DOMINGO INFRAOCTAVA DEL CORPUS CHRISTI
Cuando uno de los que comían a la mesa oyó esto, le dijo: "Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios". Y El le dijo: Un hombre hizo una grande cena y convidó a muchos. Y cuando fue la hora de la cena, envió uno de los siervos a decir a los convidados que viniesen, porque todo estaba aparejado: Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito ir a verla; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes, y quiero ir a probarlas; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He tomado mujer, y por eso no puedo ir allá. Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces airado el padre de familias dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares. Y dijo el siervo: Señor, hecho está como lo mandaste y aún hay lugar. Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa. Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena.
El Señor acababa de enseñar a invitar a un convite a los que no pudieran retribuirlo, a fin de recibir la recompensa en la resurrección de los justos.
Creyendo uno de los convidados que era lo mismo la resurrección de los justos y el Reino de Dios, elogia la antedicha recompensa: Cuando uno de los que comían en la mesa oyó esto, le dijo: Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios.
Este hombre era todo carnal, no comprendiendo lo que Jesús había dicho y creía que los premios de los santos son materiales; y como suspiraba por lo que estaba lejos, no veía el pan que deseaba y que tenía delante.
¿Cuál es el Pan del Reino de Dios, sino el que dice Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo?
Por eso declara el Señor en la parábola siguiente que la indiferencia no es digna de los Banquetes Celestiales; y prosigue, pues, con la parábola…
El Creador de todas las cosas, el Padre de la gloria, preparó una Gran Cena ordenada en Cristo. Y así brilló para nosotros el Hijo de Dios, que sufriendo la muerte por nosotros nos dio a comer su propio Cuerpo.
Celebró una Gran Cena, porque nos preparó la saciedad de su eterna dulzura; llamó a muchos pero vienen pocos.
El Evangelio de la Misa de este Domingo forma como el puente de enlace entre la Fiesta del Corpus Christi y todo la Liturgia del mismo, en cuyo contenido podemos distinguir tres Banquetes: el de la Redención, el de la Gracia y el de la Eucaristía.
La Cena de que habla el Salvador, es ante todo la gracia de la Redención. A ella estaban llamados como por título natural los miembros del Pueblo de Dios. Éstos eran los convidados.
Pero, por un misterio de iniquidad incomprensible, la mayor parte de aquellos desprecian en su arrogancia la humildad y mansedumbre del enviado del Padre, y se niegan a tomar parte en el Banquete de la Redención.
Y envió a uno de sus siervos. Este siervo que envió el Padre fue el mismo Jesucristo, el cual, siendo por naturaleza Dios y verdadero Hijo de Dios, se humilló a sí mismo tomando la forma de siervo.
Fue enviado a la hora de la Cena. Añade el Evangelio: Porque todo estaba aparejado. El Padre había preparado en Jesucristo los bienes dados por Él al mundo: el perdón de los pecados, la participación del Espíritu Santo y el brillo de la adopción. A esto llamó Jesucristo por las enseñanzas de su Evangelio.
Envió a que viniesen los invitados, esto es, los llamó por los Profetas enviados con este fin, los cuales en otro tiempo invitaban a la Cena de Jesucristo. Fueron enviados en varias ocasiones al pueblo de Israel.
Muchas veces los llamaron para que viniesen a la hora de la Cena; aquéllos recibieron a los que los invitaban, pero no aceptaron el convite. Leyeron a los Profetas… y mataron al Cristo.
Y entonces prepararon, sin darse cuenta de ello, esa Cena para nosotros.
Dios nos ofrece, pues, lo que debía ser rogado. Quiere dar lo que casi no podía esperarse y, sin embargo, todos se excusan a una.
Tres fueron las excusas que se dieron.
En la granja comprada se da a conocer el dominio; luego el vicio de la soberbia es el primer castigado.
Así, pues, se prescribe al varón de la santa milicia que menosprecie los bienes de la tierra. Porque el que atendiendo a cosas de poco mérito compra posesiones terrenas, no puede alcanzar el Reino del Cielo. Por eso dice el Señor: Vende todo lo que tienes y sígueme.
