miércoles, 31 de marzo de 2010

Triduo Sacro: Jueves


JUEVES SANTO


Jueves Santo, día de la Institución de la Sagrada Eucaristía y del Santo Sacerdocio
Nos ocuparemos hoy solamente de la Institución del Santísimo Sacramento del Altar.

Según el lenguaje de los místicos y doctores, la Sagrada Eucaristía resplandece en el cielo de la Iglesia como el sol entre los astros del firmamento.
Para comprender mejor y hacer resaltar más la importancia capital del Santísimo Sacramento es suficiente mostrar, hacer ver, cómo la Eucaristía es la síntesis del plan divino.

En efecto, toda la historia de la humanidad, todo el conjunto de nuestra religión, todo el plan de Dios respecto de la criatura humana, se resume en tres misterios: un misterio de amor; el misterio del mal; y un misterio de triunfo.

Ahora bien, la Eucaristía prolonga y completa el misterio de amor; continúa la reparación debida por el misterio del mal; comienza o inaugura el misterio del triunfo.
  • a) Ante todo, la Sagrada Eucaristía prolonga y completa el misterio de amor. El Concilio de Trento expresó este pensamiento con un lenguaje de una admirable energía: “Nuestro Salvador, en el momento de abandonar este mundo para regresar a su Padre, instituyó este Sacramento, en el cual derramó con efusión todas las riquezas de su amor divino para con los hombres”.
Todas las palabras merecen ser destacadas: no se trata solamente del amor, sino que son “todas las riquezas del amor divino”. No se trata solamente de un don, sino que es una “efusión de amor”.

Esto nos recuerda lo dicho por el Evangelio: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”, hasta el extremo, hasta el exceso.

En la Eucaristía, Dios nos hace efusión de su amor de la manera más completa y más universal; porque este Santísimo Sacramento supone, continúa, prolonga y multiplica el misterio de la Encarnación. El pan que da la vida al mundo es el Verbo Encarnado: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la vida eterna”.

Sobre nuestros altares adoramos el Cuerpo, la Sangre y el Alma de Nuestro Señor, su Humanidad toda entera unida hipostáticamente al Verbo mismo de Dios. Es la Encarnación prolongada y, en cierto sentido, multiplicada hasta el fin de los siglos y en todos los lugares del mundo.

Jesús, el Hijo de Dios hecho Hombre, se da todo entero, se da a todos, se da siempre. He aquí el misterio de amor llevado al extremo. Mientras haya un sacerdote para rezar la Santa Misa, Jesús renovará los milagros del Cenáculo, las maravillas del Jueves Santo, los misterios de la noche eucarística y sacerdotal.
  • b) La Sagrada Eucaristía también continúa la reparación del misterio del mal. La satisfacción por el pecado exige una reparación infinita, capaz de expiar una ofensa infinita.
Si bien todos los actos del Verbo Encarnado tuvieron este valor superabundante, el plan divino, conforme no sólo a la justicia sino también a la bondad, a la misericordia y a la sabiduría infinitas, quiso que la reparación tuviese una satisfacción de carácter penal y se cumpliese por medio de los sufrimientos más dolorosos y del sacrificio más cruento.

En la Eucaristía, Jesús no sufre más, pero Él continúa la obra de la Redención; ofrece todavía a su Padre los sentimientos perfectos que le obtuvieron la salvación del mundo y renueva sin cesar el sacrificio redentor.

Frente al misterio horrible del mal que continúa cada día..., frente a nuestros propios pecados y miserias..., tenemos en el altar la infinita reparación del Calvario incesantemente renovada.

Por ese motivo el demonio intenta obstaculizar la realización del sacrificio del altar.

Comparemos la actitud del demonio respecto de la Cruz y respecto de la Misa. Como no estaba seguro, no tenía la certeza de que Jesús fuera el Hijo de Dios, y no conocía el valor de la Cruz, lo hizo crucificar. Ahora conoce perfectamente su eficacia y la de su renovación sobre nuestros altares. Por eso intenta impedir la celebración de la Santa Misa conforme a los cánones y ritos de la Santa Iglesia Romana.

La Santa Misa y su prolongación, el Santísimo Sacramento del Altar, es, ante todo, un sacrificio. Si bien Jesús en la Eucaristía se halla en estado glorioso, se encuentra, sin embargo, inmolado; si bien es ya impasible, se pone como en estado de muerte: “el mismo Cristo que se ofreció una vez de manera cruenta sobre el altar de la Cruz, se inmola —dice el Concilio de Trento— de una manera incruenta sobre nuestros altares”.

La Sagrada Eucaristía continúa el misterio de la reparación del misterio de iniquidad. El pecado exigía la muerte y la condenación de los culpables. El sacrificio del altar obtiene de Dios el perdón; tiene un valor propiciatorio, ése que, precisamente, el Novus Ordo Missæ ha suprimido.
  • c) La Eucaristía, finalmente, inaugura el misterio del triunfo. El Jesús del Sagrario es glorioso y Él glorifica infinitamente a su Padre.
Incluso si el mundo entero callase; aunque la Iglesia fuese reducida completamente al silencio; aún si los Ángeles y los Santos del cielo interrumpiesen su himno de alabanza... Dios recibiría una alabanza indescriptible por una sola Misa rezada en lo más profundo de la selva o en la más escondida catacumba.

Jesús Eucaristía, Jesús Sacramentado es una alabanza infinita, una acción de gracias sin límites. ¡He aquí la gloria divina sobre nuestros altares! ¡He aquí el triunfo de Dios iniciado en nuestra tierra! ¡Nada puede honrar más a Dios, ni serle más agradable que el sacrificio de la divina víctima!

Una manera eficaz de contribuir a esta glorificación es la de unirnos al Sumo Sacerdote y ofrecer al Eterno Padre las disposiciones y los sentimientos de su Hijo inmolado místicamente en la Santa Misa: alabar, agradecer, reparar y amar a través del Corazón Sacerdotal de Jesús, nuestro Mediador, nuestro Abogado, nuestro Intercesor.

