domingo, 17 de abril de 2011

Domingo IIº de Pasión


LA ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN
EL DOMINGO DE RAMOS


Jesús ha pasado en Betania el día del sábado. Solos cinco días lo separan de la Pasión.

Jerusalén será donde se llevará a cabo el acto principal de su vida; y hacia esta pérfida ciudad dirige sus pasos, montado en un pollino. Es la primera vez en su vida que viaja de este modo; siempre anduvo a pie, humildemente.

Muchas veces había entrado en Jerusalén; siempre oscura y sencillamente, confundido entre las muchedumbres. Hoy quiere dar solemnidad a su ingreso en el recinto sagrado.

Jesús, en el ejercicio de su misión, ha de emplear todos los medios para atraer a Sí, con nuevas enseñanzas y nuevos milagros, esté pueblo al que no cesa de amar.

Así lo vemos proclamar su Realeza con su entrada triunfal, humilde y manso, realizando la antigua profecía: “Decid a la hija de Sión: mira que viene a ti tu rey lleno de mansedumbre, sentado sobre un asno”.

Es su primer y último triunfo terreno…

Asociémonos a este triunfo; pero no olvidemos que a estas aclamaciones entusiastas sucedieron pronto gritos rabiosos…

Si tal contraste nos conmueve, ¡cuánto más debe conmovernos Aquel que era su objeto! ¡Qué impresiones tan opuestas en el Corazón de Jesús, tan sensible!

Jesús avanza en medio de una multitud apiñada, por una calle cubierta de verde ramaje y de vestiduras. No se ven sino caras alegres, brazos que se levantan, y manos que lanzan flores. De todas partes se elevan aclamaciones, gritos de entusiasmo: “¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en el Nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!”

¿Por qué Jesús acepta semejante triunfo? ¿Por qué proclama su Realeza?

Hubo razones profundas, que debemos meditar.

Jesús era el Rey de Israel, su Rey legítimo, su Rey vaticinado y esperado desde tantos siglos; no convenía que dejara la tierra sin haber sido reconocido y proclamado como tal.

¿No es también hoy el verdadero Rey de los pueblos? Pero ya no se alzan numerosas manos leales para rendirle este testimonio… Ya no hay pechos nobles que lancen hacia Él sus aclamaciones… Ya no existen naciones enteras que reconozcan su Realeza…


Al permitir y aun preparar este triunfo, ¿no iba el Divino Maestro en contra de sus enseñanzas? ¿No era esto buscar los honores? ¿No abandonaba su virtud favorita, la austera humildad?

Entremos en lo profundo de su Corazón: ¿qué vemos en él? ¿El gozo de un triunfo, una especie de embriaguez? Nada de eso. Sabe que no durará más que un día esta glorificación pasajera, a la cual va a suceder muy pronto la traición y la muerte.

Que lo previó, lo quiso y lo sintió, nada más cierto: este triunfo, pues, no era para Él sino un triunfo lleno de humildad.

Al aceptarlo, el Divino Maestro piensa, sobre todo, en su Iglesia. Quiere prepararla a estos cambios que desorientan y de los cuales no quiere librarla. Como Él, se hará grande, sobre todo en el oprobio. Su ejemplo la sostendrá.

Contemplemos a Jesús envuelto en estos pensamientos, al mismo tiempo que avanza en medio de las aclamaciones. ¡Qué emociones tan diversas! Su compasión por este desdichado pueblo, inconsciente y fácil para el engaño; el deseo de derramar su Sangre para salvarlo; su magnanimidad muy por encima de la gloria y de la humillación, no mirando en una y otra más que la voluntad de su Padre y la gloria que puede darle.


Mientras Jesús descendía en triunfo por la pendiente del monte de los Olivos, se veían salir de Jerusalén grupos de hombres apresurados hacía Sí y uniéndose a los que le acompañaban.

¿De qué elementos se componían? Sobre todo, de galileos y gentiles. Con este último nombre, hemos de entender todos los pueblos que rodeaban la Palestina, y también los griegos y romanos.

Entre los habitantes de estas naciones había hombres sinceros, convertidos al verdadero Dios y que venían a adorarlo en su Templo por las grandes solemnidades de la Pascua.

En esta multitud que acudía a Jesús, eran muy pocos los judíos de Jerusalén. La principal de las causas de esta abstención es el orgullo: Jesús es de Galilea; la Galilea es una provincia sin prestigio; sus habitantes, pobres y poco instruidos, sólo ejercen oficios vulgares; no tienen sabios… ¿se podría tomar en serio un reformador galileo que nada aprendió en las escuelas?

