FIESTA DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA
La vida de la Santísima Virgen es una sucesión de maravillas que admiran y emocionan. Cada uno de los momentos decisivos de su existencia se señala con un milagro, evidenciador de sus privilegios singulares y de su calidad soberana.
Concebida sin mancha, nacida de una mujer estéril, visitada por el Arcángel y reverenciada por Santa Isabel, María Santísima se nos aparece llena de aquella gracia celestial que canta el embajador angélico del Todopoderoso en el día transcendental de la Anunciación; Madre del Salvador, se nos nuestra colmada de la máxima dignidad que puede alcanzarse en la tierra y en los Cielos; y hasta cuando el dolor estruja su Corazón traspasado por los fieros puñales de las torturas de Jesús, María tiene todo el prestigio sobrenatural de compartir la gran obra de la Redención del género humano.
Su vida es un poema cuyas estrofas van haciendo vibrar todas las cuerdas del espíritu, desde aquellas que nos llenan el alma de inefable alegría hasta las que nos inundan de esa amargura interior que hace brotar lágrimas y entristece los corazones.
Gozamos oyéndola entonar el Magníficat con el rostro radiante de felicidad y aureolada de gloria; y sufrimos contemplándola al pie de la Cruz en que su Hijo agoniza por nosotros.
Pero siempre, lo mismo en sus alegrías que en sus dolores, en su magnificencia como en su pobreza, percibimos la sublimidad de una misión altísima que nos produce intensa emoción y nos cautiva.
Y este poema sin igual de la vida de la Virgen, este poema que tan pronto tiene suavidades de égloga, como vibraciones de himno, o acentos de tragedia, se cierra con la apoteosis bellísima de la Asunción a los Cielos.
El hecho, dentro de su maravilla, encierra una lógica tan evidente que la inteligencia, siempre absorta ante los milagros, concibe éste sin esfuerzo alguno. La que nació sin mancha, fue madre sin dejar de ser virgen y amamantó al Salvador, no podía confundir su destino con el del resto de los mortales…
Si Ella trajo a Dios a la tierra, es natural que Dios se la llevara al Cielo. Si todo fue milagroso en su vida, el milagro debió repetirse en su salida de esta tierra. Si vino al mundo sin pasar por el estigma del pecado, no es extraño que saliese del mundo sin seguir la suerte de los pecadores.
Dios quiso transportar su Cuerpo a los Cielos, para que allí disfrutara enseguida de la inmarcesible gloria que le correspondía, como Hija del Padre, Madre del Verbo, Esposa del Espíritu Santo y Reina de los Ángeles.
Si a María le priváramos de su Asunción, su gloria nos parecería incompleta; el poema terminaría bruscamente, y la heroína sublime elevada en vida por Jesús hasta las cumbres de la más alta santidad, descendería al morir hasta el suelo para reposar en la angostura de una tumba.
La Virgen Santísima, tan pura de Cuerpo como de Alma, tan bella en lo material como en lo espiritual, sólo tiene lugar adecuado en el trono que el Eterno preparó para Ella desde el principio sin principio de los siglos; y ese trono le ocupa con la misma envoltura carnal que tuvo en este mundo.
Allí, en medio de los esplendores inimaginables de la gloria, rodeada de coros de vírgenes y aclamada por las legiones angélicas, María ostenta la máxima hermosura que el mismo Dios puede prodigar.
Allí está María, superior a toda ponderación, con los atributos soberanos de Reina de los Cielos y de la tierra, y ejerciendo constantemente su misión de Mediadora universal entre los hombres y el Creador.
Así, resplandeciente de hermosura, coronada de estrellas, fragante y triunfadora, vemos los católicos a la Virgen. Creemos en su Asunción y nos la representamos sentada en su trono con una dignidad tan lejana de la soberbia como llena de dulzura.
La fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María a los Cielos comprende dos partes diversas en contenido. La primera tiene un sabor triste para nosotros, es su partida de este mundo. La segunda es todo gozo y regocijo, es su ingreso a los Cielos en cuerpo y alma, y su coronación como Reina del universo entero.
Después de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, su Madre Virginal permaneció en la tierra a fin de ser el consuelo y fortaleza de la Iglesia naciente, que en sus albores necesitaba de la asistencia visible de una Madre.