Por medio del Santísimo Sacramento Jesús presenta a la Augusta Trinidad todos los homenajes y las adoraciones de la humanidad entera. El Santísimo Sacramento preludia la glorificación del cielo...



Hemos considerado, pues, cómo la Eucaristía es la síntesis del plan divino; cómo resume los tres misterios del amor, del mal y del triunfo. La Eucaristía prolonga y completa el misterio de amor; continúa la reparación debida por el misterio del mal; comienza o inaugura el misterio del triunfo.

Luego de la Santa Misa permaneceremos en adoración del Augusto Sacramento. ¿Cómo hacer para adorar dignamente a Jesús Sacramentado? Contemplemos a Nuestra Señora, penetremos su Corazón Eucarístico...

Después de haber instituído la Eucaristía y el Sacerdocio, Jesús parte del Cenáculo. El huerto de Getsemaní, la casa de Anás, el Sanedrín en lo de Caifás, el Pretorio de Pilatos, el Palacio de Herodes, la Vía Sacra y el Calvario lo esperan...

Mientras tanto, María Santísima permanece en el Cenáculo. Allí mismo comienza, ese primer Jueves Santo, el misterio de la vida de Nuestra Señora que resume todos sus otros misterios: esa noche comenzó su vida eucarística como Reina de los Apóstoles y bajo los títulos de Nuestra Señora del Cenáculo y Nuestra Señora del Santísimo Sacramento.

Allí la Virgen adorará la Sagrada Eucaristía, vivirá de la vida eucarística y se consagrará a la gloria de Jesús y a su reinado eucarístico.

Desde la noche misma del Jueves Santo, conmemorando la institución del Santísimo Sacramento, uniéndose a la Pasión de su Hijo que ya comienza en Getsemaní y culminará sobre el Calvario, anticipándose a la larga historia eucarística de Jesús Sacramentado, María Santísima adora a Jesús en su Eucaristía.

¿Y cómo lo adora? Con fe viva y perfecta; con caridad ardiente y pura; con ofrenda total.

Nuestra Señora descansa en ese conocimiento cierto que da la fe, en ese amor fervoroso que proporciona la caridad, en ese servicio incondicionado que se sigue del don de sí mismo sin reservas.

Y Jesús, el Corazón Sacratísimo de Jesús, su Corazón Eucarístico encuentra descanso y reposo en la fe de María, en la caridad de su Madre y en el servicio de la ancilla eucharistiæ.

Desde aquella misma noche María Santísima vive de la Eucaristía, por la intimidad, por la comunicación y por la identificación.

El amor exige comunidad e identidad de vida; y como la vida de Jesús en su Sacramento de Amor es vida interior, oculta y sacrificada, la vida de María será, desde entonces, más profunda, más reservada y aún más sacrificada. Será una vida de silencio, de soledad, de muerte al mundo; una vida de anonadamiento, de humildad, de pobreza espiritual, de oración y contemplación; será una vida de conformidad con Jesús, compartiendo su inmolación, identificándose con sus pensamientos, sentimientos y deseos.

Desde el momento mismo de la partida de Jesús hacia el Jardín de los Olivos, la vida de María estará consagrada al reino de su Hijo, al apostolado de la oración. De este modo Nuestra Señora del Santísimo Sacramento se convierte en Nuestra Señora del Cenáculo y en Reina de los Apóstoles

Siguiendo su ejemplo, nosotros debemos intimar con Jesús en el Sagrario, debemos identificarnos con su vida eucarística, debemos ofrecer nuestras vidas por el Reino eucarístico del Corazón de Jesús, debemos ser apóstoles por la oración y el sacrificio.

En esta noche eucarística, al igual que Nuestra Señora, ofrezcamos a Jesús un lugar de reposo en nuestro corazón y, al mismo tiempo, descansemos en su Corazón presente verdadera, real y substancialmente en el Santísimo Sacramento.

Consolemos a Jesús de todas aquellas penas y congojas que la Pasión de su Cuerpo Místico causa en su Corazón.

Confiémosle nuestras preocupaciones y tristezas; Él sabe comprender y consolar.

Adoremos la Sagrada Eucaristía, vivamos del Santísimo Sacramento, identifiquemos nuestras vidas con la suya, ofrezcamos nuevamente nuestras vidas por la extensión de su reinado eucarístico.

Que María Santísima, primera adoradora de Dios Encarnado en Nazareth y Belén y primera adoradora de Jesús Sacramentado en el Cenáculo nos enseñe a vivir de la Augusta Eucaristía, en la Venerable Eucaristía, para la Sagrada Eucaristía y por la Divina Eucaristía. Amén.

sábado, 27 de marzo de 2010

IIº de Pasión


DOMINGO DE RAMOS


El Evangelio de este Domingo de Ramos nos relata uno de los hechos más extraordinarios de la vida del Salvador: su entrada triunfal en Jerusalén.

Sabemos cuánto apreciaba Nuestro Señor la oscuridad y la humildad; lo vimos, en varias circunstancias, huir los honores que el pueblo quería rendirle. Ahora bien hoy, por una disposición misteriosa de su sabiduría, sabiendo que su hora había llegado y que está en la víspera de consumar su sacrificio, quiere ser recibido triunfalmente en la Ciudad Santa, en la ciudad real, y ser reconocido y aclamado como el verdadero Mesías.

Fue un último medio y un supremo esfuerzo de su ternura para convertir los corazones rebeldes de los judíos y salvarlos.

¡Misterio extraño!

Misterio de humildad y de amor misericordioso por parte de Jesús…

Misterio de endurecimiento por parte de los judíos…

Misterio de la inconstancia humana… Un pueblo que hoy se regocija con exultaciones, cantando ¡Hosanna!, y dentro de cinco días, este mismo pueblo, empujado por sus jefes, vociferará a una voz ante Pilatos: ¡Crucifícale!

Como recordarán, Nuestro Señor venía de Jericó, donde había curado a dos ciegos y convertido a Zaqueo; después de haber pasado el día del Sábado en Betania, se puso en marcha el domingo para dirigirse al templo de Jerusalén, pasando por Bethfagué.

