domingo, 28 de agosto de 2011

Domingo 11º post Pentecostés

UNDÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por los de Sidón, hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano para curarle. Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y díjole: Efeta, que quiere decir: abríos. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de la lengua, y hablaba claramente. Y mandóles que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su admiración, y decían: Todo lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos.

Más que la curación del sordomudo del Evangelio de hoy, nos asombran las ceremonias con que el Señor procedió a obrar tal milagro.

A otros desgraciados sanó Jesús con su palabra llena de autoridad.

Con éste, en cambio, emplea un ceremonial complicadísimo: le aparta de la gente, le mete los dedos en las orejas, alza los ojos al cielo, lanza un suspiro y pronuncia aquella palabra misteriosa, Efeta, que quiere decir: ¡Abríos!

Algún secreto debió encerrarse en este ceremonial, puesto que Jesús no necesitaba de ritos externos para curar al sordomudo.

Pidamos luz celestial para llegar a conocerlo.

No apartemos nuestros ojos del cuadro atractivo del Salvador pronunciando sobre el sordomudo su Efeta

Sin lugar a dudas, existe un fundamento racional de las ceremonias y ritos externos empleados.

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Un sordomudo es presentado a Jesús, para que se digne imponerle las manos. El Señor, en cambio, usa en su curación de un rito no acostumbrado en casos análogos. ¿Por qué?

Fue una atención delicadísima del Señor al modo de ser humano, a nuestra naturaleza: espiritual y sensible a la vez.

No somos puros espíritus. Tenemos un cuerpo con su sensibilidad. De ahí que el rito externo adquiera tal ascendiente sobre el hombre. Cada cosa exige su forma protocolaria especial, fuera de la cual nos deja fríos.

Podemos añadir a esto que Jesús se hallaba en la Decápolis, rodeado de multitud de paganos. Convenía, pues, que el milagro revistiese formalidades externas, para que con mayor intensidad impresionase a aquellos corazones todavía yermos de espiritualidad y extraños a las realidades divinas.

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De aquí debemos aprender nosotros a apreciar en su justo valor las ceremonias del culto. Enciérrase en ellas un tesoro inagotable de espiritualidad y de doctrina, que sólo llegaremos a percibir si nos dedicamos a explotarlo.

Estudiemos el significado de las ceremonias y ritos litúrgicos; y en las funciones litúrgicas pongamos toda nuestra alma en ellas, a fin de que operen en los efectos que están llamadas a producir.

Las ceremonias del culto sin alma mueven a hilaridad; las ceremonias con alma y vida elevan el espíritu.

No olvidemos que nos movemos entre realidades inaccesibles a la bajeza humana; y que misterios tan sublimes exigen su etiqueta protocolaria.

No rebajemos las cosas divinas con nuestras formas menos dignas.

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Existe, además, un sentido místico del milagro. La primitiva Iglesia leyó en la curación del sordomudo algo más que un milagro de interés puramente individual.

Si el Señor quiso llamar la atención de las multitudes, es porque revelaba la acción misteriosa que venía a realizar en el mundo por medio de su obra redentora.

El sordomudo figuraba la humanidad pecadora. Por el pecado había quedado ésta sorda a la voz del Espíritu. Veía, sí, la naturaleza, pero no reconocía en ella el dedo de Dios.

Nada le hablaba; ni el murmullo de los parlanchines arroyuelos, ni el fuerte chasquido de las cascadas, ni el espantoso rugido de la tempestad, ni el susurro del suave vientecillo, ni el canto melodioso de las aves, ni la hermosura, en fin, de la Naturaleza entera.

Y si no llegaba a percibir estas voces, ¿cómo había de transformarlas y modularlas en su corazón, para dar a Dios la gloria que tenía obligado tributarle en nombre de las criaturas?

¿Cómo había de entonar el himno de la creación que él mismo desconocía?

Sí; la humanidad estaba sorda y muda para percibir el sentido de la Creación y dar su respuesta al mismo; pero lo estaba mucho más para oír la voz del Espíritu y para desatar su lengua y comunicarse con la región del más allá.

A curarla de una y otra sordomudez vino el Señor a la tierra. Desde el árbol de la Cruz pronunció un solemne Efeta sobre la humanidad entera, y al momento se desataron las ligaduras de su esclavitud, y quedó libre para oír la voz de Dios y para responder a ella con voces de alabanza.

La gracia de la Redención que el Señor ganó para la humanidad entera, aplícase a cada una de las almas por medio del Bautismo.

