domingo, 12 de junio de 2011

Domingo de Pentecostés


SANTO DÍA DE PENTECOSTÉS


El Espíritu Santo bajó sobre los Apóstoles el día de Pentecostés; es decir, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo y diez después de su Ascensión.

Los Apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo en compañía de la Virgen María y de otros discípulos, y perseveraban en oración esperando al Espíritu Santo que Jesucristo les había prometido.

El Espíritu Santo confirmó en la fe a los Apóstoles, los llenó de luz, de fortaleza, de caridad y de la abundancia de todos sus dones.


Nuestro Señor Jesucristo, según sus altísimos decretos, no quiso completar por sí sólo en la tierra su divina misión, sino que, como Él mismo la había recibido del Padre, así la entregó al Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término.

Recordemos las consoladoras frases que Cristo, poco antes de abandonar el mundo, pronunció ante los apóstoles: Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá vuestro abogado; en cambio, si me voy, os lo enviaré.

Y al decir así, dio como razón principal de su separación y de su vuelta al Padre el provecho que sus discípulos habían de recibir de la venida del Espíritu Santo; al mismo tiempo que mostraba como Éste era igualmente enviado por Él y, por lo tanto, que de Él procedía como del Padre; y que como Abogado, como Consolador y como Maestro concluiría la obra por Él comenzada durante su vida mortal.

La perfección de su obra redentora estaba, pues, providentísimamente reservada a la múltiple virtud de este Espíritu, que en la creación adornó los cielos y llenó la tierra.

Por lo tanto, queda claro que el Espíritu Santo no fue enviado sólo para los Apóstoles, sino para toda la Iglesia y para todas las almas fieles.

¿Qué obra el Espíritu Santo en la Iglesia? Como el alma en el cuerpo, el Espíritu Santo vivifica con su gracia y dones a la Iglesia, establece en Ella el reinado de la verdad y de la caridad y la asiste para que lleve con seguridad a sus hijos por el camino del Cielo.

De este modo, al Espíritu Santo se atribuye especialmente la santificación de las almas.

Si bien las tres Personas nos santifican igualmente, la santificación de las almas se atribuye en particular al Espíritu Santo porque es obra de amor, y las obras de amor, como veremos, se atribuyen al Espíritu Santo.

Si bien es cierto que las operaciones ad extra de la Santísima Trinidad son comunes a las tres divinas Personas, muchas de ellas se atribuyen, sin embargo, como propias a la Tercera, para que entendamos que proceden del Amor infinito que Dios nos tiene.


En este santo día conviene recordar que el octavo artículo del Credo, Creo en el Espíritu Santo, nos enseña que hay Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que es Dios eterno, infinito, omnipotente, Creador y Señor de todas las cosas, como el Padre y el Hijo.

Debemos, pues, explicar lo que en el Credo se contiene acerca de la Tercera Persona, el Espíritu Santo.

Es evidente que el tema merece toda atención y diligencia, pues no sería lícito que el cristiano ignorara o estimara en menos esta doctrina.

San Pablo no toleró que los fieles de Éfeso la desconocieran. Preguntándoles si habían recibido el Espíritu Santo, viendo en sus respuestas que ignoraban su misma existencia, les increpó: ¿Pues qué bautismo habéis recibido? Con estas palabras significó el Apóstol que es de absoluta necesidad para la fe y para la vida cristiana un conocimiento claro y distinto de esta doctrina.

Fruto de este conocimiento será la íntima persuasión de que todo cuanto poseemos en el orden de la gracia es don y beneficio del Espíritu Santo. Esta persuasión engendrará en nosotros una profunda humildad y una gran confianza en la ayuda de Dios. Y éstos deben ser los primeros pasos del auténtico seguidor de Cristo, que aspira a la verdadera sabiduría y a la suprema felicidad.


Particular atención merece, ante todo, precisar bien el significado de la expresión Espíritu Santo.

Con toda propiedad y verdad pueden aplicarse estas mismas palabras al Padre y al Hijo; uno y otro son de hecho Espíritu y Santidad. También pueden decirse de los Ángeles y aun las almas de los justos.

