CUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
La Epístola de este Domingo está tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos, capítulo octavo, versículos 18 a 23. Pero conviene comenzar la lectura en el versículo 16:
[El mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu nuestro, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, si es que sufrimos juntamente con Él, para ser también glorificados con Él.]
Estimo, pues, que esos padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. Pues si la creación está sometida a la vanidad, no es de grado, sino por la voluntad de aquel que la sometió, pero con esperanza. Porque también la creación misma será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre dolores de parto hasta el presente. Y no tan sólo ella, sino que asimismo nosotros, los que tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo, en Jesucristo Señor nuestro.
El versículo 17 termina anunciándonos que seremos coherederos de Cristo supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados.
Pero como el asociarse a los padecimientos de Cristo puede atemorizar al lector, San Pablo pondera la glorificación de que seremos objeto: los padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera...
La gloria que ha de manifestarse es la propia de la adopción, cuando ésta consiga romper todos los velos y revelarse espléndidamente en nosotros con todos sus efectos, entre los cuales San Pablo resalta la redención de nuestro cuerpo, cuya inmortalidad impasible compensa sobradamente por sí sola las penas de hoy.
Testigo de nuestra esperanza, lo es en primer lugar la creación visible. Por eso, Santo Tomás enseña que la propia creación, en ansiosa espera, desea vivamente la revelación de los hijos de Dios, porque la dignidad de la divina filiación en los santos no se ve a causa de los padecimientos exteriores, pero muy pronto se revelará esa dignidad, cuando se revistan de la vida inmortal y gloriosa.
San Pablo dice que la ansiosa espera de la creación desea vivamente para indicar con tal redundancia la tensión de la viva espera.
Y esto se entiende también de la propia creación sensible, como lo son los elementos de este mundo, pues la creatura sensible está ordenada por Dios a algún fin que sobreexcede la forma natural de ella misma: así como el cuerpo humano se revestirá de cierta forma de gloria sobrenatural, así también toda la creación sensible, en aquella gloria de los hijos de Dios, conseguirá cierta cualidad de gloria: Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva…
Por eso, la creación sensible espera con ansia la revelación de la gloria de los hijos de Dios, pues la necesidad del que con ansia espera se debe al defecto al que está sometida la creatura; y esta carencia de la creación la manifiesta San Pablo diciendo: Pues la creación está sometida a la vanidad…
Pero se somete a tal vanidad por la voluntad y por la ordenación de Dios, que la somete con esperanza, esto es, en la ansiosa espera de una gloriosa mutación.
San Pablo muestra enseguida el término de la predicha expectación. Pues no es vana su esperanza, porque también la creación misma será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
La propia creación será liberada de la servidumbre de la corrupción, o sea, de la mutabilidad, y esto para la libertad de la gloria de los hijos de Dios, para que así como son ellos renovados, así sea también renovada su habitación: Porque he aquí que Yo voy a criar nuevos cielos y nueva tierra, y de las cosas primeras no se hará más memoria ni recuerdo alguno (Isaías 65, 17).
Para comprender mejor esta doctrina paulina, debemos remontarnos al Génesis. Sabemos que Dios creó un Jardín de Delicias y que puso en él a Adán para que lo cultivara y lo custodiara: ut operaretur et custodiret illum. El Libro Sagrado agrega: creced y multiplicaos, henchid la tierra y dominadla.
¿Qué significan esos verbos cultivar, custodiar, dominar?
En aquel bienaventurado estado Adán tenía algunos deberes. Fue puesto en el Edén:
* para conservar al Paraíso su belleza primitiva;
* para custodiarlo (palabra solemne que nos deja entrever un peligro amenazante tanto para el hombre como para el Jardín);
* para extender su dominio sobre toda la tierra.
El Génesis indica, además, la condición del hombre con tres rasgos de un esplendor inconcebible:
* la inmortalidad e impasibilidad corporal,
* el soberano dominio del instinto animal y sensual,
* una ciencia especial que le daba imperio sobre el reino animal.
