EPIFANÍA
San Mateo es el único evangelista que recoge el episodio de la manifestación del Niño Jesús a los Magos: Nacido, pues, Jesús, en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos Magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo. Al oír esto el rey Herodes, se turbó, y con él toda Jerusalén. Y reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías. Ellos contestaron: En Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel”. Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, les interrogó cuidadosamente sobre el tiempo de la aparición de la estrella. Y enviándolos a Belén, les dijo: Id a informaros sobre ese niño; y cuando le halléis, comunicádmelo para que vaya también yo a adorarlo. Después de oír al rey se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el niño, se detuvo. Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo. Y entrados en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y de hinojos le adoraron. Y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra. Advertidos en sueños de no volver a Herodes, se tornaron a su tierra por otro camino.
Epifanía equivale a manifestación, y así fue llamada esta fiesta por conmemorarse este día la manifestación del Señor al mundo en carne mortal.
Pero el pensamiento humano no es más que oscuridad y tinieblas ante la espléndida epifanía de la luz de Dios que conmemoramos: y las tinieblas no quieren aprehender esta luz; la miseria del hombre rechaza la misericordia de Dios que se le manifiesta en forma prodigiosa.
Basta leer el Evangelio de este día para clasificar las actitudes de la inteligencia y de la vida de los hombres ante la manifestación del misterio de Jesús:
Herodes se turba, con todo el pueblo.
Los sacerdotes y escribas indagan fríamente la verdad significada por el gran suceso, y ni siquiera se preocupan del hecho histórico que es trascendental para su pueblo.
Sólo los Magos buscan e inquieren con lealtad de pensamiento y de corazón.
Herodes, ante la Epifanía de Jesús, finge adorarlo, pero concibe un horrible plan para matarlo.
Los sabios de Israel se quedan en las alturas de la verdad especulativa y no siguen a Jesús.
Únicamente los Magos encuentran a Jesús, lo adoran y le ofrecen sus dones.
Meditemos el Evangelio, más concretamente los personajes que Él se presentan, y deduzcamos las lecciones oportunas para nuestra edificación.
Tres tipos de hombres, tres clases de almas en relación con Jesús aparecen en este pasaje evangélico: Herodes, los sacerdotes y dirigentes de la nación judía, y los Magos.
HERODES
Se encuentra ya al fin de su reinado y no tardará en morir. Es el tipo del político astuto, sin grandes dotes, pero que las pone al servicio de una ambición desmedida.
Oprime con mano de hierro a los que estorban y se inclina hasta la abyección ante los romanos, que ven en él un buen colaborador y le encumbran a la dignidad real.
Es sanguinario, hasta matar a una de sus mujeres y a su propio hijo; hasta quemar vivos a los jefes de una sedición y ahogar en sangre las revueltas de los judíos, que ven en él un usurpador del trono de Judá; hasta ordenar que después de su muerte sean asesinados los primados de la nación.
Por todo esto es profundamente odiado por los judíos, a quienes ha agobiado con tributos, en su afán de construcciones suntuosas.
El anuncio del nacimiento de un rey en sus dominios debía llevar al colmo su recelo. No era para menos. Aunque extranjero, conoce la inextinguible esperanza del pueblo judío en un rey glorioso de su raza.
Se sabe que este rey será poderosísimo: las profecías de Israel no dejan lugar a duda; la noticia, que se ha divulgado desde Roma a los confines de Oriente, de que ha de nacer un rey en Judá que se apoderará del mundo, confirma sus temores.
Conoce, además, la inminencia de la venida del gran rey: el pueblo judío lo espera de un momento a otro.
En estas circunstancias aparece en Jerusalén, la capital de su reino, una fastuosa comitiva de grandes personajes orientales que buscan al rey recién nacido.
La conmoción es profunda, de orden religioso y político; señala un punto culminante en la historia de Israel, esperado por todos sus videntes; puede ser el comienzo de sus grandes destinos futuros, empezando por la ruina del propio Herodes.
