domingo, 29 de mayo de 2011

Domingo Vº después de Pascua


QUINTO DE PASCUA


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado.
Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque me amáis a mí y creéis que salí de Dios.
Salí del Padre y he venido al mundo. Otra vez dejo el mundo y voy al Padre.
Le dicen sus discípulos: “Ahora sí que hablas claro, y no dices ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que has salido de Dios”.


El domingo pasado hemos comentado estas palabras de Nuestro Señor: Me voy a Aquel que me ha enviado, aplicándolas a nosotros mismos.

Comentaremos hoy estas otras, Salí del Padre y he venido al mundo. Otra vez dejo el mundo y voy al Padre, pero teniendo en cuenta su aplicación directa al Verbo Encarnado, Nuestro Señor Jesucristo.


Inmediatamente, como introducción y para ambientarnos, evoquemos un magnífico párrafo de San Hilario:

“El Hijo salió de Dios y fue enviado por Él. Por esto dice: «Y creísteis que salí de Dios». Esto lo dice de su nacimiento y de su venida, y así añade: «Salí del Padre y vine al mundo». Lo uno se refiere a su Encarnación, y lo otro a su Naturaleza Divina. Porque el venir del Padre y salir del Padre no significa lo mismo, pues una cosa es salir de Dios en la substancia de su origen, y otra venir del Padre al mundo para consumar los misterios de nuestra redención. Y como el salir de Dios es poseer la sustancia de su nacimiento, ¿qué otro puede ser sino Dios?”


A) Contemplemos, primero, el misterio de la preexistencia eterna como Verbo de Dios “en el seno del Padre”.

Llegada la plenitud de los tiempos, dejó Dios de hablarnos a través de los Profetas y envió al mundo a su propio Hijo; y se descorrió por completo el velo, y el hombre contempló atónito el misterio inefable de la divina fecundidad: Dios es Padre. Tiene un Hijo, engendrado por Él en el eterno hoy de su existencia.

El Padre engendra una Imagen perfectísima de sí mismo, que lo expresa y reproduce en toda su divina grandeza e inmensidad.

Imagen perfectísima, Verbo mental, Idea, Prototipo, Palabra viviente y substancial del Padre, el Verbo constituye una segunda Persona, en todo igual a la primera, excepto en la real oposición de Paternidad y Filiación, que hace que la Primera sea Padre y la Segunda Hijo.

La segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo o Verbo del Padre, es Dios como el Padre, posee juntamente con Él y el Espíritu Santo la plenitud de la divinidad. Es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, como confesamos con en el Credo de la Misa.

El mismo Jesucristo lo proclamó abiertamente cuando dijo: El Padre y yo somos una misma cosa.


Ese Hijo muy amado, igual al Padre y, con todo, distinto de Él y Persona divina como Él, no se separa del Padre. El Verbo vive siempre en la inteligencia infinita que le concibe; el Hijo mora siempre en el seno del Padre, que lo engendra.

Mora por unidad de naturaleza y mora también por el amor que Padre e Hijo se tienen.

Esta es, en sus líneas generales y en brevísimo resumen, la teología del Verbo de Dios, que subsiste eternamente en el seno del Padre: Salí del Padre

Por eso San Hilario dice: “…salir del Padre se refiere a su Naturaleza Divina… significa salir de Dios en la substancia de su origen… poseer la sustancia de su nacimiento, ¿qué otro puede ser sino Dios?”

Y San Juan Apóstol, en el inicio de su Evangelio escribe: En el principio el Verbo era, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios, presentando al Hijo de Dios en tres frases que muestran sucesivamente cuatro verdades:

* La anterioridad del Verbo con relación a todo lo creado: En el principio el Verbo era.

* Su presencia eterna en Dios: Y el Verbo era junto a Dios.

* Su distinción de la Persona del Padre: si era junto a Dios Padre, es evidente que se distingue de Él.

* Su divinidad en cuanto Verbo: Y el Verbo era Dios.


Advirtamos la sublime elevación de estas ideas en medio de su aparente sencillez. Las palabras apenas varían y, sin embargo, el pensamiento se eleva sucesivamente, como en un vuelo circular, en un crescendo majestuoso, en el que San Juan va asentando, sucesivamente, las cuatro grandes afirmaciones que acabamos de señalar.

Entre los cuatro Evangelistas, San Juan es llamado el Águila por la sublimidad de sus escritos, donde Dios nos revela los más altos misterios sobrenaturales.


Él era, en el principio, junto a Dios. Como para acentuar su pensamiento y cerrar las relaciones del Verbo con Dios Padre, San Juan vuelve a tomar las ideas de las dos primeras frases: En el principio, o sea, antes que Dios creara al mundo, el Verbo era ya en Dios.

