sábado, 25 de diciembre de 2010

Sermón de la Misa de Nochebuena


MISA DE NOCHEBUENA


Basado en la obra del Cardenal Primado de España,
Don Isidro Gomá y Tomás: Jesucristo Redentor

San Lucas narra detalladamente los principales episodios ocurridos en el nacimiento de Jesús: el edicto de César Augusto ordenando el empadronamiento de los súbditos del imperio; el viaje de San José y de la Virgen Santísima desde Nazaret a Belén con motivo de la inscripción en los registros de su familia, pues eran de la real prosapia de David; el nacimiento del Hijo de María; la escena de la aparición del Ángel; la visita de los pastores al Niño recién nacido y la divulgación de cuanto les aconteció la noche del Nacimiento en las inmediaciones de Belén.

Esta es la historia. Todo lo humano que en ella aparece es sencillo: unos pobres artesanos que suben de Nazaret a Belén, modestas ciudades, para llenar un requisito legal; un paupérrimo lugar que sirve de albergue a indigentes viandantes y al ganado; unos sencillos pañales y un pesebre; unos simples e ingenuos pastores que narran candorosamente lo que han visto y oído.

Lo único grande que hay en esta narración acontece incluso en la soledad de la campaña y a medianoche; se trata de la parte en que interviene sobrenaturalmente el Cielo: un Ángel, un ejército de Ángeles, el resplandor de Dios que envuelve a los pastores y les aterra; el anuncio de una gran alegría para todo el mundo; la descripción del recién nacido: es el Salvador, el Cristo de Dios, el descendiente de David; y luego el estallido de las voces de la legión de Ángeles, que alaban a Dios y dicen: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.

Este cántico, que la Iglesia reproduce en el Santo Sacrificio de la Misa, es la nota culminante de la aparición a los pastores; sublime doxología con que los espíritus celestiales dan gloria a Dios, porque todavía los hombres no conocen el inefable misterio que se acaba de realizar, y anuncio del bien mayor que puedan apetecer los hombres, que es la paz.

Es el comienzo de un himno de glorificación de Dios y de pacificación del mundo, cuya primera nota es el Nacimiento del Hijo de María Santísima en un pobre establo, y que se intensificará y agrandará en los siglos sucesivos, hasta eternizarse en la región de la gloria y de la paz bienaventuradas.


Toda la economía de la redención gira alrededor de estas dos grandes ideas, verdaderos polos del mundo sobrenatural:

* Que en todo sea glorificado Dios por Jesucristo;

* Y la cifra de las aspiraciones de la Iglesia y que pronunció por vez primera Jesús, consumado que hubo la obra de la redención: La paz sea con vosotros.

Gloria y paz… la glorificación de Dios es la pacificación del mundo; la incorporación a esta paz que el Hijo de Dios trajo al mundo es el comienzo de nuestra gloria.


De este modo, esta noche señala el punto en que se verificó la transformación del mundo; pues toda la cronología de los pueblos civilizados empieza en este punto en que una pobre Virgen da a luz a un Niño desconocido en un portal miserable.

Sólo Dios envía a sus Ángeles, en medio de una luz celestial, para indicar en esta claridad de medianoche el día interminable que para la humanidad empieza.

De aquí, de este portal de Belén, que ni llega a mesón ni pasa de corraliza, sale la fuerza de Dios que transformará la tierra, porque en él ha nacido el que cambiará la corriente del pensamiento y del corazón humanos.

Aquí se reanudan las relaciones entre el Cielo y la tierra, interrumpidas desde el principio del mundo; porque aquí se han abrazado Dios y los hombres en este Niño que nace y que es nada menos que un Hombre-Dios.

Formemos coro con los Ángeles del Señor, porque demostrando está que el cántico de aquella noche encierra una gran verdad, es decir, que el Nacimiento de Jesús es gloria para Dios y paz para los hombres.