Todo esto significaba la soberanía del hombre sobre su vida propia, sobre su mundo interno propio y sobre el mundo externo.
Nada más dice el Génesis; pero los Profetas posteriores amplían la estampa paradisíaca cuando predicen el futuro estado de restauración universal mesiánica con detalles esplendorosos, la cual culmina en la deslumbrante Nueva Jerusalén.
Según el Génesis, el hombre, rey de la creación, con sus descendientes íntegros (sin pecado) debía conquistar toda la tierra, para asimilarla progresivamente a su Jardín.
Como consecuencia del pecado, el hombre no sólo perdió la gracia y los dones preternaturales; no sólo quedó vulnerado en sus propias facultades; sino que también la creación sensible decayó y perdió aquella bondad especial de que Dios la había dotado en el Paraíso en consideración y provecho del hombre.
Además, se pone de manifiesto el abuso que de la naturaleza hacen el hombre y el demonio, príncipe de este mundo (San Juan 12: 13; 14: 30; 16: 11; II Corintios 4: 4; Efesios 2: 2).
No cambió la naturaleza por la maldición de Génesis (2:17-19), de suerte que comenzase a producir abrojos y espinas; sino que se inició en la naturaleza cierto deterioro respecto del hombre, de suerte que ya no le estaba sujeta como antes.
Con muchísimo trabajo, y como por fuerza, le arrancarán sus frutos. Desapareció aquella amorosa solicitud divina que alejaba las influencias dañinas de los elementos, plantas y animales.
Por otra parte, Satanás adquirió cierto dominio sobre la naturaleza y las criaturas en perjuicio del antiguo señor, el hombre, y para su seducción y caída.
Adán y sus hijos tenían la misión de efectuar la reconquista de la tierra de manos del Fuerte Armado, anular la obra de Satán.
Falló Adán; vencido en el primer encuentro se pasó al enemigo; perdió sus armas gratuitas y toda su razón superior de vivir; incurrió, además, en la maldición, que era su deber sanar, y la aumentó con el peso de todos sus pecados personales.
Falló Adán y tuvo que intervenir Cristo, el segundo Adán. Dios va a vencer de todos modos, y a las últimas el hombre vencido va a desquitarse, porque Dios se va a hacer hombre.
El pecado desequilibró al hombre; y Dios salvó al hombre, no aniquilando al pecado y sus efectos (para lo cual habría que aniquilar al hombre, es decir, al libre albedrío), sino en cierto modo desequilibrándolo aún más, poniendo en él algo sobrehumano, es decir, haciendo entrar al pecado mismo y sus efectos en la economía de la salvación, como Napoleón hacía entrar los movimientos del enemigo en su marcha hacia la victoria.
El Redentor quebrantó el poderío del demonio sobre la naturaleza (I Timoteo 4:5); y una vez vencido completamente el pecado, la naturaleza recobrará las cualidades que corresponden a la humanidad transfigurada: habrá un cielo nuevo y una tierra nueva (Isaías 65: 17-25; II Pedro 3: 13; Apocalipsis 21: 1).
Este triunfo final y definitivo de la Vida es mayor que la derrota, porque toda la naturaleza ha de ser finalmente restaurada a imagen del perdido Paraíso: He aquí que hago nuevas todas las cosas…
Hacia esa recapitulación, la redención cumplida, la reducción de todas las cosas a su Cabeza Espiritual, convergen todas la líneas de fuerza de la historia y a ella se ordenan, gimiendo y delirantes, la creación entera y el corazón del hombre.
Dios no crea nada (ni tampoco destruye nada) por causa del pecado; pero, por maldición divina, queda abolida la esperanza de exterminar los abrojos y las espinas, a no ser por la sobrenatural redención de la Cruz de Cristo.