Las cinco yuntas de bueyes son los cinco sentidos corporales. Se llaman yuntas de bueyes porque por medio de estos sentidos carnales se buscan todas las cosas terrenas, y porque los bueyes están inclinados hacia la tierra. Y los hombres que no tienen fe, consagrados a las cosas de la tierra, no quieren creer otra cosa más que aquellas que perciben por cualquiera de estos cinco sentidos corporales.
Y como los sentidos corporales no pueden comprender las cosas interiores y sólo conocen las exteriores, puede muy bien entenderse por ellos la curiosidad, que examinando la vida ajena desconoce la suya íntima y cuida de verlo todo por el exterior.
El que ha tomado mujer se goza en la voluptuosidad de la carne, y en ello se ve la pasión carnal que estorba a muchos.
Aunque el matrimonio es bueno y ha sido establecido por la Divina Providencia para propagar la especie, muchos no buscan esta propagación, sino la satisfacción de sus voluptuosos deseos; y por tanto, convierten una cosa justa en injusta.
Se dieron por excusado; prefirieron las cosas materiales y desdeñaron las espirituales. Ahora bien, hay una diferencia entre las complacencias del cuerpo y las del corazón:
Cuando no se disfrutan las cosas del cuerpo, se tiene un gran deseo de ellas; y cuando se obtienen, hastían al que las alcanza por la saciedad.
Lo contrario sucede con las delicias espirituales. Cuando no se tienen, parecen desagradables; y cuando se alcanzan, se desean más.
Hay una gran diferencia entre los goces del mundo y los goces de la religión.
Se desean ardientemente los primeros, antes de que se los posea, porque no se conoce todo su vacío y la impotencia que hay en ellos para hacernos felices; y después de haberlos obtenido con mucha solicitud y penas, traen el fastidio, porque la experiencia hace sentir su vanidad.
Lo contrario sucede con los goces de la religión: antes de gustarlos no se desean, porque no se han conocido sus encantos; pero, una vez que se los ha gustado, que se ha sentido su excelencia y dulzura, se los desea más vivamente, y cuanto más se gustan, más se les desea, porque se conoce más su alto precio.
La virtud es tan bella, se aviene tan bien con el corazón del hombre, que cuanto más se la practica, más celo hay por ejercitarla.
Quien beba de esta agua, dice Jesucristo, más sed tendrá de ella, es decir, que deseará siempre avanzar más en la práctica de la virtud; el mundo y sus falsos goces le serán insípidos; y le disgustarán, según esta otra palabra del Señor: Quien beba el agua que Yo le daré, no tendrá jamás sed, de los vanos placeres de la tierra, se entiende.
Todos sus deseos se dirigirán a los puros goces de la virtud y quedará a la vez saciado y hambriento, sediento y refrigerado; porque tal es la propiedad de los bienes espirituales, que sacian y excitan el hambre, calman y avivan la sed.
Uno se sacia, porque encuentra en Dios todos los bienes; siente hambre, porque, en gustando estos bienes, se les encuentra tan deliciosos, que se les desea siempre más.
El corazón regocijado canta las alabanzas de Dios y de la virtud; pero ello es un cántico siempre nuevo, porque siempre halla nuevas bellezas que admirar y amar.
Juzguemos, pues, por la medida de nuestros deseos en qué grado de virtud estamos.
Y todos a una comenzaron a excusarse… Indignado el Padre, borra sus nombres del puesto honorífico que ocupaban, y dirige su invitación a los pobres y desgraciados, es decir, a la gente humilde y sencilla del pueblo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares…
Mas no hallándose todavía llena de invitados la sala, el Padre manda llamar a los forasteros, a los extranjeros: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa…
Y con ellos se completó el número de comensales y comenzó el festín.
Si en los convidados al banquete están representados los judíos, en los desgraciados, y sobre todo en los extranjeros, estamos figurados nosotros, los que no pertenecíamos al Pueblo de Dios, los que no podíamos alegar título alguno al Banquete de la Redención.
La magnanimidad del Padre es tan grande, que hasta para nosotros ha dispuesto un lugar en su Cena; hasta a nosotros ha hecho llegar su invitación; hasta nosotros hemos podido sentarnos junto a los hijos de Abrahán en la gran Cena.
Aun más, hemos llegado a formar el grupo de los preferidos. ¡Oh inmensa bondad la del Padre! ¡Oh dicha incomparable la nuestra! No lo meditamos como es nuestro deber.
