domingo, 10 de abril de 2011

Domingo Iº de Pasión


DOMINGO DE PASIÓN


La Epístola de este Domingo de Pasión está tomada de la Carta del Apóstol San Pablo a los Hebreos, capítulo 9, versículos 11 a 15:

Hermanos, Cristo es el Pontífice de los bienes futuros, el cual penetró una vez en el Santuario a través de un tabernáculo más amplio y más perfecto, no hecho a mano, esto es, no de creación humana; y no con la sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino con su propia Sangre, después de haber obrado la eterna redención.
Si, pues, la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la ceniza de la ternera sacrificada, esparcida sobre los inmundos, los santifica en orden a la purificación legal de la carne, ¿cuánto más la Sangre de Cristo, quien por impulso del Espíritu Santo se ofreció a Sí mismo inmaculado a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras muertas de los pecados, para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo?
Y por eso es Mediador de un Nuevo Testamento, a fin de que mediante su muerte, para expiación de las prevaricaciones cometidas en tiempo del primer testamento, reciban los llamados la prometida y eterna herencia en Jesucristo, Nuestro Señor.


En su hermosa Carta, San Pablo demuestra en general la dignidad del Nuevo Testamento respecto del Antiguo; en el pasaje que hemos de comentar hace lo mismo, pero en particular, descendiendo a los detalles propios de cada testamento.

Hace, pues, una exposición de lo que contenía el Antiguo Testamento, indica su significado y lo toma como fundamento para entablar su demostración.

¿Qué significaban aquellos objetos, elementos y ceremonias? Es de saber que todos los ritos de la Antigua Ley se instituyeron para manifestar la magnificencia de Dios y para representar o figurar a Jesucristo: “Todo lo cual era figura de lo que pasa ahora”, dice San Pablo.


En este pasaje describe la entrada del Sumo Sacerdote en el Sancta Sanctorum, por ser figura de Cristo, y hace la aplicación.

Cinco cosas dice sobre esto:

1) ¿Quién entraba? Sólo el Pontífice;

2) ¿A dónde entraba? A un sitio de tanta dignidad que se llamaba Sancta Sanctorum;

3) ¿Cómo entraba? Llevando sangre de animales;

4) ¿Cuándo entraba? Una sola vez al año;

5) ¿Con qué fin entraba? Para expiar los pecados legales.


San Pablo explica y aplica esas cinco cosas.

Y en primer lugar, ¿quién es el que entra? Es Cristo, pues el Pontífice es el Príncipe de los Sacerdotes, y ese tal es Jesucristo.

Mas todo Pontífice es dispensador de algún testamento; y en todo testamento hay que considerar dos cosas, es a saber, sus promesas y sus enseñanzas.

Los bienes prometidos en el Antiguo Testamento eran temporales; luego aquel pontífice lo era de bienes temporales; mas Cristo, lo es de bienes celestiales; así que es “pontífice de bienes futuros”, ya que por su pontificado entramos en posesión de los bienes eternos.

Asimismo en el Antiguo Testamento se dispensaban las cosas en sombras y figuras; mas Cristo dispensa las espirituales y reales, que por aquéllas se figuraban.


San Pablo muestra, en segundo lugar, la dignidad del tabernáculo interior, al decir “por uno más excelente”, y la condición, “más perfecto”, puesto que no será suplantado por otro.

Y éste es el Tabernáculo de la gloria celestial, que tiene un espacio capaz y más que sobrado, por la inmensa multitud de bienes que encierra.

Asimismo, es de condición muy diferente, porque aquél fue hecho por mano de hombre, mas éste no, siendo por mano de Dios. Por eso dice: “no hecho a mano, esto es, no de creación humana”; porque no está hecho a mano, como el antiguo, ni pertenece a esta creación, esto es, a los bienes sensibles creados, sino a los espirituales.


Muestra San Pablo, en tercer lugar, ¿cómo entraba?: no sin llevar sangre. Pero aquél con sangre de becerros y machos cabríos; Cristo, en cambio, no con sangre ajena, y por eso dice: “no con sangre de becerros y machos, sino con la propia Sangre”, que para nuestra salvación derramó en la Cruz: Esta es mi Sangre, que será el sello del Nuevo Testamento, la cual será derramada por muchos para remisión de los pecados.


En cuarto lugar, ¿cuándo entraba? Responde San Pablo, una vez al año. Jesucristo, empero, todo el tiempo: “penetró una vez en el Santuario”, entró una vez sola para siempre en el Santuario del Cielo, y una vez también derramó su Sangre: “después de haber obrado la eterna redención”.