San Pablo nos enseña que por el pecado, no sólo el hombre, sino toda la creación quedó sometida a la servidumbre y como en estado de abyección. Pero, por la Redención, toda la creación ha como adquirido un cierto derecho a la adopción de hijos de Dios, y ha sido elevada a la dignidad de causa instrumental para la santificación del hombre, si éste sabe usar de ella con discreción.
Con hermosa y audaz prosopopeya, San Pablo nos presenta a toda la naturaleza, fijos y ardientes sus ojos, anhelando el día en que sea asociada a la restauración total del hombre.
Cuando éste pecó voluntariamente, toda la creación fue sujeta, no de grado, sino por Dios, a la vanidad, y desde ese momento se siente como parturienta que gime, al verse desviada de su fin primero.
Hasta aquí la imagen es vigorosa y sublime, pero ¿quién desentraña su sentido? ¿A qué vanidad fue sujeta la creación? ¿Cuál será su restauración, concomitante a la del hombre?
En el Génesis (3, 17-19) Dios maldice la tierra, pero más bien como castigo del hombre, que habrá de romperla con sudor para conseguir el fruto: Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga sacarás de ella el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás.
Ahora bien, ¿qué duda cabe de que la tierra ve perturbado su fin inmediato de ser trono real del hombre cuando éste es derrocado de su monarquía?
En primer lugar, la creación perdió su sacerdote, y vio, toda su magnificencia privada en tantas ocasiones del ser intelectual que la refiere a Dios. Ni aun siquiera pudieron los humanos leer en la belleza de sus días la del Creador.
En segundo lugar, perdió su docilidad al hombre, a quien lacera con las catástrofes de sus elementos.
Y en tercer lugar, sobre ella y en ella tienen lugar guerras y males de todas clases que torturan a la humanidad.
Por otro lado, ¿no es hermoso el pensamiento de San Pablo, que nos presenta la creación ansiosa de contemplar la gloria de los hijos de Dios, para asociarse a su tranquila libertad y participar de ella?
Cristo es el Verbo de Dios, por el cual fueron creadas todas las cosas. Como Dios, es el principio y fin de todas ellas; como Hombre es el que recapitula o reúne las cosas disgregadas por el pecado: Para reconciliar en Él todas las cosas, pacificándolas por la sangre de su cruz, las que están en la tierra y las del cielo.
Con el Nuevo Adán, la Humanidad tiene un nuevo Principio. Por eso Cristo es el Primogénito de toda criatura, la cabeza.
El pecado del ángel, el pecado de Adán y los pecados actuales han llenado el mundo de abrojos y espinas. Dios deja estar los abrojos y espinas, deja estar la Muerte, a fin de que el hombre conozca por fin lo que es el pecado. Pero la última carta la juega Él; esa carta es la Resurrección. Por eso Cristo murió y resucitó.
El albedrío del hombre inclinado al pecado y entregado al pecado hace proliferar los desastres humanos. Pero aun eso será reducido: el Universo se sujetará al hombre, el hombre se sujetará a Cristo y Cristo lo sujetará todo a Dios: para ser todo en todos.
Aquí terminan estas consideraciones sobre este bellísimo pasaje de San Pablo. Para quienes no los conocen, les obsequio, para vuestra meditación y deleite, dos textos de suma hermosura.
En primer lugar, enseñaba admirablemente el Padre Petit de Murat, en unas clases dictadas en 1975 en la UNSTA:
“Esto nos muestra que el hombre, al poner su esperanza en las criaturas, ha volcado su espíritu en ellas, y las está violentando; y ellas están como oprimidas, violentadas y profanadas; y están aguardando el advenimiento de los hijos de Dios como una liberación.
Existe un concepto erróneo de hombre, el de la dualidad de naturaleza: que hay un alma encerrada dentro de un cuerpo.
Este error, esta falta de unidad, fundamenta el concepto falso de felicidad, a saber, que hay dos felicidades, una de la tierra y otra del Cielo, ambas en antagonismo, en lucha. De modo que, si quiero la felicidad de la tierra, tengo que renunciar a la del Cielo, y, si quiero la felicidad del Cielo, tengo que renunciar a la de la tierra.