¿Por qué se turba Herodes? Cuenta con el apoyo de los emperadores romanos; le es incondicional el partido de los herodianos; bien que muchos de los príncipes de Israel se han negado a prestarle juramento de fidelidad, pero gran parte de ellos, los saduceos especialmente, no están mal con el poderoso idumeo.
Ignora la naturaleza del Mesías y del reino mesiánico que los judíos esperan; mas no puede ignorar que ha llegado la hora de que aparezca en Judea un hombre extraordinario, enviado de Dios y que influirá poderosamente en la dirección de los destinos humanos.
Esto es cosa viva en la tradición de Israel; y se ha hecho del dominio universal, gracias a las colonias judías diseminadas por Europa, África y Asia, todo esto ha sido corroborado por los mismos oráculos paganos.
Por esto se turba Herodes. Es un poder de la tierra que tal vez tenga relación con un poder del Cielo.
Es un poder material, el suyo, que se encontrará frente a uno espiritual, el del Rey Mesías.
De aquí la turbación de Herodes. Adulador de las autoridades del imperio, déspota con sus propios súbditos, el reyezuelo, que no pasa de la categoría de tetrarca, siente turbación ante la sospecha de que un poder sobrenatural haya aparecido en sus dominios.
Fijémonos un momento en este hecho, para deducir la lección moral que de él se desprende. La Iglesia, en bellísimo apóstrofe, en uno de los himnos de la Epifanía, se dirige a Herodes y le dice: Herodes cruel, ¿por qué temes la venida de un Dios Rey? No usurpa los reinos de la tierra quien da los reinos del Cielo.
Herodes, por temperamento, por política, por imitación de los emperadores romanos de quienes era favorito, veía con recelo la aparición de un poder espiritual en sus dominios.
Y se turbó. Turbación es confusión, desconcierto mental, tal vez trepidación del corazón.
Pero, ningún poder temporal, ni grande ni pequeño, tiene nada que recelar de los poderes espirituales. Ambos son obra de Dios; ambos van ordenados al bien del hombre; obedecen ambos a una doble exigencia de la vida humana: la de vivir en sociedad para lograr el mayor verdadero bienestar posible en el orden temporal, y alcanzar la visión de Dios en la gloria eterna, y éste es el objetivo de la sociedad espiritual.
El segundo aspecto de la conducta de Herodes es la persecución sañuda de que hizo objeto al Niño de Belén. Jesucristo es la primera víctima de Herodes; si no sucumbe en la matanza de los Inocentes es porque Dios lo libra milagrosamente de la furia del rey cobarde y sanguinario.
Herodes se turbó. No es un crimen turbarse; es un movimiento natural de la parte inferior o pasional de la vida que previene muchas veces toda conciencia reflexiva.
Lo que más podría delatar la turbación de Herodes sería una naturaleza suspicaz, un temperamento ambicioso, el miedo súbito a perder el poder de que disfruta.
Pero le quedaba el alma libre para discurrir en buen sentido, como su propensión al mal lo llevó a la hipocresía y al crimen.
Pudo examinar la naturaleza del hecho extraordinario de la aparición de la estrella a los Magos, estudiar las condiciones del reino mesiánico, esperar a que nuevos hechos le diesen más luz en el grave negocio. No quiso; le dominó la ambición y el miedo de perder su trono, y su alma perdió la dirección y el sosiego.
Vedlo cómo congrega a todos los sabios de la nación, príncipes de los sacerdotes y escribas del pueblo, y les pregunta el lugar en que había de nacer el Cristo; cómo pregunta a los Magos, en secreto y con diligencia exquisita, sobre el tiempo en que se les apareció la estrella; cómo los envía a Belén, con encargo de que busquen al niño, no al Rey, que ni tal nombre puede soportar.
Todo este proceso revela la profunda agitación de su espíritu. En el fondo de su alma ha despuntado la idea del crimen feroz.
Pero ¿qué puede la locura de un hombre contra la providencia de Dios? Y es inútil la lucha de Herodes contra Dios.
