NOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y cuando llegó cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Ah si tú reconocieses siquiera en este tu día lo que puede traerte la paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. Y habiendo entrado en el templo comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él. Diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones. Y cada día enseñaba en el templo.
Jesús llora sobre Jerusalén… Escena tierna y conmovedora la que nos ofrece el Evangelio de hoy… Tiene lugar el mismo Domingo de Ramos…
Jesús camina con sus discípulos hacia Jerusalén. La senda va serpenteando y ganando la altura de una colina. Al llegar a su cumbre, aparece ante sus ojos la ciudad de los Profetas con las soberbias torres que construyera Herodes, con sus macizas murallas, con su grandioso templo, con las filigranas del arte que la embellecen.
Jesús, que ama la ciudad donde reside la Majestad de Dios, se conmueve… Era la última vez que la contemplaba tan bella…
Aquel pueblo indómito y «de dura cerviz» iba, por fin, a jugar su última partida. La suerte de Jerusalén estaba a punto de decidirse.
Si mataba a su Salvador, como había matado a tantos Profetas, su juicio estaba ya dictaminado. Vendrían los romanos y realizarían con ella todo cuanto el Profeta Daniel profetizara cinco siglos antes.
El Redentor, con su divina presciencia., sabe ya que Jerusalén permanecerá sorda a esta última intimación, y ve ya a su querida ciudad sitiada por el general romano Tito; la contempla, resistiendo tres años con heroísmo, y la mira, por fin, hecha pasto de las llamas, hasta que no queda piedra sobre piedra.
Esta imagen terrorífica llena su Corazón del dolor más agudo; Jesús llora...
Lloró la destrucción de aquella pérfida ciudad y las desgracias que ella misma ignoraba habrían de venirle. Por esto añade: ¡Ah si tú conocieses siquiera!, llorarías con amargura, lo que ahora tanto te alegras, porque desconoces lo que te amenaza.
¡Lágrimas de Jesús!... ¡Qué precio tenéis! ¡Quién pudiera recogerlas en el corazón como en un cáliz de oro, y, abrasado en su ardor, quedar encendido en vivas llamas!
¿Cómo no nos conmovemos al ver sus ojos nublados por el llanto…, al contemplar esas cristalinas piedras que se deslizan suave y calladamente por sus mejillas sagradas?
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El Señor llora sobre Jerusalén; pero en ella ve la imagen de sus predilectos, que se obstinan en el mal. Y por esos predilectos que le destrozan el Corazón, derrama abundantes lágrimas.
Nuestro Redentor no cesa de llorar por sus escogidos cuando ve caer en el mal a los que poseían la virtud; porque si éstos conociesen la condenación que les espera, se llorarían a sí mismos con las lágrimas de los escogidos.
El hombre de inclinaciones malas tiene aquí su día, que goza por breve tiempo, y se complace en las cosas temporales disfrutando de cierta paz; por esto huye de prever el porvenir, para que no se turbe su alegría presente. Por esto dice: Mas ahora está encubierto a tus ojos...
Pidamos al Señor que no tenga que llorar nunca nuestra obstinación…
Pero el llanto del Salvador nos está diciendo algo más. La vida de Jesús estuvo dedicada íntegramente a la obra redentora. Desde el primer latido de su Corazón en el Sagrario materno hasta su último suspiro en el duro lecho de la Cruz, nuestro adorable Redentor estuvo constantemente purgando por nuestros pecados.
Todos ellos, sin faltar uno siquiera, vinieron a herirle en el alma; todos lograron clavarse en su Corazón. Los unos, los graves, simbolizados en los instrumentos de la Pasión, consiguieron atravesar sus carnes, hasta dejar patente al fantasma de la muerte el camino a aquel delicioso santuario de la Divinidad.
Pero hubo otros, cuya malicia no prestaba a tanto; eran los veniales, las faltas de sus amigos…
Por esos pecados, por esas faltas de los amigos, purgó el Señor con sus lágrimas…
Consiguientemente, cada vez que nos enredamos en esas faltas, laceramos el corazón de Jesús, lo oprimimos hasta sacar de Él una lágrima ardiente.
Consideremos y admiremos hasta dónde llega la malicia de un pecado venial; ponderemos cuál es la obra destructora de las faltas de las almas amigas…
Dice el Padre Faber, que no estaría de más que de los pecados de las almas piadosas se escribiese un tratado especial, porque son dichas culpas muy numerosas y variadas, y contienen una particular malicia y odiosidad, siendo la ingratitud uno de sus principales caracteres.
¿Acaso no es más amarga la lágrima que un hijo arranca de los ojos de una madre, que la herida que en sus carnes abre el enemigo?
Pues bien, esa diferencia existe entre los pecados graves de los malos y lo que llamamos faltas ligeras de los buenos. Aquéllos consiguen rasgar las carnes sagradas del Salvador amantísimo; éstas últimas exprimen su Corazón con la fuerza del dolor, hasta hacer brotar de Él una fuente de lágrimas.
Y ¿cuántas veces habrá llorado Jesús por culpa nuestra? ¿En cuantísimas ocasiones no hemos sido nosotros los que hemos amargado su Corazón con nuestra tibieza?
Justo es, pues, que ahora lloremos. Sí; mezclemos nuestras lágrimas con las suyas, y deploremos nuestra fea ingratitud con tan buen Señor, proponiendo y prometiendo no causarle en lo sucesivo tamaña amargura.
Mientras no nos horrorice el pecado venial, no podemos llamarnos alma espiritual.
Oh Dios omnipotente y benignísimo, que de la viva peña abriste al pueblo sediento una fuente de agua viva; haz brotar de la dureza de nuestro corazón lágrimas de compunción, a fin de que podamos llorar nuestros pecados y merezcamos recibir por tu misericordia la remisión de los mismos.
