sábado, 1 de enero de 2011

El Santo Nombre


EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS


Con la simplicidad y concisión propias del Evangelio, se nos descubren dos misterios de profunda importancia y de alta trascendencia: la circuncisión del Niño y la imposición del Santísimo Nombre…

Cumplidos los ocho días para circuncidar al Niño, le dieron el Nombre de Jesús, impuesto por el Ángel antes de ser concebido en el seno materno.


Nuestro Señor Jesucristo no tenía obligación alguna de someterse a las observancias legales que la ley de Moisés y las costumbres del pueblo imponían a todo israelita. Él estaba por encima de la Ley.


Con todo, quiso voluntariamente someterse a aquellas ceremonias prescritas por la Ley, no sin altísimo designio de su infinita sabiduría.


En torno al nacimiento de un niño, las principales obligaciones mosaicas eran cuatro: la circuncisión, la imposición del nombre, la presentación en el Templo y la purificación de la madre.


El Evangelio de hoy nos narra el hecho histórico de la Circuncisión de Nuestro Señor; y Santo Tomás señala siete razones de conveniencia por las cuales el Salvador se sometió a un rito propio de un pecador:


  • 1) Para demostrar la verdad de su carne humana, contra los que se atreverían a decir que tiene un cuerpo fantástico o aparente; contra los que afirmarían la consubstancialidad del Cuerpo de Cristo con la divinidad; y contra los que sostendrían que Cristo trajo su Cuerpo del Cielo.
  • 2) Para aprobar la Circuncisión, que en otro tiempo había sido instituida por Dios.
  • 3) Para probar que era del linaje de Abrahán, el cual había recibido el precepto de la Circuncisión como signo de su fe en Cristo.
  • 4) Para quitar a los judíos el pretexto de rechazarle por incircunciso.
  • 5) Para recomendarnos con su ejemplo la virtud de la obediencia, por lo que fue circuncidado al octavo día, según el mandato de la ley.
  • 6) Para que quien había venido en carne semejante a la del pecado, según la expresión de San Pablo, no desechase el remedio con que la carne de pecado solía purificarse.
  • 7) Para que, tomando sobre sí la carga de la ley, librase a los demás de semejante carga, según las palabras de San Pablo: Dios envió a su Hijo, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley.

Dos objeciones importantes se presentan contra esta ceremonia. Santo Tomás las resuelve, y en sus respuestas encontramos nuevas luces sobre este profundo misterio del Verbo Encarnado.

Una primera dificultad se presenta de este modo: al llegar la realidad debe cesar la figura. La Alianza de Dios con su pueblo, simbolizada por la Circuncisión, quedó realizada con el Nacimiento de Cristo. Por lo tanto, a partir de ese instante debió cesar la Circuncisión.


En la respuesta, el Santo Doctor dice que la Circuncisión, que consiste en quitar el prepucio del miembro viril, significa el despojo de la vieja generación, de la cual fuimos libertados por la Pasión de Cristo. Por esto, la plena realización de esa figura no se cumplió en el Nacimiento de Cristo, sino en su Pasión, antes de la cual conservaba la Circuncisión su virtud y vigencia. De ahí la conveniencia de que Cristo, antes de su Pasión, fuese circuncidado como hijo de Abraham.



Otra dificultad afirma que la Circuncisión se ordenaba a quitar el pecado original. Pero, como Cristo no lo tuvo, no debió someterse a ella.

Y Santo Tomás responde de modo profundísimo: Como Cristo, sin tener ningún pecado, sufrió por propia voluntad la muerte, que es efecto del pecado, para librarnos a nosotros de ella y hacernos morir espiritualmente al pecado, así también quiso someterse a la Circuncisión, remedio del pecado original, sin tener ese pecado, para librarnos del yugo de la ley y para producir en nosotros la circuncisión espiritual; es decir, para que, tomando la figura, cumpliera la realidad.


La segunda ceremonia era la de la imposición del nombre. Y el Evangelista de San Lucas nos dice que le dieron el Nombre de Jesús, impuesto por el Ángel antes de ser concebido en el seno materno.


Etimológicamente, el Nombre de Jesús significa la salvación de Yhavé, como dijo el Ángel al anunciar a San José el misterio realizado en su virginal esposa: Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados.


