OCTAVO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado delante de él como disipador de sus bienes. Y le llamó y le dijo: ¿Qué es esto que oigo decir de ti? Da cuenta de tu mayordomía porque ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo dijo entre sí: ¿Qué haré porque mi señor me quita la mayordomía? Cavar no puedo, de mendigar tengo vergüenza. Yo sé lo que he de hacer, para que cuando fuere removido de la mayordomía me reciban en sus casas. Llamó, pues, a cada uno de los deudores de su señor, y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y éste le respondió: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu escritura, y siéntate luego, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: ¿Y tú, cuánto debes? Y él respondió: Cien coros de trigo. El le dijo: Toma tu vale y escribe ochenta. Y alabó el señor al mayordomo infiel, porque había obrado sagazmente; porque los hijos de este siglo, más sabios son en su generación, que los hijos de la luz. Y yo os digo: Que os ganéis amigos con las riquezas de iniquidad, para que cuando falleciereis, os reciban en las eternas moradas.
El Evangelio del día nos enseña que nos debemos por completo a Dios, y que es una locura no corresponder debidamente a los designios que Dios tiene respecto de nosotros.
En la figura del hombre rico, de quien nos habla el Evangelio, se presenta Dios, esencialmente rico, no solamente porque posee en Sí mismo infinitas perfecciones, que son espléndidos tesoros, sino porque es el dueño absoluto de todas las cosas, de la naturaleza entera, de los bienes de la gracia y de las riquezas inestimables de la gloria
Regocijémonos de la magnificencia de Dios, y considerémonos felices de tenerlo por nuestro Dueño y Señor.
Todo lo que tenemos y todo lo que somos pertenece esencial y absolutamente a Dios, puesto que, como Creador y Conservador, es nuestro supremo Señor.
Al comunicarnos sus dones, no quiere despojarse de sus derechos; se reserva la propiedad y nos confía solamente la administración o la gestión de ellos, con el encargo de trabajar en hacerlos valer, no conforme a nuestro gusto, sino conforme a su voluntad.
Somos tan sólo siervos o agentes suyos, y como tales no somos dueños de los bienes que nos ha dado y nos otorga a diario; y tiene el derecho de despedirnos y castigarnos, si hacemos de sus dones un uso que no sea de su agrado.
Sentado este principio, se deduce que, si Dios nos ha concedido bienes, es a condición de que a cada instante le rindamos el beneficio de nuestra existencia, es exigiéndonos el usar de ellos según su voluntad, no guiados por nuestro capricho, amor propio, vanidad o sensualidad…
A cada momento puede decirnos, y nos dirá ciertamente un día: Dadme cuenta de vuestra administración. Dadme cuenta del mal que habéis hecho y del bien que debisteis hacer y que no hicisteis, del bien que hicisteis a medias por pereza, cobardía o amor propio, porque no basta hacer el bien, sino saberlo hacer bien.
¿Acaso no es cosa extraña que debiéndonos a Dios por completo, pongamos menos empeño en cumplir su voluntad, tratándose de nuestra salvación, que el que gastan los hombres en míseros intereses de esta vida?
Érase un mayordomo infiel. Llamado a cuentas por su señor, aguzó su ingenio para salir bien librado de aquel trance, y convocando a los deudores de su amo, redujo sus obligaciones con la intención de ganarse su amistad para cuando su amo le despidiese.
Y alabó el señor al mayordomo infiel, porque había obrado sagazmente…
Dice San Agustín que estas parábolas se llaman contradictorias para que comprendamos que, si pudo ser alabado por su amo aquél que defraudó sus bienes, deben agradar a Dios mucho más los que hacen aquellas obras según sus preceptos.
Apliquémonos, pues, la parábola.
Todos nosotros somos mayordomos del Padre. De Él recibimos en administración no sólo los bienes terrenos y los que se derivan de nuestra posición social, sino también un cuerpo con sus cinco sentidos, un alma con sus potencias…
¿Cómo administramos estos bienes? A pesar del poco o mucho interés con que emprendimos la administración de nuestra mayordomía, mil flaquezas figuran en nuestro déficit….
¿Cómo empleamos, en efecto, nuestros sentidos? ¿Cuántas veces los malgastamos mirando cosas ilícitas, escuchando lo que no debemos saber, fomentando con el gusto, olfato y tacto la, perniciosa molicie?
