domingo, 14 de marzo de 2010

Los sufrimientos de Jesús


CUARTO DOMINGO DE CUARESMA


Basado en la doctrina de Monseñor Manuel González,
el Obispo de los Sagrarios Abandonados.


Con este domingo comenzamos la cuarta semana de Cuaresma. Ha transcurrido ya más de la mitad de esta preparación para la Gran Semana del año litúrgico, y es conveniente que nos preguntemos: ¿cómo estoy preparando mi Semana Santa?

Hagamos un examen e intensifiquemos un poco nuestra oración, nuestra mortificación, nuestra penitencia. Que no nos tome de sorpresa este año la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor.


Como para motivarnos, tratemos de penetrar más y mejor en los sufrimientos de Jesús y en los dolores de su Madre Santísima.


Semana Santa, Semana de los misterios divinos, ¡cuántas cosas puedes enseñarnos a los sucesores de aquellos que fueron tus testigos presenciales!

Semana Santa, dinos todo lo que vieron tus ojos, todo: la veleidad e ingratitud en las muchedumbres; el odio y la envidia de los jefes del pueblo; la cobardía y el egoísmo en los amigos...; pero también la fidelidad, lealtad y delicadeza en aquel grupito tan reducido...

Semana Santa, cuéntanos, y con muchos pormenores, lo que tú viste de bondad inacabable, de paciencia sin tasa, de generosidad con excesos, de amor hasta el fin de Nuestro Señor y Maestro.

Píntanos con todos sus colores la cara de Jesús durante la agonía en el huerto, cuando recibió el beso de Judas, cuando fue abofeteado en la casa de Caifás, cuando lo trataron de loco...

Graba en nuestra alma aquel rostro escupido, lleno de cardenales; aquellos cabellos y barba mesados e impregnados de sangre; aquellos ojos hundidos por la fiebre, tristes por la pena y, a pesar de todo, amantes.

Haznos contemplar aquellas miradas de Jesús a Judas que abandona el Cenáculo para venderlo, a Pedro que le niega, a las mujeres que le lloran, a Juan que no lo abandona, a su Madre presente en la vía dolorosa y de pie junto a la Cruz.

Semana Santa, cuéntanos bien lo que fueron el Monte de los Olivos, el Cenáculo, el Huerto de Getsemaní, los salones de las casas de Anás y Caifás, el Pretorio, el palacio de Herodes, la Calle de la Amargura, el Monte Calvario, el Santo Sepulcro... y también todo lo que hicieron los hombres con Jesús..., porque todavía los hombres seguimos portándonos mal, muy mal con Jesús.

Todavía hay pueblo veleidoso y olvidadizo; todavía hay fariseos que odian y conspiran hipócritamente; todavía hay amigos y favorecidos que lo niegan y lo dejan solo; todavía hay cobardes Pilatos que se lavan las manos...

Todavía, en medio de esta apostasía de las naciones y esta agonía de la Iglesia, hay Jardín de los Olivos, Pretorio, Calle de la Amargura y Monte Calvario para Jesús..., y en ellos casi todo es ingratitud y olvido de las turbas, odio de los poderosos y cobardía de los amigos, y poco, muy poco de fidelidad, de compasión y de lágrimas que acompañen como en la primera Semana Santa.


Calle de la Amargura sin lágrimas compasivas de mujeres, sin encuentros de Madre, ¡que calle más amarga eres!


Calvario sin sollozos de penitentes, sin protestas de amantes, sin agradecimientos de redimidos, ¡qué amargo calvario eres! Y esto arranca una queja al Corazón de Jesús...


Jesús está padeciendo nuevamente, sí; y, como en su Pasión, se queja.

Cuatro veces se quejó:

- la primera, de sus tres íntimos que dormían: ¿No pudisteis velar una hora conmigo?;
- la segunda, de Judas, que lo vende y traiciona: Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?;
- la tercera, del esbirro que le abofetea: Si he hablado mal, dime en qué, y si bien, ¿por qué me pegas?;
- la cuarta, de su Padre que le priva de su presencia sensible: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Estas cuatro quejas tan serenas, que más parecen lamentos que quejas, han sido arrancadas de los labios y del Corazón de Jesús, más que por cuatro dolores distintos, por uno solo manifestado bajo cuatro formas: ¡el abandono!