El Nacimiento de Jesús
es gloria para Dios

Así lo interpreta la Iglesia cuando llama a toda criatura a unirse a los Coros Angélicos de Belén: Hoy ha nacido Cristo; hoy apareció el Salvador; hoy cantan los Ángeles en la tierra, se alegran los Arcángeles, hoy saltan de gozo los justos, diciendo: Gloria a Dios en las alturas. Aleluya (Antífona del Magnificat de las Segundas Vísperas del Oficio de Navidad).

¡La gloria de Dios! Dios es esencialmente glorioso, infinitamente glorioso, porque la gloria no es más que la claridad que irradian las perfecciones de un ser, y Dios es luz, y en Él no hay oscuridad ninguna.

En este sentido, nadie es capaz de quitar o añadir un ápice a la gloria de Dios. Esa es su gloria intrínseca.

Pero Dios ha querido derivar de sí algo de esta claridad, e inundar con ella a la criatura, y esta claridad es como un rayo de Dios que ennoblece a la obra de sus manos. Y esta gloria, su gloria extrínseca, sí que puede aumentarla o disminuirla una criatura libre, con el uso de su albedrío, según que colabore con las intenciones de Dios o se oponga a ellas.

Y así comprobamos la razón fundamental de lo glorioso que es para Dios el Nacimiento temporal de su Hijo.

Dios había coronado al hombre de gloria y honor; la luz de Dios reverberaba sobre esta obra admirable de la creación visible; pero el hombre se afeó a sí mismo borrando la imagen que Dios había impreso de Sí mismo en él; se equiparó, dice el Salmista, a los irracionales y se hizo semejante a ellos.

Pero hoy baja Dios del Cielo a la tierra: viene a rectificar lo torcido, a reformar lo deforme, a disipar las tinieblas con su luz, a rehacer, en una palabra, la obra gloriosa que el hombre había deshecho obedeciendo a las sugestiones de Satanás, el enemigo formal de la gloria de Dios.

Éste es el misterio de esta luz de la medianoche de Navidad, de este gran gozo que inunda al mundo: Annuntio vobis gaudium magnum Todo ello es presagio de que Dios viene para reivindicar su gloria y que el resplandor de Dios va a brillar otra vez en esta tierra de tinieblas; sus ministros lo anuncian: Gloria a Dios en las alturas.

Es el desquite del deshonor que el hombre había inferido a su obra.

¡Gloria a Dios en las alturas! porque el mundo ha visto la sabiduría, la providencia, el amor y el poder de Dios manifestarse en el espléndido cumplimiento de su palabra.

Cuando se había hecho noche cerrada en el pensamiento y en el corazón de los hombres; cuando se había desterrado la noción de Dios de la política de los pueblos —incluso del pueblo de Dios—, o se habían suplantado sus doctrinas por la necia interpretación de los hombres, vedlo a Dios aparecer a medianoche, revelarse a los humildes y levantar su cátedra en el pesebre de Belén para adoctrinar al mundo.

Dueño de la historia, ordena los hechos, combina circunstancias insospechadas y dispone de las voluntades de los hombres, hasta de sus adversarios, para que todo concurra, en un momento, en un lugar, en una forma concreta, a realizar lo que tiene prometido.

¡Gloria a Dios en las alturas! Se la da el Nacimiento de Jesús en la realización magnífica de las profecías.

Pero la gloria máxima se la da a Dios este Niño que acaba de nacer.

¡Nos ha nacido el Hombre! Desde Adán prevaricador no había hombre que diera gloria a Dios. Concebidos todos en pecado, con la enorme carga de los pecados personales, apenas si de la humanidad subía a Dios un acto vital digno de él.

Hoy, sí; nos ha nacido un Hombre: ya hay en la tierra una Carne inmaculada, un Pensamiento absolutamente adherido a Dios, un Corazón modelado según el Corazón de Dios y una Voluntad que no hará más que la Voluntad santísima de Dios.