De ahí que en la administración de este Sacramento use la Iglesia de un rito parecido al que Jesús practicó con el sordomudo.

El sacerdote, oh cristiano, díjote en aquel solemne momento con autoridad divina, mientras tocaba con su saliva los oídos: Efeta, esto es, ¡abríos!

Y aquello no fue una mera ceremonia; fue símbolo eficaz del gran milagro que se obraba dentro ti. Significaba lo que operaba, y operó lo significado.

El Espíritu Santo fue entonces derramado en tu alma. Él es el oído que percibe la voz divina, la lengua que habla a Dios Padre con gemidos inenarrables.

Desde aquel instante cesó en ti la sordomudez; ya podías escuchar los acentos inefables del Cielo y responder a ellos con cánticos de alabanza. Regocíjate; pues, y alaba al Señor por favor tan inmerecido…

¡Oh, qué responsabilidad la nuestra! Porque si el Señor nos ha curado de nuestra sordomudez, ha sido para que pudiésemos percibir el gran poema de la Creación y supiésemos dirigirlo convenientemente espiritualizado al Creador.

Y ¿cómo hemos procedido hasta el presente? ¿Hemos sabido usar de nuestros oídos y de nuestra lengua, o ha resultado en vano el milagro obrado el día de nuestro bautismo?

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Considerando más en detalle las ceremonias del Bautismo, podemos preguntarnos, con Santo Tomás, si es adecuado el rito utilizado por la Iglesia en la administración de este Sacramento.

El Santo Doctor comienza por decir que la Iglesia está gobernada por el Espíritu Santo, que nada hace sin que tenga explicación. Y concluye con este luminoso pensamiento: Las cosas que pertenecen a la solemnidad del Sacramento, aunque no sean indispensables, no son superfluas, porque contribuyen a la perfección del mismo.

Y lo explica de este modo: En el Sacramento del Bautismo algunos ritos son indispensables, y otros sirven para dar cierta solemnidad al Sacramento.

En el Sacramento es indispensable la forma que designa la causa principal del Sacramento; y el ministro, que es causa instrumental; y el uso de la materia, o sea, la ablución con agua, que designa el efecto principal del Sacramento.

Todo lo demás que la Iglesia ha establecido en el rito del Bautismo pertenece, más bien, a una cierta solemnidad del Sacramento.

Estas ceremonias se añaden al Sacramento por tres razones.

Primera, para excitar la devoción de los fieles y la reverencia hacia el Sacramento. Porque si la ablución se hiciese sin solemnidad alguna, fácilmente algunos pensarían que se trata de una ablución ordinaria.

Segunda, para instrucción de los fieles. Porque a los sencillos, que carecen de cultura, hay que instruirles a base de signos sensibles. Y porque acerca del Bautismo es conveniente conocer, además del efecto principal del Sacramento, algunas otras cosas, por eso fueron éstas representadas por signos sensibles.

Tercera, para impedir con oraciones, bendiciones y cosas semejantes que el poder del demonio obstaculice el efecto del Sacramento.

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Para nuestra edificación, no sólo el Evangelio, sino también la Epístola de hoy nos presta adecuados símbolos del misterio que se realiza en el Santo Bautismo, así como la importancia del don recibido. Dice San Pablo:

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano!

El fruto de la predicación apostólica es la gracia de la fe recibida por el santo Bautismo; la cual debemos conservar tal como la hemos recibido, si queremos salvarnos.

Tan importante es la fe recibida en el Bautismo, que el mismo San Pablo amonestó con duras palabras a sus discípulos de Galacia:

Me maravillo de que tan pronto os paséis del que os llamó por la gracia de Cristo, a otro Evangelio. Y no es que haya otro Evangelio, sino que hay quienes os perturban y pretenden cambiar el Evangelio de Cristo. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os predique un evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema. Lo dijimos ya, y ahora vuelvo a decirlo: si alguno os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema.

Hoy en día, en que hay tantos y tantos que perturban y pretenden cambiar el Evangelio de Cristo, y en que otros quieren dialogar con los perturbadores…, es fundamental prestar atención es la amonestación del Apóstol.

Les demuestra a los gálatas su error, esgrimiendo la autoridad de la doctrina evangélica.

Primero les muestra su ligereza en cuanto al fácil abandono de la doctrina evangélica; y subraya la culpa, tanto de los seductores como de los seducidos.