Bethfagué era un pequeño pueblo situado del otro lado del Monte de los Olivos, a dos kilómetros de la Ciudad Santa. Allí se guardaban las víctimas destinadas a los sacrificios y cuatro días antes de la Pascua solemne, se los conducía al Templo, adornadas con flores, para ser inmoladas.

Jesús quiere pasar por este lugar para hacernos entender que es la Víctima por excelencia, que va a sacrificarse por la salvación del mundo, el verdadero Cordero Pascual, cuya sangre reconciliará la tierra con el Cielo.


Una muchedumbre extendió sus vestidos sobre el camino; otros cortaban ramas de árboles y cubrían el suelo. Es un gran testimonio de reconocimiento y de alegría esa actitud de extender sus prendas de vestir, a modo de alfombra, bajo los pasos de un benefactor y de hacerle escolta con palmas en la mano.

El sentido místico es que las prendas de vestir así extendidas por tierra significan la renuncia, la abnegación, el sacrificio de los bienes temporales y de las comodidades del cuerpo, por el amor a Jesús; y las palmas significan la victoria sobre las pasiones, así como los actos de virtudes y las buenas obras.

Y los que lo seguían exclamaban: ¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!

Hosanna quiere decir aquí: ¡Salud, paz y gloria! Es un deseo de bienvenida, y el más hermoso que se pueda ofrecer a alguien.

Lo reconocen como el Mesías, el verdadero Rey de Israel.

Bendito sea el que viene en el nombre del Señor para llevar a cabo su obra, para redimir y salvar al género humano.

¡Hosanna in excelsis! Era como un eco del cántico de los Ángeles en Belén.

La Iglesia adoptó en su Liturgia alguno de esas bellas palabras, y las hace recitar por sus sacerdotes en la Santa Misa, en el Sanctus, inmediatamente antes del Canon, para reanimar nuestra fe y nuestro amor hacia Jesús, que va a descender sobre el altar, y para excitarnos a recibirlo en nuestro corazón.


Pero, podemos preguntarnos, ¿cuáles eran los sentimientos del Salvador al escuchar esas aclamaciones y esos cánticos de triunfo?

Seguramente, su Corazón se alegraba por la sinceridad y el amor de este pueblo; pero oía al mismo tiempo los murmullos celosos y rencorosos de los Príncipes de los Sacerdotes y de los Fariseos, que esta demostración, sin embargo tan pacífica, acababa por exasperar.

El sabía que el Sanhedrin, a propuesta de Caifás, había votado su muerte. Sabía que dentro de cinco días, Jerusalén resonaría con el grito deicida: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! y que entre todas las voces que lo aclamaban hoy no habría una sola que se elevaría para tomar su defensa.

Por eso San Lucas nos dice que el Salvador, en el momento de apercibir la ciudad, se puso a llorar de dolor sobre ella…

Esta sucesión de alabanza y de ignominia; esta mezcla de gozo y de tristeza; esos transportes de alegría del pueblo el Domingo de Ramos, enseguida trocados el Viernes Santo en gritos de furia contra aquél que acababan de proclamar Rey, deben inspirar estas reflexiones.

La historia de la Semana Santa se abre con un glorioso triunfo, prontamente seguido de un revés completo y humillante, por el cual se ahoga, en un instante, un movimiento popular tan lleno de hermosas esperanzas; y a la muerte del Rey, sigue la dispersión de sus partidarios y la victoria total de sus enemigos.

Esto es lo que cree ver la mirada de los hombres; pero es precisamente todo lo contrario a los ojos de Dios. En realidad, el triunfo del Domingo de Ramos no es nada en comparación de la victoria del Viernes Santo, y el divino Conquistador de las almas pasa Victorioso por delante de sus enemigos prosternados.


Sobre la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, debemos considerar que todo es misterio en la vida inefable del Salvador, que nada sucedió sin los decretos de la Sabiduría eterna, y que todo es para nosotros un tema grande y fértil de instrucción…

Consideremos, pues, la Persona misma de Jesús y los sentimientos de los judíos para sacar algunas enseñanzas.


En cuanto a Jesús, Él llega al final de su misión sobre la tierra… Desde hace tres años, recorre Palestina, predicando por todas partes su doctrina divina, haciendo toda clase de milagros y multiplicando los beneficios bajo sus pasos.

Toda su vida no fue más que un acto continuo de caridad y de humildad… ¿Por qué su intención de hoy, de ser recibido triunfalmente en la Ciudad Santa, en la ciudad de David?

Es para afirmar altamente y hacer reconocer sus derechos y su misión divina, para poner de manifiesto que es el verdadero Hijo de David, el Mesías prometido, anunciado por los Profetas y esperado desde siglos…

Las circunstancias que preceden y aquéllas que acompañan su triunfo prueban su divinidad, así como el cumplimiento del oráculo de Zacarías…

Es también para dar a Jerusalén y a todo el pueblo judío un supremo testimonio de su misericordia y de su amor, viniendo a ellos como un rey pacífico, manso y humilde, ofreciéndoles una última vez la paz y la felicidad, y no queriendo emplear hasta el final, para conquistar los corazones, otras armas que un amor inmenso y la profusión de sus beneficios…

Quiere manifestar con qué alegría y con qué amor iba a ofrecerse a la muerte, con el fin de redimir a los hombres… Vino a la tierra para ser la Víctima de su Padre, la Víctima santa por excelencia, el verdadero Cordero pascual, cuya sangre debe ser el rescate de su pueblo… La Pascua se acerca, y conviene que la víctima sea conducida solemnemente al templo, para ser inmolada…

Quiere probar que no se le dará muerte sino a su hora y según su voluntad, conforme a los decretos divinos; para afirmar así su soberana independencia, que triunfa de todo, reduciendo a silencio las maldades de sus enemigos.


Quiere preparar a sus discípulos y a la muchedumbre para su Pasión,… asegurarlos y consolidarlos contra el escándalo de sus sufrimientos y de su muerte.