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El Evangelio de hoy trae una segunda escena para nuestra meditación: la emoción de Jesús a la vista de Jerusalén se desbordó, poco después, en celo santo por la honra de Dios.
Después de haber predicho los males que habían de venir, se introdujo a continuación en el Templo para arrojar de allí a los que vendían y compraban, dando a conocer que la ruina del pueblo venía principalmente por culpa de los sacerdotes.
Al llegar, en efecto, al Templo y contemplar el aspecto profano de aquellos atrios convertidos en mercado, comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él, diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones…
Contemplemos la santa indignación de Jesús, para imitar su celo.
El fuego santo, la caridad de Cristo ha sido infundida por el Espíritu Santo a modo de llama sagrada en el corazón cristiano. Dicha llama no puede permanecer quieta; quiere prender y convertir en fuego cuanto a su alcance se coloca.
Ese aspecto particular de la caridad es lo que constituye el celo.
En ocasiones se exterioriza en un deseo ardiente de que todo el mundo conozca al Señor y le adore como a su verdadero Dios. Movido por estos ardores, clamaba el Salvador en sus días mortales: «Fuego he venido a poner en la tierra. Y ¿qué quiero sino que arda?».
Otras veces, ante el cuadro de la malicia humana, rompe en torrentes de indignación. Así sucedió cuando Elías pidió al cielo fuego que abrasara a los esbirros enviados por el rey Ochozías.
Pero siempre es la caridad la que aquí actúa, y nunca la humana pasión.
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Hablando en sentido espiritual, debe entenderse que el templo es el mismo Jesucristo, que también lleva unido a sí su Cuerpo, que es la Iglesia.
Así, pues, como cabeza de la Iglesia, dice con las palabras de San Juan: Destruid este templo, y lo reconstruiré a los tres días (Jn 2,19) Y como está unido a la Iglesia, que es su Cuerpo, debe entenderse que la Iglesia es el templo de quien dice el mismo Evangelista: Quitad esto de aquí, etc.
Da a conocer con esto que habría en la Iglesia quienes se ocupasen de sus negocios y tuviesen allí un asilo para ocultar sus crímenes...
Muchas veces sucede que algunos toman el hábito religioso, y mientras llenan las funciones de las sagradas órdenes, hacen del ministerio de la santa religión un comercio de asuntos terrenales.
Los que venden en el templo son los que ponen a precio de dinero lo que a cada uno le corresponde por derecho; porque el que pone a precio la justicia, la vende.
Por tanto, si alguno vende, será arrojado fuera; especialmente si vende palomas. Porque si alguien vendiere al pueblo por dinero lo que el Espíritu Santo le ha revelado o confiado, ¿qué otra cosa hago que vender la paloma, esto es, el Espíritu Santo?
Estos convierten la casa de Dios en cueva de ladrones; porque cuando los hombres malos ocupan el lugar de la religión, matan con las espadas de su malicia allí donde debieran vivificar a sus prójimos por la intercesión de su oración.
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En sentido más amplio, más allá del recinto estricto del templo, hemos de tener en cuenta que los cielos y la tierra cantan la gloria de Dios, y que el hombre es el instrumento acordado que espiritualiza esas melodías…
Sin embargo, ¡cuán, olvidado tiene el hombre este cuidado!
Debiera ser su única preocupación; y en todo se piensa menos en ello…
Al menos, procuremos no pertenecer al número de los necios, que no entienden el papel que representan en esta vida.
Tratemos de conseguir que la gloria de Dios sea nuestra idea dominante, nuestra pasión.
Refiramos nuestro único y principal interés a que Dios sea alabado y bendecido, y a que todas las criaturas le canten himnos de alabanza.
Hemos visto el Cuarto Domingo después de Pentecostés que la naturaleza es muda sin el hombre; sólo el hombre puede dar eco a sus vibraciones. Comprendamos, pues, cuánto importa para la gloria de Dios la actitud de las almas, creadas para alabarle.
¿Cuáles han sido nuestras ansias hasta el presente, cuáles nuestras inquietudes respecto a nuestra única misión?
¿Sufrimos cuando nos enteramos de algún pecado, al oír una blasfemia?
¿Salimos en defensa del nombre de Dios cuando se le ofende?
¿Se enciende nuestro celo en presencia de actos indignos del cristiano?
Además, debemos tener en cuenta que la gloria de Dios está en razón directa de la salvación de las almas, por quienes derramó Jesucristo toda su Sangre.
Sin embargo, ¡cuán triste y desolador es el cuadro que ofrece nuestra tierra! De los millones de habitantes que tiene el globo, sólo muy pocos han sido bautizados en la Iglesia católica.
¿Qué es de los restantes millones? La mayor parte no conocen a Cristo, y los que le conocen, tienen un falso concepto del Salvador; son herejes o cismáticos.
Y aun entre los católicos… ¡cuantísimos le desconocen!; o si le conocen, han sido formado con una doctrina que deforma el dogma católico…; e incluso entre los bien formados…, muchos le ofenden…
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¡Qué misterios tan insondables! Y Dios aguarda con paciencia la manifestación de los hijos de Dios…
Trabajemos, pues por la gloria divina, por la extensión de su Reino en las almas.
Tengamos en cuenta la advertencia que nos hace la Santa Iglesia por medio de la Epístola de San Pablo a los Corintios:
No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros para que no codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron. No os hagáis idólatras al igual de algunos de ellos, como dice la Escritura: «Sentóse el pueblo a comer y a beber y se levantó a divertirse.» Ni forniquemos como algunos de ellos fornicaron y cayeron muertos 23.000 en un solo día. Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes. Ni murmuréis como algunos de ellos murmuraron y perecieron bajo el Exterminador. Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos. Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga.