domingo, 30 de enero de 2011

Domingo IVº post Epifanía


CUARTO DOMINGO DE EPIFANÍA


Subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero Él estaba dormido. Acercándose ellos lo despertaron diciendo: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” Díceles: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?” Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza.

¿Qué figuran esta barca y esta tormenta?

Esta barca es una de las más sorprendentes imágenes de la Iglesia, que transporta sobre el mar de este mundo a los discípulos de Jesús.

¡Qué de veces, desde hace veinte siglos, la Iglesia ha visto las tormentas y las tempestades amenazar su existencia!


¡Cuántas persecuciones!… A veces sangrientas y abiertas, a veces sordas e hipócritas…


¡Qué de herejías y de cismas!


Pero la Iglesia conoce el poder de Aquel en que se basa su destino, que vela cuando parece dormir, y que le hiciera esta promesa infalible: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.



En los asaltos y los combates del mundo, la Iglesia se purifica, y se consolida.

Sus pruebas le obtienen más gloria y fuerza, porque permanece firme e inquebrantable en la Fe, ya que sabe que Jesús está allí, con Ella, y que las puertas del infierno no prevalecerán nunca contra ella; que ninguna tormenta la hará extinguirse, y que, a pesar de una travesía dura y arriesgada, llegará por fin, sana y segura, con todos los pasajeros fieles, a la orilla de la eternidad bienaventurada.


Pero, sin embargo, debiendo ser la Iglesia semejante en todo a Nuestro Señor, sufrirá, antes del final del mundo, una prueba suprema, que será una verdadera Pasión.

La Iglesia, como Nuestro Señor, será entregada sin defensa a los verdugos, que la crucificarán en todos sus miembros. Pero no será permitido romperle los huesos… La prueba se limitará, será abreviada a causa de los elegidos…



A pesar de todas estas tristezas, la Iglesia no perderá ni el valor ni la confianza. Será sostenida por la promesa del Salvador: esos días se abreviarán debido a los elegidos, y se salvará, y los electos serán salvados.

La Iglesia tendrá medios de conservación proporcionados al tamaño del peligro.


Finalmente, la prueba se terminará por un triunfo inaudito de la Iglesia, comparable a una resurrección.


Continúo con unas explanaciones muy luminosas de los Padres Emmanuel y de Chivré:

Observemos que Nuestro Señor nos avisó sobre los males que nos amenazan. Se nos informó, nada deberá sorprendernos.

Si nos sorprendiésemos de algo, habríamos carecido o de fe, o por lo menos de atención a la Palabra de Nuestro Señor.


Nuestro Señor nos anunció los males que tendríamos que sufrir en general; y he aquí que la Virgen María nos informa sobre los males muy particulares del tiempo presente.


Nos es necesario, pues, entrar en la inteligencia de las intenciones de Dios sobre nosotros, adorar en todas las cosas su conducta, a la vez justa y compasiva.


Luego, en todas las cosas, conducirnos como cristianos decididos y fieles; después de lo cual no tendremos sino una cosa que hacer: permanecer en paz, hasta que la justicia de Dios y la injusticia de los hombres hayan pasado.



El estado al cual somos invitados, es el de la conformidad cristiana.

Este asentimiento cristiano no es la actitud guindada de los estoicos frente al dolor, sino un abandono sumiso a las intenciones de Dios…; intenciones conocidas y desconocidas…

Para entrar más seguramente en este estado, la Iglesia nos da una instrucción. Esta enseñanza se encuentra en estas palabras del Evangelio de hoy.

En este contexto, probablemente hemos escuchado decir que los días se suceden y no se parecen Pero, a menudo las horas se parecen, aunque no se sucedan

Por eso, un determinado día, a una determinada hora, las tinieblas reinaban sobre la tierra, y hombres de tinieblas realizaban una obra lóbrega.

Y Nuestro Señor les dijo: ¡He aquí vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas!


Esta hora ha pasado ya desde hace muchos siglos, y con todo, la hora presente no deja de tener semejanzas con ella.

Entonces era la hora de traición: en la actualidad, es la hora de mentira.

Quien tuviera ojos para ver eso, vería cosas que provocan miedo.

Sin querer entrar en ningún detalle, compruebo el hecho. Es suficiente…

La hora presente es la hora cuando la fe se calla.

Escuchamos hablar a charlatanes, fraseólogos; prestamos atención, el oído más atento, para escuchar la palabra de la fe…, y no llega nada nosotros…

Cuando la palabra pertenece a la mentira, la verdad parece muda...

Las tinieblas de la hora presente nos hacen desear vivamente los esclarecimientos de la luz de lo alto…, y no aparece nada…

El sol dista mucho de nosotros, la luna es eclipsada, las estrellas se opacan, bambolean y caen del cielo… ¡Es la noche…!

La hora se volvió propicia para la tentación; las dudas, los cansancios, las tibiezas, como un enjambre de desdichas alrededor de nuestro corazón, bordonean los aires fúnebres de su desaliento: “es demasiado duro, es demasiado largo, es demasiado doloroso, es demasiado doloroso”

Es en la paciencia que es necesario poseer su alma; y los tres cuartos de los cristianos lo olvidaron; y esto explica las traiciones y las defecciones…

Sustinere sostener, soportar; con alegría, en la esperanza y con la sonrisa de la alegría.


El Sacramento de la Confirmación puso en nuestra inteligencia razones de soportar la vida; razones de dominarla.

El cristiano soporta con suavidad. En las condiciones más irritantes para su temperamento, continúa con su deber.

El fuerte soporta con bondad mientras Dios quiera; y esta valentía da a su alma su libertad de acción.

El fuerte no habla de sus miserias sino a Dios; ve más allá de la prueba; su mirada llega mucho más allá de sus lágrimas; nublado por los llantos, pero encendido por la fe, posee esta indefinible expresión de suavidad muda y de indomable energía: se confirma en la paciencia…

Pero muy pocos comprenden eso, muy pocos; y por eso es que muchos son llamados a espléndidas santidades, pero pocos son los elegidos.

- Allí donde vemos de razones para detenernos, el Espíritu Santo ve razones para seguir…

- Allí donde buscamos razones para huir de nosotros mismos, el Espíritu Santo ve razones para permanecer…

- Allí donde quisiéramos encontrar razones para ceder, el Espíritu Santo ve razones para resistir…
- Allí donde el sufrimiento clama a la rebelión, el Espíritu de amor convoca a la aceptación…


No tengáis miedo pequeño rebaño Continuidad sosteniendo los derechos de Dios, reprimid todo temor, reprimid todo miedo; antes que vosotros, yo conocí eso de puños alzados en torno mío en el Calvario, escuché el “tolle… tolle” de las burlas, de las injurias…


Defended la verdad, y que vuestra fuerza de alma alcance su plena medida, aceptando los golpes de la adversidad.


No desconozcáis las legítimas audacias al servicio de las legítimas defensas.


Las exigencias de los derechos de la Verdad reclaman de vuestra parte el valor y el coraje que arremete cuando es necesario defenderlos.


Pero, una vez cumplido este deber, no desechéis la valentía, el temple y la impavidez que soporta…


Teniendo en cuenta lo que me hemos contemplado hace dos semanas, en las bodas de Caná, me preguntaréis seguramente, ¿qué hace Nuestra Señora en la hora presente?

En la presente hora, Nuestra Señora relee su historia en un viejo libro. ¿En qué libro? En el libro de Job. Es en el capítulo XII, versículo 5, en estas palabras: Lampas contempta apud cogitationes divitum, parata ad tempus statutum.