¡Cuán admirable y adorable es este divino Salvador en su marcha triunfal! … Es el Dios todopoderoso, el Rey del Cielo y de la tierra, la Majestad suprema que los Espíritus celestiales adoran temblando… Y avanza hoy, lleno de humildad, de bondad, de mansedumbre, bendiciendo, rogando, y también llorando sobre esta ciudad ingrata de Jerusalén…


¡Qué contraste con los sentimientos de los judíos!

Jerusalén, al aproximarse la fiesta de Pascua, rebosaba de mundo… ¿Cuáles eran los sentimientos de este pueblo respeto del Salvador, inmenso testigo diario de sus predicaciones y sus milagros?

En primer lugar estaba la muchedumbre de gente simple y pobre, tanto de la misma ciudad como distintas partes de Palestina. Cuando se enteraron que Jesús, el gran Profeta, el Taumaturgo, se acercaba, salieron a su encuentro, extendiendo bajo sus pies, a lo largo del camino, sus mantos y ramas de palmeras y olivos, en señal de alegría y gratitud, mientras cantaban: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!

Es el grito de la fe, del reconocimiento y del amor… ¡Desgraciadamente!, por una lamentable revocación, en cinco días, cuántos de esos mismos hombres gritarán Crucifigatur! Cuántos no se atreverán a elevar la voz para defenderlo, cuántos irán a ocultarse cobardemente, comenzando por los mismos discípulos… Misterio de la inconstancia y de la debilidad humanas…


Pero también, cuántos indiferentes en esta gran ciudad, simples curiosos, preguntando ¿Quién es éste? ¿Quién es este nuevo rey? ¿Por qué este triunfo? … Y con todo, debían conocer bien a Jesús… Pero estos hombres eran, sin duda, gente práctica según el mundo, solamente preocupados de sus asuntos y cosas terrenas; gente prudente, que temía comprometerse delante de los príncipes de la nación… ¡Oh misterio de ingratitud, de egoísmo, de negligencia!…


Finalmente, estaban los Príncipes de los Sacerdotes, los Ancianos, los Fariseos, orgullosos, carcomidos por los celos y el odio contra Jesús, y que habían jurado su muerte… Este triunfo de Jesús acababa de exasperarlos, y se decían: ¡Ved, no ganamos nada; he aquí que todo el mundo corre detrás de él! Caifás tiene razón, es necesario a todo precio que este perturbador de la nación desaparezca; ¡Oh misterio de la malicia, de la injusticia y del endurecimiento, que arrancaba lágrimas al Corazón compasivo del Salvador!…


Vamos a ver que los hombres son, de edad en edad, siempre los mismos, siempre malévolos, siempre ingratos, siempre débiles, siempre insensatos… ¡Sí!, los cristianos de hoy día


Jesús, infinitamente sabio, poderoso y bueno, encontró el medio de permanecer en medio de nosotros para confortarnos, consolidarnos, colmarnos de sus de gracias y reinar sobre nosotros…

Hoy mismo, con motivo de la Pascua que se acerca, sus Ministros nos recuerdan su entrada triunfal y dicen a cada uno nosotros: ¡Ahí tenéis a vuestro Rey!, que viene a vosotros lleno de mansedumbre y bondad. Preparaos para recibirle, ya que vuestro Dios, vuestro Soberano, vuestro Padre os invita, lleno de ternura y de amor… ¡No lo despreciéis, ni lo rechacéis!…

¡Desgraciadamente!... aún hoy, como ayer en Jerusalén, Jesús es rechazado entre los cristianos, hijos de Dios, colmados de los beneficios del Salvador…

Hay (¿quién lo creería?) enemigos encarnizados, que resisten a Jesús y hacen a Él y a su Iglesia una guerra incesante.

Hay perseguidores, blasfemadores, sacrílegos…, hay Caifases y Judas…

Hay aún, y en mucho mayor número, desgraciadamente, cobardes e indiferentes, que conocen a Jesús, pero hacen como si lo ignorasen…, no quieren comprometerse delante de Caifás o de Herodes, para declararse sus discípulos, marchar delante de Él, rendirle honor y recibirlo triunfalmente…

¡Qué dolor causan al Corazón de Jesús esta ingratitud, esta negligencia culpable, esta cobardía!…

Hay quienes exclaman hoy ¡Hosanna! y mañana gritan ¡Crucifigatur!

¡Cómo hacen llorar a Jesús por su inconstancia y su culpable debilidad!…


¿Qué es de nosotros? ¿Queremos recibir a Jesús? ¿Y cómo?…

Excitemos cada vez más en nosotros vivos sentimientos de fe, de agradecimiento y de amor…

Para recibirlo bien y conservarlo, despojémonos de los vestidos del hombre viejo, pisoteemos nuestras pasiones, ofrezcámosle las palmas de las buenas obras y el aceite de la mortificación y oración…

sábado, 20 de marzo de 2010

Iº de Pasión


DOMINGO DE PASIÓN


Las cuatro semanas de Cuaresma nos han conducido al tiempo litúrgico de Pasión, que se caracteriza por revivir las circunstancias que han preparado y rodeado la muerte del Redentor.

Se acentúa el carácter austero de la liturgia: la Iglesia cubre las cruces y las imágenes de los santos con velos morados. El Evangelio de hoy termina por estas palabras llenas de sentido y dignas de ser meditadas:

Jesús autem abscondit se, et exivit de templo… Jesús se escondió y salió del templo…

Hemos llegado al momento de considerar más atentamente a Nuestro Señor en los misterios de su Pasión. Y como este año la fiesta de la Encarnación del Verbo se celebra durante esta primera Semana de Pasión, no debemos olvidar que el Verbo se encarnó para saldar la deuda infinita debida por el pecado del hombre, para glorificar a su Padre Eterno y para justificar al hombre prevaricador.

La Iglesia nos invita a meditar estos misterios. Ella se une a la divina víctima; la Iglesia ora junto con Jesús, sufre con Él; con Él se abraza a la Cruz.

Al comienzo de la Misa de este día, en el introito, la voz de Nuestro Señor se hace oír... Él reza, Él pide, Él clama: Iudica me, Deus, et discerne causam meam de gente non sancta. Ab homine iniquo et doloso eripe me...

