sábado, 25 de diciembre de 2010

Sermón de la Misa del Día


MISA DEL DÍA DE NAVIDAD


Basado en la obra del Cardenal Primado de España,
Don Isidro Gomá y Tomás: Jesucristo Redentor


Hemos considerado en la Misa de la Aurora la Encarnación como Misterio de suma Belleza. Nos resta ahora contemplarlo como Misterio de inagotable Fecundidad.


Misterio de inagotable fecundidad

Debemos advertir ante todo que el Verbo se hizo carne, no para coronar la creación con la maravilla de las maravillas. El fin primordial de la Encarnación, en el plan de la Providencia, no fue una simple demostración de la sabiduría y del poder de Dios, sino una obra de su inmensa caridad en favor de la humanidad caída.

Porque Adán pecó, arrastrando consigo a todas las generaciones, por esto tomó carne el Hijo de Dios en las entrañas purísimas de María Virgen.

La Encarnación es el magnífico complemento de la creación; pero es, ante todo, una maravillosa obra de salvación del mundo perdido.

San Pablo llama a este misterio el gran sacramento de la piedad. En el hecho histórico, y prescindiendo de lo que hubiera hecho Dios si el hombre no hubiese pecado, la Encarnación, tal como rezamos en el Credo, se realizó por nosotros los hombres y por nuestra salvación: propter nos homines et propter nostram salutem.

Dios Padre impone al Verbo Encarnado un Nombre representativo de su función capital, y lo llama Jesús, Salvador.

El mismo Jesucristo dice de Sí: El Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que había perecido.

Porque yacíamos paralíticos en nuestro camastro, dice San Bernardo, y no podíamos llegar a las alturas de Dios, por esto el benignísimo Salvador y Médico de las almas bajó de su excelsitud.

Si el hombre no hubiese pecado, afirma San Agustín, el Hijo del hombre no hubiese venido.

Este solo hecho, demostrativo de la excesiva caridad de Dios para con nosotros, en fase ponderativa del Apóstol, ya es una garantía de la plenitud de bienes que por la Encarnación hemos recibido.

Consideremos en particular los grandes dones que a la humanidad derivaron de la Encarnación del Hijo de Dios.

El primero de todos, raíz de todos los otros, fue determinar un cambio de rumbo en el amor de los hombres: arrancar su corazón de los amores ilegítimos de la tierra para volverlo a Dios, de quien había huido.

La Encarnación es un inmenso esfuerzo de atracción que hace Dios para reconquistar a la humanidad perdida.

Dios ha ejercido todo el peso de su poder para contrabalancear el tremendo peso del egoísmo humano. Dios, que no podía rebasar la línea de su grandeza, ha querido abajarse hasta tocar nuestra miseria; y los miserables, como podría hacerlo un pordiosero a quien abrazara su rey, han debido sentir derretirse sus entrañas de amor.

¡Egoísta y duro es el hombre! Cierto; pero no tanto como para que no devuelva amor con amor, cuando este amor ha llegado hasta el exceso. Nos cuesta amar, dice San Agustín, pero nos es más fácil pagar amor con amor, porque de todas las invitaciones al amor la más poderosa es sentirse amado.

La semejanza engendra amor, y más cuando el amor del amante ha empezado por vencer la desemejanza con el amado para lograr su bien.

Y Dios, con su amor, ha dado un vuelco al mundo. Es, al decir de San Bernardo, una de las causas de la Encarnación del Verbo: Yo creo que la principal causa de que Él quisiera ser visto en la carne y hacerse hombre para tratar con los hombres, es para atraer primero al saludable amor de su carne toda afección carnal de quienes no pueden amar sino según la carne, y así por grados llevarlo al amor espiritual.


Sin embargo, ¡qué poso de iniquidad ha dejado el pecado original en el fondo de los corazones humanos! Todo el amor que Dios ha demostrado al hacerse hombre no ha sido capaz de conmover a todos los corazones… No han sido capaces los hombres de fundir sus corazones en este fuego inmenso del amor de Dios…

¡Misterio tremendo de nuestra libertad! No sólo no hay amor; sino que hay indiferencia, hay calculadas reservas, hay tenaces resistencias, hay odios implacables ante el amor de Dios que trata de conquistarnos…

Cedamos el paso al amor de Dios, que no quiere más que atraernos a Sí para unirnos a Sí.