Pero debe quedar bien claro —no sea que incurramos en errores por la ambigüedad de las palabras— que en este artículo con el nombre de Espíritu Santo significamos la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.

En este sentido la usan las Sagradas Escrituras, tanto en el Antiguo como, sobre todo, en el Nuevo Testamento.


Podemos preguntarnos: ¿por qué la Tercera Persona carece de nombre propio?

No debe extrañarnos que la Tercera Persona de la Santísima Trinidad no tenga, como la Primera y la Segunda, un nombre propio.

Lo tiene la Segunda porque su procesión eterna del Padre con toda propiedad se llama generación. Y como a ese proceder lo llamamos generación, así llamamos Hijo a la Persona que procede, y Padre a la Persona de quien procede.

El acto, en cambio, con que procede la Tercera Persona del Padre y del Hijo, no tiene un nombre propio, sino que lo denominamos de una manera general espiración y procesión. De ahí que la Persona que procede de esta manera carezca de nombre propio.

Los hombres nos vemos obligados a trasladar a las realidades divinas los mismos nombres que utilizamos para designar las cosas humanas. Y no conocemos ningún otro modo de comunicación de vida más que la generación. Desconocemos cómo pueda comunicarse la propia naturaleza y esencia únicamente en fuerza del amor; de ahí que no podamos expresar esa realidad con un vocablo adecuado.

Denominamos a la Tercera Persona con el nombre genérico de Espíritu Santo, nombre que le conviene con toda perfección, porque Él es quien infunde en nuestras almas la vida espiritual, y sin el aliento de su divina inspiración nada podemos hacer digno de la vida eterna.


Santo Tomás explica todo esto de esta manera:

En Dios, dos son las Procesiones. Una de ellas, la Procesión por Amor, no tiene nombre. Por eso, las relaciones derivadas de esta Procesión no tienen nombre. Por lo cual y por lo mismo, la Persona que resulta de dicha procesión tampoco tiene nombre propio.

Pero, así como por el uso del lenguaje encontramos algunos nombres que aplicamos para indicar tales relaciones, como procesión y espiración, así también, para indicar la Persona divina resultante de la Procesión por Amor, por el uso que hace la Escritura, se ha encontrado, como nombre más apropiado, el de Espíritu Santo.

La conveniencia de este Nombre puede fundamentarse en dos razones:

La primera, por la misma realidad común que implica el mismo Espíritu Santo.

Pues dice San Agustín: El Espíritu Santo es común a ambos, y tiene como nombre propio lo que es común a los dos: Pues el Padre es Espíritu y el Hijo es Espíritu; y el Padre es Santo y Santo es el Hijo.

La segunda razón, por su misma significación.

Pues en las cosas corpóreas la palabra espíritu parece indicar cierto impulso y moción. De hecho, al aire espirado y al viento los llamamos espíritu. Por lo tanto, es propio del amor, que mueve e impulsa la voluntad del que ama hacia lo amado.

Por otra parte, la santidad se atribuye a aquello que está ordenado a Dios. Así, pues, porque la Persona divina procede por amor con el mismo con que Dios es amado, es adecuado que sea llamada Espíritu Santo.


También Amor es nombre propio del Espíritu Santo. Dice Gregorio en la homilía sobre Pentecostés: El Espíritu Santo es Amor.

En Dios, el nombre Amor puede ser tomado en sentido esencial y en sentido personal. En sentido personal, es el nombre propio del Espíritu Santo, como Palabra es el nombre propio del Hijo.

Para demostrarlo, hay que tener presente que en Dios hay dos Procesiones: una por el entendimiento, la de la Palabra; otra por la voluntad, la del Amor.

Porque la primera nos es más conocida, para indicar cada uno de los aspectos que se pueden analizar encontramos más nombres adecuados. Pero no sucede así con la procesión del Amor.

Por eso hacemos uso de ciertos circunloquios para indicar la Persona que resulta de tal procesión; así como a las relaciones resultantes de dicha procesión las denominadas Procesión y Espiración.