Cargado con todos los pecados del mundo, el Cordero de Dios, asediado por la malicia del demonio y de todos los hombres, abandonado por los suyos y traicionado por Judas, no tiene a nadie sino a su Padre a quien dirigirse para presentar su queja. Y a su Padre reza, pide, clama: Hazme justicia, ¡oh Dios!, defiende mi causa contra un pueblo injusto. Del hombre inicuo y falaz, líbrame…

Dirigiéndose a su Padre, lo llama “su Dios”; testimoniando de este modo el sentimiento que tiene de nuestros pecados, de su estado de víctima. Él esta allí, delante de la justicia divina, cargado con todos los pecados de los hombres, para dar cuenta de todos y cada uno de ellos.

Del fondo de su humildad, la cual es muy profunda a causa de la santidad divina, que Él adora, y a causa de la ignominia de los pecados que carga..., del fondo de su humildad se dirige a su Padre y le pide justicia: Hazme justicia, ¡oh Dios!, defiende mi causa...

Nuestro Señor sufre un gran proceso... Allí están el demonio, el infierno, el mundo y el pecado, que se unen para hacerlo sufrir y morir...

Y Nuestro Señor quiere sufrir y quiere morir; pero sufriendo y muriendo, Él pide justicia... Justicia para Sí, justicia para nosotros...

Justicia para Sí, a fin de que sea liberado de la muerte; justicia para nosotros, a fin de seamos perdonados del pecado y sus consecuencias...


Con estos pensamientos que suscita el introito de esta Misa, consideremos el misterio de la Encarnación del Verbo. Y el jueves, al celebrar con gozo y solemnidad esta fiesta, recordemos la escena que nos pinta la gran apertura de la Semana de Pasión...

Para darnos cuenta cabal de lo que significan la Encarnación y la Pasión, contemplemos la miseria del mundo y del hombre alejado de Dios y abandonado a sus afecciones desordenadas. Consideremos la necesidad de la Encarnación.

Tomemos para ello la Meditación de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.

Ver las personas sobre la faz de la tierra: el mundo, los hombres... Todos hijos de un mismo padre, un tiempo nobilísimo, pero que prevaricó y se degradó y nos engendró también hijos degradados... ¿Qué sería de nosotros sin Redentor?

Prueba patente de la miseria extrema de la naturaleza humana, que, impregnada de aficiones desordenadas, no puede mantenerse en el recto uso de las criaturas sin el auxilio de Dios.

Ver las personas, en tanta diversidad... unos blancos y otros negros...: de diversas razas, costumbres, civilizaciones..., sabios e ignorantes, ricos y pobres, vestidos y desnudos, salvajes y cultos...


Pero todos igualmente degradados en su vida individual, familiar y social.

Diversidad infinita, pero todos igualmente despreocupados de la rectitud en el uso de las criaturas, igualmente esclavizados a sus pasiones desordenadas, igualmente necesitados del Redentor que los rescate de sus pecados y consecuencias.

¡Pobre naturaleza humana!, degradada por el pecado y sus consecuencias, fuente a su vez de nuevos pecados. ¡Pobres hombres!...

Contemplemos, pues, la fealdad y malicia del género humano pecador.


Oír lo que hablan las personas sobre la tierra. Casi nunca alabando a Dios, muchas veces a impulsos de sus pasiones: vanagloria, gula, lujuria, avaricia, acidia, envidia, ira...

Cómo juran y blasfeman. Toda esa gritería soez y brutal de unos hombres con otros resuena como un trueno infernal…, el eco de las blasfemias con que el género humano se dirige a Dios.

Estos insultos vienen de los campos, de las ciudades, de los hogares; brotan de los libros, de las pantallas de los cines y televisión; surgen de los labios de los niños, de los adolescentes, de los hombres y de las mujeres, de los sanos y de los enfermos... El mundo es un blasfemadero...

Esa es la humanidad creada por Dios para alabarlo, reverenciarlo, servirlo... Ese es el mundo sin Cristo...

Ver y considerar las tres Personas Divinas. Como desde el solio real o trono de su divina majestad miran toda la faz y redondez de la tierra y a todas las personas, a todos los hombres y a cada uno de ellos en particular.

Los ven en su ceguera e ignorancia de Dios. Como viven y mueren sin Dios, sin volverse a Jesús ni siquiera en el momento de dejar este mundo.

Los ven descender al infierno... abandonados a sus propias fuerzas y caprichos... sin Redentor...

Oír lo que dicen las Personas divinas: hagamos la Redención del género humano.

Acaba Dios de precipitar al infierno a miríadas de ángeles por haber cometido un solo pecado…; y vuelve su mirada justiciera sobre los hombres para deliberar lo que ha de hacer con el linaje humano, al cual encuentra hecho una postema de pecado. ¿Y cuál es la respuesta divina?

Hagamos la Redención del género humano… Y en aquel mismo momento, de la purísima sangre de la Virgen sin mancha formó el Espíritu Santo un cuerpo perfectísimo; creó de la nada un alma purísima; y la unió a aquel cuerpo.

Y en este mismo instante por obra del Espíritu Santo este cuerpo y esta alma fueron asumidos por la Persona del Hijo de Dios; de suerte que el que antes era sólo Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho Hombre; y el que hubiera sido sólo hombre, fue creado unido a la divinidad, siendo verdadero Dios...

Et Verbum caro factum est… Et propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis…

Semetipsum exinanivit, se anonadó a Sí mismo. El Verbo deja los esplendores del Cielo, la magnificencia de su trono, las adoraciones y aclamaciones de su corte... para esconderse en la tierra, en el seno de una Virgen...

El primer latido del Corazón del Verbo Encarnado es para su Padre.

La primera palabra del Verbo Encarnado es también para el Eterno Padre. En el momento mismo de su concepción comprendió Jesús que su primera obligación era cumplir la voluntad de su Padre.