Un hombre unido sustancialmente a Dios, y formando una misma cosa con él, y cuyas acciones serán acciones de hombre, pero tendrán el valor de acciones de Dios.

Un latido de su Corazón dará más gloria a Dios que las miríadas de espíritus que forman la corte de su trono y que le cantan sin cesar sus alabanzas.

Un hombre que es como la síntesis de la creación y el divino resonador de toda criatura que por Él alaba a Dios. Per Dominum nostrum Jesum Christum.

Ved a Jesús Niño…: tiene la plenitud de la unción de la divinidad; es el Sacerdote que oficia ya en el ara del pesebre; es la Hostia que se ofrece desde el punto en que se desprende del seno virginal de la Madre.


Aprendamos la lección que de aquí deriva. La glorificación de Dios es deber fundamental del hombre y del mundo.

No quitemos un ápice de gloria a Dios. Se lo quitamos cuando hay en nuestra vida algo que no concuerda con la divina voluntad.

Al solo Dios Salvador nuestro, por Jesucristo nuestro Señor, sea dada la gloria y magnificencia, imperio y potestad antes de todos los siglos, y ahora, y por todos los siglos de los siglos.


El Nacimiento de Jesús
es paz para los hombres


Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad… No a los hombres de buena voluntad en el sentido de que la paz dependa de su voluntad de tenerla; sino paz del divino beneplácito, paz de benevolencia de Dios para con todo el género humano.

Nadie es excluido de esta paz sino los que se niegan a recibirla.

¡La paz! ¡El don bendito de la paz!

Cuando el mundo salió de las manos de Dios todo estaba en paz.

Paz en los componentes del hombre, creado en absoluta armonía de cuerpo y de espíritu.

Paz del hombre con Dios, porque la justicia regulaba sus mutuas relaciones.

Paz con el mundo, sometido por Dios a la voluntad del hombre.

El primer pecado fue la ruina de toda paz: él rompió la armonía con Dios; él puso la discordia en el fondo de la vida humana, convertida por él en palestra donde luchan fuerzas antagónicas; él levantó la naturaleza contra el hombre.

Y no habrá paz en el mundo mientras no se destruya el pecado…


Una de las características de la historia humana es la lucha perpetua de hombres con hombres, porque no cesarán jamás las querellas de agitar a los mortales mientras la justicia no prevalezca y ponga el orden y la tranquilidad en todo factor de vida humana.

Pero más representativa es esa inquietud profunda de los espíritus que no han conseguido reconciliarse con Dios; este choque gigantesco de ideas que se agitan en las tinieblas del error y de la ignorancia; esta lucha de corazones desligados del legítimo amor y lanzados por todo apetito a la conquista de los bienes caducos de la vida.


Dios promete el advenimiento de la paz para los tiempos mesiánicos. ¡Y en la tierra, paz!

La paz, desterrada del mundo por el pecado, retornará a él; la paz, anhelo universal de la humanidad, será un hecho; la paz anunciada por los Profetas se establecerá sobre la tierra… La trae el Dios de la paz, el Príncipe de la paz…


El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz, dice San León; y lo es, ante todo, porque después de siglos vuelven a encontrarse el Dios de la paz y los hombres que suspiran por la paz.


Si la paz es la tranquilidad del orden, ¿quién mejor que Dios nos dará la tranquilidad y el sosiego contra nuestros enemigos de dentro y de fuera, y quién, sino Él, pondrá el orden en todas nuestras cosas, que sólo están ordenadas cuando están orientadas hacia Él?

¡Y en la tierra paz! Porque ha aparecido en el mundo la suprema autoridad y el supremo poder; porque está ya con nosotros el que es vigor tenaz de todas las cosas, que, como mantiene la tranquilidad del orden en el mundo de la materia, así lo hará en el mundo agitado de los espíritus; porque ha aparecido en el mundo el Amor esencial, y los amores humanos se orientarán a él y en él encontrarán el orden y el sosiego de la paz.