Por el contrario, tenemos una unidad sustancial, la cual se revela en el orden operativo por esta exigencia radical de nuestra naturaleza de apoderarse de la realidad a través de los sentidos.
Santo Tomás enseña que el espíritu inferior, que es el hombre, está inmerso en la materia porque es una conjunción de materia y espíritu, de cuerpo y espíritu; y su conocimiento comienza en los sentidos y termina en la inteligencia, y de otra manera sería una criatura frustrada porque no estaría realizando su definición de ser puente entre espíritu y tierra.
El hombre termina el ciclo sensible; es la inteligencia del mundo sensible, al cual completa y corona. Por eso hay una integridad entre el hombre y la tierra, y tan profunda que es trascendental, es decir, hay un depender esencial, natural, que está en el orden de la naturaleza.
Lo primero que alcanzamos es la esencia de las cosas corpóreas; después, por analogía, nos elevamos a las esencias espirituales hasta Dios.
Estas son las dos vías o modos de conocimiento del hombre: la de la abstracción, por la cual nos apoderamos de la esencia de las cosas inferiores, que se completa con la vía de la analogía.
De este modo, toda criatura termina y se perfecciona en la inteligencia, porque es allí donde el ser encuentra al ser.
No nos damos cuenta hasta qué punto la tierra es muda y opaca sin el hombre; hasta qué punto el hombre está iluminando a la tierra, a pesar de las tinieblas en que él mismo está sumergido.
El hombre da sentido a la tierra, porque es la inteligencia de la tierra.
No conocemos nuestra responsabilidad tremenda de dar la última forma a la tierra, de nombrarla. Estamos en el lugar del Verbo, del Hijo de Dios.
Y prosiguiendo la reflexión, no habiendo inteligencia de las cosas de la tierra, no hay amor por ellas; por eso la tierra hoy es un yermo, por eso no hay amor en la tierra, porque no existe la penetración sutil del conocimiento para aprehender la augusta luz que está dando el ser a cada cosa.
La tierra tiene relación trascendental con el hombre; la tierra, toda ella, está hecha en una vehemente vocación del hombre; lo cual lleva a San Pablo a decir aquellas palabras magníficas: Hasta las criaturas irracionales están como con dolores de parto aguardando el advenimiento de los hijos de Dios. ¿Y por qué esto? Porque contra su voluntad están violentadas, por la ilusión de la esperanza que el hombre ha puesto en ellas.
Por lo tanto, la salvación del hombre va a ser la liberación de la tierra.
Hoy la tierra está violentada por su cabeza, está padeciendo también el desorden tremendo del pecado del hombre, que le exige a las criaturas lo que ellas no pueden dar.
Existe una relación profunda entre el hombre y la tierra; porque, si bien la tierra lo hace al hombre y le entrega todas las riquezas, los tesoros inagotables de sus esencias, el hombre responde hacia la tierra dándole nombre: el hombre es el verbo de la tierra, es la epifanía de la tierra.
Debemos percatarnos de esta iluminación. Estas esencias de las criaturas se van dando por minucias y por accidentes sucesivos, y nunca manifiestan simultánea e instantáneamente toda su esencia. Quedaríamos deslumbrados si la manifestasen de este modo.”
Por su parte, Leopoldo Marechal, con singular esplendor, se expresa de este modo en su obra Descenso y ascenso del alma por la belleza:
Dije ya que por inteligencia el alma posee y que por amor es poseída; agregué que la criatura nos propone una meditación amorosa y no un amor, un comienzo y no un final de viaje.
El lector que me ha seguido en el descenso conoce ya la suerte del alma que se reposa en el amor de la criatura, tomándola como un fin.
Diré ahora que, al hacerlo, comete una doble injusticia: con la criatura, exigiéndole, por violencia, lo que la criatura no puede ni sabe dar; y una injusticia consigo misma, pues al descender amorosamente hacia las cosas inferiores el alma concluye por someterse a ellas, con lo que invierte la jerarquía natural y el orden armonioso, en menoscabo de la potestad que le fue conferida sobre las cosas del mundo visible.