Traduzco: Es una lámpara despreciada en los pensamientos de los ricos, y con todo, está allí preparada para un tiempo señalado.

Explico: Es una lámpara, nada es más necesario para las horas de la noche.

Conocemos y experimentamos ¡qué noche atravesamos ahora!… Demos gracias a Dios que nos dio esta lámpara.


Despreciada Algunos, en efecto, tienen para con Ella tan poco aprecio, que ni siquiera podrían pronunciar su nombre.

Sigo: Preparada; ustedes comprenden: Elle espera, preparada para el tiempo señalado.

Este tiempo no es aquel tiempo; esta hora no es aquella hora.

Esta hora pasará, aquella hora vendrá…

Paciencia para este tiempo y para esta hora, esperanza para aquel tiempo y para aquella hora.

Entonces Jesús se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza

domingo, 23 de enero de 2011

Domingo IIIº post Epifanía


TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA


El Evangelio de este Tercer Domingo de Epifanía trae dos curaciones milagrosas, la de un leproso y la del criado del centurión:

Y habiendo bajado del monte, le siguieron muchas turbas; y he aquí que, viniendo un leproso, lo adoraba, diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Y extendiendo la mano le tocó, diciendo: “Quiero. Sé limpio”, y al punto su lepra fue limpiada…
Y habiendo entrado en Cafarnaúm, se llegó a Él un Centurión, rogándole y diciendo: “Señor, mi siervo está postrado en casa paralítico y es reciamente atormentado”. Y le dijo Jesús: “Yo iré y lo sanaré”. Y respondiendo el Centurión, dijo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, sino tan solamente dilo con la palabra, y será sano mi siervo. Pues también yo soy hombre sujeto a otro, que tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace”. Y dijo Jesús al Centurión: “Ve, y como creíste, así te sea hecho”. Y fue sano el siervo en aquella hora.

Es mi intención, hoy, atraer la atención sobre un punto particular de la doctrina sobre el Verbo Encarnado: la humanidad de Cristo, como instrumento unido a la divinidad, es causa de la gracia y de todos los efectos sobrenaturales procedentes de ella, y también de todos los milagros.

La Santa Liturgia, tanto en el Ofertorio del Santo Sacrificio de la Misa, como en los Prefacios de Navidad y Epifanía, suministra abundante materia para esta meditación:


Oh Dios, que creaste maravillosamente la dignidad de la naturaleza humana, y más maravillosamente aún la reformaste, haz que, por el misterio de esta agua y vino, seamos consortes de la divinidad de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad.


Por el misterio del Verbo Encarnado ha brillado ante los ojos de nuestra alma la nueva luz de tu claridad; para que, mientras conocemos visiblemente a Dios, por Él nos elevemos al amor de las cosas invisibles.

Cuando tu Unigénito apareció en la sustancia de nuestra mortalidad, nos reparó con la nueva luz de su inmortalidad.


Hay multitud de textos en el Evangelio en los que aparece Nuestro Señor Jesucristo actuando, sea con su contacto físico, sea con el imperio de su voluntad, para la producción de milagros o de efectos sobrenaturales en las almas, por ejemplo, el perdón de los pecados.

San Lucas lo resume en una sola frase: “Toda la multitud buscaba tocarlo, porque salía de Él una virtud que sanaba a todos” (San Lucas, 6, 19).

Es imposible hablar más claro y de manera más rotunda: de la humanidad de Jesucristo salía físicamente una virtud que producía toda clase de milagros.

Unas veces, se producía un verdadero contacto físico entre Jesús y sus beneficiados; pero otras muchas, ejercía Cristo su causalidad física con sólo el imperio de su voluntad, incluso en ausencia del que recibía el beneficio.


Por medio del contacto físico Nuestro Señor sanó al leproso y con el solo imperio de su voluntad curó a distancia al siervo del centurión, tal como nos lo relata el Evangelio de hoy.



Los Santos Padres traen hermosos textos que proclaman la causalidad instrumental de la humanidad de Nuestro Señor.

San Atanasio afirma que “Jesucristo tenía cuerpo propio, del cual se servía como de instrumento”.

San Cirilo de Alejandría dice: “Impone sus manos a los enfermos, manifestando así que la poderosa eficacia del Verbo es sustentada por su santa carne, que hizo suya, comunicándole una virtud como conviene a Dios; para que conozcamos que, si bien el Verbo unigénito de Dios se sometió a nuestra condición, permaneció Dios, llevando a cabo todas las cosas mediante su propia carne, pues realmente obraba milagros por ella. Ni te admire esto, antes considera cómo el fuego introducido en un vaso de bronce comunica a éste la fuerza de su propio calor”.

San Gregorio Niceno exclama: “¿Qué es esto, pues? No otra cosa sino aquel cuerpo que se mostró más poderoso que la muerte y que fue el principio de nuestra vida. Es, por tanto, necesario que, en la medida en que la naturaleza es capaz de ello, reciba la virtud vivífica del espíritu. Mas sólo aquel cuerpo que sustentó a Dios ha recibido esta gracia…”



El Concilio de Éfeso, en una condena, se expresa de modo profundo y claro: “Si alguno no confiesa que la carne del Señor es vivificante y propia del mismo Verbo de Dios Padre, sino de otro fuera de Él, aunque unido a Él por dignidad; o que sólo tiene la inhabitación divina y no, más bien, vivificante, porque se hizo propia del Verbo, que tiene poder de vivificarlo todo, sea anatema”.

Pío XII confirmó plenamente esta doctrina en su magnífica Encíclica sobre el Sagrado Corazón de Jesús: “El Corazón Sacratísimo de Jesús, copartícipe tan íntimo de la vida del Verbo Encarnado, fue, por esto mismo, asumido como instrumento unido de la divinidad, no menos que los otros miembros de la naturaleza humana, para el cumplimiento de todas sus obras de gracia y de omnipotencia”.


¿Cómo se fundamenta esta doctrina? Así como la humanidad de Cristo está físicamente unida al Verbo en su ser divino, es necesario que lo esté también en su operación, en cuanto sea posible.

Este “en cuanto sea posible” explica que, si bien la humanidad de Nuestro Señor no puede recibir la virtud o poder divino de una manera permanente para alterar las leyes o el curso de la naturaleza y realizar milagros, sí puede recibirla, sin inconveniente alguno, de una manera transeúnte, como causa instrumental.

Por eso, la humanidad de Cristo concurrió físicamente a la producción de los efectos sobrenaturales (gracia, justificación, milagros…) en virtud de la moción divina que el Verbo le comunicaba transeúntemente, o sea, utilizándolo como instrumento cuando había de realizar alguno de esos actos.


Y si preguntamos: ¿hasta dónde se extiende esta virtud instrumental de la humanidad de Jesucristo?, Santo Tomás contesta: hasta la producción de todos los efectos sobrenaturales y milagrosos ordenados al fin de la Encarnación, o sea, a todos los efectos de la economía de la gracia de Cristo Redentor. Éstas son sus propias palabras:

“Considerada la humanidad de Cristo en cuanto instrumento del Verbo unido a ella, estuvo dotada de una potencia instrumental capaz de producir todas las inmutaciones milagrosas ordenadas al fin de la encarnación, que es «restaurar todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra».


