domingo, 8 de julio de 2012

Sexto después de Pentecostés


SEXTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Por aquellos días, habiéndose juntado otra vez un gran concurso de gentes, y no teniendo qué comer, convocados sus discípulos, les dijo: “Me da compasión esta multitud de gentes, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer. Y si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos”. Respondiéronle sus discípulos: “Y ¿cómo podrá nadie en esta soledad procurarles pan en abundancia?” Él les preguntó: “¿Cuántos panes tenéis?” Respondieron: “Siete”. Entonces mandó Jesús a la gente que se sentara en tierra; y tomando los siete panes, dando gracias, los partió; y dábaselos a sus discípulos para que los distribuyesen entre la gente, y se los repartieron. Tenían además algunos pececillos: bendíjolos también, y mandó distribuírselos. Y comieron hasta saciarse; y de las sobras recogieron siete canastos; siendo unos cuatro mil los que habían comido; en seguida Jesús los despidió.


El Cuarto Domingo de Cuaresma presenta el milagro de la primera multiplicación de los panes. El Evangelio de hoy trae otro semejante, en una nueva ocasión que se le ofreció al Señor.

Los milagros que hacía no eran siempre acerca del sustento, para que no fuera ésta la causa de que lo siguiese la multitud; tampoco hubiese realizado este, si no hubiera visto en peligro a esos hombres: si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino.

Ante todo, tengamos en cuenta la devoción con que las turbas seguían a Cristo. Esta gente lo seguía por dos causas principales: la una, por los milagros que hacía sanando los enfermos; la otra, por el pasto de maravillosa doctrina que daba a sus almas.

En resumen, por los beneficios corporales y espirituales. Con estas cuerdas los tenía Cristo tan asidos que, con ser ya tarde y no haber comido ni tener qué comer, no se querían apartar de Él, y olvidados de la comida se entretenían con su amorosa presencia.


El relato nos hace ver la misericordia que tuvo Jesucristo; misericordia de Dios, queriendo con efecto remediar la miseria: Me da compasión esta multitud de gentes, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer. Y si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos.

Es propio de la misericordia de Dios conocer minuciosamente nuestras miserias, así como los motivos que tiene para remediarlas, y el peligro que corremos si no las remedia. Y de todo se hace cargo Dios para compadecerse de nosotros y darnos remedio, demostrando que le importa mucho el remediarnos.

Nuestro Señor, para mostrar el cuidado que tenía de aquella gente, preguntó: ¿Cuántos panes tenéis?, porque no quiere usar de medios milagrosos para nuestro sustento, cuando se puede hacer por medios naturales.

La respuesta de los Apóstoles fue: Siete, confesando todos su impotencia para remediar la necesidad.

Pero nosotros debemos comprender la inmensa potestad divina, la omnipotencia de Nuestro Señor Jesucristo, porque donde Él está no hace falta dinero, pues con su sola palabra puede dar, no sólo un bocado de pan a cada hombre, sino abundantísimos panes a todos los hombres.

No pongamos, pues, nuestra confianza en el dinero, aunque le obedezcan todas las cosas…, sino sólo en Dios, liberalísimo dador de ellas, y cuya mano está siempre abierta para llenarnos de su copiosa bendición.

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Pidió entonces Cristo a sus Apóstoles los panes que tenían; y ellos le ofrecieron siete panes y algunos pececillos que tenían para su sustento. En lo cual debemos considerar tres cosas:

La primera, la gran pobreza de Nuestro Señor y sus discípulos y el poco cuidado que tenían del sustento de su cuerpo, pues estando en aquella soledad, no tenían, para trece personas y otras que se les llegaban, sino siete panes…

Este ejemplo nos debe avergonzar de la solicitud con que buscamos demasías y regalos en la comida, nos ha de enseñar a contentarnos con poco y ordinario, aunque sea desabrido.

La segunda, es la grande caridad y obediencia de los Apóstoles, porque, en pidiéndoles Cristo los panes, se los dieron sin replicar ni decir que los necesitaban para su alimento.

De aquí se sigue la tercera, y es que, aunque Jesucristo hubiese podido remediar esta necesidad por muchos otros medios milagrosos, quiso aprovecharse del pan que tenían los Apóstoles y pedírselo para que ellos tuviesen parte en la buena obra.

Y lo mismo pasa en las necesidades espirituales, así propias como de nuestro prójimo, porque Nuestro Señor quiere que de nuestra parte ofrezcamos lo que pudiésemos, aunque sea poco, y Él con su misericordia y omnipotencia suplirá lo que faltare.