Ahora bien: en cuanto el hombre asuma el señorío que tiene sobre las cosas y no bien las mida con su vara de señor y de juez, símbolo de su poder, la esfinge devolverá su presa, y le revelará su secreto, por añadidura; “porque las cosas —dice San Agustín— no responden sino al que las interroga como juez”.
¿Qué responden las criaturas cuando así se las interroga? ¿Cuál es el secreto que revelan al juez y ocultan al esclavo?
El juicio por la hermosura es un juicio de amor, y este amoroso juicio requiere dos nociones que se comparen: la noción amorosa del juez y la noción amorosa de lo juzgado.
Y me pregunto: si el alma requiere la varilla del juez, ¿con qué noción de amor ha de juzgar a las criaturas? Y recuerdo que la vocación del alma (sobre la que gira sin reposo, como la esfera sobre su eje) es la de una dicha perpetua lograda en el descanso que da la posesión amorosa de lo bueno, y de lo bueno conocido como único, total y sin fin.
El alma juzgante, fiel a su tremenda vocación, desciende a las criaturas y las interroga; y es el norte de su destino lo que interroga el alma. Pero las criaturas le responden con la noción de un bien relativo, disperso y mortal.
La desproporción entre ambos términos del juicio es inconmensurable; y esa desproporción es lo que nos revelan las criaturas cada vez que medimos nuestra vocación amorosa con el amor que nos proponen.
Al revelarnos esa desproporción infinita no hacen sino confirmar, en cada prueba, nuestra infinita vocación; y como dicha vocación es el secreto del hombre, me atrevo a sostener ahora que las criaturas, interrogadas amorosamente, nos revelan, no su secreto, sino nuestro secreto.
Ahora bien: o el alma conoce ya la magnitud de su destino, o no la conoce todavía. Si por ventura la conociera, entenderá de proporciones y será juez: en cada experiencia verá confirmada y esclarecida su vocación gloriosa, y ascenderá entonces por la escala de la hermosura terrena.
Pero la situación de nuestro héroe no es la misma: sigue su vocación, es verdad, mas la sigue a obscuras, presa fácil de la ilusión y del engaño, porque ignora la magnitud de su anhelo y porque su ignorancia de las magnitudes le impide juzgar de proporciones.
Es un problema de aritmética amorosa el de nuestro personaje, y no sabrá juzgar de amores hasta que no descubra su número de juez.
¿Quién le revelar ese número? El amor de la criatura.
La razón se dirige a la verdad, reduciendo sus contradicciones “al absurdo”; pero el amor las reduce “al desengaño”.
Vía de amor es la de nuestro héroe, y no en vano le doy ese título, ya que la palabra “héroe” se deriva de Eros, nombre antiguo del amor.
Ahora bien, si no conoce aún la desproporción amorosa que las criaturas revelan al que sabe oírlas, padece sus efectos; y sale de cada experiencia con una injustificable insatisfacción de sí mismo y con un desengaño de la criatura.
Y en cada insatisfacción de su anhelo vive un íntimo fracaso de amor; y cada fracaso de amor no deja de traerle un despunte de meditación desconsolada, y es la meditación de su destino la que despunta y crece.
Por otra parte, cada desengaño de las cosas no sólo magnifica la distancia que media entre su anhelo del Bien y el bien que le propone la criatura, sino que disminuye, por eliminación, el número de los bienes que solicitan su apetito; con lo cual el alma ve agrandarse y esclarecerse, por un lado, la magnitud de su vocación, y ve, por el otro, que la tierra le va negando su amoroso destino.
Y el alma quiere ya entender de proporciones, en un retoñar de la aritmética amorosa; y la vara del juez está reverdeciendo entre sus manos, en un retoñar de la amorosa justicia.