No nos damos cuenta del particularísimo favor que importa el haber recibido las aguas bautismales. Porque ¿qué méritos hicimos antes de nacer, para venir a la existencia en un país católico y de padres piadosos?
¿No estaba en lo posible y hasta en lo probable, que nuestros padres fueran herejes o paganos, siendo relativamente tan reducido el número de católicos en el mundo?
¿Por qué, pues, tengo la dicha de figurar entre los bautizados en Cristo? Por pura misericordia.
Respondamos, pues, a esa misericordia con un canto de gratitud…
En la gran cena de la parábola está, entonces, también figurado el Festín de la Gracia y de todos los favores sobrenaturales de que el Señor nos ha hecho partícipes.
¡Cuantísimas gracias las que ha derramado sobre nosotros desde el primer momento de nuestra existencia!
Finalmente, el banquete de la parábola puede ser referido en sentido místico al Banquete Eucarístico.
Cristo Señor Nuestro al terminar el curso de esta vida mortal, bajo el exceso de su inmensa caridad para con los hombres, dejó la Sagrada Eucaristía como poderoso auxilio para la vida del mundo.
Conocer con fe íntegra la eficacia de la Santísima Eucaristía, es lo mismo que conocer cuál sea la obra que para perfeccionar al género humano realizó el Dios hecho hombre, con su poderosa misericordia.
El que atenta y religiosamente considere los beneficios que emanan de la Eucaristía, entenderá ciertamente que Ella excede y sobrepuja a todas las demás cosas, cualesquiera sean los beneficios que se contienen en las mismas; pues de Ella procede para los hombres la vida, que es la verdadera vida: El pan que yo les daré, es mi carne por la vida del mundo.
Cristo es vida; Quien para esto vino y vivió entre los hombres, para darles abundancia de vida más que humana: He venido para que tengan vida y la tengan abundantemente.
Mas como quiera que ésta que llamamos vida tiene manifiesta semejanza con la vida natural del hombre, así como ésta se sostiene y robustece con el alimento, así aquélla conviene tenga también un alimento o comida que la sustente y fortalezca.
Este pan, advierte Nuestro Señor, no es aquel maná celestial de la peregrinación por el desierto; sino que Yo mismo soy este pan: Yo soy el pan de vida.
Y de esto mismo les persuade más ampliamente invitándoles y mandándoles: Si alguno comiere de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi Carne por la vida del mundo…
Y les mostró la gravedad del precepto de este modo: En verdad, en verdad os digo si no comiereis la carne del hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.
¿Qué más puede desearse, que ser hechos en cuanto sea posible, participantes de la naturaleza divina? Pues esto es lo que principalmente nos da Cristo en la Eucaristía, por la cual el hombre, con el auxilio de la gracia, es elevado al consorcio de la divinidad y unido a Cristo íntimamente.
Esta es, precisamente, la diferencia que existe entre el alimento del cuerpo y el del alma, que así como aquél se convierte a nosotros, así éste nos convierte a nosotros en él; a este propósito San Agustín pone en boca de Cristo estas palabras: Tú no me transformarás en ti, como si fuese el alimento de tu cuerpo, sino que tú te transformarás en mí.
Cristiano, a ese Banquete Celestial has sido tú invitado. Aunque pobre y desgraciado, se ha dignado el Padre recibirte en su sala. Humíllate y contéstale agradecido.
Pero ten en cuenta que el afán de riquezas y de placeres es lo que impide la percepción del fruto de este Banquete.
Procura, pues, mortificar en ti esas bajas tendencias. No seas tú de los que no pudieron tomar parte en la gran cena, porque habían comprado una granja o unos bueyes, o porque habían de tomar esposa.
Sé de los pobres de espíritu, y así tendrás la dicha de albergar en tu corazón al Rey de Cielos y tierra y de poseer el Reino de los Cielos.
Terminemos con las dos oraciones previstas para después de la Comunión, la de este Domingo y la de la fiesta del Corpus Christi:
Habiendo recibido estos sagrados dones, Te suplicamos, Señor, que con la frecuente participación de los Sagrados misterios se aumenten en nosotros los efectos de nuestra salvación.
Te rogamos, Señor, nos sacies con el sempiterno goce de tu divinidad; prefigurado en la recepción temporal de tu Preciosísimo Cuerpo y Sangre.