En cuanto a ellos, ¿no tienen su templo, monumento maravilloso con sus techados de oro y sus columnas de mármol; templo único en el mundo, centro religioso al cual afluyen los dones y los homenajes de todos los pueblos? ¿No tienen sabios célebres a los cuales acuden para instruirse lo mejor de la nación y los mismos extranjeros?

Mirad esos doctores en su cátedra, vestidos con ornamentos suntuosos en relación con la dignidad de sus funciones, y dominando la asamblea desde allí. Comparadlos con este obscuro e ignorante galileo de Nazaret…, de Nazaret, “de donde nada que valga puede salir”, según el adagio popular.

Así el orgullo, desconocedor de la verdadera grandeza, intentaba extraviar y pervertir la opinión del pueblo sencillo y fiel.

En estas circunstancias procurará Jesús un último esfuerzo, esfuerzo condenado de antemano a un fracaso lamentable… ¡Y Él lo sabe!

La hora ha llegado del gran sacrificio que debe salvar al mundo, y, antes de entregarse a él, quiere dejar a los hombres grandes ejemplos y grandes lecciones. En esto empleará los días que lo separan de su prendimiento, juicio, sentencia y ejecución.

Lucha sabiendo que ha de ser vencido; habla sabiendo que sus máximas no serán comprendidas, enseñándonos así que en todas las cosas no hay que mirar sino al deber, y cumplirlo con serenidad, sin conmoverse con el pensamiento de un inminente fracaso.

¿Es, pues, tan imperioso el deber que llegue a mandar actos a lo menos inútiles?

¿Inútiles? No lo son jamás. Pueden parecerlo si sólo miramos a su efecto inmediato, pero cambian de aspecto cuando se atiende a los efectos más remotos. Por algunos días, Jesús será sin cesar contradicho; habrá avivado la rabia y preparado su condenación; verá a la multitud amotinada contra Él. Pero, en esta ocasión, habrá difundido con abundancia, como divino sembrador, luces incomparables en las almas.


Digamos más: siendo la gloria de Dios el objeto supremo de todo ser creado, si este objeto se logra, ¿qué importa, al fin y al cabo, que tal o cual acción quede estéril? Por los hechos, puede parecerlo; en realidad de verdad, no lo es jamás.

Los fracasos del Divino Maestro están ahí para demostrarlo…

Jesús no hizo más que ejecutar en todo las órdenes de su Padre.

¿Cómo justificar esta conducta de Dios? Quiso tal empresa, y permitió que fracasara… ¿Por qué, pues, la pidió? ¿Cómo no la sostuvo?

Los designios de Dios van muy lejos. Más allá del fracaso de hoy, ve el feliz éxito de mañana; ¡y cuan prodigioso resultado admiramos cuando nuestras miradas, después de haberlas dirigido al Calvario, donde sucumbe el conquistador vencido, se extienden desde ahí a toda la tierra donde se desarrollará su inmenso Reino!

La sabiduría aconseja a Dios dejar obrar a las causas segundas y reservarse para los grandes golpes que llevarán su sello. Así permite las malas disposiciones de los enemigos de Jesús y el uso mortífero de su autoridad; permite el furor del pueblo engañado y la habitual timidez de los buenos…

Y después hace salir de esta tremenda derrota la salvación del mundo, la efusión de todas sus gracias y el ejemplo inmortal de todas las virtudes…

Sigamos al Divino Maestro entrando como triunfador en esa Jerusalén pérfida que, dentro de cinco días, lo clavará en una cruz infame.

En medio de los clamores, Jesús dijo: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará. Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre. Vino entonces una voz del Cielo: “Le he glorificado y de nuevo le glorificaré”.


Entre quienes rodean a Jesús, se encuentran también sus enemigos venidos para sorprenderlo.

¡Sus enemigos! ¿Cómo podía Jesús tener enemigos? Sus enseñanzas, ¿no eran de una doctrina irreprochable, que eleva la inteligencia, mueve los corazones, y da a todos confianza y valor?

Su vida, ¿no era toda de pureza, humildad, despego personal, tierna compasión para todas las miserias?

Sus milagros tan grandes, tan numerosos, ¿no atestiguan su misión divina?

Pero cabalmente eran esas cosas las que habían hecho de los conductores del pueblo sus mortales enemigos: “Todos nos dejan y van tras él”, decían.

El odio ciega; ciega en los juicios que dicta, ciega en los medios que inspira. Así fue cómo progresivamente los escribas y los fariseos, los mismos sacerdotes y doctores de la Ley, llegaron a ser verdaderos asesinos de Jesús. Acaso habían llegado a tal grado de obcecación, que les hacía ver hasta en el crimen un acto de justicia necesaria.