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Luego tomó Nuestro Señor el pan en sus manos y levantó los ojos al Cielo, dando a entender que del Cielo viene toda buena dádiva, y que el poder que tenía de hacer milagros, en cuanto hombre, también le venía del Padre que está en los Cielos.

Por eso mismo dio gracias a Dios, así por el manjar que tenía presente, como por el que pretendía dar milagrosamente, enseñándonos a ser agradecidos a Dios por cualquier don, aunque sea pequeño, porque basta que lo dé Dios para que lo estimemos, ¡cuánto más dándolo a quienes nada debe ni se lo merecen!

Después bendijo el pan con algunas palabras de oración, con las cuales le imprimió virtud de multiplicarse; porque la bendición de Cristo no es como la nuestra, que solamente pide o desea, sino que es eficaz para hacer lo que dice.

Y hecha la bendición, partió el pan y lo dio a los Apóstoles para que ellos lo diesen a los otros. Y es de notar este hecho: el Señor no dio directamente los panes a la multitud, sino a sus discípulos, los cuales se los dieron a aquélla.

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Con estas circunstancias, Jesucristo nos enseña el modo cómo han de comer los cristianos, cristiana y religiosamente, con las cuatro condiciones que hemos visto:

La primera, con orden y concierto, sentándose cada uno en su lugar, sin competencia; antes bien, escogiendo el último lugar y el más humilde.

La segunda, levantando los ojos del alma al Cielo, teniendo en cuenta que nos mira Dios, para que con esta vista se enfrene la gula y la lengua, guardando la templanza y modestia debidas.

La tercera, con ánimo agradecido y acción de gracias, como quien come de limosna, dada graciosamente por la mano liberal de Dios.

La cuarta es precediendo bendición con oración devota, para que de tal manera coma el cuerpo, que también coma algo el espíritu.

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También hemos de considerar la grandeza de este soberano prodigio, porque milagrosamente se iba el pan multiplicando en las manos de Cristo, en las de los Apóstoles, y en las de los mismos que comían. De modo que, aunque recibiesen poco pan y aunque lo comían, no se consumía, sino que se multiplica, hasta que todos quedaron hartos y muy contentos.

De aquí concluyamos que, cuando nos falten los medios naturales, no ha de faltar la confianza, la cual debe basarse en la promesa que nos hizo Nuestro Señor, diciendo: No seáis demasiadamente solícitos de lo que habéis de comer y beber y vestir, porque esto es propio de gentiles, y vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todo esto. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.

Esto se verificó en esta gente, que vino en su busca para oír la doctrina del Reino de Dios; del cual dice el Evangelista San Lucas que les habló largamente; y después les dio copiosamente el manjar corporal, para que se verificase lo que dice el profeta David: No vi al justo desamparado, ni a sus hijos faltos de pan.

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Finalmente, se ha de considerar lo que sucedió acabado el milagro.

Primeramente, Cristo Nuestro Señor mandó a los Apóstoles que recogiesen todo el pan que había sobrado, y recogieron siete canastos llenos; mostrándonos con esto su liberalidad en premiar la voluntad con que sus Apóstoles le ofrecieron los siete panes, volviéndoles por ellos siete canastos llenos de muy buen pan.

Notemos que no son las muchedumbres, que comieron hasta saciarse, las que se llevan los restos del pan, sino los discípulos; lo cual nos enseña a contentarnos con tener lo necesario, que es lo conveniente, y a no pretender más.

Por donde también se ve cómo premia Dios a los limosneros y a todos los que le ofrecen algo por servirle, volviéndoles mucho más de lo que dan; porque dar a Dios no es perder, sino ganar; y, como dice el Libro de los Proverbios, es dar a logro, pues vuelve ciento por uno.

También hemos de reflexionar sobre qué dará Dios en la otra vida, pues tanto da en esta. Dará, sin duda, como Él dijo, una medida buena, llena, apretada, colmada y que sobre, de modo que exceda inmensamente a lo que por Él se hace.

Últimamente, ponderemos la alegría y admiración de aquella gente viendo tan gran milagro; la cual fue tan grande, que, quizás como en la primera multiplicación de panes, se determinaron en sus corazones de alzar a Cristo por Rey, teniéndose por dichosos en servir a tan poderoso y liberal Señor.

Pero como Nuestro Redentor conociese estos pensamientos, los despidió, atajando la determinación de estos hombres, porque no quería honras ni dignidades temporales, enseñándonos con su ejemplo que no busquemos por nuestras buenas obras premios temporales de los hombres, ni apetezcamos dignidades; antes bien, en cuanto sea de nuestra parte, huyamos de ellas e incluso de sus ocasiones.