domingo, 17 de julio de 2011

Domingo Vº post Pentecostés

QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Yo os declaro que, si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; pues el que matare reo será en el juicio. Mas yo os digo, que todo aquél que se enoja con su hermano, reo será en el juicio. Y quien dijere a su hermano raca, reo será en el concilio. Y quien dijere fatuo, reo será del fuego del infierno. Por tanto, si fueses a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primeramente a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven a ofrecer tu ofrenda.

La Epístola y el Evangelio del presente Domingo responden a un mismo pensamiento. La Iglesia quiere que santifiquemos a Jesucristo en nuestros corazones, esparciendo en los prójimos la caridad de Jesucristo Crucificado.

En el Evangelio nos exige que depongamos todo rencor contra el hermano.

En la Epístola nos manda, además, refrenar la lengua y cuidar de que los labios no se manchen con la maledicencia: tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición. Pues quien quiera amar la vida y ver días felices, guarde su lengua del mal, y sus labios de palabras engañosas, apártese del mal y haga el bien, busque la paz y corra tras ella…

Meditemos las primeras palabras del Evangelio del día: Si vuestra justicia no es más perfecta que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos, y aprendamos que la verdadera y sólida virtud es interior, humilde, dulce y afable.

Sentados en torno al Divino Maestro, escuchemos su prédica. Hoy trata de lograr que nuestras obras radiquen en un fondo de justicia sana y cristiana.

Justicia de verdad, frente a la hipocresía farisaica.

La justicia de los fariseos era justicia de sepulcros blanqueados; la justicia cristiana es justicia de hijos de Dios, de hijos de la Luz.

Aquélla se fundaba en las apariencias, en las formas externas; ésta radica en el fondo, el interior.

Los fariseos ayunaban dos veces por semana, hacían largas y frecuentes oraciones, pagaban exactamente el diezmo y predicaban continuamente. Quien hiciera otro tanto hoy día, pasaría por un santo, a juicio de los hombres; sin embargo, para ser tal en el juicio de Dios, como Jesucristo nos lo declara, es necesario hacer mucho más.

Agradezcámosle esta, instrucción y pidámosle que nos haga comprender bien los caracteres de la verdadera y sólida virtud.

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La verdadera virtud es interior. Los fariseos ponían su principal cuidado en lo exterior. Exactos hasta, el escrúpulo, en observar las menores ceremonias de la ley y las tradiciones de sus padres, afectaban aparecer en todo con un exterior piadoso, mientras en el fondo de sus corazones violaban esta misma ley por sus desarreglados afectos e intenciones torcidas; lo hacían todo por atraer las miradas de los demás, de suerte que sus obras eran inspiradas por el deseo de agradar a las criaturas y no por amor a Dios.

Eran, dice Jesucristo, sepulcros blanqueados: bellos a los ojos de los hombres y por dentro llenos de corrupción.

¡Cuántos cristianos hay hoy día que son verdaderos sepulcros blanqueados, grandes observantes de algunas pequeñas prácticas y, por dentro, llenos de odios, de envidias, de sensualidades y defectos que se afanan en ocultar a los hombres!

No es tal la verdadera y sólida virtud. No basta aparecer justos a las miradas del mundo, que no ve sino lo de afuera: hay que serlo a los ojos de Dios, que ve el fondo del corazón.

Hermoso es hacer buenas obras, grandes actos de edificación; pero, si la intención no es pura y santa, si las hacemos por miras humanas, por motivos secretos de interés, por el deseo de hacernos valer, si la vanidad y el orgullo nos las inspiran, nuestra virtud es falsa, porque es exterior; es una moneda de mala ley, que no será recibida delante de Dios; es un disfraz que no servirá sino para condenarnos.

Los fariseos pregonaban lo poco que hacían; no creían galardonados sus esfuerzos, si no salían al exterior. El cristiano, en cambio, no se preocupa del buen o mal aprecio del mundo, atento tan sólo a agradar al Padre.

Ésta es la justicia que enseña hoy San Pedro, cuando nos dice: Perseverad todos unánimes en la oración; sed compasivos, amantes de todos los hermanos; misericordiosos, modestos, humildes... Porque Dios tiene puestos los ojos sobre los justos, y está pronto a oír sus súplicas; pero mira con rostro airado a los que obran mal…

Aprendamos la lección. Sigamos el consejo de San Pedro, teniendo entendido, que si nuestra justicia no es más cumplida que la de los escribas y fariseos, no entraremos en el Reino de los Cielos.

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La verdadera virtud es humilde. Los fariseos no buscaban sino, la estimación de los hombres; oraban en medio de las plazas públicas a fin de que todo el mundo les viese; hacían sonar la trompeta cuando querían dar limosna; en una palabra, no buscaban en sus obras sino el captarse reputación y estima.

¡Cuántos cristianos hay que se les asemejan! Deseosos de consideraciones y preeminencias, quieren que se les estime, que se les honre, que se les complazca en todo.

La verdadera virtud es todo lo contrario. Es humilde, sin hacer alarde de ello. No nos corresponde el erigirnos en nuestros propios jueces; es Dios quien nos ha de juzgar y recompensar.

Lo poco que hagamos, con tal que sea para la gloria de Dios, será premiado; y aunque hagamos grandes cosas, si las hacemos buscando el ser alabados por los hombres, no merecerán recompensa.