Sobre la imposición de este Santísimo Nombre, Santo Tomás nos enseña lo siguiente:


“Los nombres deben responder a las propiedades de las cosas, expresando la definición y dándonos a conocer la naturaleza de las mismas.
Los nombres de los individuos se toman de alguna propiedad de la persona a quien se impone. Ya sea del tiempo, como se imponen los nombres de los Santos a aquellos que nacen en sus fiestas; ya del parentesco, como se impone al hijo el nombre de su padre o de algún pariente; ya de algún suceso, como José llamó a su primogénito Manasés, diciendo: Dios me ha hecho olvidar todas mis penas; ya de alguna cualidad de la persona a quien se impone el nombre, como se llamó Esaú (rubio) al primer hijo de Jacob, que nació con el pelo de ese color.
Ahora bien: los nombres impuestos por Dios a algunos siempre significan algún don gratuito que Dios les concede, como cuando cambió el nombre al patriarca Abraham diciéndole: Ya no te llamarás Abram, sino Abraham, porque yo te haré padre de una muchedumbre de pueblos; y a San Pedro: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro (piedra), porque sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
Pues como a Cristo-hombre le fue otorgada la gracia de ser el Salvador del mundo, con razón se le llamó Jesús, o sea Salvador. Y este nombre fue previamente comunicado por el Ángel, no sólo a la Madre, sino también a San José, que había de ser su padre nutricio”.

Ahora bien, si consideramos el aspecto social y público de la salvación por Jesús, una sola frase del Apóstol San Pablo sintetiza toda su obra salvadora: Instaurare omnia in Christo; recapitularlo todo a la unidad de un principio capital, que lo presida, armonice y dirija todo, en los cielos y en la tierra.

Gloriosos y universales han de ser los triunfos logrados por la fuerza del Nombre de Jesús en el orden social.


Los vislumbró el profeta Isaías, cuando describía la gloria del futuro Mesías. Toda ella la reducía a los tres grandes factores de su fuerza social: la verdad, la justicia, el imperio.



En orden a la Verdad, dice el Profeta: Herirá la tierra con la vara de su boca, es decir conmoverá la tierra con su palabra y con la verdad en ella contenida.


¡La palabra de Jesús! La palabra es la expresión del pensamiento. Brilla la idea en las alturas de la inteligencia y se encarna en una palabra, que se introduce por el oído en el espíritu de quien la oye.


La palabra de Jesús es la Palabra de Dios, porque Jesús es el Verbo de Dios y habla lo que ha oído en el seno del Padre. Viva y eficaz, y más penetrante que una espada de dos filos.


Y habló Jesús… y transformóse la tierra por la fuerza acérrima de su doctrina
.

Se predicó el Nombre de Jesús; y la doctrina que en su virtud se enseñaba se propagó como jamás se haya propagado ninguna doctrina, iluminando al mundo y saturando de luz todo lo humano.


¿De dónde tanta y tan súbita luz le ha venido al mundo, sino de la predicación del Nombre de Jesús?


Él se ha metido en todo para iluminarlo todo, para convertirlo todo en luz; la filosofía, las ciencias, la política, las leyes, las costumbres, los grandes problemas de la vida individual, familiar y social…, todo lo ha iluminado el Nombre de Jesús.


Cada nueva etapa de la historia ve brillar el Nombre de Jesús con una luz nueva; para cada momento tiene su matiz; para cada problema un rayo de claridad que consienta descifrarlo y resolverlo.


Tal es la fuerza del nombre de Jesús en orden a la Verdad.



¡Cuán necio es el hombre! Deja la luz indeficiente, suave y clara, de este Nombre, y va en busca de las luces fatuas, sea de las miserables luciérnagas de las humanas doctrinas, sea de los mismos hombres que las propagan.


De aquí que volvamos a las tinieblas y a la noche de donde habíamos salido.


De aquí que ya no son las armas de la luz las que los hombres visten, sino que, como dice San Pablo, son llevados por el viento de toda doctrina a toda maldad.



No seamos nosotros así. Dejemos que la luz de este Nombre divino penetre hasta la médula de nuestra vida, en la seguridad de que veremos clara la Verdad en todo momento.



Prosigue el Profeta Isaías, indicando otra fuerza del futuro Mesías, la Justicia: Y será la justicia el ceñidor de sus lomos.


