sábado, 30 de julio de 2011

Domingo 7º post Pentecostés

SÉPTIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces: por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así es que todo árbol bueno produce buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo darlos buenos. Todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego. Por sus frutos pues lo podéis reconocer. No todo aquel que me dice: ¡Señor, Señor! entrará por eso en el reino de los cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.

Nuestro Señor Jesucristo nos revela en el Evangelio de hoy la necesidad de las buenas obras bajo el símbolo del árbol que debe dar buenos frutos.

Cada uno de nosotros es un árbol plantado por la mano de Dios en el campo de la Iglesia, como en una tierra de bendición, cultivada con esmero, regada con abundancia.

Si este solícito cultivo, y este rocío del cielo tan fecundante no nos hacen producir buenas obras, caeremos bajo el anatema pronunciado por el Apóstol San Pablo: La tierra que recibe la lluvia del cielo y no da buenos frutos es reprobada y está próxima a ser maldecida

Anatema que no es sino la reproducción de la palabra del Evangelio de este Domingo: Todo árbol que no da buenos frutos será cortado y arrojado al fuego.

Y la razón de esta sentencia es que el que descuida las buenas obras no ama a Dios. El amor es una pasión activa, que lleva el corazón hacia el objeto amado y le hace obrar por él.

Si nada hago por Dios, es prueba de que no le amo; si hago poco, es prueba de que es escaso mi amor.

---&&&---

Pero, además, las buenas obras, para que nos salven, han de ser totalmente buenas; pues, si son defectuosas por un solo punto, sea en razón del tiempo o del lugar en que se hacen, sea en razón de la manera como se las hace, sea, en fin, en razón de la intención con que se hacen, esto es bastante para quitarles su precio o disminuir su mérito.

Dios ama el orden y lo quiere en todo; detesta todo lo que del orden se aparta.

---&&&---

Asimismo, es preciso que nuestras obras sean conformes a la voluntad de Dios; pues dice Jesucristo, en el Evangelio de este día, que sólo entrará en el Reino de los Cielos quien haya hecho la voluntad de su Padre celestial.

Así, todo lo que sea opuesto a los deberes de nuestro estado, todo lo que se inspire en el capricho o en miras humanas, no puede contarse entre las buenas obras.

No hay obras verdaderamente buenas sino aquellas que Dios manda, aconseja o nos pone en la ocasión de hacer.

---&&&---

Por este motivo, en el Evangelio de hoy previene el Señor a sus discípulos acerca del peligro de los falsos profetas, de los fariseos de santidad fingida.

Dirigida a nosotros la presente lección, nos dice que vivamos alerta, para que no se desarrolle en nuestras almas una santidad falsa, de pura forma, como era la de los fariseos.

---&&&---

Volvamos los ojos al Divino Maestro, y apliquémonos su doctrina.

En primer lugar, nos enseña que las obras califican al cristiano. No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los Cielos.

La vida de oración tiene por fruto y complemento un porte digno, una conducta intachable. La santidad no consiste en muchos rezos, ni en elevadas doctrinas, sino en realidades prácticas.

Obras, obras, decía Santa Teresa… Ellas son el fruto de la vida interior, y por el fruto se conoce el árbol. No basta con ser devotos; es menester ser afables, justos, caritativos; es menester cumplir la ley. Tengámoslo bien presente.

Tras las obras inquirirá la mirada escrutadora del Justo Juez el día de la cuenta. Procuremos, pues, llenar bien nuestra partida ahora que estamos a tiempo. Que nuestra piedad no sea una piedad huera.

---&&&---

El divino Maestro nos advierte también sobre el lobo con piel de oveja. El manto de la virtud encubre a veces las más repugnantes cosas.

Hay almas que se dicen espirituales, y pasan por tales a los ojos propios y ajenos. Llevan con regularidad matemática un plan de vida espiritual.

Pero en realidad están llenas de sí. Contentas con la etiqueta de santidad que ostentan, se creen con derecho a despreciar como no espirituales a sus prójimos.

Consultan a su confesor, pero no para oír su consejo, sino para que apruebe el propio. Pídenle permiso para ejercitarse en penitencias, pero han de ser las que ellas escojan por su capricho.

Buscan, en fin, su propia satisfacción, y no satisfacer a Dios.

¡Qué desengaño sufrirán cuando salga a relucir su verdadero valor! ¡Cuánto tiempo perdido!

Para no ser nosotros de los engañados, procuremos someter a un severo examen nuestras «formas de santidad».

El peligro es grande, ya que el amor propio tiende a cegarnos.

---&&&---

Pero el Señor nos da una piedra de toque, en la que podremos probar la autenticidad de nuestra piedad: Por sus frutos —dice— los conoceréis. ¿Por ventura se cogen uvas de los espinos, o higos de los zarzales? Así, todo árbol bueno da buenos frutos, y el árbol malo da malos frutos.

¿Cómo son nuestros frutos? Examina, cristiano, y si hallas que tus obras no corresponden al estado de santidad que profesas, no temas tomar en tus manos la podadora y cortar sin piedad; no rehúyas la dolorosa operación; no dejes de someter el árbol de tu alma a una poda aguda. Teme más que llegue el amo del jardín de la Iglesia, y al verte sin fruto, mande cortarte y echarte al fuego.

Porque no para hacer sombra ha sido plantado este árbol, sino para dar fruto. Ni creas que el Dueño celestial se dará por satisfecho con tus hermosas y espirituales palabras; porque no todo, aquél que dice Señor, Señor, entrará por eso en el Reino de los Cielos.

