domingo, 1 de mayo de 2011

Domingo de Quasimodo


DOMINGO IN ALBIS


Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros.
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: La paz sea con vosotros. Luego dice a Tomás: Mete aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel.
Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío.
Dícele Jesús: Porque me has visto, Tomás, has creído. Bienaventurados los que sin ver creyeron.
Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos milagros que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


Los cuatro Evangelistas concurren en la narración de los episodios que siguieron a la Resurrección de Jesucristo. Todos ellos aportan elementos peculiares para formar una monografía de la Resurrección que se caracteriza por la espontaneidad de los relatos, por la viveza de los detalles, la belleza de los cuadros, y especialmente por este fervor que a las narraciones infundió el santo entusiasmo de que estaban poseídos los Evangelistas al describir el hecho fundamental de nuestra religión.


Según las narraciones de los Evangelios, las apariciones de Jesús resucitado que tuvieron lugar en Judea fueron cinco, a saber: a María Magdalena, a las piadosas mujeres, a los discípulos de Emaús, a los Apóstoles reunidos sin Tomás, todas ellas el mismo día de la resurrección, y luego, ocho días más tarde, a los mismos con este último.


La relación de las Santas Mujeres e incluso la de San Pedro, afirmando ante los discípulos que habían visto a Jesús resucitado, no disipó todas sus dudas. Ni la detallada descripción de los discípulos de Emaús mereció por un momento más crédito: Ni a éstos creyeron, dice San Marcos.

Jesús va a coronar sus apariciones con la que narra el Evangelio de esta Domínica in Albis, hecha en conjunto a todos los Apóstoles y algunos discípulos que con ellos estaban.

La aparición tuvo lugar en el mismo momento en que los discípulos de Emaús narraban a la asamblea de los Apóstoles y discípulos lo que acababa de ocurrirles aquella tarde, el mismo día de la Resurrección, al anochecer, y estando los discípulos congregados y encerrados por el miedo que los sanedritas les inspiraban.

Acababan de cenar, estaban aún a la mesa, cuando la aparición de Jesús en medio de ellos fue súbita. El Cuerpo de Jesús, glorificado ya, no necesitó se le abriese paso para entrar en el local cerrado: tenía las condiciones del cuerpo espiritual, de que nos habla San Pablo.

Vino Jesús, y les dijo: Paz a vosotros. Esta paz es fecunda; es la paz del Príncipe de la paz, la paz mesiánica, fructuosa en toda suerte de bienes.

Como si quisiese darles un presagio de los bienes de esta paz, Jesús añade: Yo soy, no temáis.

A pesar de estas dulces palabras, su aparición súbita los llena de terror, pensando se trataba de un espectro o fantasma, no de un cuerpo real… ¡tanto les costaba persuadirse de la Resurrección del Señor, a pesar de ser ya al menos la cuarta vez que se aparece!

Jesús los tranquiliza, dándoles a entender que es Él, único que puede leer en sus pensamientos: y les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y por qué dais lugar en vuestro corazón a tales pensamientos, haciendo conjeturas de si soy o no un espíritu? No lo soy; mirad, para convenceros, que conservo aún en mis manos y pies las señales de los clavos de la crucifixión, vestigios de mi suplicio. Palpad y ved, que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.

Los Apóstoles y discípulos mirarían y tocarían con atención y reverencia las Sagradas Llagas; es el primer argumento que les da: el de la vista y tacto, sentidos los más fidedignos.

La certeza de que están viendo a Jesús los inunda de gozo; y empiezan a realizarse las palabras que les había dicho, de que los vería otra vez y se alegraría su corazón.

Aprovecha Jesús estos momentos de santa expansión de sus discípulos para reprenderlos con suavidad, al mismo tiempo que los confirma en la verdad de su Resurrección dándoles un segundo argumento, una prueba aún más fehaciente, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer?

Los espectros y los espíritus no comen; si Jesús come, la prueba es decisiva. Jesús comió; los cuerpos glorificados no tienen necesidad de comer, pero pueden hacerlo y absorberlos en alguna manera.

Finalmente les da una razón sintética para acabar de disipar las dudas que sobre su Resurrección pudiesen aún abrigar. La causa de su incredulidad ha sido la decepción o desengaño sufrido al ver padecer y morir a Cristo.

Al igual que los discípulos de Emaús, habían creído las cosas gloriosas de Jesús, no las humillaciones; cuando éstas vinieron, se llamaron a engaño.

Jesús afirma de un modo general que todo ello estaba ya predicho en los Libros Sagrados, y que Él mismo se lo había advertido: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros, que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, y en los Profetas, y en los Salmos.


En aquel pequeño recinto está la Iglesia naciente, con Cristo vivo y aun presente según su presencia visible; el gozo de que están inundados los discípulos va a transfundirse a toda la Iglesia, de todos los siglos, en virtud de los poderes que va a conferirles.

Antes de hacerlo, vuelve Jesús a saludarles con solemnidad enfática: Paz a vosotros.