¡Tanto pueden el orgullo, la hipocresía y el odio obscurecer el juicio y falsear la conciencia!


Útil será que averigüemos cuál fue la causa profunda del odio de los fariseos y de la defección del pueblo.

La encontramos en un sentimiento muy humano que no cesa de cegar a los hombres: la procuración exclusiva de los bienes y de las grandezas de este mundo.

El pueblo judío esperaba un Mesías terrenal, un gran rey que levantaría su nación sobre todas las otras, y la llenaría de gloria y riquezas.

Este concepto tan humano les impedía penetrar el sentido de las profecías mesiánicas. Sólo conocían la letra, no penetraban el ideal. No obstante, de estas revelaciones forzosamente obscuras, como a través de densas nubes, salían aquí y allá rayos de viva luz que dejaban entrever un Reino muy grande, sin duda, pero todo espiritual, en que imperarían la humildad, el desasimiento de los bienes terrenos y hasta el padecimiento.

¡Cuán lejos estaban de esto esos judíos interesados y vanidosos! ¡Con qué desdén miraban a este pretendido Mesías, pobre y humilde, que sólo predicaba abnegación, obscuridad, sostenimiento de injurias y amor al prójimo!

La naturaleza egoísta tiene horror a estas cosas, y este horror induce a huirlas y aun a condenarlas. Sólo el espíritu sobrenatural es capaz de establecer su reino sobre las ideas como sobre la conducta.

Estas inclinaciones desdichadas de la naturaleza caída, que produjeron la aberración de los judíos, se encuentran en toda la humanidad. Para el común de los hombres, los intereses mundanos tienen la primacía en todo; absorben la actividad, falsean las ideas, producen disgusto de la piedad y aun de la religión misma.

Cuando no se piensa más que en fortuna, placeres y vanos éxitos, se pierde el sentido del Reino de Dios. La mayor desgracia es que, como los judíos, queda uno ciego y comete el mal sin remordimiento.

Los mismos amigos de Jesús, los Apóstoles, por no haber comprendido esta ley superior, padecieron vértigo al ver a su Maestro crucificado…

Los Apóstoles, a pesar de su sincero amor a su Maestro, seguían bajo la influencia de las ideas reinantes: esperaban vagamente un reino terrestre cuyos primeros puestos ambicionaban.

El admirable Sermón de las Bienaventuranzas pasó por su mente como un brillante meteoro, no penetró en su espíritu estrecho y prevenido. La pobreza, la humildad, las lágrimas, todo esto era para ellos el enemigo del cual conviene alejarse; y cuando el Salvador anunciaba que iba a Jerusalén para padecer allí, después de toda suerte de ultrajes, la muerte infame de la cruz, ya vimos con qué horror convencido rechazaron tal augurio.

No comprendían aún que de estos padecimientos saldría un Reino maravilloso, asentado sobre bases nuevas, donde la pobreza, la humildad, las lágrimas, librando al hombre de la dominación de su naturaleza caída, harían reinar en la tierra la paz, la pureza, el amor de los hombres, dulce imagen del Reino de Dios.


Detengámonos ahora, con Jesús, en lo alto del monte de los Olivos. La ciudad de Jerusalén aparece de súbito, mostrando a sus píes su vasto recinto, sus calles que se entrecruzan, sus ricos palacios y su templo que con su majestad domina todo el conjunto.

Con tal vista, el Divino Salvador experimenta una emoción tan dolorosa, que sus ojos se llenan de lágrimas, y de sus labios temblorosos salen estas tristes imprecaciones: “Si conocieses, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede atraerte la paz. Mas, ahora está todo ello oculto a tus ojos; vendrán unos días sobre ti en que tus enemigos te circunvalarán, y te rodearán y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán con los tus hijos, y no dejarán, en ti piedra sobre piedra, por cuanto has desconocido el tiempo en que Dios te ha visitado”.


Jesús llora, porque en este momento su mirada, sondeando el porvenir, ve aparecer, en lugar de esta opulenta ciudad, un caos de murallas derribadas y piedras desmenuzadas; vasto desierto sin vida donde reina un silencio de muerte.

Lágrimas corren por sus mejillas. ¡Cuán lejos está de su Corazón la vana alegría de las aclamaciones que lo acompañan! Su Corazón está totalmente en la espantable catástrofe que Él no puede evitar.

