domingo, 3 de julio de 2011

Domingo III post Pentecostés


DOMINGO INFRAOCTAVA DEL SAGRADO CORAZÓN

Tercero después de Pentecostés


Y se acercaban a Él los publicanos y pecadores para oírle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Éste recibe pecadores, y come con ellos. Y les propuso esta parábola diciendo: ¿Quién de vosotros es el hombre que tiene cien ovejas, y si perdiere una de ellas, no deja las noventa y nueve restantes en el desierto y va a buscar la que se había perdido, hasta que la halle? Y cuando la hallare, la pone sobre sus hombros gozoso. Y viniendo a casa, llama a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Dadme el parabién, porque he hallado mi oveja que se había perdido. Os digo, que así habrá más gozo en el cielo sobre un pecador que hiciere penitencia, que sobre noventa y nueve justos, que no han menester penitencia.
O ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si perdiere una dracma, no enciende el candil y barre la casa, y la busca con cuidado hasta hallarla? Y después que la ha hallado, junta las amigas y vecinas, y dice: Dadme el parabién, porque he hallado la dracma que había perdido. Así os digo, que habrá gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que hace penitencia.


Mira el Corazón que tanto ha amado a los hombres Estas palabras divinas suenan durante esta Octava en los oídos de los amigos de Jesús. Hoy nos muestra la Liturgia el objeto de las preferencias de ese Corazón amante: los pecadores.

Jesús ama tanto a los pecadores, que hasta es reprochado y censurado por ello. Los ama tanto, que se ve obligado a justificar ese amor.

En el pasaje evangélico de este Domingo se contienen dos de las tres parábolas con que el Divino Maestro hace la defensa de su conducta: la de la oveja extraviada y la de la dracma perdida.


En un amplio comentario, San Gregorio, explica maravillosamente el comportamiento de Nuestro Señor:

“Se deduce que la verdadera justicia tiene compasión y la falsa justicia desdén, aun cuando los justos suelen indignarse con razón por los pecadores. Pero una cosa es la que se hace con apariencia de soberbia y otra la que se hace por celo a la disciplina.
Porque los justos, aunque exteriormente exageran sus reprensiones por la disciplina, sin embargo, interiormente conservan la dulzura de la caridad y, por lo general, prefieren en su ánimo a aquellos a quienes corrigen, que a sí mismos. Obrando así mantienen a sus súbditos en la disciplina y a la vez se mantienen ellos en la humildad.
Por el contrario, los que acostumbran a ensoberbecerse por la falsa justicia, desprecian a todos los demás, sin tener ninguna misericordia de los que están enfermos, y, porque se creen sin pecado, vienen a ser más pecadores.
De este número eran los fariseos, quienes cuando censuraban al Señor porque recibía a los pecadores, reprendían con un corazón seco al que es la fuente misma de la caridad. Pero como estaban enfermos o ignoraban que lo estaban, el médico celestial usa con ellos, hasta que conociesen su estado, de remedios suaves. Sigue, pues: Y les propuso esta parábola…”


En la parábola de la oveja extraviada, Jesús se compara a un pastor. En su rebaño figuran todas las criaturas inteligentes. A todas apacienta con los pastos divinos de la gracia. Mas he aquí que un día se escapa de su amoroso redil una de sus amadas ovejas: es el hombre, que seducido por la serpiente infernal ha preferido la servidumbre diabólica a la libertad de los hijos de Dios.
¿Qué hace entonces Jesús? ¡Extremo inimaginable de amor! Deja las noventa y nueve fieles en el aprisco; es decir, deja en el Cielo a sus Ángeles, y baja a este mundo por buscar a la humanidad ingrata.

Le vemos caminando por los pedregales de este mundo. Anda jadeante; el polvo del camino desfigura su rostro; los rayos ardorosos del sol arrancan gruesas gotas de sudor de su frente. Pero ni la fatiga, ni las asperezas del camino lo detienen.

Por fin, vislumbra al enemigo que había hecho presa de la desgraciada ovejuela; se acerca a él; lucha a brazo partido; se expone hasta a la muerte, y arrebata de sus garras la amada presa; tómala en sus brazos, y, dándole un beso de paz, se la pone amorosamente sobre sus hombros para devolverla al redil.

¿Nos hemos reconocido en el retrato que acabamos de contemplar? ¿No nos identificamos con la oveja extraviada entre las zarzas del pecado y las garras del león infernal?

