sábado, 25 de diciembre de 2010

Sermón de la Misa de la Aurora


MISA DE LA AURORA


Basado en la obra del Cardenal Primado de España,
Don Isidro Gomá y Tomás: Jesucristo Redentor


In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum. Hoc erat in principio apud Deum

San Juan se remonta a las alturas de la generación eterna del Verbo, que describe en forma maravillosa, para consignar luego, con un solo trazo, la generación temporal del Hijo de Dios: Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis.

Jesucristo es el centro de la Revelación divina. Toda ella, desde el Génesis, en que se esboza su figura, hasta el último versículo del Apocalipsis, converge en la Persona histórica de Jesús, Quien pudo decir por ello que era el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin.

Y en toda la divina Revelación aparece Jesucristo con sus dos características esenciales: es Dios y Hombre.

Cierto que la Revelación anterior a Jesucristo no contiene una teología precisa sobre la persona del futuro Mesías; pero, prescindiendo de que en algunos textos, como el de Isaías, en que se le llama Niño y Dios: Un niño nos ha nacido, y tendrá por nombre el Admirable, Dios, Padre del siglo venidero; del conjunto de los vaticinios mesiánicos se desprende una verdad inconcusa: el Enviado de Dios será tal, que hará lo que sólo Dios puede hacer; pero será tan humano al mismo tiempo, que será semejante en todo a los demás hombres.

La Revelación del Nuevo Testamento pone en luz meridiana esta doble verdad: Jesucristo es Dios, igual en esencia al Padre; y es Hombre, de carne y hueso, que nace, vive y muere como todo hombre.

San Pablo condensa este punto fundamental de la doctrina cristiana en una frase tan sencilla como sublime: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer.

Y nosotros, que hemos sido ya colmados con toda la gracia que del Cielo ha venido a la tierra por la realización de este misterio, escondido desde todos los siglos anteriores en el secreto de Dios, resumimos todas las esperanzas del Antiguo Testamento y la doctrina del Nuevo en aquellas palabras que, de rodillas, recitamos en nuestro Credo: Bajó de los cielos y se encarnó.

Y las almas piadosas conmemoran tres veces al día el gran misterio de la unión de Dios y el hombre en Jesucristo, repitiendo la altísima fórmula del Evangelista San Juan: Et Verbum caro factum est… et habitavit in nobis…

En el orden histórico, el momento en que el Verbo tomó una naturaleza humana y la unió a sí para hacer con ella una sola Persona con doble naturaleza, es decir, un Dios-Hombre, es el culminante de la historia; es el punto de enlace de todas las esperanzas de todos los tiempos anteriores con todas las realidades que de él arrancan.

En el orden doctrinal, el dogma de la Encarnación es la llave que explica todos los misterios de la Revelación pre-mesiánica y que ilumina el maravilloso sistema de la teología católica.

En el orden de los destinos humanos, esta unión de Dios y el hombre acalla los anhelos de la humanidad de cuarenta siglos que la precedieron y abre a las generaciones futuras tales horizontes, que le permiten vislumbrar un consorcio glorioso con Dios, en la tierra y en el Cielo.


La Santísima Virgen María respondió al Ángel: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y se hizo según la palabra del Ángel: es decir, el Espíritu Santo fecundó con su poder el seno virginal de María; y se realizó la obra capital de Dios, el Verbo hecho carne.

La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tomó en el seno purísimo de la Virgen un cuerpo perfectísimo y a él se unió un alma perfectísima; todo en un instante; y quedó hecho un Hombre que es Dios, Jesucristo, en el cual no hay más que la Persona divina del Verbo; un Dios que es hombre al mismo tiempo, porque a más de su naturaleza divina tiene la naturaleza humana.

Este es el misterio de la Encarnación. Es el misterio de un hombre que puede llamarse Dios, porque su Persona es divina. Dice enérgicamente San Pablo: No consideró rapiña ser igual a Dios; es decir, era cosa propia suya ser Dios; pero se comportó en todo como hombre, porque en verdad lo es.

Misterio verdaderamente escondido en su esencia; misterio infinito; misterio de suma belleza y de inagotable fecundidad.


Misterio de suma Belleza

Dice San Agustín: Para los que saben comprender, este enunciado: El Verbo se ha hecho carne, es por sí solo una gran belleza.

No podía menos de ser así, porque, la Encarnación es la conjunción de la Suma Belleza, que es Dios, con la máxima belleza creada, que es la humanidad de Jesucristo, a quien el Salmista llama el más hermoso de los hombres.

Consideremos las armonías que se producen al unirse substancialmente una Persona divina con la naturaleza humana en Jesucristo.


Y la primera de las armonías de la Encarnación es el mismo hecho de la unión de Dios y el hombre.