Es asombroso saber que la humanidad de Jesucristo, Nuestro Señor, sigue gozando en el Cielo de esta virtud física instrumental de que estuvo dotada aquí en la tierra.

La razón es porque la humanidad de Cristo es más perfecta en el Cielo que lo era en la tierra, puesto que está glorificada; y si en la tierra tenía ese poder, no ha de carecer de él en el Cielo.


A quien objetase que el instrumento físico requiere el contacto físico del agente con el sujeto que recibe su acción; y que este contacto físico que se dio entre la humanidad de Cristo y los que recibieron su influencia mientras Cristo vivió en este mundo, ya no se da desde su gloriosa ascensión a los Cielos, se respondería:

El contacto físico se requiere en los instrumentos manejados por una virtud finita, que no puede obrar a distancia. Pero no es éste el caso de la humanidad de Cristo en cuanto instrumento del Verbo; porque siendo inmensa e infinita la virtud divina del Verbo puede actuar en todas partes, ya que en todas partes está presente. Y no hay ningún inconveniente en que el Verbo, presente en todas partes, utilice físicamente la virtud instrumental de la humanidad de Cristo para la producción de todos los efectos sobrenaturales ordenados al fin de la Encarnación.

No olvidemos, además, que a la humanidad de Jesucristo pertenece no solamente el Cuerpo, sino también, y sobre todo, el Alma. Y el Alma de Cristo, con su voluntad, puede obrar como instrumento del Verbo para producir efectos sobrenaturales en sujetos materialmente distantes, como ocurrió muchas veces mientras vivió Cristo en este mundo, y tal como lo prueba el Evangelio de hoy.

Este imperio de la voluntad es suficiente para salvar la causalidad física instrumental de la humanidad de Cristo. Para ello basta el contacto virtual con el efecto, sin que se requiera en modo alguno el contacto material o físico.


Aplicando lo que llevamos dicho a los milagros, Nuestro Señor Jesucristo los realizó con el poder divino.

En efecto, como sabemos, en Cristo existen dos naturalezas, la divina y la humana, en la unidad de la Persona del Verbo; la naturaleza divina es, pues, la que resplandece con los milagros; mientras la humana es la que cede al peso de las debilidades e injurias.

Sin embargo, cada una de las naturalezas obra en comunicación con la otra, en cuanto que la naturaleza humana es instrumento de la acción divina, y la acción humana recibe el poder de la naturaleza divina.


En cuanto a las diferentes especies de milagros, se puede establecer una división y catalogarlos en cuatro grupos: sobre los espíritus, sobre los cuerpos celestes, sobre los hombres y sobre las criaturas irracionales.

La mayor parte de sus milagros los hizo Cristo en la persona de los hombres, ya sea curándoles sus enfermedades, ya devolviendo la vida a los muertos.

Podemos confeccionar la lista de milagros cuya descripción minuciosa nos proporcionan los Evangelios. Además de ellos, hizo Jesucristo muchísimos otros, como dicen repetidas veces los Evangelistas; y no sólo externos y comprobables por todos, sino también internos, cambiando las disposiciones íntimas de sus oyentes mal dispuestos, o dejándolos admirados y sin respuesta, o, incluso, derribándolos por el suelo al conjuro taumatúrgico de su palabra.

Muchos de estos milagros los hizo Cristo por modo imperativo, con una sola palabra (quiero; sé limpio; levántate) y, a veces, a distancia del beneficiado. Otras veces, en cambio, hacía alguna cosa más que la simple palabra (v.gr., tocarlos, poner saliva, etc.) e incluso en alguna ocasión no curó a un ciego instantáneamente, sino por grados.

Explicando esta distinta manera de proceder, los Santos Padres han dicho cosas muy hermosas, a veces extrayendo con habilidad e ingenio enseñanzas místicas muy elevadas a propósito de cualquier detalle de esos milagros.

Santo Tomás recoge esos textos y los introduce de este modo: Cristo había venido a salvar al mundo no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su Encarnación. Y por esto, con frecuencia, cuando curaba a los enfermos no usaba sólo del poder divino, simplemente ordenando, sino que también añadía algo de parte de su humanidad.

Por esto, sobre el pasaje de San Lucas, 4, 40 (“imponiendo las manos a cada uno, los curaba a todos”) comenta Cirilo: Aunque en cuanto Dios hubiera podido alejar todas las enfermedades con una palabra, los tocó, demostrando con ello que su humanidad era eficaz para dar remedios.

Y acerca de San Marcos, 8, 23-25 (“poniendo saliva en sus ojos e imponiéndole las manos…”), dice el Crisóstomo: Escupió e impuso las manos al ciego, queriendo demostrar que la palabra divina, unida a la obra, hizo el milagro; la mano deja ver la acción; la saliva, la palabra que procede de la boca.

Y sobre el pasaje de San Juan, 9, 6 (“hizo barro con la saliva y untó con el barro los ojos del ciego”), escribe Agustín: Hizo barro con su saliva, porque “el Verbo se hizo carne”. O también para significar que Él mismo era quien del barro de la tierra había formado al hombre, como explica el Crisóstomo.

Acerca de los milagros de Cristo hay que considerar también que, en general, los hacía como obras perfectísimas. Por esto, a propósito de San Juan, 2, 10 (“todo el mundo sirve primero el vino bueno”), comenta el Crisóstomo: Los milagros de Cristo son de tal categoría que resultan mucho más preciosos y útiles que las obras realizadas por la naturaleza.

De igual modo confería instantáneamente la salud perfecta a los enfermos. Por ello, Jerónimo, a propósito de San Mateo, 8, 15 (“se levantó y los servía”), comenta: La salud que el Señor confiere, vuelve íntegra en un instante.

Especialmente a propósito del ciego aquel que recuperó la vista por grados, sucedió lo contrario por su falta de fe, como dice el Crisóstomo. O, como dice Beda, al que podía curar totalmente y con una sola palabra, lo sana poco a poco, para mostrar la grandeza de la ceguera humana, que con dificultad, y como por pasos, vuelve a la luz, y para indicarnos su gracia, con la cual nos ayuda en cada avance hacia la perfección.

Viniendo más precisamente al Evangelio de hoy, vemos a Nuestro Señor Jesucristo cuando cura milagrosamente a un leproso y al siervo del centurión; y ambos milagros nos descubren el Salvador, el Médico de nuestras almas; y en nosotros mismos, las condiciones de nuestra curación.

La horrible enfermedad de que adolecía el leproso y la parálisis que afligía al siervo del centurión de nuestro Evangelio, eran figuras del pecado, de las pasiones y de las diversas enfermedades espirituales de que Jesucristo venía a curar a la humanidad.

El caritativo Salvador, lleno de compasión, toca con su mano al leproso y le devuelve la salud; dice al centurión: ¡Id, que vuestro siervo está sano!, y al instante el siervo estuvo sano.

No le cuesta más curar nuestras almas que lo que le costó curar a los enfermos que le presentaban; por otra parte, es bastante poderoso para poder curarnos; por la otra, no le falta la voluntad de hacerlo.

Él quisiera vernos santos y perfectos; tiene sed de nuestra salvación… Así este celestial Médico quiere curarnos; y, si no lo hace, es porque nos resistimos a sanar. ¡Desgraciados! No cumplimos las condiciones mediante las cuales recobraríamos la salud de nuestra alma.

¿Con qué condiciones Jesucristo nos ofrece la curación?

Es preciso conocer nuestro mal y querer sinceramente y con ardor su curación.