Y ésta lo llevó hasta la Cruz…

Por eso hoy, al comienzo de estas dos semanas de Pasión, la Iglesia pone en labios del Verbo Encarnado su amarga queja y su súplica ardiente: Iudica me, Deus, et discerne causam meam de gente non sancta. Ab homine iniquo et doloso eripe me…


Jesús se escondió y salió del templo…

Aprovechemos estas dos semanas para reentronizar a Jesús en el Templo de nuestra alma y de nuestras familias…

domingo, 14 de marzo de 2010

Los sufrimientos de Jesús


CUARTO DOMINGO DE CUARESMA


Basado en la doctrina de Monseñor Manuel González,
el Obispo de los Sagrarios Abandonados.


Con este domingo comenzamos la cuarta semana de Cuaresma. Ha transcurrido ya más de la mitad de esta preparación para la Gran Semana del año litúrgico, y es conveniente que nos preguntemos: ¿cómo estoy preparando mi Semana Santa?

Hagamos un examen e intensifiquemos un poco nuestra oración, nuestra mortificación, nuestra penitencia. Que no nos tome de sorpresa este año la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor.


Como para motivarnos, tratemos de penetrar más y mejor en los sufrimientos de Jesús y en los dolores de su Madre Santísima.


Semana Santa, Semana de los misterios divinos, ¡cuántas cosas puedes enseñarnos a los sucesores de aquellos que fueron tus testigos presenciales!

Semana Santa, dinos todo lo que vieron tus ojos, todo: la veleidad e ingratitud en las muchedumbres; el odio y la envidia de los jefes del pueblo; la cobardía y el egoísmo en los amigos...; pero también la fidelidad, lealtad y delicadeza en aquel grupito tan reducido...

Semana Santa, cuéntanos, y con muchos pormenores, lo que tú viste de bondad inacabable, de paciencia sin tasa, de generosidad con excesos, de amor hasta el fin de Nuestro Señor y Maestro.

Píntanos con todos sus colores la cara de Jesús durante la agonía en el huerto, cuando recibió el beso de Judas, cuando fue abofeteado en la casa de Caifás, cuando lo trataron de loco...

Graba en nuestra alma aquel rostro escupido, lleno de cardenales; aquellos cabellos y barba mesados e impregnados de sangre; aquellos ojos hundidos por la fiebre, tristes por la pena y, a pesar de todo, amantes.

Haznos contemplar aquellas miradas de Jesús a Judas que abandona el Cenáculo para venderlo, a Pedro que le niega, a las mujeres que le lloran, a Juan que no lo abandona, a su Madre presente en la vía dolorosa y de pie junto a la Cruz.

Semana Santa, cuéntanos bien lo que fueron el Monte de los Olivos, el Cenáculo, el Huerto de Getsemaní, los salones de las casas de Anás y Caifás, el Pretorio, el palacio de Herodes, la Calle de la Amargura, el Monte Calvario, el Santo Sepulcro... y también todo lo que hicieron los hombres con Jesús..., porque todavía los hombres seguimos portándonos mal, muy mal con Jesús.

Todavía hay pueblo veleidoso y olvidadizo; todavía hay fariseos que odian y conspiran hipócritamente; todavía hay amigos y favorecidos que lo niegan y lo dejan solo; todavía hay cobardes Pilatos que se lavan las manos...

Todavía, en medio de esta apostasía de las naciones y esta agonía de la Iglesia, hay Jardín de los Olivos, Pretorio, Calle de la Amargura y Monte Calvario para Jesús..., y en ellos casi todo es ingratitud y olvido de las turbas, odio de los poderosos y cobardía de los amigos, y poco, muy poco de fidelidad, de compasión y de lágrimas que acompañen como en la primera Semana Santa.


Calle de la Amargura sin lágrimas compasivas de mujeres, sin encuentros de Madre, ¡que calle más amarga eres!


Calvario sin sollozos de penitentes, sin protestas de amantes, sin agradecimientos de redimidos, ¡qué amargo calvario eres! Y esto arranca una queja al Corazón de Jesús...


Jesús está padeciendo nuevamente, sí; y, como en su Pasión, se queja.

Cuatro veces se quejó:

- la primera, de sus tres íntimos que dormían: ¿No pudisteis velar una hora conmigo?;
- la segunda, de Judas, que lo vende y traiciona: Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?;
- la tercera, del esbirro que le abofetea: Si he hablado mal, dime en qué, y si bien, ¿por qué me pegas?;
- la cuarta, de su Padre que le priva de su presencia sensible: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Estas cuatro quejas tan serenas, que más parecen lamentos que quejas, han sido arrancadas de los labios y del Corazón de Jesús, más que por cuatro dolores distintos, por uno solo manifestado bajo cuatro formas: ¡el abandono!

Esa es la gran pena del Corazón de Cristo, ese es el dolor que flota sobre el mar sin fondo ni ribera de dolores en que se anega su Corazón.

El abandono de la amistad humana, en la soñolienta desidia de sus íntimos y en la perfidia de Judas; el abandono de la justicia humana en la insolente bofetada; el abandono de los consuelos de Dios en la ausencia del Padre...

Siempre el abandono poniendo la gota más amarga de hiel en el cáliz de sus amarguras...


Y al cabo de esas amarguras y abandonos, la muerte...

El Evangelio lo dice, y nuestro Credo es su eco, que Jesucristo padeció y murió. Y esas palabras tan claras, ¡qué efectos tan distintos producen desde hace veinte siglos!

Al llegar el Viernes Santo, los hombres todos parece que hacen un alto en sus ocupaciones y preocupaciones cotidianas, y cada uno a su manera refleja aquellas palabras del Evangelio y de nuestro Credo: padeció y murió.

Hace veinte siglos que ocurrió lo que significan, y para esa pasión y muerte hay aún lágrimas compasivas, gemidos de penitentes, heroísmo de imitadores; pero también imprecaciones de populacho seducido, hipócritas protestas de perseguidores arteros, torpes subterfugios de cómplices cobardes y saña diabólica de verdugos...