Imaginemos cuánto sentiría la Virgen el destierro… Con mayor razón que el Apóstol exclamaría de continuo: Deseo verme desatada, por estar con mi Hijo…
En aquellos momentos de indescriptibles ansias un solo pensamiento venía a confortarla. Había abandonado la dulce compañía de su Primogénito, para ser el consuelo de sus otros hijos, pródigos unos, miserables otros, necesitados todos.
Y así procuraría llenar sus días de obras perfectísimas de amor, con miras a que su estancia en el mundo rindiese el máximo producto a los miembros de la Iglesia y a su apostolado.
He aquí el modelo de lo que debe ser la vida del cristiano. Cual verdaderos peregrinos debemos pasar por este mundo mirando a la Patria, anhelando la gloria celestial; pero, por otra parte, debemos cuidar de llenar nuestra existencia de buenas obras, a fin de que ellas nos acompañen en el decisivo paso de la muerte.
Pidamos a María Asunta las ansias de Cielo que la devoraban, y el favor para imitar en nuestras escasas medidas sus obras.
Agradezcámosle el beneficio de haber preferido el destierro a la Patria, sólo por consolar a sus hijos desterrados y pródigos en este Valle de lágrimas.
Unos veinticuatro años parece que vivió Nuestra Señora en este suelo después de la Ascensión del Señor. Llegado el momento predefinido por el Padre, sintióse la benditísima Virgen desfallecer de amor. La enfermedad no podía cebarse en su cuerpo inmaculado; la muerte no podía llegar a Ella como a los demás mortales, ni apoderarse a mansalva del lirio de su purísima vida.
Si no se la arrancaban a viva fuerza los hombres, como sucedió con su Hijo, debía serle arrebatada por la violencia del amor. Por eso fue el amor el verdugo de María. Verdugo dulce, ya que realizó su obra con tal suavidad, que no logró arrancar siquiera un ay a la benignísima Madre.
La Madre de los dolores había expiado suficientemente por sus hijos ingratos en las larguísimas horas de la terribilísima agonía de su Hijo; por eso su salida de este mundo fue una dormición dulcísima.
La corrupción no tenía derecho a apoderarse de una criatura concebida sin mancha, no podía cebarse en carnes inmaculadas. La carne que prestó la materia prima a la sacratísima Humanidad de Cristo, no podía llegar a confundirse con el polvo de la tierra.
Si Dios conserva admirablemente incorruptos a muchos de sus Santos, ¿qué no haría con el cuerpo purísimo de su propia Madre?
Oh Dios, que Te dignaste elegir para tu morada el Seno virginal de la Santísima Virgen María; haz, Te rogamos, que fortalecidos con su protección, podamos asistir con júbilo a su festividad.
De este modo nos hace pedir la Santa Liturgia en el día de la vigilia, y el versículo de la Comunión canta el privilegio de la Maternidad divina, fuente y principio de todos los restantes privilegios de María, sin exceptuar el de la incorrupción y asunción de su Cuerpo divinal.
Pasemos ya al segundo tema de nuestra meditación de hoy.
La Asunción de María forma paralelo con la Ascensión de su Hijo; y así como el júbilo desbordante de aquel jueves de la Ascensión reconocía dos fuentes, la gloria de Cristo y nuestro propio provecho, así también la festividad de hoy engendra gozo indescriptible en nuestras almas por doble título: por la gloria de María, y porque desde hoy tenemos por Abogada y Madre a la que ha sido coronada por Emperatriz de Cielos y tierra.
Unámonos al coro de los Apóstoles y a las jerarquías angélicas en la glorificación de la Madre de Dios y en los cánticos de gratitud a la divina Majestad.
Alegrémonos todos en el Señor, celebrando en este día a la Bienaventurada Virgen María, de cuya Asunción se alegran los Ángeles y alaban al Hijo de Dios.
¡Qué momento aquél, en que la Doncella más bella y santa que vieron los mundos, rompiendo los lazos de la corrupción, radiante y llena de gracia, fue elevada de la tierra sobre un trono de querubines, y, rasgándose los Cielos, dieron paso a la que iba a ser aclamada por Reina y Señora del universo!
