SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR
Uno de los más ilustres discípulos de Nuestro Señor fue San Esteban, el primero de los siete Diáconos elegido por los Apóstoles y Protomártir.
En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas dejó consignados los admirables acontecimientos de la vida de San Esteban, que deben ser objeto de nuestra meditación en este día glorioso de su fiesta.
En primer lugar están los dones que recibió del Espíritu Santo.
San Esteban recibió la plenitud del Espíritu Paráclito, y en esta plenitud figuran otros cuatro dones: este Santo Diácono estaba lleno de gracia, de sabiduría, de fe y de fortaleza.
La plenitud de gracia ornaba su corazón con todas las virtudes celestiales para hacerlo agradable a Dios.
La plenitud de la sabiduría iluminaba su inteligencia con la luz de las verdades divinas, para que pudiese entender y disfrutar de ellas, así como ser capaz de enseñarlas a los demás con fruto.
La plenitud de la fe elevaba su alma a Dios, y le hacía ver todas las cosas tal como Dios las ve.
La plenitud de fortaleza lo hizo superior a sus enemigos, y le permitió sufrir con invencible constancia la persecución y los insultos.
No basta haber recibido grandes dones, es necesario hacerlos fructificar. Consideremos cómo San Esteban, asistido por la gracia, se esforzó diligentemente en aumentar los talentos que había recibido.
Iluminado por el don de sabiduría predicó la Nueva Ley, apoyado en tan convincentes razones que los doctores que competían contra él no pudieron resistir su erudición; de modo que se comprobó en su persona la promesa del Salvador: no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien hablará por vuestra boca.
Animado por una fe heroica realizaba entre el pueblo maravillas y milagros que acreditaban su doctrina.
Delante del tribunal judío, rodeado de enemigos crueles y falsos testigos que lo acusaban de crímenes enormes, armado del don de fortaleza no perdió nunca la constancia y la firmeza.
Al contrario, se destacaban sobre su frente una modestia y una serenidad tales que no podían derivarse sino del testimonio de su conciencia y de la alegría que sentía internamente de ser maltratado por la causa de Jesucristo.
Es más, todos sus enemigos vieron su rostro como el rostro de un Ángel.
La intrepidez de San Esteban fue más lejos aún. Tuvo la valentía de reprender severamente a los judíos su tenaz resistencia al Espíritu Santo, su desobediencia a la Ley y su crueldad con los Profetas y con el Rey de los Profetas.
Al oír esto, estos impíos se consumían de rabia en sus corazones y rechinaban sus dientes contra él; pero el imperturbable defensor de la verdad, revestido de la fuerza de lo alto, los miraba sin miedo y sin turbarse.
En ese momento, San Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al Cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: “Estoy viendo los Cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios”.
No es sin misterio que el escritor sagrado, antes de decirnos que San Esteban vio la gloria del Señor, observó que estaba lleno del Espíritu Santo y que tenía los ojos fijos hacia el Cielo.
De este modo nos hizo conocer las dos causas por las cuales mereció el Santo Levita esta visión.
En primer lugar, estaba lleno del Espíritu Santo, y poseía todos los dones; a continuación, miró hacia el Cielo, no tanto con los ojos inferiores del cuerpo, cuanto con los del alma.
San Esteban aspiraba a las cosas del Cielo, suspiraba por los placeres eternos, generalmente concedido a hombres de gran santidad, particularmente consagrados a la contemplación.
San Esteban vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a su derecha, y esto sucedió por tres razones.
La primera porque fue la recompensa ya en este mundo a su generosidad de confesar la divinidad del Salvador ante los sacerdotes y los pontífices a riesgo de su vida.
La segunda razón es que sucedió para fortificar a San Esteban en los sufrimientos que padecía y en los que todavía le aguardaban. La visión de la recompensa anima al trabajo; la presencia del capitán alienta al soldado valiente; la esperanza de la ayuda divina hace enfrentar el peligro sin temor.
San Esteban ve a Jesús, su Capitán y su defensor, a la parte derecha de la majestad de Dios, no sentado, sino de pie, dispuesto para el combate, alerta para venir en auxilio, presto para coronarlo.
La tercera razón fue para que el Santo Levita fuese testigo ocular de las verdades que había predicado, y pudiese antes de morir dar un último auténtico testimonio: todo lo que os he anunciado es la verdad, e incluso ahora lo veo con mis ojos.