Y este es otro de los bienes que nos ha traído la Encarnación; la unión con Dios, la compañía de Dios… Et habitavit in nobis, dice Juan el Evangelista, después de haber anunciado la Encarnación del Verbo.

Vivió con nosotros, como en casa propia… Habitó con nosotros y en nosotros, después de haberse hecho como nosotros…

Emmanuel, Dios con nosotros… ¿Quién es capaz de ponderar lo que en esta frase se encierra, en orden a la transformación del mundo? Se llamará Emmanuel; es una de las características del Verbo Encarnado y es uno de los grandes fines de la Encarnación: dejarse ver de los hombres, hacerse igual a ellos, menos en el pecado; alternar con ellos, sentir el amor de familia y de patria, hablar su lengua, practicar sus mismas costumbres; esto es ser Emmanuel.

San Juan Evangelista decía, pasmado de tal maravilla: Os anunciamos lo que hemos visto y contemplado con nuestros ojos, lo que nuestras manos han palpado del Verbo de la vida. Y repetía: Y la vida se ha manifestado, y vimos, y atestiguamos y os anunciamos la vida eterna Y reiteraba el mismo concepto, como si temiera dudaran sus discípulos del portento: Lo que hemos visto y oídoY ésta es la nueva que oímos del mismo Verbo


Habitó entre nosotros; y su convivencia con la humanidad no podía ser ineficaz. Ya tendrán los hombres a Dios consigo; y con Él tendrán luz que guíe sus pasos y ley que enderece sus caminos; con la amabilidad de un hermano mayor que llevará de sus manos y estrechará contra su pecho a sus hermanos para infundirles, con el calor de su corazón, la ciencia del espíritu y darles la ley nueva de la caridad.


Y para que tuviéramos siempre a este Dios benigno con nosotros, el divino Emmanuel encontró en los senos de su amor una forma de convivir a perpetuidad con nosotros en esta Encarnación continuada que es la Santísima Eucaristía.

Él será siempre nuestro Dios, que vivirá entre nosotros dondequiera que haya un sacerdote que lo encarne de nuevo en sus manos; y que vivirá en nosotros, en comunión íntima de todo lo suyo y de todo lo nuestro, que haga en cada uno de nosotros lo que vino a hacer por todo el mundo.


¡Qué bien ha interpretado la Iglesia este oficio y estas funciones del Emmanuel al prodigar en su Liturgia oficial la cristianísima salutación: Dominus vobiscum! Así ha perpetuado el recuerdo de la Encarnación, y así formula sus votos de que no cesen jamás las santísimas influencias del divino Emmanuel sobre el pueblo cristiano.


El Verbo Encarnado nos ha atraído y nos ha unido a Sí. Ha hecho más; con sus ejemplos ha querido que nos formáramos según Él. Bajó para elevarnos, dice San Agustín; al hacerse semejante a nosotros, ha querido que nos hiciéramos semejantes a Él.

Y ¡qué forma amable la de los ejemplos del Verbo humano! Era Dios, y contra Él se había levantado el hombre; ahora Él se hace hombre para enseñarnos la manera de humillarnos ante Dios.

Desdeñábase el hombre, dice San Agustín, de obedecer a Dios; ya tiene su soberbia la manera de seguir los vestigios del mismo Dios que se ha humillado por él.

El Verbo de Dios se hace hombre, es decir, código y modelo vivo que dará la ley nueva, pero que dirá, al mismo tiempo: Aprended de mí.