Dios infinito se une con lo finito; Dios trascendental se abaja hasta hacerse una cosa con el hombre…

Es que en este sacramento de piedad, como lo llama San Pablo, se ha realizado la gran aspiración de Dios y de los hombres: unirse íntima y profundamente.

La Encarnación no afecta rebajamiento en Dios, sino levantamiento de su criatura. Dios no sale de su soledad inaccesible, es el hombre quien, por dignación magnánima de Dios, se acerca a Él y a Él se une, sin mezcla, quedando Dios en la infinidad de su ser y de su perfección y recibiendo, en cambio, la naturaleza humana de Jesucristo una perfección y un honor que lo constituyen el primero en la creación visible e invisible.

Cuando San Pablo dice que el Verbo se anonadó, semetipsum exinanivit, significa que se anonadó apagando el resplandor de su gloria en la carne que tomó, sin que se eclipsara la que desde toda la eternidad tiene ante el Padre.

Y contemplemos la belleza que resulta de esta unión del Infinito con el hombre finito; Dios se ha hecho Emanuel, Dios con nosotros. Y ya Él está con nosotros y nosotros con Él, realizándose en Jesucristo los anhelos del Cielo y de la tierra.

Es lo que con frase exultante dice el Apóstol: Ha aparecido la benignidad y la humanidad de nuestro Dios Salvador.

Nos ha hablado por su Hijo, podemos decir con el mismo Apóstol, siendo Jesucristo la Palabra viva del Padre hecha hombre como nosotros: Es la palabra de Dios que se ha pronunciado a nuestro sentido sin que haya salido del seno del Padre, dice San Agustín.

Un Dios-Hombre es todo el cielo y todo el mundo; es la conjunción de lo infinito y de lo finito, de lo temporal y lo eterno, de lo inmenso y lo conmensurable, del espíritu y la materia, del Inmutable e Inmóvil con lo transitorio y fugaz.


Pero el misterio de la Encarnación no sólo satisface las mutuas ansias de unión que sienten Dios y el hombre; ni es sólo una obra de armonía: es luz brillante que ilumina toda la creación.

Por el misterio de la Encarnación del Verbo, dice la Liturgia, una nueva luz de la claridad de Dios ha brillado a los ojos de nuestra alma: Per incarnati Verbi mysterium nova mentís nostrae oculis lux tuae claritatis infulsit (Prefacio de la Navidad).

En la obra de la creación, produce Dios primero las maravillas del mundo natural, en las que imprime un vestigio de su Ser.

Perfecciona luego su obra creando el mundo sobrenatural; ya no es un bosquejo de su Idea eterna, sino una participación de su misma naturaleza, una ráfaga de su luz indeficiente que abrillanta la creación visible. Así se ha comunicado Dios al mundo: por un vestigio y una semejanza.

Falta una tercera forma de comunicación: es la unión hipostática, personal, con la criatura. Y esto se realiza cuando el Verbo se hace carne.

Entonces fulgura la creación con el brillo del mismo Dios. Dice Santo Tomás, cuando la naturaleza humana se ha unido al Verbo, es cuando todos los ríos de las perfecciones naturales vuelven a su principio y se recapitulan en Dios, único remate y única corona digna de su obra excelsa.

Omnia in ipso constant, dice bellamente San Pablo: todo se sostiene, todo se completa, todo se condensa en este Verbo de Dios hecho carne, Jesucristo, ornamento y ápice de la creación.

Sin Jesucristo, el mundo visible es como muerto para el hombre, por más que haya logrado arrancarle sus secretos; porque la ciencia no consiste en saber muchas cosas del mundo, sino en saberlas referir todas a Dios y a nuestro destino.

Sin Jesucristo, la historia humana es misterio y tortura para nuestro pensamiento; porque sólo la luz del Verbo encarnado puede explicarnos los grandes movimientos de la humanidad.

Yo, Luz, vine al mundo, dijo Jesucristo. Vino para iluminarlo y para que lo viéramos en su valor de eternidad. Sólo conocen a Dios, y van a Dios, y realizan en sí este misterio de predestinación de todas las cosas que está en la mente de Dios, aquellos que se dejan iluminar por la luz divina del Verbo de Dios hecho hombre.


Tres grandes milagros de belleza se obran en la Encarnación: un Hombre-Dios, una Madre de Dios, y unos hijos de Dios.

Toda hermosa es la Madre de Dios.

De belleza inefable es un alma hecha hija de Dios por la gracia de Jesucristo.

Pero toda esta belleza no es más que trasunto de la belleza del Verbo Encarnado, la primera belleza después de Dios.

Jesucristo está en contacto esencial con Dios.

Como Dios, es el Primum pulchrum, la primera belleza, porque es la misma forma o esencia de Dios.