Este Niño, que va a escapar del odio de Herodes, poco antes de morir les dirá a sus discípulos, después de ofrecerles el panorama de las futuras persecuciones y de darles divinos consejos: Os he dicho todo esto para que descanséis en mí. En el mundo tendréis grandes tribulaciones; pero tened confianza; yo he vencido al mundo.
Esta es la política divina en el gobierno de la Iglesia.
Y esta es la lección que se desprende de la actitud de Herodes ante Jesús que se manifiesta al mundo. Herodes se levanta contra Dios, hace la guerra a Dios, quiere anonadar a Dios, y él es el vencido, mientras Dios triunfa de su perversa astucia.
Es lección de historia, que se reproducirá en todos los tiempos, y de la que debemos sacar una ilimitada confianza en nuestras tribulaciones.
LOS SABIOS DE ISRAEL
Herodes congrega a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo. Se trata de una consulta de carácter teológico, y los llamados a resolverla son los maestros de la religión y los intérpretes de la ley.
Los Magos han dicho que han visto la estrella del Rey de los judíos en el Oriente; el Rey de los judíos es el Mesías prometido, el enviado de Dios… Herodes, con el ansia mal contenida, pregunta a la asamblea de sabios dónde ha de nacer el Cristo.
Es fácil evacuar la consulta: todo israelita sabía que el Mesías había de nacer en Belén…
El Evangelio no dice nada más de la intervención de sacerdotes y escribas en el asunto que trajo a los Magos a Jerusalén.
Debemos profundizar en la conducta de estos hombres representantes de la ciencia divina y de la ley, porque es el segundo poder que se enfrenta con el Niño recién nacido.
Más tarde, cuando lleguen los días de su predicación pública, este poder se afrontará con Jesús para desautorizar y malograr su obra, apelando a todos los recursos de su fuerza social y de su astucia.
Este poder es el que en la apariencia triunfará de Jesús, arrancando del Procurador romano una sentencia de muerte…
Todo Jerusalén se conmovió, nos dice el Evangelio; sacerdotes y escribas participan de esta conmoción… Ciertamente, a Jerusalén habría llegado la noticia de los maravillosos sucesos ocurridos la noche del nacimiento de Jesús…
Los príncipes de Israel saben que es inminente la venida del Mesías: ha salido ya el cetro de Israel de la casa de Judá, y están para cumplirse las semanas de Daniel.
La presencia de los Magos, venidos de tierras lejanas para adorar al Rey de los judíos y el interés de Herodes en conocer el lugar de su nacimiento, deben, levantar en su espíritu de israelitas el ansia de descubrir la verdad del hecho que deberá cambiar la historia de su pueblo: el Mesías es el Ungido de Dios para obrar la redención de Israel y levantarse sobre todas las demás naciones…
Y, no obstante, sacerdotes y escribas, evacuada la consulta de Herodes, se desinteresan totalmente del hecho famoso…
Treinta años más tarde, los mismos jefes de Israel, tal vez algunos sobrevivientes de los de ahora, se convertirán en feroces enemigos de Jesús…
El orgullo, el servilismo, las comodidades del bien vivir fueron el obstáculo que les impidió acercarse a Jesús y recibir su salvación.
¿Cuál fue la causa de esta ruina espiritual?
Sacerdotes y doctores de Israel estaban en tiempo de Herodes en plena decadencia.
El sacerdocio, a lo menos en sus puestos principales, estaba en manos de los saduceos; y éstos eran los materialistas de aquellos tiempos. Débiles ante la omnipotencia de Herodes, que disponía del sumo sacerdocio a su placer.
Los sumos sacerdotes nombraban arbitrariamente a los príncipes de los sacerdotes, y unos y otros se cuidaban de incurrir en la cólera del rey, que les procuraba abundantemente plazas y dineros.
En cuanto a los doctores, eran todos fariseos, y ya sabemos por el Evangelio el orgullo inverosímil de esta casta de hombres: proponerles que debían reconocer como rey a un pobre niño nacido en un establo de la pequeña ciudad vecina, hubiese sido contravenir las ideas que tenían del futuro libertador de Israel: Rey magnífico, que debía triunfar del mundo por la gloria de sus armas y por la magnificencia de su imperio terrenal.