¿Y las facultades del alma? El entendimiento debería estar embebido en las cosas divinas; la voluntad, cual humilde esclava, a los pies de su Señor; el espíritu, rendido a nuestro Dueño; el corazón, ocupado únicamente en servirle.
En vez de esto observamos, en cambio, la despreocupación e indiferencia más alarmante en lo tocante a las cosas divinas; el egoísmo más supino cuando se trata de rendirse a su servicio; la tibieza más execrable en el amor de Señor tan amoroso.
¡Ay de nosotros, cuando el Señor nos llame a juicio y nos pida cuenta de nuestra mayordomía! ¿Qué le contestaremos? Escarmentemos en cabeza ajena. No hagamos como el mayordomo infiel. Cuidemos de arreglar nuestros libros antes de que se acerque la hora aciaga, el día grande y amargo de la cuenta; no ocurra que nos veamos entonces cubiertos de vergüenza y sin saber qué responder al Dueño de nuestra delegación.
Nuestro Señor nos ofrece también con el ejemplo del mayordomo infiel un medio de salvación. Quiere que imitemos su sagacidad granjeándonos amigos. Puesto que necesitamos de intercesores, busquémoslos.
Mas ¿cómo nos captaremos simpatías? Bien claramente lo expresa el Evangelio: ¡Granjeaos amigos con las inicuas riquezas!…
Mammona iniquitatis, llama el Señor al dinero. ¡Qué término tan expresivo! Manantial de iniquidad es, en efecto.
Enseña San Agustín que interpretando mal estas palabras, roban algunos lo ajeno y de ello dan algo a los pobres; y creen que con esto obran según está mandado. Esta interpretación debe corregirse. Dad limosna de lo que ganáis con vuestro propio trabajo. No podréis engañar al juez, que es Jesucristo. Si de lo que has robado al indigente das algo al juez para que sentencie a tu favor, es tanta la fuerza de la justicia, que, si lo hace así el juez, te desagradará a ti mismo. No quieras figurarte a Dios así, porque es fuente de justicia. Por tanto, no des limosna del logro y de la usura. Pero si tales riquezas tenéis, lo que tenéis es malo. No queráis obrar más de este modo. Zaqueo dijo: "Yo doy la mitad de mis bienes a los pobres". He aquí cómo obra el que se propone hacerse amigos con la riqueza de la iniquidad y para no ser considerado como reo, dice: "Si he quitado algo a otro, le daré el cuádruple".
También puede entenderse así: Riquezas de la iniquidad son todas las de este mundo, procedan de donde quiera. Por esto, si quieres la verdadera riqueza, busca aquella en que Job abundaba cuando, a la vez que estaba desnudo, tenía su corazón lleno de Dios. Se llaman riquezas de iniquidad las de este mundo porque no son verdaderas, estando llenas de pobreza y siempre expuestas a perderse, pues si fuesen verdaderas te ofrecerían seguridad.
Mammona iniquitatis… Manantial de iniquidad; pero nosotros podemos canjearlo en moneda aceptable, en valores auténticos. ¿De qué modo?
Convirtiéndolo en socorro del necesitado, que luego intercederá por nosotros ante el Justo Juez.
Además, con el dinero dado en honor de un Santo o en sufragio de las Benditas Almas, adquiriremos abogados defensores en las Iglesias Triunfante y Purgante.
Dice San Juan Crisóstomo: Obsérvese que no dijo: para que os reciban en sus mansiones, porque no son ellos mismos los que admiten. Por esto cuando dice "haceos amigos", añade "con las riquezas de la iniquidad", para manifestar que no nos bastará su amistad, si las buenas obras no nos acompañan y si no damos en justicia salida a las riquezas amontonadas injustamente. El arte de las artes es, pues, la limosna bien ejercida. No fabrica para nosotros casas de tierra, sino que nos procura una vida eterna. Todas las artes necesitan unas de otras, pero cuando conviene hacer obras de misericordia, no es necesario otro auxilio que la sola obra de la voluntad.
Pero no es ése el único medio de granjearnos amigos. ¡Malparados quedaríamos los pobres, si no tuviésemos otro medio de buscarnos defensores!