Otro nombre propio del Espíritu Santo es Don.

Así como para el Hijo proceder del Padre es ser Nacido, así también para el Espíritu Santo proceder del Padre y del Hijo es ser Don de Dios.

En Dios, Don, tomado en sentido personal, es el nombre propio del Espíritu Santo.

Don es propiamente entrega sin deber de devolución; esto implica donación gratuita. La razón de la gratuidad en la entrega es el amor, pues hacemos regalos a quien deseamos el bien. Por lo tanto, lo primero que le damos es el amor con el que le deseamos el bien. Por eso es evidente que el amor es el primer don por el que todos los dones son dados gratuitamente.

De ahí que, como el Espíritu Santo procede como Amor, procede como primer Don. Por eso dice Agustín: Por el Don, que es el Espíritu Santo, se distribuyen muchos dones particulares entre los miembros de Cristo.


Explicados los diversos significados de la palabra, asentemos ahora esta primera verdad: el Espíritu Santo es Dios, como el Padre y el Hijo, con idéntica naturaleza que ellos, y como ellos omnipotente y eterno, infinitamente perfecto, bueno y sabio.

Verdad explícitamente incluida en la partícula en de la fórmula: creo en el Espíritu Santo, que anteponemos por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, para significar la fuerza de nuestra fe en las tres divinas Personas.

La Sagrada Escritura une la Persona del Espíritu Santo con la del Padre y la del Hijo en la fórmula del bautismo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; prueba evidente de la perfecta igualdad de las tres divinas Personas, porque, si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, nos vemos obligados a confesar que lo es igualmente el Espíritu Santo, unido a ellos en igual grado de honor.

Esta unión constante de las tres divinas Personas y este constante orden con el que siempre se nombran en la Sagrada Escritura, lo encontramos también en la Carta de San Juan: Porque tres son los que dan testimonio en el Cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los tres son uno. Y también en la célebre doxología trinitaria con que terminan todos los salmos y oraciones litúrgicas: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.


Debe quedar bien claro no sólo que el Espíritu Santo es Dios, sino, además, que constituye una Tercera Persona en la naturaleza divina, distinta del Padre y del Hijo y procedente del amor de uno y otro.

Prescindiendo de otros muchos textos escriturísticos, la fórmula del bautismo, enseñada por nuestro Salvador, muestra claramente que el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, subsistente por sí misma en la naturaleza divina y distinta de las otras dos.

San Pablo expresa la misma verdad con una nueva fórmula: La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros.

Y mucho más explícitamente afirmaron esta verdad contra el error de los macedonios los Padres del primer Concilio de Constantinopla en la fórmula añadida a este artículo del Credo: “Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre y del Hijo; que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado; que habló por medio de los profetas”.


Consideremos ahora la fórmula “que procede del Padre y del Hijo”, la cual significa que el Espíritu Santo procede de las dos primeras Personas de la Santísima Trinidad, como único principio y desde toda la eternidad.

Es una verdad de fe que todo cristiano debe creer; la cual está confirmada por la Sagrada Escritura y por los Concilios.

Símbolo de San Atanasio: El Espíritu Santo no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede del Padre y del Hijo.

El mismo Señor Jesucristo, refiriéndose al Espíritu Santo, dice: Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Por esta misma razón en la Sagrada Escritura se llama al Espíritu Santo Espíritu de Cristo unas veces, y otras Espíritu del Padre.

Y se dice que es enviado por el Padre y enviado por el Hijo para significar que procede igualmente de los dos.

Leamos, para nuestra instrucción y deleite, algunas citas de la Sagrada Escritura:

Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm. 8, 9).
Envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! (Gal. 4, 6).
No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Mt. 10, 20).
Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (Jn. 15, 26).
Pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho (Jn. 14, 26).

Queda claro que todas estas expresiones se refieren al Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo.


Debemos destacar que es obligatorio decir que el Espíritu procede del Hijo; pues, si no procediera de Él, de ninguna manera podría distinguirse personalmente de Él.