El leproso del Evangelio conoce perfectamente su mal; ve todas sus circunstancias tristísimas, su fealdad, su vergüenza y sus peligros, y pide con instancia su curación al Salvador.

No dijo: “Si lo pides a Dios”, ni: “Si oras”, sino: “Si quieres puedes limpiarme”. Y no dijo tampoco: “Señor, límpiame”, sino que todo lo deja a su arbitrio, y lo reconoce como Dios, y le atribuye la potestad de hacerlo todo.

En cuanto a lo que dice: “Si quieres”, no duda que la voluntad de Dios está inclinada a todo lo bueno; sino que, como no a todos conviene la perfección corporal, ignoraba si a él le convendría aquella curación. Dice, pues: “Si quieres”, como si dijese: “Creo que quieres todo lo que es bueno, pero ignoro si es bueno para mí lo que pido”.

Nuestro Señor, aunque podía limpiarlo con la palabra y con la voluntad, le aplicó la mano: Y extendiendo Jesús la mano, lo tocó, para manifestar que no estaba sujeto a ley alguna y que, estando limpio, nada había inmundo para Él.

El Señor demuestra aquí que no obra como siervo, sino que, como Dios, toca y cura.

No era sólo Dios, sino también hombre, por eso obraba los milagros por medio de la palabra y del tacto, a fin de que sus actos divinos se perfeccionasen con el concurso del cuerpo, como órgano.

La mano no se vuelve inmunda por haber tocado la lepra, sino que, por el contrario, el cuerpo leproso se vuelve limpio al simple contacto de la mano santa.

El leproso había dicho: “Si quieres”, el Señor le respondió: “Quiero”.

Aquél había dicho: “Me puedes limpiar”, y el Señor le respondió: “Sé limpio”.


El centurión, por su parte, reconoce también el mal de su siervo, describe toda su gravedad y clama al Señor para que lo cure.

Veamos también aquí la fe del centurión, el cual no dijo: “Ven y sánalo”, porque, creía que estaba presente en todas partes; y porque tampoco dijo: “Sánalo desde aquí”, porque cría que tenía poder para hacerlo, sabiduría para comprenderlo y caridad para oírlo.

Por lo tanto se limitó a exponer la enfermedad, dejando el remedio de la curación al arbitrio de su misericordia.

Viendo el Señor la fe, la humildad y la prudencia del centurión, le ofreció inmediatamente que iría y sanaría al siervo.

Lo que nunca había hecho Jesús lo hizo ahora. En todas partes sigue la voluntad de los que suplican, aquí la excede. No sólo ofreció curarlo, sino también ir a su casa. Hizo esto para que conozcamos la virtud del centurión, puesto que si Él no hubiese dicho: “Yo iré y lo sanaré”, el centurión no hubiera respondido: “No soy digno”.

Así como admiramos la fe en el centurión, porque creyó que el paralítico podía ser curado por el Salvador, así se manifiesta también su humildad, en cuanto se considera indigno de que el Señor entre en su casa.

La fe del centurión aparece en que ve, a través del Cuerpo del Salvador, la divinidad que en Él se encontraba oculta; y por eso añade: “Pero mándalo con tu palabra y será sano mi siervo”.

A fin de que nadie pensase que lo que el Salvador dice sobre el centurión, no era sino una vana adulación, hace el milagro: Y dijo Jesús al centurión: “Ve, y como creíste, así se haga”.

Como si dijese: “Según la medida de tu fe, se te medirá esta gracia”.


Si conociéramos del mismo modo nuestros males espirituales; si comprendiéramos toda su gravedad y todos sus peligros, si deseáramos ardientemente vernos libres de ellos; si pidiéramos con instancia la gracia al Salvador, pronto nos veríamos sanos y muy distintos de lo que somos…

Es preciso acompañar nuestra petición con una fe viva.

¡Cuán admirable es la fe que inspira al leproso esta bella oración: Señor, si quieres, puedes sanarme; y al centurión esta otra: Señor, decid una sola palabra, y mi siervo será sano…!

¡Cómo debe confundirnos al ver tanta fe en este leproso y en este pagano, cuando nosotros, en una posición tanto más feliz, estamos, sin embargo, tan distantes de ella!

Es necesario orar con humildad. Oremos de esa suerte y obtendremos la curación de todas nuestras miserias.

Debemos reconocer nuestras miserias y pedir su alivio con fe, con humildad y con un deseo ardiente de conseguirlo, acudiendo continuamente a Jesucristo, como a nuestro caritativo Médico.


Adoremos a Jesucristo como a Médico de nuestras almas, descendido del Cielo para curar al género humano, miserable enfermo que yacía en el suelo.

Prosternémonos a sus pies como enfermos que piden su curación.

Bendigámoslo por tantas curaciones que obró durante su vida mortal y que obra aún todos los días en la Iglesia.

Pongamos en Él toda nuestra confianza, diciendo con la Oración de este Domingo:

Omnipotente y Sempiterno Dios, mira propicio nuestra fragilidad; y extiende, para protegernos, la diestra de tu Majestad.

Y con la Oración de la fiesta del Bautismo de Nuestro Señor:

Oh Dios, cuyo Unigénito apareció en la sustancia de nuestra carne; suplicámoste hagas que, por Aquel a quien hemos conocido semejante a nosotros en lo exterior, seamos reformados interiormente.

domingo, 16 de enero de 2011

Domingo IIº post Epifanía


SEGUNDO DOMINGO DE EPIFANÍA


Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, le dice a Jesús su Madre: “No tienen vino”. Jesús le responde: “¿Qué nos importa a tí ni a mí de este asunto, Mujer?. Todavía no ha llegado mi hora”. Dice su Madre a los sirvientes: “Haced todo cuanto Él os diga”…

Terminada la vida privada de Nazaret, da Jesús comienzo a su vida pública… y la primera manifestación milagrosa de ella fue el prodigio realizado en Caná por intercesión…, casi podemos decir, por mandato de su Madre


No se sabe a punto fijo quiénes fueron aquellos dichosos esposos…; parecen ser unos parientes de la Santísima Virgen, con los que sin duda tenía Ella grande y estrecha relación, pues le pareció conveniente aceptar la invitación de asistir a sus bodas.


Notemos bien cómo la invitación, en primer lugar, fue hecha a la Santísima Virgen… Jesús lo fue a causa de su Madre…, esto es, fue invitado por ser Hijo de María.


Nunca olvidemos esta circunstancia: siempre le gusta a Jesús aparecer acompañado de su Madre Santísima.



Y entonces llegó a faltar el vino.


Preocupados con lo que comían y bebían, seguramente nadie cayó en la cuenta de que el vino escaseaba.


Fue Nuestra Señora la que enseguida lo advirtió… ¡Qué mirada la suya! ¡Tan fina y penetrante!… ¡Nada se le escapa!…


Seguramente que los criados disimulaban, para que no se notara la falta; pero para los ojos maternales de María no hay nada encubierto.


También Jesús lo supo; pero no hizo ni dijo nada…, dejó obrar a su Madre…, quería que fuese cosa suya.


Las bodas de Caná son como el pórtico de la Nueva Alianza. Y está muy bien, espléndidamente bien, que allí el Señor haya cedido a Nuestra Señora la palabra de iniciativa en la obra de su bondad.


Y el Corazón maternal de María no lo pudo sufrir… Ella, invitada por aquellos esposos, ¿no iba a hacer nada por ellos, pudiendo socorrerlos en aquel apuro?…


¡Qué Corazón el suyo!… Nadie le dice nada; y es Ella, la que al ver un sufrimiento y un disgusto, se lanza a remediarlo.


