domingo, 24 de abril de 2011

Domingo de Pascua Florida


DOMINGO DE PASCUA
DE RESURRECCIÓN


Pasado el sábado, María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, fueron al sepulcro. Se decían unas a otras: ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá en Galilea; allí lo veréis, como os lo dijo.


Ha resucitado, no está aquí

Dijimos anoche que por la Resurrección de Nuestro Señor tenemos la certeza de la inmortalidad, hasta de esta carne deleznable.

Y este cuerpo corruptible que fatiga al alma, vaso de barro que deprime la mente, ya no será el formidable enemigo del espíritu, sino que él mismo, a semejanza del cuerpo resucitado de Cristo, será espiritual e inmortal.

También se podrá decir un día de cada uno de nosotros: ha resucitado, no está aquí

Porque Jesucristo, que ha querido que su Resurrección fuese la causa ejemplar de la nuestra, transformará nuestro cuerpo vil y lo hará conforme al suyo glorioso.

Tremenda visión la de nuestro cadáver… Horrible aspecto el de estos huesos, de esta podre, de esta ceniza, que en sus entrañas encierran los sepulcros…

Si por misericordia de Dios nuestra alma se ha salvado, la resurrección borrará esta vergüenza de nuestra carne y dará a nuestros cuerpos claridad, agilidad, sutilidad e inmortalidad.

Nadie como San Pablo ha descrito esta gloriosa transfiguración: El cuerpo es sembrado en la corrupción, y resucitará en la incorruptibilidad; es sembrado en la ignominia, resucitará en la gloria; es sembrado en la debilidad, resucitará en la fuerza; es sembrado cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual.

Y, presintiéndose ya revestido de inmortalidad, así cantaba su triunfo sobre la muerte: Cuando este cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Gracias sean dadas a Dios, que nos ha dado la victoria por Nuestro Señor Jesucristo.


Retengamos de la Resurrección de Jesucristo la lección que reiteradamente saca el Apóstol del hecho magnífico de la nueva Vida que vivió Jesús después de su muerte. Es lección de vida cristiana.

Creemos, porque Cristo resucitó; esperamos, porque su Resurrección es motivo, prenda y modelo de la nuestra. Pero esto no será así, si no resucitamos según el espíritu ya en esta vida mortal.

Pues hay dos maneras de resucitar, como hay dos maneras de morir, consiguientes a dos maneras de vivir.

Se muere con el alma muerta por el pecado o con el alma viva por la gracia; y a estas dos maneras de morir responden dos maneras de resucitar: o se resucita para vivir eternamente la muerte del infierno, porque la vida de aquel lugar, dice san Agustín, es la muerte de toda vida; o para vivir eternamente en el Cielo, donde toda vida tiene su expansión definitiva.

De estas dos formas de resucitar hablaba Jesucristo en el altísimo discurso a los judíos después de la curación del paralítico de la piscina de Bethsaida. Les hablaba de la resurrección espiritual, que no es otra que la justificación, cuando les decía que resucita a quien quiere; es decir, que la resurrección de los espíritus no es general, sino de los que quiere Jesús: El Hijo del hombre da la vida a los que quiere. Yo os aseguro que viene la hora, y ha llegado ya, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren, vivirán.

¿Quiénes son los que la oyen? Los que quieren incorporarse a la obra vivificadora de Jesucristo, correspondiendo a la voluntad de Jesús que los llama.

Y luego habla de la resurrección general de los cuerpos, que ocurrirá el día del juicio final: Viene la hora, en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios.


Toda la teoría de la vivificación del hombre por Cristo se mueve alrededor de estas dos verdades: Jesucristo lo resucita todo, cuerpos y almas: ésta es la primera verdad.

Los cuerpos resucitarán todos fatalmente, queramos o no; pero la resurrección del espíritu no se verificará, si el hombre no se incorpora voluntariamente, oyendo la voz de Dios, a la obra vivificadora de Jesucristo: ésta es la otra verdad.

El juez que ha de pronunciar la sentencia sobre si la voluntad del hombre se ha acoplado o no a la de Jesucristo, correspondiendo a su voluntad de vivificarlo, es el mismo Jesús, como lo declara en el mismo discurso de la Resurrección.

Ante este juicio universal deberá comparecer toda la humanidad al oír la voz del Hijo del hombre que resonará sobre los sepulcros: Y los que hayan hecho el bien saldrán para la resurrección de la vida; pero los que hubiesen hecho el mal saldrán para la resurrección del juicio, que lo será de muerte eterna.