Hay que tener presente que no hay algo absoluto por lo que las Personas divinas se distingan entre sí. De lo contrario, no se seguiría que una fuera la esencia de las Tres; pues todo lo que de Dios se dice con sentido absoluto pertenece a la unidad de esencia. Por lo tanto, hay que concluir que las personas divinas se distinguen entre sí sólo por las relaciones.

Las relaciones personales no pueden distinguirse más que como opuestas.

Esto es así porque el Padre tiene dos relaciones, una de las cuales va referida al Hijo y la otra al Espíritu Santo.
Sin embargo, dichas relaciones, por no ser opuestas, no constituyen dos personas, pues le corresponden a la persona del Padre.

Por lo tanto, si en el Hijo y en el Espíritu Santo no se encontraran más que dos relaciones con las que cada uno se relacionara con el Padre, dichas relaciones no serían opuestas entre sí; como tampoco lo serían aquellas con las que el Padre se relaciona con ellas.

Por eso, así como la persona del Padre es una, así también se seguiría que la persona del Hijo y del Espíritu Santo sería una, teniendo dos relaciones opuestas a las dos relaciones del Padre.

Pero esto es herético y anula el contenido de la fe en la Trinidad.

Por lo tanto, es necesario que el Hijo y el Espíritu Santo estén relacionados entre sí con relaciones opuestas.

Por otra parte, en Dios no puede haber más relaciones opuestas que las relaciones de origen. Y las relaciones opuestas de origen lo son por el principio y por lo que emana del principio.

Por lo tanto, hay que decir: o que el Hijo procede del Espíritu Santo, y esto no lo sostiene nadie; o que el Espíritu Santo procede del Hijo, y esto es lo que nosotros confesamos.


Esto está, además, en armonía con el concepto de procesión de ambos. El Hijo procede intelectualmente como Palabra. El Espíritu Santo procede voluntariamente como Amor.

Y es necesario que el Amor proceda de la Palabra; pues nada amamos si antes no lo hemos albergado en nuestra mente concibiéndolo.

Resulta evidente así y por eso que el Espíritu Santo procede del Hijo.


Pero, el Padre y el Hijo no son dos principios del Espíritu Santo, sino un solo principio.

El Padre y el Hijo son uno en todo, a no ser en aquello en que se distinguen por las relaciones opuestas. Por eso, como en el hecho de ser principio del Espíritu Santo no hay relación opuesta, se deduce que el Padre y el Hijo son un solo principio del Espíritu Santo.


Ahora bien, se podría objetar, si el Hijo procede del Padre, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, parece que el Padre y el Hijo sean antes que el Espíritu Santo, ¿cómo, pues, se dice que las Tres Personas son eternas?

Se dice que todas tres Personas son eternas porque el Padre desde toda la eternidad engendra al Hijo, y del Padre y del Hijo procede desde toda la eternidad el Espíritu Santo.


Y así, el Divino Espíritu, que procede del Padre y del Hijo en la eterna luz de santidad como amor y como don, luego de haberse manifestado a través de imágenes en el Antiguo Testamento, derrama la abundancia de sus dones en Cristo y en su Cuerpo Místico, la Iglesia; y con su gracia y saludable presencia eleva a los hombres de los caminos del mal, cambiándoles de terrenales y pecadores en criaturas espirituales y casi celestiales.

Pues tantos y tan señalados son los beneficios recibidos de la bondad del Espíritu Santo, la gratitud nos obliga a volvernos a Él, llenos de amor y devoción.


Terminemos, pues, con la Oración al Espíritu Santo:

Ven, oh Espíritu Santo, colma los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.

V/: Envía, Señor, tu Espíritu y todas las cosas serán creadas.
R/: Y renovarás la faz de la tierra.

¡Oh Dios!, que habéis instruido e iluminado los corazones de tus fieles derramando en ellos la luz del Espíritu Santo, haced que el mismo Espíritu comunique a nuestras almas el sabor de la virtud, y las consuele sin cesar con santa y celestial alegría. Amén.