Reconozcamos las delicadezas, las bondades y las misericordias de María…; y, en la misma medida, confiemos en Ella, pues también con nosotros obrará del mismo modo.



Y entonces, volviéndose a Jesús, le dice: No tienen vino


¡Qué palabras!… ¡Qué sencillas! ¡Y cuánto encierran!…


No son un mandato… Ni siquiera una súplica… Sólo encierran la exposición de una necesidad…


No tienen vino Ella no duda de que Jesús lo solucionará. No es necesario que pida y ordene. Basta que dé a entender su deseo, y Él lo comprenderá.


El deseo del Corazón de la Madre, es ley y mandato para el Corazón del Hijo…


El tono expuesto en las palabras de la Virgen a Jesús no es ni de orden ni de súplica. Es el tono de una súplica que equivale a una orden; el tono de quien posee poder legítimo eminente para hacerse escuchar, y derecho absoluto a ser escuchado. Se trata de una mediación soberana.



Jesús, sin embargo, parece rechazarla en esta ocasión y le contesta: ¿Qué nos importa a tí ni a mí de este asunto?


Como si dijera: “Nosotros no damos el banquete; y por lo mismo no es cosa nuestra; allá se arreglen ellos”.


Además, esto parece una pequeñez…, que falte el vino cuando todos han bebido hasta saciarse…, a última hora…; ¡si hubiera sido al principio!…; y tratándose de una cosa puramente material, sin provecho espiritual de ninguna clase… ¿a qué venía ahora el empeño de hacer milagros?…



Y como si fuera esto poco, Jesús añade: Aún no ha llegado mi hora No es éste el momento propicio…, ni la hora determinada por mi Padre para hacer milagros y manifestarme con prodigios…



Todo esto debería haber acobardado a María. Había fracasado en su primer intento. Las dificultades que Jesús oponía eran tales, que lo mejor era callar.


Así parece que hubiéramos juzgado, vista la cosa con ojos humanos…


Pero María no lo entendió así; y como si Jesús hubiera respondido de modo completamente favorable, demostrando estar dispuesto a todo lo que Ella quería, se pone a mandar, llamando a los criados, y les dice: Haced cuanto mi Hijo os diga



Y con esto Jesús queda comprometido…; ya no tiene más remedio que hacer algo…, y por voluntad de su Madre obra su primer y gloriosísimo milagro…



Muy grande fue el milagro del agua transformada en vino; pero mayor aún es este milagro del poder de María… el de la omnipotencia suplicante de María

Parece que Dios no se propuso otra cosa, en esta ocasión, que el de demostrarnos la fuerza de este poder de María.


Todo lo que Jesús dice…, todas las dificultades que opone, no sirven más que para enseñarnos clarísimamente esto mismo.


Sobre todo aquello de No ha llegado aún mi hora Y hasta los planes de Dios parecen cambiarse a voluntad de María…


La omnipotencia suplicante de la Virgen es un don divino. Correlativo a la gracia de la Maternidad Divina, es el mayor poder que se haya dado a una simple criatura.


Dios, al conferir esta gracia a María Santísima, ha vinculado para siempre a ella la omnipotencia creadora.


¡Qué cosa más admirable!… ¡¿Qué será María delante de Dios cuando tanto es su poder?!



La hora de la Encarnación se aceleró por las súplicas fervorosas de María…; en Caná se adelanta la hora de su manifestación pública… pero también el de su Pasión…


Por eso dijimos que las bodas de Caná son como el pórtico de la Nueva Alianza.


Si el Verbo de Dios se encarna, es en María…; si nace, es del seno de María…; si vive treinta años oculto, está escondido en y con María…; si empieza su vida pública y obra su primer milagro, es cuando quiere María…


La Virgen Madre oteaba el horizonte, cargado de signos, en espera de ver el suyo… Una corazonada maternal infalible se lo mostró, de pronto, en el percance de las bodas.


Y descubrió en él su designio providencial: de que Ella anunciara, públicamente, que ya estaba entre los hombres el Redentor.


De ahí el tono y el tenor de su mandato a los servidores. Haced todo lo que Él os diga



Ya no es la voz que se escuchó cuando hablaba a su Hijo, deprecatoria, al mismo tiempo que autoritaria.


Ahora, dirigiéndose a los hijos, su autoridad materna es resueltamente ejecutiva.


Habla la Mujer, la mujer por excelencia, Nuestra Señora, reina del universo…



¿Qué es esto que nada se hace por el Hijo de Dios sin María?… ¿No nos espanta y admira esta disposición de Dios de asociar a María a todas sus obras?…

Pues si así es, nuestra misma salvación y santificación de Ella dependen…, de Ella han de venir…, a Ella se las debemos confiar.


Y ¡con cuánta seguridad debemos confiárselo todo a Ella!



Consideremos la seguridad con que Ella confía en su Hijo… Era el primer milagro…, incluso nunca lo había visto hacer prodigios, y, no obstante, ¡qué fe!…, ¡qué confianza la suya!…, ¡con qué seguridad llama y manda a los criados!

Lancémonos sin miedo en brazos de Madre tan poderosa…; expongámosle nuestras miserias…, nuestras necesidades…; que la que no sufrió la falta de vino en unas bodas, menos sufrirá la falta de virtudes en nuestro corazón, si a Ella acudimos y si a Ella le pedimos el remedio.



Vengamos ahora a una aplicación práctica, concreta para nuestros tiempos…


La Madre de Dios, por su Inmaculada Concepción y su Maternidad virginal, aplasta la cabeza del dragón infernal.


Ella domina como Soberana todos los tiempos de nuestra historia, y sobre todo el más formidable para las almas: el momento de la llegada del Anticristo y de su Falso Profeta, así como aquellos tiempos de la preparación de éstos dos por sus diabólicos precursores.


María Santísima se manifiesta no sólo como la Virgen que consuela en las horas de angustia para la sociedad terrena, sino que Ella se presenta como la Virgen poderosa, fuerte como un ejército en orden de batalla, en los períodos de devastación de la Iglesia y de agonía espiritual para sus hijos.


Ella es la Reina de toda la historia de la humanidad; no sólo en momentos de angustia, sino principalmente para el fin de los tiempos, los tiempos particularmente apocalípticos.


Incluso cuando el Anticristo y su Falso Profeta irrumpan en el interior mismo de la ciudad Santa, la Iglesia no cesará de ser la Santa Iglesia: ciudad bien amada, inexpugnable para el diablo y sus secuaces; ciudad pura e intachable, cuya Reina es Nuestra Señora.


Ella es la Reina Inmaculada, que hará abreviar los sombríos días del Anticristo. También, y especialmente, durante este período, Ella obtendrá la perseverancia y la santificación para sus hijos.


Su presencia, desde Caná hasta el Calvario, para cuando se reservó el Vino de mayor calidad, nos prueba su fidelidad. Unida estrechamente a la Hora de su Hijo, a su sacrificio redentor, Ella obtiene las gracias de adopción para sus hijos, miembros del Cuerpo Místico.


Su mediación obtiene todas las gracias; las gracias para enfrentar las tentaciones y las tribulaciones ordinarias, pero también las necesarias para perseverar y santificarse, resistiendo en el peor de los momentos de la Iglesia de Jesucristo, el de la autodestrucción.