Y estos fueron los dos grandes obstáculos de la fe en los principales de Israel: el concepto materialista de la vida y el orgullo del espíritu.
De aquí la indiferencia de los príncipes de los sacerdotes ante el anuncio del nacimiento del Rey de los judíos… Dejarán a los Magos que hagan su camino, y después de haber satisfecho la curiosidad de Herodes, le permitirán consumar la horrible matanza de Inocentes…
Nunca como en nuestros días se ha presentado el materialismo como una concepción total de la vida que abarca todos sus problemas de orden político y social.
Por el otro lado, el orgullo del espíritu es el gran obstáculo para la fe. El orgullo es el desbordamiento del espíritu; es como la lujuria del alma, así como a la del cuerpo podemos llamarla orgullo de la carne. Y como ésta no sufre el freno, tampoco aquél.
Y la verdad sobrenatural es freno que contiene al pensamiento dentro de sus límites…
Los doctores de la ley y los fariseos eran hombres religiosos, que ponían la religión sobre todas las cosas de la vida; pero su criterio personal en materia religiosa los desvió del camino de la virtud y los hizo abominables a los ojos de Dios.
Esto causa su ruina en la consulta que se les hace con ocasión de la pregunta de los Magos. Pudieron ser las primicias del Reino de Jesucristo y los introductores de Israel en la Iglesia. No lo serán por su soberbia; porque reputan indigno de su raza un Dios que nace pobre y sin gloria; porque quieren el Mesías que su fantasía y el orgullo de su raza inventó; pero no el que en su misericordia presenta Dios para salvar al mundo.
De aquí arranca toda su desgracia y la de su pueblo; de su primera resistencia a las luces de Dios. Ellos no conocieron el misterio de Jesús; si lo hubieran conocido, dice San Pablo, jamás hubiesen crucificado al Señor de la gloria; pero no lo conocieron porque cerraron sus ojos a los primeros rayos de luz de la revelación del Mesías.
Este es el triste oficio a que su orgullo les redujo en la historia, a ellos y a sus descendientes. Oficio que con soberana elocuencia describe San Agustín: “Dieron el testimonio divino del lugar en que debía nacer el Cristo, no para su salvación, sino para la de los gentiles. Por esto fueron arrojados de su reino y diseminados por la tierra, para que fueran testigos obligados de 1a fe de la que son enemigos. Porque perdido su templo, el sacrificio, el sacerdocio y hasta el mismo reino, conservan el nombre y la sangre para que no desaparezcan, mezclados con otros pueblos, y pierdan el testimonio de la verdad; como recibió Caín la señal divina para que nadie lo matara, a él, que envidioso y soberbio había matado al hermano justo”.
Lección terrible que debemos aprender humillando nuestro pensamiento ante Dios, que trata de iluminarlo y ennoblecerlo en su misericordia.
LOS MAGOS
Llegamos a la tercera actitud de los hombres ante la verdad religiosa que se les ofrece.
Herodes, ante la Epifanía de Jesús, se turba, se irrita contra el nuevo poder que ha aparecido, se inclina del lado de la venganza y trabaja para aniquilarlo: es el representante del poder temporal que ha desconocido sus deberes ante la Verdad divina.
Los sacerdotes y doctores, confiesan, en principio, la Verdad; pero no la aplican al hecho de la vida; son víctimas de los dos grandes enemigos de la Verdad de Dios: la comodidad de vivir y el orgullo.
Restan los Magos, que representan la lealtad de la inteligencia humana, su rendimiento ante la Verdad sobrenatural que se les ha manifestado y ante los principios que deben gobernarla.
Analicemos su conducta y aprendamos las lecciones que de ella se derivan, resumidas en estas palabras de San Agustín: "Alma mía, si buscaras la verdad con diligencia, lo manifestarías con estas tres señales: primero, pedirías luz, para que las tinieblas no te impidiesen verla; segundo, preguntarías a los que la conocen, para que no erraras en su búsqueda; tercero, no hallarías descanso hasta encontrarla".