---&&&---

San Pablo, escribiendo a los Romanos, nos proporciona la regla de conducta que debemos observar. La Epístola de la Misa nos la presenta:

Hablo como suelen hablar los hombres, a causa de la flaqueza de vuestra carne. Porque así como para iniquidad entregasteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad, así ahora entregad vuestros miembros como siervos a la justicia para la santificación. En efecto, cuando erais esclavos del pecado, independizados estabais en cuanto a la justicia. ¿Qué fruto lograbais entonces de aquellas cosas de que ahora os avergonzáis puesto que su fin es la muerte? Mas ahora, libertados del pecado, y hechos siervos para Dios, tenéis vuestro fruto en la santificación, y como fin vida eterna. Porque el estipendio del pecado es la muerte. Mas la gracia de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.

Mas ahora, libertados del pecado, y hechos siervos para Dios, tenéis vuestro fruto en la santificación… Este pensamiento de San Pablo es el eco de la sentencia de Nuestro Señor: El que hace la voluntad de mi Padre, ése entrará en el Reino de los Cielos

He aquí los buenos frutos que pide el Señor del árbol del alma. Un Dios providentísimo rige los destinos humanos. Es dueño del universo; le debemos, pues, obediencia. Es padre amantísimo; le debemos, por tanto, nuestro amor. ¿Por qué, pues, no nos sometemos gustosos a su gobierno? ¿Por qué no nos vaciamos de nosotros mismos, para adorar la voluntad divina?

Tengamos entendido, que mientras no quede constituida la Voluntad divina en norma de nuestras acciones, no tendremos paz interior, ni habremos comenzado a entender lo que es la perfección.

Adoremos esa Voluntad Sagrada, y ofrezcámonos a su servicio.

---&&&---

Nuestro ser de criaturas nos impone la sujeción a la Voluntad divina. La criatura es esclava de su autor; el hombre es, pues, esclavo de Dios.

Dios nos ha llamado a la existencia; luego su voluntad es nuestra ley. Nada más justo y racional. Ni tenemos derecho a quejarnos, ni a sentir vejación alguna. Convenzámonos de esta verdad, y obremos en consecuencia.

La voluntad de Dios se muestra en todos los incidentes de la vida; en los prósperos y en los adversos. Luego nada debe alterar nuestra igualdad de ánimo; en todo momento hemos de adorar la Providencia. Lo contrario no es cristiano.

¿Vivo de estas convicciones? ¿Veo en todos los acontecimientos de la vida la mano de Dios que me conduce a través de este destierro?

---&&&---

La santidad consiste en nuestra conformidad con la Divina Voluntad.

«Heme aquí que vengo a cumplir tu voluntad». Esta fue la disposición con que el Señor comenzó su carrera mortal, y esa debe ser a la vez la oración primera del cristiano.

La oración primera y cotidiana. Porque la actitud de Cristo en su primer momento fue la actitud de toda su vida. Bien pudo Él decir: «Hago siempre lo que es del beneplácito del Padre. Mi comida e hacer la voluntad del que Me ha enviado».

El cristiano no debe separarse de esta norma. Si en todo ha de ser reflejo fiel de Cristo, mucho más en este punto capitalísimo.

Nosotros, los que nos preciamos de seguir de cerca a Cristo, estamos doblemente obligados a imitar esta su virtud. Repitamos a menudo aquella súplica que nos enseñó el propio Señor: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Preocupémonos tan sólo de identificarnos, más y más con la Voluntad divina.

---&&&---

No es éste negocio fácil. Contra tan santo deber se levanta nuestro orgullo, se levantan las bajas pasiones. Luchemos por vencerlas. Rara lucha, en la que tomamos posiciones contra nosotros mismos…

Pero es para pelear por Cristo; y bien vale la pena de ir contra el propio yo, cuando se trata de dar la victoria a Cristo.

Si queremos identificar nuestra voluntad con la del Señor, tratemos siempre de mortificar todos sus movimientos, de tronchar todos sus caprichos. Llevemos un santo cuidado de vaciarnos totalmente del propio yo. Hecho el vacío de nosotros mismos, vendremos a ser colmados del espíritu de Dios.

---&&&---

Agradezcamos, pues, a Nuestro Señor Jesucristo, que nos revela en el Evangelio de este día una de las verdades más importantes para nuestra, salvación, a saber: que no podemos salvarnos sino a condición de santificar con buenas obras nuestro tránsito, por este mundo.

Y ahora, recogiendo los pocos buenos frutos que presenta el árbol de nuestra alma, depositémoslos sobre el Ara del Altar, y con ellos a nosotros mismos como devota oblación, repitiendo con todo fervor lo que la Santa Liturgia nos enseña a pedir:

Oh Dios, cuya providencia no se engaña jamás en sus disposiciones; humildemente Te suplicamos, que apartes de nosotros todo lo nocivo, y nos concedas todo lo saludable (Oración Colecta de hoy).

¡Oh Señor! Como recibías el holocausto de los carneros y toros, los sacrificios de millares de gordos corderos, así sea hoy agradable nuestro sacrificio en tu presencia; puesto que jamás quedan confundidos aquéllos que en Ti confían (Ofertorio).

Oh Dios, que substituíste las diversas víctimas legales con un solo y perfecto sacrificio; recibe la oblación que de nuestra voluntad rendida a la Tuya Te ofrecemos tus devotos siervos; santifícala con la bendición con que santificaste los dones de Abel; a fin de que lo que cada uno ofreció en honor de tu Majestad, aproveche para nuestra salvación (Secreta).

Tu gracia medicinal, Señor, nos libre piadosamente de nuestras maldades, y nos conduzca por el camino de la justicia (Postcomunión).