Esa es la gran pena del Corazón de Cristo, ese es el dolor que flota sobre el mar sin fondo ni ribera de dolores en que se anega su Corazón.

El abandono de la amistad humana, en la soñolienta desidia de sus íntimos y en la perfidia de Judas; el abandono de la justicia humana en la insolente bofetada; el abandono de los consuelos de Dios en la ausencia del Padre...

Siempre el abandono poniendo la gota más amarga de hiel en el cáliz de sus amarguras...


Y al cabo de esas amarguras y abandonos, la muerte...

El Evangelio lo dice, y nuestro Credo es su eco, que Jesucristo padeció y murió. Y esas palabras tan claras, ¡qué efectos tan distintos producen desde hace veinte siglos!

Al llegar el Viernes Santo, los hombres todos parece que hacen un alto en sus ocupaciones y preocupaciones cotidianas, y cada uno a su manera refleja aquellas palabras del Evangelio y de nuestro Credo: padeció y murió.

Hace veinte siglos que ocurrió lo que significan, y para esa pasión y muerte hay aún lágrimas compasivas, gemidos de penitentes, heroísmo de imitadores; pero también imprecaciones de populacho seducido, hipócritas protestas de perseguidores arteros, torpes subterfugios de cómplices cobardes y saña diabólica de verdugos...


Padeció y murió, oyen decir los unos, y rezan, y lloran, y piden perdón, y protestan amor, y se aprestan a padecer y morir por el que padeció y murió por ellos...

Padeció y murió, oyen los otros, y rechinando los dientes, o lavándose hipócritamente las manos, o gozándose en la sangre inocente, repiten el “crucifícale” o el “no queremos que éste reine sobre nosotros” o el “preferimos a Barrabás”.


Diríase que cada Viernes Santo que pasa, más que un aniversario y un recuerdo de aquel primero, es una repetición del mismo. Se repiten la piedad valiente y delicada de las Marías, la fidelidad de Juan, las lágrimas de la Virgen, la confesión del ladrón, la misericordiosa solicitud de José y Nicodemo...

Pero se repiten también los odios y las seducciones, las ingratitudes, los salivazos, las bofetadas, la cruz... y no se repite la muerte porque no pueden, porque la muerte ya no tiene sobre El ningún poder...


¡Pobrecillos los perseguidores de Jesús!, están perpetuamente condenados a servir a Barrabás, capitán de ladrones y viciosos, por no querer servir a Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores.

Están perpetuamente condenados a bajar siempre del Calvario como los fariseos y los verdugos, rechinando los dientes y confundidos por la ira de Dios, por no querer bajar como el centurión, confesando que verdaderamente aquel hombre es el Hijo de Dios...


Pobrecillos y eternamente pobrecillos los perseguidores de la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesús. Ellos se irán con sus decretos persecutorios, con sus leyes blasfemas, con sus impiedades escritas, habladas o hechas, con sus intriguillas y con sus aparentes triunfos de poco tiempo; se irán, sí, como se fueron los que les precedieron en el oficio de deicidas...; pero el Jesucristo por ellos perseguido, la Iglesia Católica con su Pontificado, su Episcopado, su Sacerdocio, sus Sacramentos, su Misa sus Sagrarios..., el Jesucristo y su Iglesia por ellos envidiados y escarnecidos, aparentemente puestos a muerte, ¡ellos no se van!...

Podrán estar velados..., pero ¿irse?... ¡entendedlo bien perseguidores!: ¡No se van!



Y nosotros, ¿mientras tanto, qué? Les decía al comienzo que debemos hacer un examen e intensificar nuestra oración, nuestra mortificación, nuestra penitencia, para que no nos tome de sorpresa este año la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor.


Dirijamos nuestra mirada hacia Nuestra Señora y digámosle:

Madre Dolorosa del eterno condenado a destierro y a muerte por el tribunal de las pasiones humanas, haz de nuestro corazón una fortaleza y un refugio para defensa y descanso de tu Jesús y su Iglesia, hoy velados, ocultos, abandonados y quejándose...

No permitas. Madre, que nos durmamos; no permitas que traicionemos a tu Hijo; no permitas que lo abandonemos.

Madre Santísima, concédenos la gracia de estar contigo junto a la Cruz de Jesús y de su Iglesia. Amén.