La palabra de Jesús es eficaz. Él vino para pacificar a los hombres con Dios; el primer poder que dará a sus Apóstoles será el de ser continuadores de esta obra de pacificación: Como el Padre me envió, así también yo os envío…

Jesús se hace igual al Padre en el poder de enviar; y envía a los Apóstoles para que sean, como Él, ministros de pacificación.


Esta misión es uno de los misterios más profundos y consoladores de nuestra doctrina cristiana. Misión es apostolado, es legación, es poder representativo. El Padre envía de su seno al Hijo para que se haga hombre y redima al mundo y le enseñe la doctrina divina y funde su Iglesia.

Y el Hijo envía a sus Apóstoles, y éstos a sus sucesores los Obispos, y éstos a los sacerdotes sus colaboradores, para que continúen su obra.


Para esta grande obra necesitan los Apóstoles y sus sucesores la fuerza vivificadora del Espíritu Santo. Jesús se lo da, por medio de una acción material simbólica, es decir sacramental, porque obra lo que significa, la insuflación: Y dichas estas palabras, sopló sobre ellos.

El soplo es símbolo del Espíritu: hálito y espíritu se designan en griego con la misma palabra pneuma.


Al soplo acompañó unas palabras expresivas del símbolo: Recibid el Espíritu Santo.

Los discípulos reciben el Espíritu Santo en orden a los oficios que deberán llenar; no con toda su plenitud y en forma solemne y visible, como el día de Pentecostés, sino para determinados fines y como preparación para aquella venida solemne.

Por esta insuflación expresa Cristo que el Espíritu Santo procede del Padre y de Él mismo, Filioque; y que como es del Padre, así también es suyo.

Parte principal de aquel ministerio de pacificación y fruto capital del Espíritu que acaba de darles es el perdón de los pecados, porque es el pecado el que pone la discordia entre Dios y el hombre.

Jesús tenía este poder; ahora se lo da a los Apóstoles. Por lo mismo, Ellos y sus sucesores serán jueces que deberán discernir los casos en que deberán retener o perdonar los pecados: luego éstos les deberán para ello ser declarados en la confesión auricular.

Por esto, la Iglesia ha visto siempre en estas palabras contenido el precepto de la confesión personal de los pecados.


Nada fáciles fueron los Apóstoles en creer la Resurrección de Jesús, y apenas cedieron al testimonio de los sentidos, la vista y el tacto. Todo ello lo quiso Dios para que se multiplicaran los argumentos de que pudiesen disponer las posteriores generaciones cristianas para demostrar el hecho de la Resurrección.

Para Santo Tomás y para nosotros, este episodio es de irrecusable fuerza demostrativa.

Por motivos que el Evangelio ni siquiera insinúa, el Apóstol Tomás no estaba en compañía de los otros diez al anochecer del día de la Resurrección.

En el curso de la semana, le contaron los demás el suceso de la aparición de la que fueron testigos.

Por la respuesta de Santo Tomás, comprobamos que la narración fue detallada, con todos los pormenores, especialmente que les consintió tocar sus manos, pies y costado.

Tomás niega su asentimiento al testimonio de sus compañeros; tan inverosímil le parece el hecho de la Resurrección, que no cederá sino a su propia y personal experiencia: Si no viere en sus manos la marca de los clavos…, no creeré.


Doble falta cometió aquí el Apóstol incrédulo: la de negar fe a los dichos de todos los demás, y la de señalar las condiciones sin las cuales no asentirá.

No obstante, Jesús condescenderá con su Apóstol, y su incredulidad característica dará lugar a que crea él y se robustezcan los motivos que tenemos de credibilidad en el gran milagro.


Ocho días después de la primera aparición a los discípulos congregados, Jesús la reiteró en las mismas condiciones de la anterior, estando Tomás con ellos.

En esta repetición de las apariciones de Jesús en día Domingo ha visto la antigüedad cristiana una especial santificación del día de la Resurrección; es por ello que el descanso sabático de los judíos ha pasado a ser la Fiesta Dominical de los cristianos; el día de la Resurrección del Señor es en nuestra Liturgia el Domingo principal del año; las demás Domínicas dependen en su cómputo de la Resurrección, y son como un eco de esta fiesta.

¡Qué pena pensar en la profanación sistemática del Día del Señor en la sociedad moderna! Es un logro de la judaización masónica de las logias.


Jesús ya va directamente, lleno de piedad, a la conquista del entendimiento y corazón del Apóstol incrédulo. Dándole a conocer que no ignoraba sus palabras y la condición que había impuesto para creer, dice a Tomás: Mete aquí tu dedo, y mira mis manos, y trae tu mano, y métela en mi costado. Y reprendiéndolo con dulzura añade: Y no seas incrédulo, sino fiel.