En los dos primeros versículos, el Águila gira en torno a la eternidad del Hijo en Dios: antes de la creación, de toda eternidad, era ya el Verbo; y estaba con su Padre, siendo Dios como Él.

Es el Hijo Unigénito, igual al Padre, consubstancial al Padre, coeterno con Él, omnipotente, omnisciente, infinitamente bueno, misericordioso, santo y justo como lo es el Padre, quien todo lo creó por medio de Él.


Más adelante, San Juan expresa: Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que es en el seno del Padre, ése lo ha dado a conocer.

No lo vio, pues, ni Moisés (Ex. 33, 22-23) ni Isaías (Is. 6, 1-5). No vieron a Dios directamente o con visión facial; lo que contemplaron fueron simples teofanías simbólicas. Es evidente que la Naturaleza divina es inaccesible al ojo humano (I Jo. 3, 2). La razón teológica es del todo clara y definitiva: Dios es espíritu y el espíritu no puede ser captado por un órgano corporal.

Pero lo que los hombres no han podido ver jamás, lo ha visto el Unigénito del Padre, que vive en su propio seno.

Esta expresión es muy frecuente en la Sagrada Escritura para designar una unión muy íntima y entrañable entre dos personas.

El Verbo de Dios permanece eternamente en el seno del Padre.

Ni siquiera la Encarnación pudo desplazarlo de aquel lugar de reposo eterno. Al asumir la humana naturaleza, el Verbo no experimentó el menor cambio ni inmutación. El movimiento de asunción afectó únicamente a la naturaleza humana, que fue elevada a la unidad de Persona con el Verbo eterno, sin que Éste experimentara el menor cambio o saliese un solo instante del seno del Padre, que lo engendra continuamente en el inmutable hoy de su eternidad: ex utero ante luciferum genui te


El Verbo es el único que conoce al Padre en toda su plenitud infinita, puesto que es su propia Idea, su propia Palabra, su propia Imagen perfectísima. Y ese Verbo, Palabra divina del Padre, ha venido a la tierra para darnos a conocer, con palabras humanas, los misterios insondables de la vida íntima de Dios: Todo me ha sido transmitido por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.


Estas son, a grandes rasgos, las ideas fundamentales sobre el Verbo de Dios que expone San Juan en el maravilloso prólogo de su Evangelio.

San Pablo, escribiendo de Él a los colosenses, dice: Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él; Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia… Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos…

El conocimiento de este misterio es vital y fecundo para nuestras almas. Nuestro Señor Jesucristo, en su Oración Sacerdotal del Jueves Santo, exclama: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo.


Jesucristo, cuyo misterio debemos estudiar, contemplar, asimilar y vivir, es el Hijo de Dios Encarnado, el Verbo hecho carne.

Antes de asumir la naturaleza humana, Jesucristo era Dios. Al llegar a ser hombre, no por eso dejó de serlo. En cualquiera de sus misterios, Él es siempre y ante todo el Hijo único del Padre, el Unigénito de Dios.

Hay un estado esencial que no abandona nunca; Él es el Hijo de Dios, viviente en el seno del Padre: Unigenitus Filius qui est in sinu Patris.

Ante todo, pues, debemos contemplar su divinidad, contemplar al Verbo in sinu Patris, pues todos los misterios de Jesucristo se fundan en su divinidad.

Como hemos visto, San Juan, antes de narrar los misterios de Jesucristo, nos dice lo que es antes de la Encarnación, desde toda eternidad: In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum.


Ahora bien, el Hijo se distingue del Padre por su propiedad de ser Hijo. El Hijo está realmente identificado con la naturaleza divina; lo que le distingue de la Persona del Padre, lo que constituye propiamente su Personalidad, no es ser Dios, sino ser Hijo. En cuanto Persona Divina, es Hijo.

Ésta es la primera función del Verbo. En su calidad de Hijo, Él tiene todo de su Padre.

La segunda función es la de ser Imagen del Padre: Imago Dei invisibilis Imagen perfecta y viviente. El Verbo es el resplandor de la gloria del Padre, figura de su substancia, como dice San Pablo.

Es la expresión adecuadísima del Padre. La gloria del Hijo es ser la imagen viviente de su Padre.

El Padre Eterno, contemplando a su Hijo, ve en Él la reproducción perfecta de sus divinos atributos.

De modo particular, el Verbo glorifica al Padre. ¿Cómo sucede esto? El Padre engendra al Hijo; lo hace eternamente partícipe del don supremo: la vida y las perfecciones de la divinidad; le comunica todo lo es Él mismo, con excepción de su propiedad de ser Padre.