Esto hicieron puntualmente los Magos.
Comparemos la turbación de Herodes, con la serena simplicidad de los Magos; la curiosidad insana de aquél, con la noble resolución de éstos; la propensión del ambicioso rey a cerrarle el paso a Dios, con el abandono de los Magos a la inspiración divina.
Comparemos aún a los Magos con sacerdotes y escribas: el conocimiento frío, la pasividad suicida, el desdén de aquellos hombres de ciencia por el Niño que ha nacido en Belén, con el ardor con que emprenden los Magos el camino y el desasosiego hasta encontrarlo, donde quiera que esté.
Y comparémoslos con nuestra frialdad y con nuestra inercia ante los fuertes llamados de Dios, sin que queramos inclinarnos del lado hacia donde nos solicita.
No basta pedir la luz; ni es suficiente abrirle las puertas de nuestra alma. A veces la luz se oculta, como la estrella a los Magos. La lealtad de espíritu reclama que, cuando corramos peligro de perder el camino, pidamos el auxilio de una mano experta que nos guíe.
¡Prueba tremenda ésta a que sujetó Dios a los Magos! Pudieron retroceder, defraudados; y, sin embargo, preguntan, inquieren, y salen de la ciudad dispuestos a cumplir el consejo de Herodes hasta que se pongan en contacto con el Dios que buscan.
Dios, dice Bossuet, sabe conturbar a los hombres con pequeñas dificultades, y calmarlos luego de una manera maravillosa.
Los Magos, entrando en la casa, encontraron al Niño con su Madre. ¡El Niño con su Madre! Es la Sabiduría junto con la que es la Sede de la Sabiduría; el Rey con la Reina; el Redentor con la Corredentora; el segundo Adán con la segunda Eva.
Es la revelación plena del gran misterio del Cristianismo, empezando por la Encarnación, siguiendo por esta conjunción de las dos vidas de Jesús y de María que tiene su punto culminante en el Calvario y expansionándose en esta gloriosa Epifanía de Jesucristo y de su Madre santísima a través de los siglos cristianos.
Y ellos vieron, creyeron y, cayendo de hinojos, lo adoraron.
Vieron un Niño y adoraron a un Dios. A través de aquel cuerpo débil y de su carne frágil, adivinaron al Fuerte e Inmortal que tiene el imperio del mundo y de los siglos.
Por vez primera el poder y la ciencia de los hombres rinden sus homenajes a Jesucristo.
¡Contraste maravilloso con la conducta de Herodes, el poderoso, y de los sacerdotes y escribas, sabios de Israel!
Y abriendo los cofres en que llevaban sus tesoros, le ofrecieron oro, incienso y mirra.
Oro al Rey, incienso a Dios, mirra al Hombre.
El oro puro del amor, el incienso del servicio continuo de una vida que se consume ante Dios; la mirra de la penitencia y mortificación que nos consepultan con Él.
Como recompensa, el Niño Jesús los colmaría de sus mejores dones.
Herodes, mientras tanto, los espera. Los separa ya de él un abismo: conocen la verdad, y no volverán al mundo de la mentira; saben de santidad, y no se contaminarán tratando con los impíos; sus almas iluminadas no entrarán ya más en la región de las tinieblas.
Dios los advierte, y vuelven a su país por otro camino.
Es el símbolo de que el mundo se ha trocado ya, entrando por otro rumbo… Rumbo que no es otro que el señalado por el que es Camino de nuestra vida.
Símbolo del repudio de Israel que, por su contumacia, quedará fuera del verdadero camino, hasta que la plenitud de las naciones haya entrado en la Iglesia.
Símbolo de que las profecías han cedido ya a la realidad; de que ha llegado Jesús, la salvación para todo el mundo.
Y subiremos de claridad en claridad, de epifanía en epifanía, revelándose Dios cada vez con mayor claridad; hasta que nos deje verlo en la revelación definitiva de su gloria, que es la epifanía eterna, que inunda de gozo a los bienaventurados.