Así, la Resurrección de Jesucristo, fundamento de la fe y motivo y gaje de la esperanza del cristiano, es la piedra de toque para estimar el valor de toda nuestra vida en orden a nuestro destino eterno.

¿Hemos hecho nuestra su Resurrección? Viviremos eternamente.

¿No hemos conresucitado con Él? Entonces resucitará nuestro cuerpo, pero será para acompañar en su desgracia eterna a nuestro espíritu muerto.


Jesucristo no murió para quedar en el sepulcro, sino para revivir. En la obra redentora de Jesús, la Resurrección es un complemento necesario de su muerte. Jesús debía sucumbir para que quedara destruido el pecado; pero a su muerte, equivalencia de la destrucción del pecado debía suceder el triunfo, definitivo y eterno, de su reviviscencia.

Tal debe ocurrir, por analogía, en nuestra vida cristiana: Toda ella se reduce a morir al pecado y a vivir en Cristo.

Las nociones de cristiano y pecador, en teoría, se excluyen. En tanto somos cristianos en cuanto hemos renunciado a las obras de pecado. Pues bien, el cristiano muere al pecado en el mismo momento en que recibe el Sacramento de la incorporación a Jesucristo, que es el Bautismo.

El Bautismo es la sepultura de nuestros pecados y, al mismo tiempo, es el símbolo de nuestra redención espiritual.

Jesucristo baja al sepulcro después de haber destruido nuestra muerte, que es el pecado; y sale de él resucitado para restaurar definitivamente nuestra vida, dice el Prefacio de Pascua.

Lo que hizo en el orden general de la redención, lo particulariza en el Bautismo en cada uno de nosotros.

Desde el momento del Bautismo hemos dejado el hombre viejo con sus vicios y concupiscencias, y hemos revestido el hombre nuevo, que ha sido creado según justicia en la verdad y santidad.

Como el sepulcro de Jesucristo, el Bautismo es la tumba de nuestros pecados y el punto de arranque de nuestra vivificación en Él.

San Pablo desarrolla maravillosamente esta teoría del Bautismo, como símbolo de la sepultura y resurrección de Jesús: ¿Ignoráis que todos los que hemos sido bautizados en Jesucristo hemos sido bautizados en su muerte?

Ser bautizados en Jesús es serlo en orden a Jesús, para serle consagrados; y ser bautizados en su muerte es serlo en orden a su muerte, contrayendo una relación especial con la misma. Porque hemos sido consepultados con Él por el bautismo, a fin de que, como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria de su Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.


Toda la argumentación de San Pablo se reduce, pues, a esto: Jesucristo, representante universal de todos los pecadores, hecho pecado vivo, venció con su muerte al pecado, y bajó al sepulcro sin él; y del sepulcro salió con una vida totalmente nueva.

Así nosotros: por el bautismo deponemos todo pecado, porque hacemos profesión de renunciar a todos ellos e incorporarnos a Jesucristo. Del Bautismo salimos con una vida totalmente nueva, como lo hizo Jesucristo al salir del sepulcro.

Para comprender toda la fuerza de esta semejanza mística, que se funda en algo material como es el sepulcro, recuérdese que primitivamente el bautismo se administraba por inmersión: era el Bautisterio antiguo como un sepulcro; en sus aguas quedaba como sepultado el bautizado; su salida de ellas era como una resurrección, un retorno a una vida nueva.


Asentado este fecundo principio de nuestra muerte y resurrección, místicas, he aquí las consecuencias que saca el Apóstol al cotejarlas con la muerte y resurrección reales de Jesucristo:

Primera: La crucifixión y la muerte con Cristo importa que dejemos en el sepulcro del Bautismo el hombre viejo, que sea destruido el cuerpo de pecado y que no sirvamos ya más al pecado: Sabiendo que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Él, a fin de que sea destruido el cuerpo de pecado y no seamos ya más esclavos del pecado.

El hombre viejo es el que quedó maltrecho por el pecado de Adán; el nuevo es el que ha sido restaurado por el Segundo Adán, Jesucristo. El cuerpo de pecado es este pobre cuerpo, foco de toda concupiscencia, que vive en relación perpetua con el pecado, del que no puede librarse sino por la vida de Cristo. Por lo mismo, el solo hecho de ser cristiano lleva consigo el deber de morir a todo lo que sea pecado.