Es así como el alma, por reducción al desengaño, va librándose de la esclavitud en que la tienen las cosas: así se libra de la esfinge; y así reconstruye su perdida unidad, retornando a sí misma, vale decir, a su forma, que es la imagen y semejanza que tiene del Creador.
Y aquí es necesario que yo advierta dos peligros del viaje:
1º) podría ser que mi héroe, desengañado de las cosas, les reprochara su esterilidad y falsía, y se detuviera luego en el reposo de un escepticismo que suele malograr esta primera realización;
2º) también podría ser que, desengañado y todo, pero incapaz de seguir adelante, se obstinara en el amor de las cosas terrenas, exigiéndoles, en su desvarío, lo que bien sabe que le negarán: se arriesgaría entonces en el declive de la desesperación, vale decir, en otro descenso, pero ya de resultados incalculables.
Diré, para consuelo de mi lector, que nuestro héroe no es de los que fracasan en una isla. A la solicitud de cada bien ha respondido con un doble movimiento: un movimiento de ida y otro de vuelta; pero he aquí que se detiene ahora, estudioso de sí mismo, y esa primera inmovilidad es digna de nuestra consideración.
Su paso lo llevó por ilusorios caminos, y no anda ya: tiene su pie clavado, como los jueces.
Alargó su mano a los bienes ilusorios, y la recoge ahora: tiene la mano clavada de los jueces.
Está inmóvil y de pie: juzga y se juzga.
¿A quién juzga? Su juicio recae sobre las cosas que lo poseyeron; y como el juez está inmóvil y no desciende a ellas, las cosas ascienden al juez, para ser juzgadas, el orden se reconstruye. Y el juez interroga y la criatura responde.
¿Qué cosa juzga de sí mismo el juez? Juzga su vocación de amor, la nunca silenciosa; y ese íntimo llamado, que se perdía recién en el tumulto de los llamados exteriores, resuena solitario, se magnifica y esclarece ahora en “oído del alma”. Y el alma gira sobre sí misma, para escucharlo mejor; y al girar sobre sí misma recobra el movimiento propio de la inteligencia, con lo cual circunscribe su meditación y la continúa, no en latitud, sino en profundidad.
Y el tenor de su juicio podría ser el que sigue: todo llamado viene de un llamador, y por la naturaleza del llamado es dable conocer la naturaleza del que llama.
Si la suya es vocación de amor, Amado es el nombre del que llama; si de amor infinito, Infinito es el nombre del Amado.
Si el amor del alma tiende a la posesión perpetua del bien único, absoluto y sin fin, Bondad es el nombre del que llama.
Si el bien es alabado como hermoso, Hermosura es el nombre del que llama.
Si lo bello es el esplendor de lo verdadero, Verdad es el nombre del que llama.
Si el alma reconoce su destino final en la posesión del Bien así alabado y así conocido, Fin es el nombre del que llama.
Y como Bien, Amor, Hermosura, Verdad y Fin son nombres cuya diversidad conviene a la unidad simplísima de Dios, Dios es el nombre del que llama.
He ahí cómo nuestro héroe se ha encontrado a sí mismo, por la vía de la hermosura creada, y he ahí cómo ha encontrado en sí mismo, con la noción de la hermosura divina, el norte verdadero de su vocación amorosa.
San Agustín parece decirlo así, en aquella exclamación suya que resume todo el viaje: “¡Tarde te amé, Belleza tan antigua y tan nueva; tarde te amé! En mí estabas, y yo estaba fuera de mí mismo, y es afuera que te buscaba. Estabas conmigo, y yo no estaba contigo, sino lejos de ti, sujeto a las cosas que no existirían si no estuvieran en ti” (Soliloquios, cap. X).
Pero diré ahora que nuestro personaje, si bien ha mejorado de suerte, queda inmóvil y de pie, con una noción obscura de la divinidad y una desvelada incertidumbre que no le abandona.