Toda la ruina moral de la humanidad arranca de la locura del hombre al querer igualarse con Dios: Eritis sicut dii. Dios, para dar ejemplo al hombre, empieza por esta divina locura de hacerse hombre…

La nada quiere llegar a ser Dios; Dios se anonada a Sí mismo…

Hambre de ser, de tener y de gozar; la soberbia, la codicia, el placer; son las tres grandes pasiones, síntesis de toda pasión, cuya suprema síntesis es el egoísmo…

Bellamente enseña San Agustín: En el seno de la Virgen se hace el Verbo esclavo, contra el hambre de ser; se hace misérrimo, contra el hambre de tener; contra el hambre de gozar, viene a la vida en la cárcel de un cuerpo virgen, y pasará una vida de privaciones y morirá clavado en cruz.

Esta ha sido la sublime pedagogía de Dios en su obra de transformación y vivificación del hombre: hacerse como él, acercarse y adaptarse a él, y ordenar toda su actividad hasta hacerla conforme a Sí.

La Encarnación es la suma condescendencia de Dios con el hombre; por ella se establece la intimidad entre ambos, y en esta intimidad, tratando Dios al hombre de igual a igual, para que el hombre pudiera tratarlo en la misma forma, el hombre aprendió las cosas de Dios y con su esfuerzo y con la gracia de Dios ha podido llegar a deificarse.


Y todo ello para que pudiéramos llegar a la fruición de Dios, a la participación de su propia gloria.

La obra de la Encarnación es una gran empresa de reconquista: el Verbo viene del Cielo y se encarna, para que nosotros podamos recobrar el Cielo perdido.

El Verbo viene al mundo, tomó nuestra mortalidad para hacernos inmortales; vivió de lo nuestro para que participáramos de lo suyo; se hizo consorte de nuestra desdicha para que lográramos con Él la eterna dicha.


El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; por nosotros y por nuestra Salvación se encarnó. Él ha hecho su obra; a nosotros toca llenar la nuestra.

Esta es la lección final. Consideremos la responsabilidad enorme que importa para todos la gran obra de la Encarnación. ¿Cómo evitaremos el castigo, si despreciamos tan gran salvación que por la Encarnación nos trajo el Verbo de Dios?

¡Los grandes hechos de Dios en favor de la humanidad, los sublimes misterios de nuestra religión, tienen exigencias profundas: son obras admirables, pero son principios reguladores de nuestra vida!

¡Qué bello es el misterio y el hecho de la Encarnación! Es la maravillosa conjunción de Dios y el hombre, la síntesis de las armonías entre Dios y el mundo, la luz que ilumina toda la creación, la obra más bella que ha salido de las manos de Dios y que ha hecho bella a toda la humanidad, el hecho histórico en que han concurrido más factores de belleza, del Cielo y de la tierra.

Y ¡cuánta fecundidad y eficacia la de la Encarnación! Porque por ella se realizó nuestra salvación; es un inmenso esfuerzo de Dios para captarse nuestro amor; ha logrado unir a la humanidad con Dios; es la máxima pedagogía de Dios para obligar a los hombres al cumplimiento de la ley; y es el gaje de la fruición de Dios por toda la eternidad.


Pero esta belleza y esta eficacia no serán nuestra salvación sin nuestro esfuerzo. Dios ha venido en nuestra ayuda; sin Él nada podemos hacer para salvarnos; pero sin nosotros Él no nos salvará.

La Encarnación es la gracia máxima de Jesucristo y el origen de donde arranca toda gracia; pero la gracia de Dios no nos salvará a cada uno de nosotros sin nuestro concurso.

No descansemos en el pensamiento de que Dios lo ha hecho todo para salvarnos; ha hecho todo lo suyo, pero falta lo nuestro.

Cuando oyes que Cristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, dice San Agustín, no te duermas en el dulce lecho del pecado, sino oye la voz del Apóstol que dice: Levántate, tú que duermes, y Cristo te iluminará.

Seremos iluminados por la luz de Cristo si no nos dormimos en el lecho del pecado; porque Él es la Luz eterna que vino para iluminar a todo hombre que viene a este mundo.

Luz como Dios y Luz como Hombre-Dios, que nos iluminará en esta vida para que sigamos los caminos de Dios, y en cuya luz se saciarán los ojos de nuestra alma y nuestros ojos de carne, por los siglos eternos.


Que María Santísima, Madre del Verbo Encarnado, nos obtenga esta gracia.