Segunda: Morir al pecado es condición previa y gaje de que viviremos con Jesucristo su misma vida: Si hemos muerto con Cristo, creemos que viviremos también con Jesucristo. Jesucristo murió, y luego vivió otra vida. ¿Hemos muerto con Él? Tengamos firme esperanza de que también viviremos con Él.

Tercera: La resurrección con Cristo importa en sí misma, para ser semejante a la de Él, la inmortalidad espiritual, es decir, que el cristiano que ha sido complantado con Cristo ya no debe pecar más, desgajándose de la unidad de vida con Cristo: Sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más, que la muerte no tendrá ya más imperio sobre Él.

La razón es decisiva y profunda: Jesucristo murió una sola vez para cancelar el pecado, que ya no hizo mella en Él; en cambio, la vida que le sobrevino después de la muerte es definitiva y eterna, como la misma vida de Dios: Porque en cuanto murió por el pecado, murió una sola vez; pero en cuanto vive, vive por Dios.

Cuarta: Cierra el Apóstol el bello paralelismo entre nuestra resurrección y la de Cristo con el pensamiento de que hemos de morir al pecado una sola vez y hemos de vivir siempre y sin interrupción para Dios, en esta vida que nos conquistó Jesucristo: Consideraos, como Él, muertos ya al pecado y viviendo por Dios en Jesucristo Nuestro Señor.


A esta exposición doctrinal, agrega San Pablo una exhortación. La resurrección debe ser definitiva; pero quedan en el fondo de nuestra vida elementos que tratan de rebelarla contra Dios y destruir en ella la vida divina, haciéndola morir otra vez al pecado.

Hay que utilizar todo recurso vital, de alma y cuerpo, para no sucumbir de nuevo, a fin de no contrariar las leyes de la resurrección espiritual: Que no reine ya más el pecado en vuestro cuerpo mortal, de tal manera que sirváis a sus concupiscencias; ni uséis de vuestros miembros para el pecado como armas de iniquidad; sino entregaos a Dios, como redivivos de entre los muertos, y dad a Dios vuestros miembros como armas de santidad y justicia.


Tal es el misterio de la resurrección pascual: muertos con Cristo, resucitemos con Él; resucitados con Él, vivamos la misma vida que Él, que es la vida misma de Dios.


¡Qué bien ha interpretado la Iglesia este misterio de la transformación de la vida cristiana en Cristo resucitado! En la Epístola de este Domingo de Resurrección nos dice por boca de San Pablo:

Purificaos de la vieja levadura, a fin de que seáis una pasta nueva, ya que sois panes ácimos; porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.

Como si dijera: Desalojad de vuestras almas el viejo fermento del pecado; ya sois puros, porque os ha purificado nuestra purísima Pascua, que es Jesucristo inmolado.

Y durante todo el tiempo pascual la Liturgia hace oír la magnífica exhortación del Apóstol a los Colosenses: Si habéis conresucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre; sentid el gusto de las cosas de arriba, no de las que están sobre la tierra.


De la muerte a la vida; del pecado a Dios; de la tierra al Cielo; de la vida del hombre viejo según la carne a la del hombre nuevo según el espíritu. Este es el misterio de la vida cristiana en relación con la Resurrección de Jesucristo: Somos muertos —hechos insensibles a las cosas de la tierra—; y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios.

Allá está el término definitivo de nuestra resurrección, según el espíritu, y según el cuerpo cuando sea su hora.


Este es el gran misterio de la Pascua cristiana: el Hombre-Dios que sale redivivo del sepulcro.

Pero nuestra Pascua de acá es transitoria.

Lo es, porque es temporal, y el tiempo es fugaz: no hemos llegado todavía al estado de inmortalidad definitiva, como nuestro Modelo Jesucristo resucitado.

Lo es, porque nuestra miseria nos hunde, tal vez con frecuencia, en el sepulcro del pecado de donde salimos un día para vivir la vida de Dios: la vida divina no conoce retrocesos, pero nosotros sí, que cien veces hemos puesto la mano en el arado y hemos vuelto la vista atrás.

Todo nuestro esfuerzo debe tender a “contemplarnos” cada día más con Jesucristo resucitado, para vivir más intensamente con Él la vida de Dios, y a no separarnos más de Él hasta que con Él celebremos la solemnidad de la Pascua definitiva y eterna.