Por la vía natural de su entendimiento amoroso alcanzó ya lo que naturalmente puede ser alcanzado; pero la oscuridad de su noción requiere “luz” y el nuevo amor que solicita el movimiento del alma requiere “vía”.
Es entonces cuando mi héroe recuerda que la verdad fue revelada y está escrita, y cuando aprende que la misma Verdad se hizo carne y habitó entre nosotros, y se llamó a sí misma “luz” y “vía” para remedio de los obscuros y de los inmóviles.
Y, sintiéndose inmóvil y a obscuras, nuestro héroe alcanza, justamente ahora, el sentido de las viejas palabras que acaso desdeñó un día; y como ya las entiende, se asombra de no haberlas entendido. Pero está inmóvil y de pie.
¿Cómo iniciar la traslación amorosa correspondiente a tal amor?
Ahora que mi personaje goza de mejor clima, las criaturas vuelven a reclamar mi atención, pues temo haber cometido cierta injusticia con ellas, al considerarlas en el solo gesto negativo con que responden a la amorosa inclinación del alma.
¿Acaso el “sí” de la criaturas es ese “no” que dan como respuesta, cuando se desciende a ellas en descenso de amor?
Y al preguntármelo, recuerdo las bellezas del mundo: el sol, la luna y el agua, de San Francisco; la piedra, la llama, la planta, el animal, el hombre, el cielo y el ángel, la escala de los seres de Raimundo Lulio…
Dije ya que las criaturas responden con un “no” al amante que desciende a ellas; pero al juez inmóvil que las interroga dan un “sí”, cuya naturaleza trataré de explicar a continuación:
San Agustín también buscó a su Dios en la criatura: “Interrogué a la tierra, y me ha respondido: no soy tu Dios. Interrogué al mar, a sus abismos y a los seres animados que allí se mueven, y todos me respondieron: no somos tu Dios, búscalo más arriba. Interrogué al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas, y me afirmaron: no somos el Dios que buscas” (Confesiones, X).
Tal cosa niegan las criaturas: niegan ser el destino del hombre, cuando el hombre las interroga por su destino; y no se limitan a negarlo, sino que dicen: “Búscalo más arriba”.
Y no sólo nos convidan a un ascenso, sino que se nos ofrecen, como peldaños, porque las cosas nos llaman, con la voz de su hermosura, y ese llamado de las cosas trae una intención de bien.
Todo llamado viene de alguien que llama, y las criaturas dicen al que sabe oír: “somos el llamado, pero no somos el que llama”.
Y, negándose, afirman al Llamador: lo afirman en sus nombres; pues dicen a todo el que contempla su hermosura: “somos bellas, pero no somos la Hermosura que nos creó hermosas”.
Y al que medita su verdad enseñan: “somos veraces, pero no somos la Verdad que nos creó verdaderas”.
Y dicen al que gusta de sus bienes: “somos buenas, pero no somos la Bondad que así nos creó”.
Así afirman al que llama: lo afirman en sus nombres gloriosos de Hermosura, Verdad y Bien.
Y lo afirman como Principio, llamándole “el que nos creó”.
Y lo alaban como Fin, diciendo: “somos el llamado hermoso y no la Hermosura que llama”.
El que las interrogue, si es juez equitativo, alcanzará el “sí” gozoso que dan las criaturas cuando niegan. Conocerá entonces el número, peso y medida de su belleza, y les dará su nombre verdadero.
Y ser bien nombradas, he ahí la justicia que las cosas reclaman de nosotros; porque su justicia depende de nuestra justicia.
Y el que refiera la hermosura de las cosas al hombre, y del hombre al Creador, dirá, con San Agustín, “que la belleza es el esplendor del orden o de la armonía”.
Adán nombró a las criaturas con su nombre verdadero. Y como las cosas se rinden al que sabe nombrarlas, Adán fue el señor de ellas, y no descendió por las cosas que había nombrado.
Tampoco descenderá el que así las nombre.
Pero sólo el juez sabe nombrar, y sólo es juez el que deja de ser esclavo.