La Virgen Madre nos hace comprender, sin dar lugar a la más mínima duda, que Ella será capaz de sostener a sus hijos mediante una intercesión maternal omnipotente.



La ocupación de la Iglesia, los puestos de mando usurpados por el modernismo en todos los niveles de la jerarquía, sin excluir el más elevado, es un drama sin precedentes; pero las gracias obtenidas por la Madre del Hijo de Dios son más profundas que esta tragedia.

Todos aquellos a los cuales Nuestro Señor Jesucristo, por una singular muestra de honor, convoca a una mayor fidelidad en la lucha contra los precursores del Anticristo y de su Falso Profeta introducidos en la Iglesia, debemos confirmar y robustecer nuestra fe y esperanza en la divinidad de Jesús, en la Maternidad divina de María y en su Maternidad espiritual.


Recurramos a Nuestra Señora en nuestra calidad de hijos suyos; y a continuación experimentaremos que los tiempos del Anticristo y de su Falso Profeta son tiempos de Victoria: victoria de la plena redención de Jesucristo y de la soberana intercesión de María.



Entretanto, debemos estar muy atentos a las palabras de la Madre de Jesús, y Nuestra Madre, en razón de que en varias ocasiones se ha manifestado para advertirnos sobre la gravedad de la hora que vivimos.

La Virgen Inmaculada, en efecto, siempre presente junto a sus hijos, nos ha visitado más especialmente en los últimos tiempos.


Es siempre la misma Virgen María Inmaculada, y siempre es el gran drama de la redención de los hombres. La única diferencia es que los siglos han pasado y el drama ha tomado ribetes de mayor gravedad; por eso Nuestra Madre y Reina interviene, insistiendo para hacerse escuchar.


A pesar de los nuevos peligros que amenazan a la Iglesia; sea lo que fuere de la organización de la contra-Iglesia y de los preparativos y progresos del Anticristo y de su Falso Profeta, la Virgen María está siempre presente en medio de sus hijos, potente e invencible, como en Caná, Ella nos guarda en su oración y en su Corazón.



Nuestra Madre nos ha recordado la gravedad del momento histórico, que es nuestra historia; Ella intervino específicamente para ello. Nuestro combate no es contra la carne y la sangre, sino contra los ángeles malos en persona, que quieren adueñarse de la historia.

Son ellos los que han sugerido a los hombres la idea sacrílega de organizar el mundo no sólo para perder las almas, sino también para neutralizar las posibles reacciones y poder convertir al mundo en una cómoda antecámara del infierno eterno.


Hace tres siglos la humanidad elaboró un proyecto de apostasía general; hoy en día podemos comprobar que ese designio demoníaco se ha realizado.


¿Cómo no invocar a Nuestra Señora y decirle, con una súplica humilde y vehemente, que lo que nos pide nos supera; pero también que tenemos una confianza ilimitada en su intervención?: ad Te clamamus exsules filii Evae… eia ergo, Advocata nostra, illos tuos misericordes oculos ad nos converte…



Mujer, he aquí a tu hijo Que estas últimas palabras de Jesús agonizante, válidas para todos los hombres de todos los siglos, tengan cumplida cuenta para nosotros y para nuestra hora aciaga…, para la gloria de Jesucristo, para el honor de la Virgen Inmaculada…, para las salvación de nuestras almas.



Para que esto sea realidad, tengamos en cuenta aquellas otras palabras:


He aquí a tu Madre Demuestra, pues, que eres un buen hijo…



Haced todo cuanto Él os diga


Y el vino de la última hora resultará ser el de mayor calidad, tal cual nunca hubo otro…

domingo, 9 de enero de 2011

Sagrada Familia


FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA


Debido a los diabólicos ataques contra la institución familiar, deseo consagrar el sermón de esta Fiesta de la Sagrada Familia a poner en claro algunas de las principales verdades en torno al matrimonio, así como refutar y condenar sus errores contrarios.


Dios Nuestro Señor instituyó la unión matrimonio con un doble fin: uno principal, la procreación y educación de la prole (ordenado en primer término al bien común); y otro secundario, subordinado al principal, ordenado al bien mutuo de los esposos.

La dignidad y el santo fin de la institución matrimonial siempre sufrieron los ataques de las pasiones de los hombres, que, a trueque de lograr sus satisfacciones, no han tenido reparo en atentar contra las notas esenciales del matrimonio, y en desarticular los fines santos a que Dios lo destinó.


Estos ataques se realizaron por dos medios; los dos demoledores del fin y de la esencia del matrimonio. Atentado doble, como veremos, por la desarticulación privada e individual del fin del matrimonio, y por la desarticulación pública y social de su esencia.



Pero quienes quieren no sólo destruir el Catolicismo, sino incluso arrasar la sociedad, conocedores a fondo de la psicología de las pasiones humanas, desde hace tres siglos repiten con táctica perseverante la ideología demoledora del matrimonio cristiano


Para ello utilizan la cátedra (con una pseudociencia engreída; incluso la de clérigos, y hasta en los mismos documentos del Concilio Vaticano II y del magisterio posconciliar); la literatura (utilizando la ironía y la burla con habilidad diabólica); el teatro (degenerado por lo abyecto); el cinematógrafo y la televisión (simple pornografía viviente); la prensa en todas sus formas…


Desatadas las pasiones, sin normas en la inteligencia, sin barreras en la moral, el efecto es seguro: se arrollarán las notas esenciales del matrimonio, se desarticularán los fines que Dios le impuso.


Y la masa de católicos, envenenada por esa propaganda, que halaga a la animalidad, y sin la defensa del magisterio, perdió las normas de la doctrina y de la moral de Jesucristo y se va sumando, puede ser sin intención consciente pero con realidad espantosa, a la práctica de esas ideas y de esas normas enseñadas y divulgadas por los revolucionarios cuya finalidad es despojar al matrimonio de sus notas esenciales y cristianas.



La desarticulación privada e individual del matrimonio, es una de las lacras más corrosivas y demoledoras del fin a que Dios lo destinó.


Impuso Dios a la unión del hombre y la mujer las notas de unidad e indisolubilidad en el vínculo conyugal, para asegurar la procreación digna, que pudiese proporcionar a la sociedad hombres en el verdadero sentido de esta palabra, bien formados física, intelectual y moralmente.


Santificó Jesucristo esta unión conyugal, elevándola a Sacramento, que proporcionara con la gracia sacramental todas las ayudas que fueran necesarias para que los esposos pudieran cumplir con los deberes de su elevada misión.


Pero, además, Dios quiso poner alicientes naturales que estimularan a la aceptación de las cargas de la paternidad y de los molestos cuidados inherentes a la manutención y educación física, intelectual y moral de los hijos.


Ordenó Dios que en la vida conyugal existiesen atractivos somático-psíquicos, que, con sus contenidos agradables sensitivo-afectivos, fuesen incentivos que inclinasen a la aceptación de los fines impuestos.


De donde se sigue que el uso de esos estímulos y alicientes, fuera del fin asignado por Dios, es una distorsión del plan divino, es una violación rebelde contra los preceptos de Dios.


Y fuera de este deber conyugal en el legítimo matrimonio, están gravemente prohibidos el uso y la aceptación de los atractivos sensitivo-afectivos que le están vinculados.


Y tanto más prohibidas por Dios, cuanto más se use de ellos contra la naturaleza.


Dios los concedió ligados a un fin elevadísimo, un fin necesario, el de la conservación de la especie. Y quedarse el hombre con el placer e impedir la generación a la que está ordenado por Dios, es trastocar este plan sapientísimo del Creador.