Lo que el Redentor hizo por la humanidad entera, hízolo directamente por cada uno de nosotros. Por nosotros aceptó la más extremada pobreza; abrazó las privaciones más sensibles; sufrió los tormentos más horribles. Todo por sacarnos de la cautividad del diablo y conducirnos a los prados de la gracia.

¿Sabemos cuándo nos tomó entre sus amorosos brazos y nos estrechó fuertemente contra su pecho, gloriándose ante cielos y tierra de tal conquista? En el momento del Bautismo.

¿Sabemos cuándo más? Cada vez que el Sacerdote levantó su mano ungida y pronunció sobre nosotros las palabras de la absolución.

Expresemos nuestros sentimientos de gratitud por tan insignes beneficios; y puesto que Jesús nos tiene ya en sus brazos, no nos soltemos jamás de ellos. Hagamos firmes propósitos de no caer nunca en un pecado grave, deliberado y consentido. Torpe cosa es volver a los crímenes que laceran el Corazón Sagrado.

No obliguemos a Jesús a caminar de nuevo en busca nuestra.


La parábola de la moneda perdida completa la primera. Jesús, después de su Resurrección, subió a la gloria, y dejó como tesorera de sus gracias y continuadora de su misión en la tierra a la Iglesia.

Ella es la que, llevando en sus manos la antorcha, que es Cristo, fue en busca de la moneda perdida de nuestra alma. Y la encontró, para dicha nuestra.

Y ¿qué hizo entonces la bondadosa Madre? Sabemos bien que toda moneda suele llevar esculpida la imagen del señor que la ha hecho acuñar. Así también nuestra alma llevaba en sí el sello de la Santísima Trinidad. Ese sello quedó casi borrado por efecto del polvo y de la escoria que se le pegó en el montón de desperdicios de donde la sacó la mano piadosa de la Iglesia.

Pero una huella del mismo quedaba todavía allá en su fondo; pues, aunque por el pecado pierda el alma su semejanza con Dios Creador, no pierde su cualidad de imagen, ya que, como enseña San Ambrosio, Dios hizo al hombre a su imagen en cuanto a los dones naturales, y a su semejanza en cuanto a los dones de gracia.

Pues bien, la Santa Madre Iglesia tomó en sus manos la dracma de nuestra alma y la sometió al baño de la gracia por el Bautismo, saliendo a luz, en virtud del mismo, el retrato vivo de Dios que en sí llevaba esculpido.

Y tú, cristiano, después de tan solícito trabajo de tu tierna Madre, ¿te atreverás todavía a manchar esa imagen; y, lo que es peor, a borrarla de lleno?

Sabes cómo se mancha: por el pecado venial deliberado.

Sabes, asimismo, cómo se pierde y se borra totalmente: por el pecado mortal.

Anda, pues, avisado. Al menos por reconocimiento, por gratitud… no enturbies la alegría de la Madre Iglesia; no la dejes mal parada ante los Ángeles, a quienes convida para que hagan fiesta. Sé más bien motivo de orgullo de tan tierna Madre, procurando que la imagen de Cristo brille en tu alma con todo su esplendor.

Asido ya al Corazón de tu amante Pastor y atraído por su amoroso silbo, no lo sueltes más. Pídele perdón por el tiempo que anduviste errante. Agradécele sus desvelos por unirse contigo. Suplícale a que no te deje correr tras tus caprichos.

Roguemos con esta Buena Madre: Oh Dios, protector de los que en Ti esperan, y sin Quien no hay en el hombre ni firmeza ni santidad, multiplica sobre nosotros tu misericordia, para que, siendo Tú nuestro pastor y nuestro guía, pasemos de tal modo por entre los bienes temporales, que no perdamos los eternos. (Oración Colecta de este Domingo).


Multiplica sobre nosotros tu misericordia ¡Qué frase! Ahora bien, el amor misericordioso de Jesús reclama nuestro amor…

La revelación de amor del Sagrado Corazón, apremia a nuestros corazones. ¿Qué pide Jesús? Corazones que amen…, almas que reparen…, víctimas que se inmolen…

Meditemos en las exigencias que presenta a nuestro corazón el amor de nuestro bondadosísimo Salvador.

Como hubiese amado a los suyos, los amó hasta el fin… Bello prólogo de la institución de la Divina Eucaristía.

Los amó hasta el fin, hasta el fin los tiempos. Miremos si no el Sagrario, y veremos a Jesús como en una cárcel de amor, cautivo del hombre; siempre en espera de que se llegue alguno a hacerle compañía; dispuesto día y noche a recibirnos; sin cansarse nunca, mientras haya mortales a quienes amar.