Finalmente, en quinto lugar, San Pablo indica con qué fin entró: para ofrecerse por los pecados del pueblo, no por los suyos, que no los tenía; y para eso está la Sangre de Cristo, de más valor que la otra, ya que por ella “se obtuvo una eterna redención del género humano”; como si dijera: hemos sido redimidos por esta Sangre, y para siempre, porque es de valor infinito, con lo cual manifiesta su eficacia.

Por eso dice San Pablo: si la sangre de unos brutos animales lograba lo que es menos, la Sangre de Cristo podrá lograr lo que es más; como si dijera: si la sangre y la ceniza de animales pueden esto, ¿qué no podrá la Sangre de Cristo? Cierto que mucho más.

La sangre de aquellos animales limpiaba solamente de la mancha exterior, es a saber, del contacto de un muerto; mas la Sangre de Cristo deja por dentro limpia la conciencia, lo cual se hace por medio de la fe, es a saber, en cuanto hace creer que todos los que a Cristo se unen por medio de su Sangre se purifican.

Asimismo aquella sangre limpiaba del contacto de un muerto, mas ésta de las obras muertas, es a saber, los pecados, que quitan a Dios del alma.

Del mismo modo, la limpieza de aquélla sangre era para poder acercarse a un culto envuelto en figuras, mas la Sangre de Cristo para rendirle a Dios un obsequio espiritual. Por eso dice: “para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo”.

Dios también es vida; es, pues, necesario que el que le sirve esté vivo. Así, quien quiera servir a Dios, como Él se merece, debe estar vivo como Él lo está.


En conclusión de todo lo dicho, Jesucristo es Mediador del Nuevo Testamento, que confirmó con su Sangre; de donde se infiere que este Testamento es superior al Antiguo, y es Eterno.

Por esta razón escribe San Pablo a su discípulo Timoteo: “Por eso Cristo es mediador de este Nuevo Testamento entre Dios y el hombre, Mediador de Dios y de los hombres”.


Dios mismo quiso, en el Antiguo Testamento, instituir el sacerdocio levítico y darle su constitución; Él es quien, en el Nuevo, ha querido describir la grandeza y perfección del Sumo Sacerdote Jesús, dictando al Apóstol estos maravillosos capítulos de la Carta a los Hebreos que encierran toda la teología del Sacerdocio de Jesucristo.

San Pablo ha demostrado en el principio de su Carta que Jesús es superior a todos los Ángeles; que aventaja incomparablemente a Moisés y que por ello se le debe obediencia. Y luego empieza la apología del Sacerdocio de Jesús en términos de gran profundidad y belleza.

Siguiendo las principales enseñanzas del Apóstol se puede trazar la fisonomía sacerdotal de Jesús.

La primera condición del sacerdote, según el Apóstol, es la de Mediador; y para ello es preciso que sea hombre; que sea miembro de la sociedad que representa y que sea el intermediario entre Dios y la sociedad misma.

Y el Verbo se hace hombre, tomando una naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Santísima Virgen. Se hace hombre precisamente para ser Sacerdote, porque el fin de la Encarnación es la Redención, y ésta debía lograrla Jesucristo por la gran función sacerdotal de su sacrificio.

En las mismas entrañas virginales revistió los ornamentos sacerdotales para ser nuestro Pontífice, dice san Buenaventura.


No basta para ser sacerdote ser miembro de la gran sociedad humana; se requiere vocación de Dios, ser llamado por Dios.

La vocación de Jesucristo al sacerdocio se identifica con el hecho mismo de su filiación divina; porque el Verbo de Dios se encarna con una finalidad esencialmente sacerdotal. Jesucristo es el pacificador del mundo con Dios por su sacrificio; para esto vino del Cielo a la tierra y para esto fue hecho sacerdote.

Esta es la razón histórica de la vocación de Jesucristo al Supremo Pontificado; el sacerdocio es en Jesús una exigencia de su legación divina.

Pero el sacerdote no sólo es hombre, tomado de entre los hombres y llamado por Dios a la dignidad y oficio sacerdotales, debe, además, ser consagrado sacerdote.

Jesucristo recibió la unción y consagración sacerdotal por el solo hecho de la unión hipostática de su naturaleza humana con la Persona del Verbo.

Fue entonces cuando la Humanidad de Jesucristo fue ungida con la Divinidad del Verbo. El Verbo es el Crisma sustancial, porque sustancialmente es Dios. Al ser asumida la Humanidad santísima de Jesucristo por el Verbo de Dios, fue consagrado Pontífice único, porque es el único hombre que se ha puesto en contacto personal con Dios.