Veo los cielos abiertos, para que aquellos que creen en Jesucristo puedan entrar… Veo que el Hijo del hombre, a quien habéis hecho crucificar, según su predicción, está elevado a la diestra de la Majestad de su Padre… ¡Mirad vosotros mismos y creed en Él!
Adoremos al Hijo de Dios en dos estados muy distintos: infinitamente humillado en el Pesebre, en donde se nos presenta durante toda esta Octava; y soberanamente elevado en la gloria de los Cielos, en donde lo vio San Esteban.
Estos dos estados nos recuerdan el orden con que Dios lo ha establecido todo, a saber: que es necesario padecer en la tierra con Jesucristo para gozar con Él en el Cielo; combatir aquí, para gozar allá; humillarnos en este mundo, para ser elevados en el otro.
Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; lo echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearlo.
Debemos considerar los designios secretos de la Divina Providencia en su conducta respecto de sus elegidos. Dios permite a menudo que los favores que les otorga sean una ocasión de persecución.
De este modo muestra cuánto estima el sufrimiento, puesto que permite que esas almas sean abominables al mundo por el testimonio de su amor.
Sin embargo, todo lo que sufren siempre sucede para aumento de su gloria. Y esto es lo que ocurrió con San Esteban.
Mientras lo apedreaban, San Esteban hacía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y diciendo esto, se durmió.
Este mártir glorioso imitó todo cuanto pudo al Rey de los mártires. Rezó dos veces: una por sí mismo, encomendando su espíritu a Dios; otra por sus enemigos, para obtenerles la gracia.
Pero esta segunda oración la hizo con mayor reverencia y fervor que la primera: se puso de rodillas y alzó la voz, para imitar al Redentor del mundo que expiró en el Calvario dando un gran suspiro.
Admiremos el gran corazón de San Esteban, lleno de tierno amor para con todos los hombres y en especial para con aquellos de quienes tenía más motivo de queja, como eran los que lo perseguían y habían jurado perderlo. Lejos de quererles mal, de irritarse con ellos o de vengarse, los ama con toda su alma y, si los reprende, no es sino para que se enmienden.
San Esteban, después de haber realizado estas dos oraciones, se durmió pasiblemente en el Señor…
Morir en el Señor, es la muerte de los que mueren en unión con Cristo Jesús por una fe animada por la caridad, como mueren los Santos confesores; o es morir por la fe de Jesús, como mueren los mártires.
Estas dos clases de muerte son dichosas y bienaventuradas. La muerte de los Santos, dice el salmista, es preciosa a los ojos de Dios.
San Juan escribe en el Apocalipsis que oyó una voz del cielo que le decía: escribe, bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, el Espíritu asegura que descansan de su trabajo, debido a que sus obras los siguen.
Es decir, que los que mueren en el Señor pueden, con toda razón, llamarse bienaventurados en el momento mismo de la muerte, porque después de la muerte del Salvador los justos, que no tienen nada que expiar en el Purgatorio, tienen las puertas del Cielo abiertas y Dios quiere que el fin de su vida sea el comienzo de su eterno descanso eterno.
Tales fueron los momentos finales del glorioso San Esteban. Murió en Jesucristo, murió por Jesucristo; y este Divino Salvador, que se le había aparecido en el combate, vino desde el Cielo con miles de Ángeles para coronarlo después de su victoria.
De este modo, el que había sido declarado blasfemo por hombres, fue proclamado Santo por los espíritus celestiales; el que fue abrumado con piedras, recibió una corona de piedras preciosas, presagiada en nombre, augurio feliz de su gloria, pues Esteban significa corona…
El Santo Protomártir ascendió triunfante al Cielo, acompañado de sus acciones heroicas, que merecieron ser alabadas por el Hijo de Dios en presencia de su Padre.
Fue entronizado en una sede resplandeciente entre los Serafines, revestido de la luz de la gloria, y comenzó a ver con claridad la Esencia divina.
Tomemos la resolución de perdonar al prójimo todo cuanto nos haya hecho de malo y de devolverle siempre bien por mal; trabajemos con todas nuestras fuerzas en la salvación de nuestros hermanos; reanimemos a menudo nuestro valor en las pruebas, con la esperanza de la recompensa eterna.