Poner obstáculos voluntarios que vicien el acto conyugal para evitar con toda diligencia la prole, eso es lo que constituye el gravísimo pecado de rebelarse el hombre contra Dios y sus leyes, al impedir el fin primordial a que Dios destinó el matrimonio.


Muy distinto es el caso en que, sin la intervención humana libre y voluntaria, no se sigue la gestación de un nuevo hombre. Ninguna culpa es imputable a los esposos aquí, “pues hay, tanto en el mismo matrimonio, como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios, verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende, su subordinación al fin primario”. Así se expresa Pío XI en la Encíclica sobre el matrimonio cristiano, Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930.


El viciar voluntariamente la naturaleza del acto conyugal, eso es injuriar gravemente al Creador, que concedió para engendrar la vida todo cuanto es inherente al proceso generador.


Y viene el hombre y esteriliza eso mismo que fue destinado a ser fuente de la vida.


¡Cegar las fuentes mismas de la vida! ¡Tremenda violación del fin primario del matrimonio!


Éste es el gran pecado de la actual vida matrimonial.


Se viola y se desarticula el plan de Dios con todas las prácticas anticoncepcionistas y con todas las distintas inmoralidades del onanismo.


“Los que en el ejercicio del acto conyugal lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta”, dice Pío XI, quien agrega estas serias palabras: “Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujera a los fieles que le han sido confiados, a estos errores, o al menos los confirmara en los mismos con su aprobación o doloso silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez Supremo, por haber faltado a su deber, aplíquese aquellas palabras de Cristo: «Ellos son ciegos que guían a otros ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en la hoya».



Y todavía se acrecienta la malicia de la violación del fin primario y esencial del matrimonio, el bien de la prole, cuando se atenta, por cualquier motivo o pretexto, contra la vida del ser ya engendrado.


Violación criminal del fin primario del matrimonio.


Tan homicidio es matar a un adulto de una puñalada o con un veneno, como el privar de la vida al alojado en el claustro materno.


Con la agravante de que aquí se mata a un inocente que no puede defenderse. Y que, además, se lo priva del derecho que tenía de poder un día ser heredero de Dios gozándolo con la visión beatífica y con la posesión perfecta por toda una eternidad.


Crimen horrendo, atentatorio contra el fin primordial y esencial del matrimonio.


Crimen horrendo, violador de los derechos de Dios, único y absoluto dueño de la vida, que expresamente se reserva los derechos de ella.


Crimen horrendo, porque viola el derecho inalienable a la existencia del ser ya concebido, que es derecho, base y fundamento de todos los demás derechos del hombre.


Instituye Dios el matrimonio para dar la vida, y el hombre mata esa vida…


Antagonismo entre Dios bienhechor y el hombre criminal.


Por eso, cuando las pasiones humanas cometen este enorme pecado de homicidio, clama la Iglesia, y para impedir crimen tan nefando levanta su voz de Madre, castigando con excomunión a cuantos han procurado el aborto, effectu secuto, si consta ciertamente que éste se ha seguido por la acción física o moral de los que lo han procurado.



Que la Sagrada Familia, que tuvo que huir a Egipto para escapar de la malicia de Herodes y tanto se condolió de las madres de los Santos Inocentes, interceda para detener la matanza de tantos cándidos seres perpetrada en el seno mismo de sus madres por los modernos Herodes…



A esta desarticulación privada e individual, ha de añadirse la desarticulación pública y social del matrimonio.


El divorcio, la ruptura del vínculo conyugal, atentado público y social contra la indisolubilidad del vínculo matrimonial, nota esencial de la naturaleza del matrimonio, he aquí el medio de la desarticulación pública y social del matrimonio.


El divorcio se opone al fin primario del matrimonio, es decir la procreación y educación de la prole hasta la edad perfecta; y también es opuesto al fin secundario de la mutua ayuda de los esposos.


El divorcio tuvo y tiene sus propugnadores de matices sentimentalistas, y sus propugnadores de ribetes filosóficos.


Matices sentimentalistas en los que se dramatizan desavenencias conyugales, de irremediable arreglo, según dicen, en la indisolubilidad conyugal; al mismo tiempo que se poetizan idilios de amores comprendidos y correspondidos, posibles de gozarse con la existencia legal del divorcio.


Ribetes filosóficos, basados en la libertad del contrato conyugal, para de ahí probar el divorcio, es decir la libertad para anular dicho contrato.


Matices sentimentalistas, que se ciegan para no ver en la realidad de la historia los desastres individuales y sociales del divorcio.


Ribetes filosóficos, que no caen en la cuenta que, al dictaminar ellos mismos sobre el divorcio, regulando y condicionando su existencia como se hace en todas las teorías divorcistas, son ellos mismos los que anulan el principio mismo de donde lo hacían nacer.


En efecto, atan y encadenan esa decantada libertad omnímoda, poniendo condiciones y regulando el divorcio.


Ribetes filosóficos que, o niegan la libertad, o necesariamente caen en el amor libre, o la libre saciedad de la sexualidad, sin más requisitos que los que a uno mismo le plazca ponerse, para abolirlos tan pronto como al mismo sujeto le venga en antojo.



Nació el divorcio de la pasión, enmascarada con el sentimentalismo y con el disfraz de traje filosófico, pero contiene algo más transcendente que la ruptura del vínculo conyugal en tal o cual caso determinado.


Se quiso con el divorcio hacer saltar en añicos el fundamento de la sociedad, que es la familia.


Se quiso demoler la familia, para que, una vez suprimida, se pudiese impunemente atacar a la Religión.


Es el divorcio un arma predilecta de ataque contra la Iglesia; es un cepo en donde, atraídas con el cebo de las pasiones, van cayendo multitudes, que, una vez aprisionadas en él, fácilmente se ha conseguido separarlas de la Iglesia.


Porque el divorcio no es una panacea que evita los conflictos conyugales, ni contiene el bien de la sociedad en que se implanta.


¡Qué bien lo ha declarado Balmes!: “Dad rienda suelta a las pasiones del hombre; dejadlo que de un modo u otro pueda alimentar la ilusión de hacerse feliz con otros enlaces, que no se crea ligado para siempre y sin remedio a la compañera de sus días, y veréis cómo el fastidio llegará más pronto, cómo la discordia será más viva y ruidosa, veréis cómo los lazos se aflojan, cómo se gastan al poco tiempo, cómo se rompen al primer impulso”.


Y, con su profundidad natural, dice Santo Tomás: “El amor mutuo de los esposos será más fiel si ellos saben que están unidos inseparablemente: cada uno de ellos velará con más cuidado por los intereses domésticos, si comprenden que van a vivir perpetuamente en la posesión de los mismos bienes”.



El divorcio es atentatorio, por su misma esencia, contra los fines primarios y secundarios del matrimonio; es el destructor del matrimonio y de la familia; cuartea los cimientos de la sociedad.


El fin primario del matrimonio, la procreación y educación de la prole hasta la edad perfecta, quedan hechos añicos por el divorcio.


Nace de la esencia del divorcio, que atiende al refinamiento egoísta del placer de los contrayentes, el secar las fuentes de la vida. El divorcio es esterilizador.


¿Para qué engendrar, si la prole concebida no trae sino cuidados, responsabilidades, gravámenes económicos, ataduras opresoras…, que impiden el gozar sin estorbos del placer egoísta de la vida?