Es verdad que debemos edificar a nuestros hermanos con nuestro buen ejemplo; pero, si las buenas obras aparecen en público, la intención, por la cual nos proponemos agradar a Dios solamente, debe permanecer siempre en el secreto del corazón.

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La verdadera virtud es dulce y afable. Los fariseos, llenos de estimación consigo mismos, miraban con desprecio a los demás: Yo no soy como los demás hombres, dijo el fariseo que oraba en el templo. Y se atrevían a murmurar de Jesucristo porque comía y conversaba con los pecadores.

No es así como procede la verdadera virtud. No menosprecia a nadie, ni emplea con nadie palabras duras o picantes. Como se estima menos que todos, a todos trata con miramiento y respeto, con afabilidad y caridad; y sólo salen de sus labios palabras dulces y afables.

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Es una justicia regulada por la caridad, frente a la justicia legalista de los fariseos.

El sentido materialista de los fariseos y escribas no era capaz de llegar al fondo y espíritu de la Ley; aquellos infatuados doctores permanecían apegados a la superficie de la letra.

No matarás, dice el Decálogo; luego —concluían— está vedada toda injuria de hecho con ira al prójimo. Y no comprendían los ignorantes que la injuria de palabra puede herir más que la de hecho.

Por eso clama hoy Jesucristo: Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino cíe los cielos.

La justicia de los fariseos se circunscribía a no matar; la de los que han de entrar en el Reino de los Cielos llega a no enojarse sin causa.

Y quienquiera que se enoja con su hermano, merecerá que el juez le condene.

La importancia de este precepto en la moral cristiana se deduce de los terribles castigos a que la transgresión del mismo condena; llegan éstos hasta la pena capital de la gehena del fuego eterno: Cualquiera que tomare ojeriza con su hermano, será condenado en juicio. Y el que le llamare raca, será condenado por la asamblea. Mas quien le llamare fatuo, reo será de la gehena del infierno.

La ascética cristiana es más elevada que la farisaica, porque el cristiano debe, caminar llevado en alas de la caridad, que a todos fusiona en un común abrazo.

Ese espíritu de caridad nos enseña también San Pedro: Perseverad todos unánimes..., no volviendo mal por mal, ni maldición por maldición; sino, por el contrario, ejercitándoos en bendecir; porque a esto habéis sido llamados: a poseer la herencia de la bendición celestial.

Ese espíritu de caridad pide hoy la Santa Iglesia por su Liturgia. Unámonos a su oración. Las peticiones de la Esposa Inmaculada son siempre escuchadas.

Sigamos el consejo evangélico. Depongamos todo rencor. Lejos de nosotros cualquier palabra injuriosa para el hermano.

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Es una justicia es de mutuo perdón, lo cual implica la reconciliación.

De la justa censura de la conducta farisaica, pasa el Señor a darnos una lección de puro cristianismo con la doctrina del deber de la reconciliación: Si al tiempo de presentar tu ofrenda ante el altar, allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, depón allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano.

¿A qué viene tanta premura? ¿De dónde tales preferencias a la reconciliación fraterna?

Es que los dones, ofrendas y sacrificios tienen por objeto reconciliarnos con el Padre

Y no pueden tener tal virtud las ofrendas que nacen de un ánimo irritado. Son ofrendas de Caín, a las que no mira el Señor.

Aquél que tienes contra ti enojado, es hijo de tu mismo Padre celestial. El Padre, a Quien tú pretendes contentar con tu ofrenda, le mira con ojos de dilección. ¿Cómo, pues, podrá ver con complacencia el fruto de tu odio? ¿Cómo crees que pueda agradarse en aquél que está enojado contra quien Él ama?

Seria lección, que debemos aprender de memoria, si queremos que nuestras ofrendas sean ofrendas de Abel… “Ve a reconciliarte con tu hermano”. “No se ponga el sol sobre vuestras cabezas airadas”.

Así lo realizan las almas que tratan con seriedad del asunto de su salvación.

Así lo hemos de poner en práctica nosotros.

Y si no es posible hacerlo de una manera expresa, si no podemos arrojarnos a los pies del hermano, siempre nos queda el último recurso de una sonrisa, de una conducta complaciente, que habla a veces más claramente que las palabras más expresivas.

Ni esperemos a que el hermano venga a pedirnos perdón. Adelantémonos a él.

Es tal la condición de nuestro orgullo, que con frecuencia nos ciega, y nos tenemos a veces por ofendidos, cuando en realidad llevamos tanta culpa al menos como nuestro contrincante.

Sin indagar, pues, acerca de nuestra posible culpabilidad, cumplamos el aviso del Señor; seguros de que una dulce paz se derramará sobre nuestro espíritu como efecto del vencimiento propio.

Sepamos dominar el propio orgullo, que el Señor mirará nuestra humillación.

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Y que Nuestra Señora nos obtenga lo que la Santa Iglesia nos hace pedir:

Oh Dios, que tienes preparados bienes invisibles a los que Te aman, infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote en todo y sobre todo, consigamos esas tus promesas, que exceden a todo deseo.

Concede, Señor, a los que has alimentado con el Don celestial, que seamos limpios de nuestras culpas ocultas, y libres de las insidias del enemigo.