Su Corazón es un ascua viva que necesita de almas, a quienes comunicar sus dones; si no encuentra esas almas, se consumirá por la fuerza interna del amor.

Es tal su necesidad de amar, que se ha convertido en mendigo, mendigo divino, que toca a las puertas de los corazones humanos, implorando una migaja de amor. Si se ha quedado en ese Tabernáculo, es para estar más cerca de nosotros, ser el remedio de nuestra debilidad, y, a fuerza de dádivas, robarnos el corazón y conquistar nuestro amor.


Hijo, dame tu corazón… Sí, Jesús quiere que lo amemos. Y ¿qué es ese amor que Jesús anhela?

Es intimidad con Aquél, que es todo Amor... Amor dócil, que se deja conducir por Aquél a quien ama... Amor desinteresado, que no busca ni su gusto ni su interés, sino los de su Amado... Amor celoso, ardiente, devorador, que venza todos los obstáculos.

Bien merece un amor tal, Aquél que se entrega totalmente a nosotros. Y ¿dudaremos todavía de ofrecerle nuestro amor?


El Señor se entregó a nosotros sin reserva. Sin reserva debe ser por lo mismo nuestro amor hacia Él; pura generosidad, dispuesto hasta el heroísmo por Jesús.

Amar no es dar; amar es darse sin medida… El Señor mismo enseña esta doctrina a Santa Catalina de Siena, cuando le dijo: Yo, Dios infinito, quiero ser servido de un modo infinito; mas tú no tienes infinito más que el deseo.


Cuando el alma responde a los requerimientos de Jesús con una entrega total, queda tan complacido el Divino Amante, que al momento la constituye en su mansión de descanso, en un cielo de reposo.

Así lo confesó textualmente a Santa Margarita María: Hija mía, he escogido tu alma, con el fin de que sea para Mí un cielo de reposo; y tu corazón, un trono de delicias para mi divino amor.

¡Qué dicha! Constituir el cielo de reposo de Jesús; ser el lugar de sus delicias, donde, el Amado se recrea; ser la mansión de sus complacencias; donde Él goza en el gozo infinito de la Eternidad…

Aspiremos a tanta felicidad amando mucho, amando con locura al Divino Amante. Este premio, prometido a los verdaderos amantes, tiene una realidad muy expresiva en el momento de la Santa Comunión. A Santa Gertrudis dijo el Señor: Cuando me recibes, eres de veras mi cielo.

Pero la tendrá mucho más expresiva todavía el día en que se caigan los velos mortales y nuestra alma pueda ser invadida por el gozo del Señor.

Seamos cielo de reposo de Jesús aquí abajo, y Él será luego nuestro cielo de reposo allá arriba.


Multiplica sobre nosotros tu misericordia ¡Qué frase! Ahora bien, el amor misericordioso de Jesús reclama nuestra confianza…

Jesús quiere conquistar nuestro amor. Ese amor exige la confianza. Por eso, el amor que Jesús nos pide es amor de confianza.

Confía, hija… Jesús parece interesado en ganar la confianza de los mortales. Pensando que nuestras miserias pudieran retraernos del que es todo luz y pureza, reclama con insistencia la entrega de nuestro corazón con todas sus debilidades.

El Señor nos ama con amor misericordioso, y sabemos que nuestras miserias son el combustible de ese amor.

¡Qué consuelo para nosotros, pobres débiles! ¡Saber que el Señor nos ama precisamente por nuestra debilidad! ¡Qué aliento para nuestra poquedad!

¿Cómo dudaremos todavía de entregarnos totalmente a Quien tan de veras nos ama?


Confía, hija; tus pecados te son perdonados… Sí; nuestras miserias son las que nos han dado a conocer las entrañas amorosísimas del Señor, las que nos han franqueado la puerta de la confianza.

El Corazón divino necesita de nosotros, de nuestros pecados, para mostrar el ardor de las llamas que lo abrasan.

¡Qué plácida confianza despierta en el alma este interés de Jesús en atraernos a Sí! ¿Qué puede causarnos aún miedo o espanto? Ni nuestros pecados pasados, ni nuestras faltas actuales. Basta que los arrojemos en el Horno ardiente de caridad, para que sean allí consumidos.

Es Jesús mismo quien pide este abandono de confianza: Preocúpate de Mí, dijo a Santa Margarita María, sólo de Mí; y Yo me preocuparé de ti y de todo lo tuyo.