Todos los oficios que viene a cumplir este Niño Dios se reducen a un solo oficio, el de Pacificador del mundo.

Es el Redentor, que nos rescatará del poder del enemigo y del pecado, y nos hará libres, condición absoluta de la paz.

Es el Maestro, que nos enseñará la ruta luminosa de la verdad para que sin vacilaciones la siga nuestro pensamiento, que descansará en su posesión.

Es el Salvador, que nos librará del infierno, donde no hay ningún orden, sino que es la habitación sempiterna de todo horror; y nos dará esta salvación cristiana que no es otra cosa que la paz eterna lograda por la fruición de Dios.

Es el Fuerte, que vencerá a todos nuestros enemigos, turbadores de nuestra paz, y nos dará el vigor necesario para hacer sin zozobras el camino de nuestra vida.

Es el Sacerdote, que pacificará con su Sangre, el día del gran Sacrificio, los Cielos y la tierra.

Es el Rey y Príncipe de la paz, con poder sobre cuerpos y almas, sobre toda fuerza y poder, sobre los pueblos y su historia, que lo ordenará todo según las divinas conveniencias de la paz que trajo al mundo.


En el mundo, ciertamente no se acabarán las guerras, porque Dios ha puesto en ellas un castigo de las ambiciones de los hombres, que siempre se renuevan, un resorte para levantar a los pueblos y el remedio clásico para su purificación: la sangre y el fuego.

Pero la historia nos dice que, hasta en este mismo punto vivo de la discordia de los hombres, el espíritu cristiano ha puesto una suavidad y unas limitaciones que el derecho antiguo desconoció; y que cuando el ideal cristiano informaba la política de Europa, las treguas de Dios y otras instituciones redujeron a límites antes desconocidos la ferocidad de las guerras.

El mundo, loco, trabaja en la obra suicida de desterrar a Jesucristo de todas las instituciones sociales. La impiedad es el ariete destructor de la paz; no solamente no hay paz para los impíos, en cuanto han arrancado de su corazón el único pacificador de la vida, que es Dios; sino que los impíos, y más cuando han desatado en la sociedad que gobiernan la persecución y el odio de las cosas divinas, son como un mar alborotado que no puede estar en calma; cuyas olas rebosan en lodo y cieno.


Este Príncipe de la paz que hoy nace es, o la roca firme sobre que podrán los pueblos edificar una vida ordenada y tranquila, o la piedra durísima que caerá sobre los que lo repudien o lo persigan, y los triturará.


¡Y en la tierra paz! No es sólo la garantía de la paz la presencia en el mundo de Dios hecho carne, ni su acción general sobre los hombres. El divino Emanuel ha traído la paz para cada uno de nosotros, y la realiza en nuestra vida particular, si nosotros no nos sustraemos a su acción pacificadora. Es la paz del Bien Sumo y de la suma amabilidad que nos brinda el nacimiento de Jesús.

Y en este sentido la paz de Cristo es para todos los hombres que tengan buena voluntad de poseerla.

Todos apetecemos este descanso del vivir pacífico; pero pocos hacen lo que deben para lograrlo. No hay más paz verdadera que la que hoy cantan los Ángeles, que es la que nos trajo Jesús. Es la misma que constituye el meollo y el fin de su Evangelio, que es el Evangelio de la paz; la misma que nos dejaba al partir de este mundo.

No oímos la voz de los Ángeles que promulgaban hoy la paz de Cristo; ni tenemos el espíritu del Evangelio de la paz; ni recogemos la herencia de paz que nos legó el Hijo de Dios.

Por esto no tenemos paz.

En Mí tendréis la paz, dijo Jesucristo horas antes de morir. No la tenemos porque no profesamos su doctrina, ni practicamos sus virtudes, ni seguimos sus ejemplos.