Padeció y murió, oyen decir los unos, y rezan, y lloran, y piden perdón, y protestan amor, y se aprestan a padecer y morir por el que padeció y murió por ellos...

Padeció y murió, oyen los otros, y rechinando los dientes, o lavándose hipócritamente las manos, o gozándose en la sangre inocente, repiten el “crucifícale” o el “no queremos que éste reine sobre nosotros” o el “preferimos a Barrabás”.


Diríase que cada Viernes Santo que pasa, más que un aniversario y un recuerdo de aquel primero, es una repetición del mismo. Se repiten la piedad valiente y delicada de las Marías, la fidelidad de Juan, las lágrimas de la Virgen, la confesión del ladrón, la misericordiosa solicitud de José y Nicodemo...

Pero se repiten también los odios y las seducciones, las ingratitudes, los salivazos, las bofetadas, la cruz... y no se repite la muerte porque no pueden, porque la muerte ya no tiene sobre El ningún poder...


¡Pobrecillos los perseguidores de Jesús!, están perpetuamente condenados a servir a Barrabás, capitán de ladrones y viciosos, por no querer servir a Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores.

Están perpetuamente condenados a bajar siempre del Calvario como los fariseos y los verdugos, rechinando los dientes y confundidos por la ira de Dios, por no querer bajar como el centurión, confesando que verdaderamente aquel hombre es el Hijo de Dios...


Pobrecillos y eternamente pobrecillos los perseguidores de la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesús. Ellos se irán con sus decretos persecutorios, con sus leyes blasfemas, con sus impiedades escritas, habladas o hechas, con sus intriguillas y con sus aparentes triunfos de poco tiempo; se irán, sí, como se fueron los que les precedieron en el oficio de deicidas...; pero el Jesucristo por ellos perseguido, la Iglesia Católica con su Pontificado, su Episcopado, su Sacerdocio, sus Sacramentos, su Misa sus Sagrarios..., el Jesucristo y su Iglesia por ellos envidiados y escarnecidos, aparentemente puestos a muerte, ¡ellos no se van!...

Podrán estar velados..., pero ¿irse?... ¡entendedlo bien perseguidores!: ¡No se van!



Y nosotros, ¿mientras tanto, qué? Les decía al comienzo que debemos hacer un examen e intensificar nuestra oración, nuestra mortificación, nuestra penitencia, para que no nos tome de sorpresa este año la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor.


Dirijamos nuestra mirada hacia Nuestra Señora y digámosle:

Madre Dolorosa del eterno condenado a destierro y a muerte por el tribunal de las pasiones humanas, haz de nuestro corazón una fortaleza y un refugio para defensa y descanso de tu Jesús y su Iglesia, hoy velados, ocultos, abandonados y quejándose...

No permitas. Madre, que nos durmamos; no permitas que traicionemos a tu Hijo; no permitas que lo abandonemos.

Madre Santísima, concédenos la gracia de estar contigo junto a la Cruz de Jesús y de su Iglesia. Amén.

sábado, 6 de marzo de 2010

Luz vs. tinieblas


TERCER DOMINGO DE CUARESMA


Si con el dedo de Dios expulso a los demonios,
ciertamente el Reino de Dios ya ha llegado a vosotros


La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta a Jesús, Príncipe Eterno de la Luz, en lucha con Satanás, príncipe de las tinieblas, a quien expulsa del cuerpo de un poseso… Asistimos a la contienda entre la luz y las tinieblas…

Como nos lo muestra el Primer Domingo de Cuaresma (la triple tentación de Cristo), ya desde el comienzo de su misión se había medido Jesús con el demonio…

En el momento de su Pasión se entablará el combate supremo, que coronará su victoria: Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera.

La Sagrada Escritura resume toda la obra de Jesucristo como un triunfo total y definitivo sobre Satanás: Oí una gran voz en el cielo que decía: “ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos”.


Así, pues, toda la misión de Nuestro Señor se nos presenta como un conflicto y un triunfo sobre el demonio... Una contienda de una extensión universal entre la luz y las tinieblas, con una derrota completa de Lucifer, cuyo nombre (portador de la luz) indica, como triste paradoja, la encumbrada situación que ocupaba…: Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos


Ahora bien, la lucha contra el demonio continúa en los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.


Estamos en Cuaresma, y esto nos recuerda la Cuaresma de la primitiva Iglesia, durante la cual tenía lugar la preparación inmediata de los catecúmenos para la recepción del santo Bautismo en la Vigilia Pascual.

Ya habían pasado por el interrogatorio, para comprobar su formación cristiana; ya había tenido lugar la insuflación o pequeño exorcismo: sal de ella, espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo; un sacerdote había trazado sobre su frente la señal del cristiano, y otro había impuesto sus manos sobre su cabeza para hacerles entender que la Iglesia había tomado posesión de ellos; finalmente, otro presbítero había impuesto la sal sobre sus labios para preservarlos de la corrupción del mundo y cicatrizar las heridas del pecado...



El miércoles de esta tercera semana de Cuaresma eran presentados al Obispo por sus padrinos, quienes testimoniaban la idoneidad de sus ahijados y se comprometían a su formación así como a ayudarlos a llevar una vida cristiana.


Pero como la lucha contra el demonio es dura, los candidatos al Bautismo eran exorcizados para abrir sus corazones a las palabras de Dios y para que sin temores confesasen a Cristo. Lo mismo que había sucedido con el sordomudo del Evangelio de hoy: cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron.


Luego, así como los gladiadores del circo ungían sus cuerpos para disponer sus miembros a la lucha y para dar menos asidero al enemigo, también los catecúmenos eran ungidos con el Óleo Sagrado en forma de cruz en el pecho y en las espaldas para estar bien preparados para el combate espiritual.

Después, mirando al Occidente, donde el sol desaparece, zona de tinieblas, imagen del pecado, los catecúmenos afirmaban renunciar a Satanás, a sus obras y a sus pompas, es decir a todos los ritos idolátricos que acompañaban las fiestas paganas y los grandes triunfos militares en el Capitolio.