Como Hombre, fue hecho por Dios el más hermoso de los hijos de los hombres; y sobre la perfección de su naturaleza, añadió la soberana belleza de los dones de su gracia incomparablemente superior a la suma de la gracia de todas las criaturas, porque todas la reciben de Él.

Más aún, la naturaleza humana de Jesucristo no está sólo en contacto con Dios en el sentido de que Dios se hubiese abajado a ella para tocarla y embellecerla, sino que el Verbo la tomó y la introdujo en el santuario de su divinidad.

El Hijo de Dios se unió a la humana naturaleza, dice Santo Tomás, no por un cambio del Hijo de Dios, sino por mutación de la humana naturaleza, es decir, por su exaltación hasta el mismo Ser increado de una Persona divina.


El Verbo Encarnado es bello, y es la síntesis de toda belleza, visible e invisible, por lo mismo que Jesucristo es todo Dios y, en cierto modo, toda criatura, porque el hombre es el microcosmos.

Por eso puede aplicársele a Jesucristo, en el orden de la belleza, la doctrina de la recapitulación y de la plenitud, tan grata a San Pablo. Cristo es “cabeza de todo”, es “todo en todo”, es “el primogénito de toda criatura”, “tiene el primado en todas las cosas”.

Éstas y otras expresiones del Apóstol incluyen la idea no sólo de la supremacía de Jesucristo en todo, sino de una reintegración y reducción de todas las cosas en Cristo. Porque la Encarnación, dice Santo Tomás, es el retorno de todas las cosas a Dios por medio de la naturaleza humana que tomó.


A las bellezas que acabamos de ponderar, hay que añadir la belleza externa con que quiso Dios acompañar la realización del gran misterio: belleza en el emplazamiento histórico del hecho.

Así como en el orden de los seres ocupa Jesucristo el ápice, así también en el de los tiempos.

Dios se hace carne en la plenitud de los tiempos; en medio de los siglos; no en el comienzo ni en el fin de la historia.

Así convenía a la dignidad del Verbo, cuya venida prepararon lentamente los siglos anteriores a Él y de quien arranca toda la grandeza de los posteriores.

Toda la humanidad mirará así a Jesucristo: la que vivió en la esperanza, y los que vivimos en la realidad.

Los siglos que lo precedieron lo piden con ansias al Cielo; los que han visto su obra de restauración lo bendecirán en todo tiempo; los que formen parte de su Reino le cantarán eternamente.

Unos siglos lo esperan, otros lo ven en la realidad de su historia, otros, eternos, lo gozan en los esplendores de su triunfo.


Por último, belleza en la forma de realizarse el estupendo misterio. Porque la Encarnación representa el desquite por parte de Dios de la victoria que sobre sus hijos había alcanzado en el Paraíso el enemigo Infernal.

La Encarnación es la primera página del Evangelio contrapuesta a la primera página del Génesis.

En la caída hay un ángel malo, una mujer tentada para que desobedezca a Dios y un hombre que acarrea la ruina de la humanidad.

En la Encarnación hay un Ángel bueno, una Mujer Inmaculada y Santísima que consiente a los designios de Dios y un Hombre que aparece en sus entrañas para salvar al mundo.

Adán y Jesucristo; Eva y María Santísima; San Gabriel y Lucifer.

Dios aparece en el Paraíso y en la casita de Nazaret; allá, viendo su obra arruinada y vibrando rayos contra los transgresores; acá, poniendo la piedra angular de la salvación del mundo y abrazando a la humanidad perdida para reconciliarla consigo.

De allá proceden generaciones errantes por todo camino de error y de pecado; de acá, la raza de los hijos de Dios, que caminan por las rutas de la verdad y de la santidad, iluminados por el Verbo Encarnado.


¡Cuánta belleza en este misterio insondable! Tenemos una manera de reproducir la belleza de la escena de Nazaret: la Iglesia nos la ha facilitado. Es el rezo del Angelus.

Mañana, mediodía y noche, puesto el pensamiento en el hecho de la Encarnación, repitamos la historia: Angelus Domini nuntiavit Mariæ y saludemos a la Señora con las palabras del Arcángel San Gabriel: Dios te salve, María

¡Qué forma más bella de piedad y gratitud!

Con ella reproducimos el proceso histórico de la salvación del mundo: la mañana de la esperanza, el mediodía del trabajo fecundo, la noche del descanso.

Con ella damos pábulo a la piedad filial, verdadero arte de asemejarnos a Dios, realizando la aspiración del Profeta: Clamaré mañana, mediodía y noche, y Él oirá mi voz.

Et Verbum caro factum est; cada vez que recordemos la escena de Nazaret y el profundo misterio que allí se realizó, Dios y la Virgen nos harán comprender mejor la sublime belleza de la Encarnación del Verbo y nos abrirán los tesoros de su fecundidad.


Los cuales consideraremos, Dios mediante, en la Misa del Día.