Perfecta imagen substancial, el Verbo es el resplandor de la Gloria del Padre. El Verbo brota como un cántico ininterrumpido hacia Aquel de donde emana: todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío…, dice Nuestro Señor en su Oración Sacerdotal.

De esta manera, por el movimiento natural de su Filiación, el Hijo hace refluir hacia el Padre todo lo que tiene de Él.

Tal es la Gloria que Dios se tributa a sí mismo en la sagrada intimidad de su vida eterna. Es en el seno mismo de la Adorable Trinidad que debemos contemplar la eterna liturgia por la cual las Tres divinas Personas se cantan mutuamente la vida divina, el poder, la sabiduría, el amor y la santidad infinitos.

Es ese himno inefable de la Generación del Verbo y de la Procesión del Espíritu Santo: sicut erat in principio…, et nunc…, et semper…, et in saecula saeculorum



B) Después de esta rápida visión de la teología del Verbo de Dios, tal como subsiste eternamente en el seno del Padre, abordemos ahora la segunda parte de nuestro comentario: Me voy a Aquel que me ha enviadoOtra vez dejo el mundo y voy al Padre


San Juan nos enseña: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Este versículo es riquísimo en contenido doctrinal. El Verbo, que nace eternamente del Padre, se dignó nacer, como Hombre, de la Virgen Madre, por voluntad del Padre y obra del Espíritu Santo.

A su primera naturaleza divina se añadió la segunda, humana, en la unión hipostática. Pero su Persona siguió siendo una sola: la divina y eterna Persona del Verbo.

Así se explica que los Apóstoles vieron la gloria de Dios, manifestada en las obras de Jesucristo.

El Verbo se hizo hombre, carne; la cual connota la flaqueza humana en oposición a la gloria divina. Por medio de su humanidad moró en medio de nosotros. Y una vez acabada su obra, regresa al seno del Padre: Me voy a Aquel que me ha enviado… Contemplémoslo en el Cielo, como Mediador, nuevamente en el seno del Padre.


La Ascensión de Jesucristo al Cielo es su magnífico triunfo; su sesión a la diestra del Padre le da una preeminencia sobre toda criatura.

Estar sentado allá, es habitar, conmorar; la diestra del Padre es la participación en su gloria, en su bienaventuranza, en su potestad.

Pero, ¿está Jesucristo en el Cielo solamente en la fruición beatífica de su gloria, de esa gloria que conquistó con su Pasión? ¿Ha querido, por el contrario, estar unido con los miembros de su Cuerpo Místico en esta situación de beatitud?

Hemos de saber que Jesucristo continúa en el Cielo su acción sacerdotal o de mediación, ofreciendo perpetuamente por la Iglesia su sacrificio consumado en la Cruz; intercediendo por la Iglesia, influyendo activamente sobre Ella y rindiendo a la Santísima Trinidad una adoración eterna y llena.

Dice San Agustín: Salió del Padre porque del Padre es, y vino al mundo para manifestar al mundo su humanidad tomada de la Virgen. Él dejó el mundo y subió al Padre llevando con Él su humanidad, pero sin abandonar al mundo de su presencia y gobernación; porque de tal modo vino al mundo al salir del Padre, que no se separó de su Padre.


Jesucristo subió a los Cielos para recibir del Padre esta claridad, esa glorificación de que hablaba en la última Cena. Pero Jesús sube al Cielo para trabajar en nuestra glorificación, que nos conquistó.

Reiteradas expresiones suyas, cuando estaba para morir, nos insinúan esta labor de mediación sacerdotal: Voy a prepararos un lugar...; Vendré otra vez y os tomaré conmigo, para que estéis vosotros donde estoy yo.

La convicción de que Jesucristo debía seguir en el Cielo su obra de salvación, se transparenta en no pocas páginas de los Escritos apostólicos.

San Pablo establece un magnífico paralelo entre el Sumo Sacerdote de la ley mosaica y nuestro Gran Pontífice Jesucristo; y termina indicando las actuales funciones de nuestro Sumo Sacerdote: Jesucristo, como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio; de aquí es que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentasen a Dios; como que está siempre vivo para interceder por nosotros.

La humanidad gloriosa de Jesucristo, recibida en el Cielo, es la aceptación por el Padre del precio del rescate. Sentado a su diestra, Jesucristo seguirá obrando, mientras duren los siglos, los frutos de su Redención en la Iglesia y en cada uno de sus hijos.

Es como la segunda etapa de la Redención.

De aquí esta relación que la tradición cristiana ha reconocido entre el Sacrificio de la Cruz y el hecho de la Ascensión de Jesucristo al Cielo.