En cuanto a los seducidos, les inculpa su ligereza de ánimo: Me maravillo de que en tan breve tiempo, os paséis…

Además, les afea su culpa porque abandonaron el bien, es decir el don de su fe…, y se han convertido a otro evangelio, esto es, el de la antigua ley.

Respecto de los seductores, ellos perturban, o sea manchan la pureza de la verdad de la fe; porque si después de haberse recibido el Nuevo Testamento se regresa al Antiguo, parece afirmarse que el Nuevo no es perfecto.

Y verdaderamente perturban, porque pretenden cambiar el Evangelio de Cristo, esto es, la verdad de la doctrina evangélica cambiarla en figura de la ley, lo cual es absurdo y la máxima perturbación.

Después de la puntualización de la culpa en que han incurrido, les muestra ser grande la autoridad de su sentencia por el hecho de que tiene fuerza, no sólo respecto de los súbditos pervertidores y seductores, sino también respecto de los iguales, como son los otros Apóstoles, y aun respecto de los superiores, como son los Ángeles, si fuesen reos de semejante crimen, a saber, de la conversión del Evangelio a la antigua ley.

Es sabido que la doctrina que es dada por un hombre puede ser cambiada y revocada por otro hombre que conozca mejor, así como un filósofo reprueba lo dicho por otro.

También puede ser cambiada por el Ángel, que más agudamente ve la verdad.

Incluso la doctrina que es traída por un Ángel podría ser cambiada por otro Ángel superior, o por Dios.

Pero, la doctrina que sea traída por Dios no puede ser anulada, ni por hombre alguno, ni por Ángeles.

Por lo cual, dice San Pablo, si ocurriere que un hombre o un Ángel diga lo contrario de lo enseñado por Dios, su dicho no es contra la doctrina, para que por eso sea ésta anulada y rechazada, sino que más bien la doctrina es contra él.

Por ese motivo, ese mismo que lo dice debe ser excluido y rechazado de la comunión de la doctrina.

Y por eso dice el Apóstol que la dignidad de la doctrina evangélica es tan grande que, si un hombre o un Ángel anunciare algo distinto de anunciado por ella, es anatema, o sea, debe ser arrojado y rechazado.

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Para confirmar la fuerza de la sentencia paulina, conviene resolver las objeciones que acerca de esto se presentan.

De las cuales, una es ésta: como el igual no tiene superioridad sobre el igual, y con mayor razón no la tiene sobre el superior, parece que el Apóstol no podía excomulgar a los Apóstoles que eran iguales a él, y mucho menos a los Ángeles, que le eran superiores. Por lo tanto, no hay anatema por esto.

Pero a esto débese decir que el Apóstol expresó esta sentencia no por propia autoridad, sino por la autoridad de la doctrina evangélica, cuyo ministro era, de cuya doctrina tenía la autoridad, de modo que cualquiera que contra ella hablara fuera excluido y rechazado: la palabra que yo he predicado ésa será la que le juzgue en el último día.

Otra objeción es que nadie debería enseñar ni predicar sino lo que está escrito en las Epístolas y en el Evangelio.

Pero esto es falso, porque en I Tes 3, 10 se dice: para completar las instrucciones que faltan a vuestra fe, etc.

Es decir, que ninguna otra cosa se debe anunciar fuera de lo que se contiene en los Evangelios, en las Epístolas y en la Sagrada Escritura explícita o implícitamente.

La Sagrada Escritura y el Evangelio anuncian que se debe creer en Cristo explícitamente. De aquí que cualquier cosa que se contenga en ellos implícitamente, que se relacione con la doctrina y con la fe de Cristo, se puede anunciar y enseñar.

Por eso Santo Tomás explica las palabras del Apocalipsis y del Deuteronomio: Si alguno quitare o añadiere a ellas cualquiera cosa, a saber, del todo ajeno, Dios descargará sobre él las plagas escritas en este libro (Ap 22, 18-19). No añadáis nada, contrario o ajeno, ni quitéis, etc. (Deut 4, 2).

Y esto es lo que se contiene en la Tradición o la Revelación Oral, transmitida de siglo en siglo.

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Adoremos a Nuestro Señor, que todo lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos.

Mas, recordemos por eso el Evangelio que se nos ha predicado, la Sagrada Escritura, la Santa Tradición y la enseñanza del Magisterio infalible de la Iglesia: lo que hemos recibido en el Santo Bautismo, y en lo cual permanecemos firmes; depósito sagrado por el cual también somos salvados, si lo guardamos tal como nos ha sido predicado... Si no, ¡habríamos creído en vano!