DÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y dijo Jesús esta parábola a unos que confiaban en sí mismos, como si fuesen justos, y despreciaban a los otros. Dos hombres subieron al templo a orar: el uno fariseo y el otro publicano. El fariseo, estando en pie, oraba en su interior de esta manera: Dios, gracias te doy porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, así como este publicano. Ayuno dos veces en la semana, doy diezmos de todo lo que poseo. Mas el publicano, estando lejos, no osaba ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho diciendo: Dios, muéstrate propicio a mí, pecador. Os digo que éste, y no aquél, descendió justificado a su casa; porque todo hombre que se ensalza, será humillado, y el que se humilla, será ensalzado.
Por medio de esta sencilla parábola el Señor ha confundido la presunción y enseñado la humildad.
Dos hombres —dice— subieron al templo para orar. El uno era fariseo y el otro publicano; es decir, el uno pertenecía a la casta de los que se llamaban justos, y el otro, a la clase despreciada de los pecadores.
¿Cuál sería su oración? El Señor nos la describe. Atendamos al Maestro divino, y aprendamos de los dos personajes de su narración, lo que debemos imitar y lo que debemos evitar en la oración.
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La oración del fariseo es un catálogo de vanidad y una letanía de necedades, satisfecho de sí mismo. Ha ido al templo, no para impetrar misericordia —¿para qué en la loca suficiencia propia que respira? —, sino para dar cuenta al Cielo y a la tierra de sus «buenas obras».
Su oración queda convertida en un canto a su pretendida virtud, en un acto de perversa jactancia y ciega vanidad, en una sucesión de críticas al prójimo y de juicios temerarios sobre quien, en su humildad, había hallado ya la justificación.
Enseña San Gregorio Magno que de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia. Primero, cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo; luego cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos; en tercer lugar cuando se jacta uno de tener lo que no tiene; y finalmente cuando se desprecia a los demás queriendo aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean. Así se atribuye a sí mismo el fariseo los méritos de sus buenas obras.
De este modo resultó que, después de llegarse al templo cargado de obras de religiosidad, salió reprobado a los ojos de Dios. Y es que el fermento de la soberbia corrompió la masa de sus acciones.
Aprendamos a huir de la estulta petulancia, de toda forma de soberbia, si deseamos ser aceptos a Dios. Despojémonos del vestido de la presunción, si pretendemos hallar acogida en el seno de la Divina Misericordia.
¿Qué haríamos si un mendigo que se acercase a las puertas de nuestra casa, y en vez de mostrarnos sus necesidades, nos arguyese acerca de sus riquezas y títulos? Le volveríamos las espaldas… Pues, si los hombres en nuestra mezquindad no podemos sufrir el orgullo de nuestros semejantes, ¿qué hará Dios que conoce la miseria y poquedad de los mortales?
Aleccionados por este ejemplo, procuremos ahogar los gérmenes de toda presunción.
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La oración del publicano, en cambio, está informada por un espíritu contrario a la del fariseo: ¡la humildad!
Por eso se revela en una conciencia clara de su culpabilidad, en un dolor agudo de sus culpas, en un porte externo lleno de modestia, en signos clarísimos de penitencia y en una plena confianza en la misericordia de Dios.
Escondido en un rincón del templo, no se atrevía ni a levantar los ojos al Cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador…
Así debe ser nuestra oración, si pretendemos que con fuerza rasgue los cielos. Cuanto más se encorva el arco, con tanta mayor velocidad sale disparada la saeta; así también, cuanto más se encorve nuestro espíritu por la humildad, tanta mayor altura ganará nuestra oración.
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Conocemos ya el fallo de Jesús: el publicano volvió justificado a su casa, mas no el otro; porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.
Jesús dice con ello a los que presumían de justos y despreciaban a los demás, que el principio de la verdadera santidad está en la humildad verdadera, en el conocimiento de la propia nada y en la confianza en la misericordia divina.
San Agustín resume la enseñanza de la parábola de este modo: Observa las palabras del fariseo y no encontrarás en ellas ruego alguno dirigido a Dios. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo, e insultar también al que oraba. Entre tanto el publicano, a quien alejaba su propia conciencia, se aproximaba por su piedad. Por esto sigue: "Mas el publicano, estando lejos".
Estaba lejos y, sin embargo, se acercaba a Dios, y el Señor le atendía de cerca. El Señor está muy alto y, sin embargo, mira a los humildes. Y no levantaba sus ojos al cielo y no miraba para que se le mirase. Su conciencia le abatía; pero su esperanza le elevaba. Hería su pecho y se castigaba a sí mismo. Por tanto, el Señor le perdonaba, porque se confesaba. Habéis oído al acusador soberbio y al reo humilde, oíd ahora al Juez que dice: "Os digo que éste y no aquél, descendió justificado a su casa".
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Convenzámonos de esta doctrina. Pongámosla en práctica, sintiendo bajísimo de nosotros mismos y buscando en Dios nuestro punto de apoyo, como nos hace rezar la Santa Liturgia:
Oh Dios, que principalmente haces brillar tu omnipotencia perdonando y usando de clemencia, multiplica sobre nosotros tu misericordia; para que, corriendo tras de tus promesas, nos hagas participar de los bienes celestiales.
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San Juan Crisóstomo nos proporciona una buena imagen, diciendo: En este sermón propone dos conductores y dos carros en un sitio. En uno la justicia unida a la soberbia, en el otro el pecado con la humildad.
El del pecado se sobrepone al de la justicia, no por sus propias fuerzas, sino por la virtud de la humildad que lo acompaña.
El otro queda vencido, no por la debilidad de la justicia, sino por el peso y la hinchazón de la soberbia.
Porque así como la humildad supera el peso del pecado y saliendo de sí llega hasta Dios; así la soberbia, por el peso que toma sobre sí, abate la justicia.
Por tanto, aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios.
Por lo que señala la causa de su sentencia cuando añade: "Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla, será ensalzado".
Si la humildad acompañada del pecado corre tan fácilmente que adelanta a la soberbia, ¿cuánto más no adelantará si va unida a la justicia?
Ella se presentará con gran confianza ante el tribunal de Dios en medio de los Ángeles. Por otra parte, si el orgullo unido a la justicia puede deprimirla, ¿en qué infierno no habrá de precipitarnos si lo juntamos con el pecado?
Digo esto no para que menospreciemos la justicia, sino para que evitemos el orgullo.
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En la Santa Misa personificamos al publicano. Como él herimos nuestro pecho con sentimientos de compunción y de humildad: Mea culpa…, Miserere nobis…, Non sum dignus…
Si con esos sentimientos nos acercamos al Altar, oiremos al momento de recibir al Señor, la sentencia de gracia y de perdón: Levántate, tus pecados te son perdonados.
De este modo podremos volver a casa, como el publicano, llenos de consuelo y justificados.