Siempre sintieron los pueblos ansiáis de Justicia; pero por una aberración, que es ley constante fuera del Cristianismo, la justicia jamás reinó sobre la tierra hasta que vino Jesús, y reinó en la medida en que fue aceptada su ley por los pueblos.


Jesús ha reinado en justicia. Bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran, los pacíficos, los que sufren persecución por la justicia he aquí la rehabilitación de la humanidad desgraciada y la condenación de toda injusticia y de todo abuso.


Y la paz será la obra de la justicia; esta paz que cantaban los Ángeles cuando nació Jesús, el Príncipe de la paz.


En fin, como tiene Jesús la fuerza de la Verdad y de la Justicia, tiene también la fuerza del Imperio, del poder para salvar al mundo, venciendo a sus enemigos: Y con el aliento de sus labios matará al impío, dice Isaías.

Ningún poder ha habido en el mundo como el de Jesús. Algunos hombres han dominado con la fuerza de sus armas; Jesús, dice San Agustín, ha dominado al mundo, no por la espada, sino por la Cruz.


Jesús es el Señor de los tiempos; los hombres más poderosos sucumben, y no se levantan; Jesús muere y resucita, es más poderoso que los más poderosos.


Éstos sucumbieron por debilidad, por la traición, por la fuerza contraria de sus enemigos; Jesús sigue con igual fuerza que siempre; la traición de los herejes y malos hijos lo ha hecho más fuerte; sus adversarios más poderosos son los grandes derrotados por la fuerza de Jesús.



Ésta es la grandeza de nuestro Salvador Jesús; y con esta triple grandeza, de la Verdad, de la Justicia y del Poder, ¡qué ascensiones ha logrado la humanidad que ha creído en Él y adorado su Santo Nombre!


De Él son los Mártires, que rubricaron con su sangre el pacto de reconciliación entre Dios y los hombres.


De Él son los Confesores, que triunfaron de las fuerzas bajas de la vida, utilizando la fuerza de la gracia que en sus manos puso Jesús.


De Él es la civilización brillante que ha levantado a los pueblos cristianos por sobre todos los pueblos de la historia.


De Él esa ciencia gloriosa de las cosas divinas y humanas, expresión y producto de la luz que trajo al mundo el Nombre de Jesús.


De Él es el alto sentido moral de las sociedades cristianas y el profundo respeto que a sí mismas se inspiran, y que instintivamente las eleva sobre el fango de la tierra.


De Él aquel arte cristiano, único que ha hecho estremecer el espíritu de las generaciones haciendo pasar ante él una imagen de la Belleza infinita.


De Él somos nosotros, que hemos hecho ley de nuestra vida la ley inmaculada de Jesús, y que somos los hijos de esas generaciones forjadas a la luz y al calor del Nombre Santísimo de Jesús.



Y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados. El Evangelio, que parece se complace en insistir en el origen celestial del Nombre de Jesús, añade: Y se llamó su Nombre Jesús, el mismo que le había dado el Ángel antes que fuera concebido.

Y Jesús ha sido el Jesús de la humanidad que, como tal, lo esperaba.


Jesús es el Jesús, el Salvador del mundo, como lo llamaron los Samaritanos, porque lo ha salvado con la plenitud de su gracia y con su fuerza invencible de Hombre-Dios.


Su poder de Verdad, de Justicia y de Imperio ha hecho de las sociedades que han querido incorporarse a su redención, las únicas grandes, santas y gloriosas que ha habido en la historia.


Como los de Samaría, podemos decir: Nosotros mismos hemos oído, y lo sabemos de ciencia propia, que Éste es verdaderamente el Salvador del mundo.



Humillemos nuestras frentes y nuestras almas al Nombre dulcísimo y terribilísimo de Jesús, no para nuestra confusión, sino para nuestro consuelo, porque Él es el que da al alma los verdaderos goces.


Invoquémoslo con frecuencia, especialmente en nuestras horas difíciles, porque está escrito que quienquiera que invocare este Nombre será salvo.


Pidámosle cuanto nos falte, porque toda salvación está en el Nombre de Jesús: el dolor de los pecados, la victoria en las tentaciones, el progreso en las virtudes, luz en nuestras tinieblas, fortaleza en nuestras debilidades, y sobre todo el don de la perseverancia, que prolongue nuestra salvación hasta el punto de la muerte, en la que podamos pronunciar el Nombre de Jesús, que será nuestra salvación definitiva en el Cielo.