¡Cómo ama a esta Jerusalén! Es la ciudad de David, su antepasado; ella fue el amor exaltado de los Profetas, la esperanza de los antiguos desterrados, y seguirá siendo el símbolo terrestre de la ciudad del Cielo.

¡Cuánto ama a sus habitantes, que son de su linaje! Los ama más que como a hermanos, tiene para ellos un amor maternal: “¡Cuántas veces quise recoger a tus hijos como la gallina recoge a sus pollitos bajo las alas, y tú no lo has querido!”


En este momento Jesús llora sobre la ciudad porque, en su presciencia, la ve transformada en un desierto donde reina la desolación… Hoy lo acoge como a su rey y jura obediencia eterna. Es lo que significan las aclamaciones: “¡Gloria al hijo de David! ¡Gloria en lo alto de los cielos!”

Y he ahí que, en pocos días, por manejos ocultos, se alzarán gritos de rabia, pidiendo encarnizadamente su muerte… Amigos tímidos protestarán apenas, y los indiferentes dejarán hacer...

¡Cuán débil es la humanidad y cuan inconstante!

Consideremos las ruinas que puede ocasionar el abuso de las gracias…. Grabemos en nuestro espíritu el cuadro de la Jerusalén devastada… Está muerta… Entendamos lo que es un alma muerta...


Por la tarde de ese mismo Domingo, Jesús se dirigió en seguida hacia el Templo.

Ese Templo augusto lo esperaba. Los profetas habían anunciado su venida a él. Y Jesús aparece allí como Maestro, como Rey, coma triunfador.

Usará de su poder para expulsar a los vendedores que lo deshonraban, y volverá cada día a aparecer en él para llamar a su Reino, no sólo a los judíos, sino también a los gentiles.

En él manifestará su divinidad bajo velos cada vez más transparentes, y será perseguido sin cesar por los fariseos y los saduceos, que le propondrán cuestiones capciosas.

Sin duda que los dominará por la lucidez y la fuerza de sus respuestas, pero no los convertirá. Sus malas disposiciones se opondrán a ello. Vencidos en el terreno de la discusión, buscarán en otra esfera su infame desquite.

Jesús lo sabe, y sabe también que, abusando de su autoridad, lo perderán delante del pueblo con sus odiosas calumnias; y ya le parece oír los confusos clamores en medio de los cuales se oyen gritos de muerte.

Este pueblo, que es su pueblo, que Él ama, y puede salvarlo; este pueblo, que comienza a abrirse a las cosas del Cielo; este pueblo engañado y, por lo demás, cobarde para tomar el partido del inocente, este pueblo de Jerusalén, ¡se va a levantar contra Él!

Entonces es cuando lanza sobre la ciudad maldita la predicción, llena de espanto, de su próxima ruina, y, volviéndose hacia sus enemigos, responsables de esta desventura, los maldice...


Así transcurrieron el Domingo, el Lunes y el Martes Santos. Vivamos estos días junto a Él; dejémonos ganar por la fuerte impresión de sus últimos esfuerzos, de sus últimos combates; veamos al Divino Maestro derramando sobre los que fielmente le escoltan las más elevadas luces y las más tiernas efusiones de su Corazón.

Cuando vuelve a ellos, al salir de las discusiones más irritantes, su semblante muestra nuevamente su serenidad benévola, y su palabra su habitual encanto y suavidad. Ninguna pasión humana lo agita, ningún peligro lo turba: su hermosa Alma es un lago apacible, que no cesa de reflejar el Cielo.

Cada tarde volvía a Betania. ¿Era únicamente por prudencia, para sustraerse a las tentativas de sus enemigos? No. Hubiera encontrado en otra parte un asilo seguro. En su elección se guiaba por ese sentimiento elevado que tiene sus legítimos privilegios: una santa amistad.

Lázaro y sus hermanas lo acogían; otros amigos acudían presto, y todo induce a creer que allí encontraba, más que estas dulces y nobles afecciones, el incomparable afecto de su Madre.

Es permitido a nuestra piedad representarse al Hijo y a la Madre reunidos cada noche, al Hijo abriendo su Alma apenada a la Madre, y a la Madre consolándolo como en otro tiempo cuando era niño, menos con palabras que con las efusiones de su ternura.

Cuando, la noche del Martes, volvió Jesús a Betania, fue por última vez; debía pasar ahí todo el Miércoles y no volver a Jerusalén sino el Jueves Santo al anochecer.

Esos dos días le servirán como de larga despedida de su Madre y sus amigos, y de preparación inmediata para la oblación, el sacrificio y la muerte…

Hagámosle fiel compañía…