No sólo sube allá el Triunfador, para recibir los laureles de su victoria, y el Primogénito de toda criatura, para tomar asiento en la cumbre del Cielo, junto al Padre…

Sube el Sacerdote, el gran Pontífice, con las señales de su Sacrificio, cargado con todo el peso de Redención que el Sacrificio importa, para presentarse al Padre y rendir a sus pies la Hostia que ha ofrecido por el mundo…

Sube para pedirle, como Cabeza y Mediador de la humanidad, la Redención eterna de cuantos querrán entrar en el Cielo y de los cuales Él es el Precursor.

San Efrén, en uno de sus himnos, había escrito estas magníficas palabras: ¡Bendito sea el sacrificio de Jesús! Bajó del cielo como la luz; de María se desprendió como un germen; de la Cruz bajó como fruto; subió al cielo en calidad de primicias.

Y dirigiéndose al mismo Jesucristo, le dice: Eres oblación arriba y abajo, porque fuiste muerto y adorado; bajaste a la tierra y fuiste hecho víctima; subiste y te hiciste oblación magna; subiste, Señor, y ofreciste.

La Sangre divina, derramada en remisión de los pecados, ha subido también a los Cielos como la Víctima, y tiene ante el Padre una voz más elocuente que la de Abel…


Jesucristo está, pues, en los Cielos, a la diestra del Padre, triunfador y glorioso, pero en estado victimal. Es Sacerdote, Víctima y Altar perpetuo; no porque ofrezca un nuevo sacrificio distinto del de la Cruz, sino como consumación celeste y eterna del sacrificio que en la Cruz ofreció en forma sangrienta.

De esta manera se eterniza el Sacerdocio de Jesucristo, no sólo por lo definitivo y eterno de su unción sacerdotal, sino por esta función permanente de propiciación y justificación por la que sigue influyendo en la vida espiritual de la Iglesia; no por una nueva acción sacrificial distinta de la del Calvario, sino por el estado de “cosa sacrificada” con que, según San Pablo, se presentó para la destrucción del pecado con el sacrificio de sí mismo.

Así derivan sin cesar al mundo, de esta Hostia permanente ante el Padre, los torrentes de la gracia santificadora. Así tiene fácil explicación el carácter de Víctima con que se ofrece Jesucristo en el sacrificio de la Misa.


Hace más Jesucristo como Sacerdote en el Cielo. Es nuestro Abogado; defiende nuestra causa ante el Padre; y pleitea por nosotros en la forma que Él solo puede hacerlo.


¿Qué hace para estar con nosotros? Recibe nuestras oraciones y las ofrece al Padre. Es el Pontífice por quien son oídas todas nuestras plegarias, por quien todas las gracias son despachadas.

¿Qué más hace Jesucristo por nosotros en el ejercicio de su Sacerdocio? Ruega por nosotros. Es afirmación solemne del Apóstol: viviente siempre para interceder por nosotros.

Pero ¿qué oración es esta de un Dios Hombre que ruega a Dios? ¿No puede Jesucristo lo que puede el mismo Dios? ¿No es divina su Persona?

Ruega, dicen los teólogos, no pidiendo, sino representando.

No con la voz, sino con la misericordia, dice San Gregorio…

Ruega, dice Santo Tomás, en primer lugar, presentando al Padre la humanidad que tomó por nosotros; y luego, expresando el deseo que tuvo siempre de nuestra salvación su alma santísima, con la que intercede por nosotros.


Así tiene su explicación magnífica el oficio de Precursor nuestro en los Cielos que le señala San Pablo, y la realidad de esta frase, síntesis de todas las misericordias de Dios: Nos ha hecho sentar en los cielos con Jesucristo.


Toda la historia de la humanidad redimida se encierra entre dos hechos: la Encarnación Redentora del Verbo y su vuelta al mundo para juzgarlo.

Y en este período de siglos, Jesucristo, Pontífice eterno y Víctima, no hará otra cosa, en el orden particular, que preparar a todos los hombres un lugar, para que todos estén con Él donde Él está.

Y cuando se acabe el tiempo y haya llegado a su plenitud su Cuerpo Místico, volverá a la tierra sentado en las nubes del cielo y juzgará a todos.

Y llevará consigo a su Iglesia, la universalidad de los predestinados; y seguirá, no ya intercediendo por el mundo, porque su salvación se habrá consumado, sino la adoración eterna de la Trinidad beatísima.

Como pedimos, hoy, por su mediación, así, por Él y con Él, adoraremos por los siglos: Per Dominum nostrum Jesum Christum