Sí; lo tenemos. La devoción a los Santos nos granjea amigos en el Cielo; la devoción a las Almas del Purgatorio nos gana amistades entre aquéllos que pronto gozarán de la Gloria; las catorce obras de misericordia, en fin, obligan a aquéllos a quienes favorecimos a interesarse por nosotros.
Tenemos, pues, extenso campo dónde dar realidad a la indicación del Señor, dónde ejercitar la sagacidad propia de los hijos de la luz. Aprovechémoslo.
No es que debamos hacer consistir nuestra piedad en multiplicar devociones, en cargarnos de rezos; pero es muy útil para la salvación contar con la ayuda de los Santos.
Demos, pues, una mirada a nuestras amistades del Cielo. Cada alma tiene sus particulares devociones. Examinemos si con ellas obligamos a los Santos, o, por el contrario, nos hacemos reos de distracciones sin cuento.
Recordemos, también, estas palabras del Evangelio: Los hijos del siglo son más prudentes que los hijos de la luz…
El mundano ama apasionadamente los bienes terrestres, y muchas gentes que se titulan cristianas desean con tibieza su salvación, piensan en ella muy poco y con indiferencia; no la miran como asunto serio y digno de todos sus cuidados, sino que es el que menos les preocupa…
El mundano aparta con afán todo lo que entorpece sus proyectos; vigila y se precave; y, entre tanto, muchas personas que se dicen cristianas apenas atienden a lo que pone en peligro su salvación; aunque reconozcan los obstáculos, no se deciden a apartarlos; aman la ocasión que les expone a perderlas con frecuencia, no quieren dejarla y cuesta sumo trabajo el separarlas, de ella…
El mundano no se detiene ante ningún sacrificio para conseguir su fin; no se contenta con probabilidades, no descuida ningún medio para conseguirlo; desafía las fatigas, los peligros y la muerte misma; y los que se dicen cristianos se encuentran débiles y cobardes, cuando se trata de su salvación; la quieren, pero haciendo lo menos posible; las menores dificultades les arredran, el trabajo les atemoriza; no se preocupan de reparar sus faltas acumulando virtudes y méritos, de prevenirse contra futuros peligros, ni de enviar anticipadamente al Cielo riquezas espirituales, que podrían asegurarles su salvación; sólo piensan en escapar de la eterna condenación a costa del menor sacrificio posible….
¡Ah! ¡si tuviéramos tanto afán para salvarnos como el negociante para enriquecerse, como el soldado para lograr ascenso; si hiciéramos por el Cielo lo que se hace en el mundo por conseguir empleo, por ganan una causa, por el éxito de un negocio o por recobrar la salud perdida! ¡qué santos seríamos en poco tiempo!
¡Cuán cierto es que los hijos del siglo son más prudentes en las pequeñeces que llaman sus negocios, que los hijos de la luz en el importante negocio de la salvación!
El Apóstol San Pablo nos dirige hoy una seria, admonición: Hermanos: Nada debemos a la carne, para que vivamos según la carne. Porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si con el espíritu mortificareis las obras de la carne, viviréis.
Vivamos según el espíritu, y no para satisfacer los deseos de la carne. Avergoncémonos de estar sometidos a enemigos bajos y rastreros.
El alma espiritual no debe contentarse con evitar los vicios de la carne. San Pablo nos aconseja vivir del espíritu, y esto supone tener tan mortificado el apetito, que nunca pueda levantar cabeza.
Sea, por lo tanto, el fruto de esta Misa renovar nuestras devociones, de manera que las hagamos con espíritu de fervor.
Sea también otro fruto, ejercitarnos en obras de misericordia, de modo que obliguemos a nuestros prójimos a interceder por nosotros.
Si adquirimos las eternas moradas por nuestra amistad con los pobres, dice San Gregorio Magno, debemos pensar, cuando les damos nuestras limosnas, que más bien las ponemos en manos de nuestros defensores que en las de los necesitados.
Tomemos, pues, la resolución de no hacer ni disponer de lo nuestro sino según el beneplácito de Dios, y de emplear en el servicio de Dios y en nuestra salvación igual celo al que en el mundo emplean los mundanos en buscar riquezas, honores y placeres.