El hijo, en el hogar divorcista, es un perturbador y un intruso.


Es una ley: el divorcio influye en la disminución de la natalidad. Decrece la natalidad donde crece el divorcio.


¡Qué contraste! ¡El matrimonio instituido por Dios para el bien de la prole, con su nacimiento digno y su educación integral, y el divorcio demoliendo este fin primario del matrimonio!



¡Arrasar la familia, raer todo pudor y delicadeza de instinto materno en la mujer, reducir la paternidad al acto fisiológico estéril!

¿Se podrá hacer que viva la sociedad a la que se le han arrancado de cuajo los instintos fundamentales en el hombre, y se la ha dislocado del plan impuesto por Dios?


La posibilidad del divorcio despierta el deseo de realizarlo.


Los amores puros y nobles se enfrían; luego se hielan; se aviva la lujuria; se encabrita la pasión, que ve posibles nuevos objetos que la sacien; entra en el hogar el nerviosismo y la intranquilidad; se hiperestesia la sensibilidad para las causas legales del divorcio; se las busca, se las pone de propósito, se las amplía.


Primero sólo será causa de divorcio el adulterio, luego el atentado contra la vida del cónyuge, luego las injurias, luego las antipatías, luego… el hastío, luego… el amor libre, sin otra norma que el capricho de la pasión y la posibilidad de saciarla.


El divorcio desemboca fatalmente en la poliandria sucesiva para la mujer, y en la poligamia sucesiva para el hombre; eufemismos que encubren las realidades de la prostitución y del harén


Menos que pura animalidad, porque en las uniones zoológicas no se viola jamás el instinto de paternidad y maternidad, ni jamás desaparece el instinto del cuidado y defensa de la prole.


¡No tienen otras consecuencias los atentados contra los planes del Creador!



Y tal es el torrente avasallador del divorcio, que se ha llegado a la industrialización y tráfico del divorcio.


Industrializarlo, cotizarlo, negociar con el divorcio.


Anuncios con reclamo de divorcios, agencias de divorcio y abogados especializados en el divorcio.


Cuestión de dinero. Se paga la cuota, y todo corre a cargo de los industrializadores del divorcio. El presentar la demanda, el justificar los motivos, el obtener la sentencia.


¡Pensar que se ha llevado la negociación con el vínculo conyugal a los mismos tribunales eclesiásticos!… Claro está que encubierto por el nombre de “declaración de nulidad”, por motivos que no sólo no la prueban, sino que ni siquiera justificarían la separación sin ruptura del vínculo.


Salvo la profesión religiosa en una Orden religiosa, o el caso del llamado privilegio paulino, todo matrimonio legítimamente contraído entre cristianos, ratificado por el sacramento y consumado por el acto conyugal, es totalmente indisoluble.


¡Pero lo que puede el ímpetu de la pasión desbocada!


No se puede disolver el vínculo cuando concurren las dichas condiciones, pero sí se puede pretender el simular que estas condiciones no han existido, y entonces… sería declarado nulo el matrimonio.


Y aquí el esfuerzo de las agencias eclesiásticas de nulidad de matrimonios.


La cuestión es poder acallar a la pasión, que está inquieta por volar a contraer un nuevo vínculo.


¿Nuevo vínculo? ¡Ni hay nulidad del primer matrimonio, ni hay posibilidad de legítimo segundo matrimonio!


No hay nada más que un enorme sacrilegio, en el que han intervenido personas sacrílegamente criminales, que se han atrevido a traficar con el Sacramento.



Declamaciones sentimentalistas, ridiculeces filosóficas y sacrílegas componendas han querido corregir la plana a Dios y enmendar la doctrina de Jesucristo.


Al procurar problemáticos arreglos en casos individuales de desavenencias conyugales, han destrozado el matrimonio y arrasado el hogar.


Por atender a excepciones, se arruina a la sociedad.


Clara y serenamente, con la elevación y profundidad de su entendimiento angélico, escribía Santo Tomás: “La rectitud natural de los actos humanos se toma, no de lo que sucede excepcionalmente a un individuo, sino de lo que conviene a toda la especie”.


Y ratificaba: “El matrimonio, en razón de su fin principal, que es el nacimiento de la prole, está ordenado principalmente al bien común, aunque en razón de su fin secundario sea ordenado también al bien de los esposos, en cuanto el matrimonio es para el remedio de la concupiscencia. Por eso, en las leyes del matrimonio se atiende más bien a lo que conviene a todos que a lo que conviene a uno solo. Así que cuando la indisolubilidad del matrimonio impidiese, en un caso particular, el bien de la prole (por ejemplo, en caso de relativa esterilidad), de suyo lo protege, sin embargo, comúnmente”.


El pretendido e hipotético arreglo del caso particular, lleva intrínsecamente a la ruina y al desquiciamiento de toda la institución matrimonial y familiar.


Y es que se ha sustituido la Moral de Jesucristo, por el principio destructor de toda moralidad.


A la Doctrina de Jesucristo sobre el matrimonio, cimentada en los deberes conyugales para el bien de la prole y de la sociedad, se la ha querido sustituir por la de la saciedad del egoísmo como norma única de moralidad.


Se ha propalado: “cesa el deber, cuando origina incomodidad”; “no hay obligaciones, cuando exigen sacrificios”; “la ley desaparece, en cuanto es penoso su cumplimiento”; y de estas premisas no han podido deducir más que esta consecuencia: “la ley de toda moral es el propio placer”.


Y con esta ley, se comprende perfectamente que se rompa el vínculo conyugal, que sujeta; que se evite la natalidad, que es carga; que se descuide la formación de los hijos, (tenidos al acaso tal vez), porque es preocupación y molestia; que, en una palabra, se desarticule la esencia del matrimonio en su fin primario.


Con esta ley, de hacer norma de la moral al principio del placer, se comprenden las infidelidades conyugales; se comprende la violación de los contratos; se comprende la relajación de todo lazo que exija vencimiento y subordinación a la comparte; se comprende, en una palabra, que se conculquen todos los fines secundarios del matrimonio.



Y lo gravísimo en el divorcio admitido es esto: que está admitido, esto es, que se lo cubre con apariencias de legitimidad.


No es ya la violación individual del vínculo matrimonial, es la violación social y pública de la doctrina de Jesucristo referente al matrimonio.


No se pueden dislocar los miembros y perturbar las funciones del organismo, sin sufrir las consecuencias del dolor y de la muerte.


No se puede atentar contra la doctrina de Jesucristo, sin sufrir socialmente las fatales consecuencias que hemos visto: el matrimonio cristiano dislocado por el divorcio, sumido en el fango del apetito pasional más que bestializado, esterilizando las fuentes de la vida, abandonando la prole, criminalizando la sociedad y poniendo como norma de la ley el egoísmo del placer…



Católicos… matrimonios católicos… en este ocaso del mundo, con vuestra conducta, dignificad el hogar, santificad vuestro hogar.


Con vuestro influjo trabajad, en vuestro entorno inmediato, por el mantenimiento del matrimonio y del hogar en la doctrina de Jesucristo.


No sólo obtendréis así vuestra propia felicidad, sino que conseguiréis el bien básico de la sociedad.



Que la Sagrada Familia de Jesús, María y José, bendigan a todos los hogares verdaderamente cristianos; los sostenga y fortalezca; y obtenga para sus miembros las gracias especiales para santificarse en estos tiempos tan difíciles como dramáticos.