¿Quién es ésta que se eleva como la aurora naciente, hermosa como la luna, elegida como el sol, terrible cual ordenado ejército en plan de batalla?
Así clamarían los Ángeles que custodiaban la entrada del paraíso, arrobados en la contemplación de aquella majestuosa Beldad, mientras que el escuadrón celestial compuesto de diez centurias de Ángeles, que formaron la guardia de honor de la Inmaculada mientras vivió en este suelo, rompería su creciente admiración en análogas exclamaciones: ¡Oh Virgen prudentísima, ¿hacia dónde te encaminas cual rutilante aurora? ¡Hija de Sión, hermosa y suave eres en verdad; bella, sí, como la luna, escogida como el sol!
Estas exclamaciones convertiríanse en himnos entusiastas, cuando esta incomparable criatura llegó al Trono de la divina Majestad, cayó en los brazos de su amado Hijo, recibió el ósculo del Padre y quedó envuelta en los rayos de amor del Espíritu Santo.
Las tres divinas Personas agraciaron a la escogida entre millares, colocando sobre su cabeza las tres coronas del poder, sabiduría y amor, con que la declaraban solemnemente partícipe del imperio amoroso de su Hijo, Emperatriz de Cielos y tierra, y Reina de los Ángeles y de los hombres.
María ha escogido la mejor parte… conocemos este versículo. Nuestro Señor se refiere a Santa María Magdalena; pero bien podemos aplicarlo a su Santísima Madre.
Este corto verso explica que la mejor parte de María es la gloria celestial, la vida bienaventurada, la fruición de Dios. Fiesta es hoy en que María deja las miserias del peregrino suelo por la «mejor parte» del Cielo, «que nunca le será quitada».
La Emperatriz de los Cielos es nuestra madre. Los fieles gustamos de extender el paralelismo de la Ascensión de Cristo y de la Asunción de su Madre Santísima hasta menudos pormenores.
Como el jueves de la Ascensión, nos hemos reunido hoy para santificar la hora en que la Virgen Señora Nuestra fue exaltada sobre los coros angélicos.
Representémonos a nuestra Señora en el momento preciso en que se despide de la tierra. Antes de que las nubes que separan el mundo mortal del mundo de los bienaventurados la oculten a los ojos mortales, se complace la Virgen en dar una postrer mirada al que fue teatro de amarguísimas penas y de dulces alegrías, al mundo, donde quedan luchando en brava lid sus pobrecitos hijos.
En un acto supremo de amor maternal, se desprende entonces de sus purísimas manos una bendición, compendio de sus afectos, y la deja caer en forma de lluvia benéfica sobre la tierra que abandona, y sobre sus hijos que deja en soledad y llanto.
Esa bendición es un adiós y una promesa; la promesa de no olvidar a los que la llamarán Madre, y de aprovechar en nuestro bien el poder de que va a ser investida.
Pidamos a esa Madre de misericordia, que no nos deje nunca de sus manos y que nos cobije continuamente bajo su manto protector.
Reina poderosísima, gusta de escuchar hasta el más humilde e incluso el más perverso de sus vasallos, si a Ella se acerca con dolor de sus pecados y palabras de fervor.
Mediadora complaciente que jamás negó su protección a quien a Ella acudió en solicitud de amparo.
Virgen de la Merced y del Perpetuo Socorro, Estrella de los Mares y Guía de Peregrinos, Patrona del Mundo a Ella consagrado, milagrosa visitadora de Zaragoza, del Tepeyac, de Lourdes y de Fátima, Madre de Dios y Madre de los hombres, en Ella tenemos camino, faro y puerta para entrar en el Cielo.
Nada le niega Dios y a todo está Ella dispuesta en nuestro favor. Sólo nos pide a cambio amor y pureza; rectitud y fervor.
¡Ojalá acertáramos siempre a acudir a Ella en los momentos de peligro o de desesperación!
Bajo su manto está nuestra salvación y nuestro consuelo, y si sabemos acogernos a su amparo, Ella non mostrará un día a Jesús, fruto bendito de su vientre; y para toda la eternidad descansaremos en la paz de su Reino Celestial.