Aunque vuestros pecados os hayan teñido como la grana, quedarán vuestras almas blancas como la nieve. Hay almas que andan siempre cabizbajas, bajo el peso enorme del recuerdo de sus pasadas culpas. ¡Pobres! ¡Qué cúmulo de sufrimientos tan en balde! ¿Acaso no tenemos un Dios que disfruta de devorar en su Misericordia nuestros pecados?

¿Qué miedo pueden causarnos nuestras culpas, cuando es el propio ofendido el primer interesado en hacerlas desaparecer? No; no es este miedo grato al Señor.

Esto es negar su misericordia. Recordemos lo que sufrió para recoger, cual Buen Pastor, la oveja perdida de nuestra alma. ¿Cómo no hará ahora un supremo esfuerzo por conservarla en el redil?

Razón tenía Santa Teresita del Niño Jesús para decir que, aunque hubiese cometido los más grandes pecados, no se apartaría del camino de la confianza amorosa: Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él. Es cierto que Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del pecado mortal. Pero no es ésa la razón de que yo me eleve a él por la confianza y el amor.


Abundemos en tan justos sentimientos…

Abismemos, como decía Santa Margarita María, todas nuestras miserias en el amable Corazón de Jesús, y no pensemos más que en amarlo, olvidándonos de nosotros mismos.


Desde el Sagrario continúa el Señor enseñándonos esta divina doctrina… Él se ha adelantado a nosotros; a nosotros nos toca ahora seguir el camino que Él mismo nos ha abierto.

No es indicio de amor el temor excesivo de faltar, el escrúpulo, las dudas infundadas, la nimia preocupación.

Los escritores ascéticos dicen que los escrúpulos nacen del egoísmo. Amemos a Jesús, despreocupándonos de nosotros mismos, que entonces desaparecerán todos esos temores y escrúpulos.

Si llegamos a ganarle el Corazón, esa intimidad nos procurará la santa tranquilidad de los justos, sabiendo que el Juez de nuestros actos es nuestro Buen Pastor.

¡Qué tranquilidad tan envidiable la del que camina por la senda de la confianza amorosa!


Por el camino de la confianza llegamos al espíritu de abandono que pide Jesús a los devotos de su Corazón.

¿Qué puede haber más racional que arrojarse en los brazos de su Providencia, abandonarse a sus cuidados? Él está dispuesto a tomar a su cuenta todos nuestros afanes.

Confiemos, pues, nuestros cuidados a su Providencia amorosa. Para nosotros no haya ya preocupaciones. Ni salud, ni enfermedad, ni vida, ni muerte, ni el mismo Cielo me debe preocupar.

Es Jesús quien lleva mis asuntos. Mi cuidado y preocupación única tiene que ser: Jesús.


En tus manos encomiendo mi espíritu… Jesús, en su vida mortal, nos da ejemplo de un perfecto abandono en manos del Padre.

Así, en manos del Padre, debo estar yo en todo momento.

Si atiendo a mi salud, será para cumplir con mi deber; pero luego diré: Señor, hágase tu voluntad; dispuesto a aceptar la vida o la muerte.

Si me intereso por mis negocios, será porque Dios así lo quiere; mas nunca me perturbaré por el resultado feliz o desgraciado que puedan tener.

Y de la misma manera procederé en cualquier situación.

¡Qué paz, qué tranquilidad engendrará este abandono en el Corazón de Jesús!


Arroja todos tus cuidados en el Señor… Aprendamos la santa despreocupación y abandono del niño en brazos de su padre.

A Santa Margarita María dijo el Señor: ¿Puede perecer entre los brazos de un Padre Todopoderoso una criatura a quien Yo amo tanto como a ti te amo?

Iguales palabras nos dirige a nosotros el Salvador. Quiere que nos abandonemos en sus brazos con confianza filial. Después de todo, es éste el único camino para llegar a la gloria. El mismo Evangelio nos dice: Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.


La doctrina es, pues, clara y patente, el camino de abandono filial es el que conduce al Cielo. Si durante esta vida mortal hemos dejado nuestro espíritu en las manos de Jesús, Él se encargará, en la hora de la muerte, de conducirlo al trono del Padre.

Si nos cuidamos de Jesús y sólo de Jesús, Él se cuidará de nosotros, de todos nuestros asuntos y del principal, que es la salvación eterna.

¡Oh Jesús!, enciérrame en tu Divino Corazón, y no permitas que jamás me separe de Ti…


Señor Jesucristo, que derramando las riquezas de tu Amor a los hombres, instituiste el Sacramento de la Sagrada Eucaristía; Te rogamos nos concedas amar tu amantísimo Corazón y recibir siempre dignamente tan gran Sacramento.