¡Cuán suave y misericordioso es el Señor! Dice San Agustín: Pudo resucitar, si hubiese querido, sin que apareciera en su Cuerpo Sagrado vestigio alguno de los clavos y lanza; pero no quiso borrar la aparente fealdad de sus cicatrices, en favor de sus amigos y como testimonio contra sus enemigos. Para sus amigos fueron aquellas cicatrices un medio de identificarlo y creer en su resurrección, o para los que no lo vieron resucitado, como nosotros, un medio de curar la llaga de nuestra infidelidad, creyendo sobre el testimonio de quienes vieron aquellas llagas. Para sus enemigos, los incrédulos, los impíos, los mismos pecadores, serán aquellas llagas un perpetuo reproche y testimonio contra ellos; como si dijera Jesús, mostrándolas: “He aquí el hombre a quien crucificasteis; veis las heridas que le causasteis; conocéis el costado que traspasasteis, que por vosotros y para vosotros fue abierto; y, no obstante, no quisisteis entrar en él.”


En la Basílica Mayor de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma, puede venerarse la falange del dedo del Santo Apóstol que tocó las Sagradas Llagas del Redentor.

La frase admirativa, entrecortada, llena de religioso respeto que pronuncia Santo Tomás, revela la emoción, el arrepentimiento, la fe profunda a la sola vista de las Veneradas Llagas: Señor mío y Dios mío…

Lo llama Señor, y en esto reconoce su Humanidad; y le dice Dios, en lo que afirma su Divinidad.

Vio una cosa y creyó otra: vio las Llagas, y creyó en la Resurrección; vio el Cuerpo de Jesús, y creyó en su Divinidad.

Este es el oficio del milagro; llevarnos, como de la mano, a la fe: el sentido nos atestigua un hecho de orden material; pero la razón nos dice que aquel hecho, en aquella forma, en aquella manera, en aquel momento, no puede producirse sin una intervención sobrenatural y divina; y entonces creemos en lo que no vemos, es decir, asentimos, con nuestro entendimiento y voluntad, a algo que está sobre el hecho que nos han denunciado los sentidos.


Acepta Jesús la confesión de Tomás, pero le da una lección: Porque me has visto, Tomás has creído. Has hecho bien en creer después de ver; aunque mejor hubieses hecho creyendo por el testimonio de los demás, y por lo que yo mismo había dicho de mi Resurrección.

Hay, pues, aquí alguna manera de reprensión por la tardía y nada fácil fe del Apóstol. No le faltó al Apóstol su mérito, porque vio al Hombre y creyó en Dios, viendo con los ojos de la fe, a través de la Carne de Cristo, el poder y la gloria de la Divinidad.

Con todo, es mejor, porque es más abnegada, la fe de aquellos que no exigen el testimonio de la experiencia personal para creer: Bienaventurados los que no vieron, y creyeron.

No es que le falte a Tomás su parte en la bienaventuranza, porque creyó más de lo que vio y sobre lo que vio; pero es más meritoria la fe que no necesita el testimonio de los sentidos corporales.


Bienaventurados los que no vieron, y creyeron. En esta sentencia venimos comprendidos nosotros, que no hemos podido ver ni palpar las llagas de Cristo. No digamos, pues: “Ojalá hubiese yo podido ver las llagas del Señor”, dice San Juan Crisóstomo, porque también somos o podemos ser bienaventurados, más aún que los mismos que las vieron, porque es más difícil y meritoria nuestra fe.

Dice San Agustín, Lo capital es que obremos lo que creemos, porque aquel es verdadero creyente el que lleva a la práctica de la vida aquello que cree.


Narradas las apariciones de Jesús resucitado en Judea, añade San Juan, a guisa de epílogo, dos versículos importantes: Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos milagros que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

El objeto que se propuso, pues, al redactar su Evangelio, fue demostrar que aquel Hombre que recorrió Palestina, que predicó, padeció, murió y resucitó, era el Mesías prometido por los Profetas, y que por ello se debía fe a su misión y a sus enseñanzas.


La finalidad del milagro no es de orden natural: no se hacen los milagros para que admiremos el poder de Dios, del que hartos argumentos tenemos en la creación; ni con un fin espectacular, para que nos gocemos en la manifestación extraordinaria de un poder oculto.

El milagro es un hecho de orden sensible, extraordinario, que rebasa las fuerzas de la naturaleza, para que, a través de lo material de él, nos remontemos a lo espiritual y eterno.

El milagro lo hace Dios para que creamos, para que le amemos, para que, por la fe y el amor, tengamos vida sobrenatural en el nombre de Jesús.

Así viene a ser el milagro como una preparación a la fe.

No todos los que ven el milagro creen, porque el hombre puede cerrar sus ojos a la luz divina que el milagro encierra; pero el milagro tiene luz bastante para guiarnos a Dios y para que, hallándole, vivamos en El.


Por eso, como fin ulterior y definitivo, digno del celo de un Apóstol, se propuso San Juan que sus lectores, por la fe en Cristo lograsen la vida divina, en el tiempo y en la eternidad.

Aquella vida, sobrenatural y eterna, de la que con tanta frecuencia habla el Evangelista, que sólo se logra en el Nombre de Jesús, por sus méritos y poder.


Por eso, la Oración Colecta de esta Domínica dice así: Haz, te rogamos, Dios omnipotente, que los que ya hemos celebrado las fiestas pascuales, manifestemos por tu gracia sus efectos por nuestras costumbres y modo de vivir.