bajas sufridas… Junto a los doce su Corazón no sentirá la soledad.

Alma cristiana, también a ti te dirige hoy el Señor aquella pregunta bañada en triste melancolía… ¿Y tú también quieres abandonarme?

Contéstale, llena de amor: Señor, si me aparto de Ti, ¿a quién iré? Tú tienes palabras de vida eterna. Fuera de Ti, siento frío mortal. ¿Apartarme yo de Ti? ¿Cómo apartarme de mi Dios y Señor? No; sino unirme más y más a Ti, hasta quedar transformada por Ti. Tú dijiste: Quien me come, vivirá por Mí. Viva yo desde hoy de tu vida.


Un año más tarde, sobre el Ara de la Cruz pagó Jesucristo nuestro rescate. Pero su Sacrificio no duró tan sólo las tres horas de su agonía. Así como su Sacerdocio es eterno, así también está inmolando continuamente su Hostia, es decir, inmolándose a Sí mismo.

La Sagrada Eucaristía es su forma sensible de inmolación. Sobre el Ara del Altar se renueva de continuo, aunque de una manera incruenta, el mismo sacrificio de la Cruz.

La separación de las especies de pan y de vino simboliza la espada mística que inmola la víctima.

Al levantar el Sacerdote la Sagrada Hostia y el Santo Cáliz para la adoración, la tierra podría agitarse como el Calvario la tarde del Viernes Santo; y el cielo se abre, en realidad, como en aquella fecha en señal de aceptación de la saludable víctima.

En la Comunión, en fin, se consuma el sacrificio por la destrucción de la víctima, llegando nosotros por su medio a participar de los despojos del Cordero inmolado, de los frutos del sacrificio ofrecido.

Este carácter de la Eucaristía afirmó el Apóstol, cuando dijo: Cuantas veces comiereis de este Pan y bebiereis del Cáliz del Señor, anunciaréis la muerte del Señor.

Y el mismo Jesús, al entregársenos sacramentado, demostró claramente que se nos daba como víctima. Éste es el Cuerpo —dijo— que por vosotros se entrega. Éste es el Cáliz de mi Sangre… que por vosotros y por muchos será derramada en remisión de los pecados.

Así lo entendió siempre la Iglesia, y así lo confesamos los fieles.

¡Qué realidades tan excelsas nos envuelven!

¡Cuán afortunados somos! Por nosotros, miserables pecadores, perpetúa el Señor su estado de Víctima, renovando cada día su Sacrificio.


Enseña su Santidad, el Papa Pío XII, que el Misterio de la Sagrada Eucaristía, instituido por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y por orden suya constantemente renovado por sus ministros, es el punto culminante y el centro de la religión cristiana.

Cristo Nuestro Señor, Sacerdote sempiterno, según el orden de Melquisedec, en la última Cena, la noche en que era entregado, para dejar a la Iglesia un sacrificio visible, que fuese representación del Sacrificio cruento que había de consumarse una sola vez en la Cruz, para que permaneciese su recuerdo hasta el fin de los siglos y se aplicase su eficacia saludable para la remisión de los pecados que cada día cometemos, ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las apariencias de pan y de vino, símbolos bajo los cuales los entregó a los Apóstoles consagrados sacerdotes del Nuevo Testamento, al mismo tiempo que les intimaba la orden, tanto a ellos como a sus sucesores en el sacerdocio, de que renovasen la oblación.


El Augusto Sacrificio del Altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un Sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que hizo en la Cruz, ofreciéndose al Padre como víctima gratísima.

Una sola y la misma es la víctima; y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el mismo que se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de ofrecerse.

Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada Persona es representada por su ministro. Éste, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, tiene el poder de obrar en virtud y en la Persona del mismo Cristo; por eso, con su acción sacerdotal, presta a Cristo su lengua y le ofrece su mano, como dice San Juan Crisóstomo.

Idéntica asimismo es la Víctima, es a saber, el Redentor Divino, según su naturaleza humana y en la verdad de su Cuerpo y su Sangre.


Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto, en la Cruz, Él se ofreció a Dios totalmente, con todos sus sufrimientos; pero esta inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida.

En cambio, sobre el Altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana la muerte no tendrá ya dominio sobre Él, y por eso la efusión de la Sangre es imposible.


Con todo, la divina sabiduría halló un medio admirable para hacer manifiesto el Sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, así como está realmente presente su Cuerpo, también lo está su Sangre; y las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre.

De este modo, la memorial demostración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los Sacrificios del Altar, ya que la separación de los símbolos índica que Jesucristo está en estado de Víctima.


Idénticos, además, son los fines: la glorificación del Padre Celestial; dar gracias a Dios; la expiación, la propiciación y la reconciliación; la impetración.


San Pablo, al proclamar la superabundante plenitud y perfección del Sacrificio de la Cruz, declara que Cristo, con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha santificado.

En efecto, los méritos de este Sacrificio, como infinitos e inmensos que son, no tienen límites, y se extienden a todos los hombres en cualquier lugar y tiempo, porque en él el Sacerdote y la Víctima es el Dios Hombre; en cuanto que su inmolación fue perfectísima, y en cuanto que quiso morir como Cabeza del género humano.

Sin embargo, este rescate no obtiene inmediatamente su efecto pleno; es menester que Cristo, después de haber rescatado al mundo al precio valiosísimo de Sí mismo, entre, en la posesión real y efectiva de las almas.

De aquí que, para que se lleve a cabo y sea grata a Dios la redención y salvación de todos los individuos y de las generaciones venideras hasta el fin de los siglos, es de necesidad absoluta que entren todos en contacto vital con el Sacrificio de la Cruz y así les sean transmitidos los méritos que de él se derivan.

Por eso, para que todos los pecadores se purifiquen en la Sangre del Cordero, es necesaria su propia colaboración.

Aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado a todo el género humano con el Padre por medio de su muerte cruenta, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen llevados a la Cruz por medio de los Sacramentos y por medio del Sacrificio de la Eucaristía, para poder obtener los frutos de salvación por Él logrados en la misma Cruz.

Jesucristo, mientras al morir en la Cruz concedió a su Iglesia el inmenso tesoro de la Redención, sin que Ella pusiese nada de su parte; en cambio, cuando se trata de la distribución de este tesoro, no sólo comunica a su Esposa sin mancilla la obra de la santificación, sino que quiere que en alguna manera provenga de su esfuerzo.

El augusto Sacrificio del Altar es, pues, un insigne instrumento para distribuir a los creyentes los méritos que brotan de la Cruz del Divino Redentor.

Cuantas veces se celebra la memoria de este Sacrificio, renuévase la obra de nuestra Redención. Y esto, lejos de disminuir la dignidad del Sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el Concilio de Trento, su grandeza y pregona su necesidad.

Al ser renovado cada día, nos advierte que no hay salvación fuera de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo; que Dios quiere la continuación de este Sacrificio desde Levante a Poniente, para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres deben al Criador, puesto que tienen necesidad de su continua ayuda y de la Sangre del Redentor para borrar los pecados que provocan su justicia.


Recemos, pues, como nos enseña la santa Liturgia:

Oh Dios, que nos dejaste la memoria de tu Pasión en ese Sacramento admirable: concédenos, que de tal suerte veneremos los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos continuamente en nuestras almas el fruto de tu Redención.