Inmediatamente, con un gran movimiento giratorio, se ponían frente al Oriente, donde se eleva el sol, de donde viene la luz, imagen de Cristo, Sol de Justicia, y proclamaban que también ellos iban a cumplir con su Pascua, es decir con su pasaje del pecado a Dios.

Durante la Vigilia Pascual, el templo está sumergido en las tinieblas, imagen una vez más del pecado y sus consecuencias. Pero he aquí que llega el cortejo portando los cirios benditos, encendido con el fuego también bendecido por el Obispo, imágenes de Cristo que ilumina a los bautizados. El diácono por tres veces entona el Lumen Christi y luego el Exultet, el cántico de triunfo y de alegría que evoca la noche en la cual los hebreos fueron arrancados de la esclavitud, así como celebra especialmente la noche que contempló la Resurrección del Salvador...


Los catecúmenos también tendrían su noche, la bienaventurada noche que los arrancaría del pecado y los haría nacer a una nueva vida.

Antes de recibir el agua bienhechora, debían confesar su fe en Jesucristo. Su padrino les ayudaba a quitarse la toga, imagen del hombre viejo y, mientras atravesaban la piscina, dejaban sepultado el cuerpo de pecado para salir por el otro lado, resucitados con Cristo.


En ese momento eran revestidos con la vestimenta blanca, símbolo de la pureza de su alma y de la victoria de Cristo sobre el demonio, el pecado, el mundo y la muerte; victoria que de ahora en más tendría que ser la suya.

Finalmente, sosteniendo un cirio encendido, entraban procesionalmente en la Iglesia llevando en sus manos la imagen de Jesucristo, luz de este mundo.



Parecería ser que nos hemos alejado un poco del tema que nos ocupa, del comentario del Evangelio del día, pero no es así. Hemos dicho que la lucha contra el demonio continúa en los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, y que estamos en Cuaresma, lo cual nos recuerda la Cuaresma de la primitiva Iglesia, durante la cual tenía lugar la preparación inmediata de los catecúmenos para la recepción del santo Bautismo en la Vigilia Pascual.

En el alma de todo bautizado sucede lo que predijo Nuestro Señor: Si con el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos.

Lo mismo debemos decir de la Sociedad. La lucha de la Cabeza y de los miembros se extiende a la vida diaria, a la vida en familia y en sociedad. La humanidad, ciega, sorda, muda, era presa del demonio. Vino Cristo y la liberó. Esa sociedad, abierta a la Luz y a la Verdad, fijó su mirada en el Salvador y emprendió nuevos caminos, lejos de las tinieblas del pecado.

Es lo que nos recuerda San Pablo en la Epístola de Hoy: No queráis tener parte con los incrédulos. Porque en otro tiempo erais tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Andad como hijos de la luz, pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad; y no toméis parte con ellos en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien manifestad abiertamente vuestra reprobación.


Pero, el Evangelio de hoy nos advierte también qué sucede cuando un alma (y debemos extenderlo a una familia y a una sociedad)..., qué sucede cuando se apartan de Jesucristo...

A medida que se alejan de Jesús, de su doctrina, de su moral, reaparecen los errores y los males, aumentados y empeorados: Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: “Me volveré a mi casa, de donde salí”. Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio.


Así vemos como los tres monstruos que expulsó Cristo con su Iglesia, con la doctrina y la moral cristianas, reaparecen hoy magnificados; descomunales colosos a los que no hay fuerzas capaces de enfrentar... ¿Qué cuáles son esos tres monstruos? Pues bien, ellos son la esclavitud, los sacrificios humanos y el culto satánico.

No es el momento ni el lugar para desarrollar este punto, pero solamente el cristianismo puede nuevamente sujetar a esos titanes, encadenarlos y expulsarlos, sea de un alma, sea de una familia, sea de la sociedad toda. Sólo el cristianismo puede erradicarlos nuevamente.

Debemos confiar en nuestra vocación cristiana, sabiendo que toda victoria sobre el demonio es una extensión del Reino de Dios, tanto en nosotros como en la sociedad..., y viceversa, toda derrota cristiana, toda victoria del demonio es una recuperación con creces de sus dominios.

Pero contamos con aquello que ya venció una vez y para siempre a Satanás…: si con el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios.


Debemos exorcizar y bautizar la sociedad…; incluso a veces nuestras propias familias.

Debemos expulsar una y otra vez al demonio y dar lugar al Espíritu Santo en nuestras almas, en nuestras familias, en la sociedad toda…

Tenemos que hacer que la Iglesia tome posesión nuevamente de ellas; hay que imponer la sal sobre el mundo para preservarlo de la corrupción y cicatrizar las heridas del pecado…

Ungidos como estamos con el Óleo Sagrado y consagrados con el Santo Crisma, convertidos en soldados de Cristo, debemos pelear el buen combate de Dios…

Mirando despreciativamente hacia el Occidente, debemos renovar nuestras renuncias a Satanás, a sus obras y a sus pompas…, a todos esos ritos idolátricos que acompañan hoy las modernas fiestas paganas…

Vueltos hacia el Oriente, es necesario que proclamemos a Cristo en medio de esta sociedad adúltera y perversa…

No podemos olvidar que fuimos arrancados de la esclavitud del demonio y nos hemos constituido en siervos de Jesucristo, revestidos con la vestimenta blanca de la resurrección y de que llevamos un cirio encendido porque debemos ser la luz de este mundo.

Durante la Vigilia Pascual, Dios mediante, renovaremos este año nuestras promesas bautismales como lo hemos hecho en años anteriores.


Para que esa reiteración no sea rutinaria y desprovista de toda significación y eficacia, aprovechemos estas cuatro semanas que nos separan de ese solemne acto par disponer nuestras almas de modo tal que este año produzca una verdadera renovación espiritual y marque el comienzo de un definitivo triunfo sobre el demonio diciendo:


Preparemos desde ahora esta fórmula de renuncia y de compromiso:
Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, delante de la Santísima Trinidad y en presencia de la Santa Iglesia, renuncio a Satanás, abomino del mundo, sus pompas y vanidades, propongo nunca más ofenderos y seros fiel hasta la muerte.