Jesucristo no fue sólo un teorizante de la paz. Enseñó la paz, es cierto; hizo la paz en el mundo, es verdad; pero fue para los hombres el modelo de la paz personal que con sus ejemplos debía llevar al mundo esta paz de la vida, desconocida fuera del Cristianismo.

Como Dios, es la paz esencial, porque eternamente descansa en la eterna fruición de sí mismo; y como Hombre-Dios es el divino Salomón, el Rey pacífico, como lo llama la Iglesia en la Liturgia de Navidad, que ofreció al mundo el ejemplo de la vida más serena.

Paz en sí mismo, porque en la vida de Jesús no hubo una sola vibración que discordara de las exigencias de su pensamiento y de su Corazón.

Paz con Dios, porque formaba con Dios un solo ser y la naturaleza humana se inclinaba siempre del lado de la voluntad divina.

Paz con los hombres sus hermanos, a quienes trató con la máxima suavidad y caridad.

Paz en sus palabras, que cayeron sobre la tierra como suave rocío que refrigeró los espíritus.

Paz en sus obras, cuya historia constituye un monumento a la vida más pacífica que ha visto el mundo.

Paz en el pesebre, envuelto en pañales, desposado ya con la humildad y la pobreza; paz en el destierro, adonde lo empujó la ferocidad de un tirano; paz en el taller de Nazaret y en aquella casa, la más pacífica del mundo, porque en ella moraron el Príncipe de la paz y la Reina de la paz; paz en los caminos de la Palestina, sembrando a voleo el Evangelio de la paz; paz en su Pasión, que soportó con la serenidad y la magnanimidad de Dios; paz en su sepulcro, desde donde bajó a dar a los antiguos justos el ósculo de la paz; paz del resucitado, que tomó la palabra Paz como signo de su identidad personal; paz subiendo a los Cielos, con la serena majestad de quien ha cumplido su obra; paz en los Cielos, donde está sentado a la diestra del Padre en la región de la eterna paz, y desde donde envía a la tierra las santas influencias de la paz divina.


Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad Nuestra voluntad debe consistir en realizar en nosotros la paz que hoy nos trajo Jesús.

No nos faltará la buena voluntad de Dios, que no espera más que nuestra colaboración a ella.


Al terminar, evoquemos el recuerdo de dos momentos culminantes de la Santa Misa, en que se resume cuanto hemos dicho de la gloria de Dios y de la paz de los hombres.

Es el primero, cuando el sacerdote toma la Hostia Santa, hace con ella cinco cruces sobre el Cáliz consagrado, al tiempo que dice, levantando Cáliz y Hostia sobre el ara santa: Por Él, con Él y en Él es para ti, Dios Padre Omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria.

Y es el otro cuando, dividida la Hostia y tomando de ella la partícula más pequeña, traza también con ella tres veces la señal de la Cruz sobre el Cáliz, y dice: Que la paz del Señor sea siempre con vosotros.


Gloria a Dios y paz a los hombres, todo ello por Jesucristo Señor nuestro.

Es su misión y la nuestra.

Llenó Jesucristo maravillosamente sus oficios de dar gloria a Dios y paz a los hombres.

Dio personalmente a Dios la gloria máxima que puede recibir de su criatura, inaugurando en la tierra la vida divina y transformando el mundo.

Nos trajo la paz porque con Él vino Dios a la tierra y acalló en ella la inquietud del alejamiento de Dios, pacificó a los hombres con Dios en el ejercicio de su legación divina, engendró en la tierra el amor cristiano de Dios, germen de paz, y se nos presentó en su Persona como tipo de Hombre de paz, Rey pacífico que con sus ejemplos ha moldeado en la paz las vidas humanas.


Paz y gloria incoadas en la tierra, que florezcan un día en esta paz eterna e imperturbable y en esta gloria llena, imponderable de los Cielos.

Tenemos la certeza de lograrla si seguimos las pisadas de Jesucristo, que vino a la tierra para dirigir nuestros pasos por el camino de la paz.