No sólo Pontífice único, sino Pontífice substancial y total, es decir, sacerdote por su misma naturaleza y por su mismo ser; porque al ponerse en contacto con la Divinidad fue íntima y totalmente invadido por ella, y por ella ungido en alma y cuerpo.


Y sigue San Pablo enumerando las glorias del Sacerdote Jesús. Y entre ellas señala dos cualidades de nuestro Santísimo Pontífice que no se hallaron jamás en ningún sacerdote: la santidad, la inmortalidad y la eternidad.


Santidad suma. Como Dios, es la santidad esencial. Como Hombre, es la suma santidad creada.

San Pablo parece complacerse en describir la santidad inmaculada del Pontífice de la Nueva Ley. Debiendo regenerar el mundo y limpiarlo de todo crimen, viene a decir el Apóstol, nos convenía que nuestro Pontífice fuese tal como éste: santo, inocente, inmaculado, segregado de los pecadores y sublimado sobre los Cielos.

Como lo relata el Evangelio de este Domingo, un día pudo decir a sus adversarios: ¿Quién de vosotros podrá argüirme de pecado?

Y, porque Jesucristo es el Pontífice incontaminado y santísimo, en la oblación continua y perpetua de su sacrificio no tiene necesidad de purificarse, como los pontífices de Israel, y de ofrecer hostias por sus propios pecados, antes de hacerlo en favor del pueblo.


Ni morirá jamás el Sacerdote Jesús: es inmortal.

La condición efímera de la humana vida hace que los sacerdotes hayan tenido que renovarse sin cesar. Jesús no muere. Escribe San Pablo a los Romanos: Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios.

Murió una sola vez para consumar su sacrificio; pero tomó otra vez la vida para ofrecerlo por toda la eternidad: mientras dure el tiempo, ofrecerá por sus sacerdotes el Sacrificio Eucarístico, reiteración del de la Cruz; en el Cielo, ahora y por toda la eternidad, seguirá ofreciéndose al Padre sin interrupción.


Es, por fin, Jesucristo, Sacerdote eterno “según el orden de Melquisedec”. Es un sacerdote nuevo, que interrumpe y abroga la sucesión levítica del sacerdocio de la Ley Antigua.

Así, todo es nuevo en esta intervención sacerdotal de Jesucristo como concreción de las relaciones entre Dios y los hombres; el sacerdote, el sacrificio, el pacto que con la Nueva Sangre se sella, la reconciliación y la redención, que ya no son en simple figura, sino una realidad consoladora y definitiva, que nadie podrá destruir jamás.

Ahora bien, el Sacrificio de Jesús, ofrece unos caracteres específicos, que no se hallan en ningún otro sacrificio, ni se dará en ninguna otra oblación.

Porque el sacrificio de Jesús es único, definitivo y eterno.


Prodigio de la caridad, sabiduría y poder de Dios: conservando la unidad de su Sacrificio, sin desmentir ese “una sola vez”, tan reiterado por San Pablo, Jesucristo ha sabido hallar la manera de reiterar su oblación y perpetuarla en la tierra sin que deje de ser definitiva.

De este modo, el sacrificio único y definitivo de Jesucristo se ofrece en todo lugar y a través de todos los siglos en la tierra, aplicando a los hombres que lo deseen la redención eterna conquistada en la Cruz.


Más propiamente eterno es el Sacrificio del Sacerdote eterno en el Cielo. Allá nuestra Hostia, nuestro Sacerdote consuma gloriosamente y para siempre el Sacrificio que por su Pasión y por una sola vez consumó en la tierra.

Sacrificio eterno el del Sacerdote Jesús, que entró en los mismos Cielos a fin de presentarse en favor de nosotros en la presencia de Dios Padre.

Es la función de todo pontífice, tratar con Dios las cosas de los hombres. La Cruz no acabó con nuestra miseria espiritual: se borró el pecado en derecho y en el hecho universal; pero la obra redentora del Sacrificio de la Cruz debe seguir influyendo en el mundo, singularizando sus efectos en cada uno de nosotros.

Y esto lo hace el Pontífice que está sentado, a la diestra de la majestad divina en los Cielos, ministro de un Tabernáculo que ha construido el Señor, y no un hombre.

Él es la Víctima propiciatoria, siempre presente ante el Padre y cuya Sangre, más elocuente que la de Abel, arranca perpetuamente el perdón y la gracia para los redimidos.

Sacrificio eterno, porque consagrado Sacerdote eterno por la Encarnación, Jesús ofrecerá eternamente al Padre el holocausto eterno de adoración y de acción de gracias que se debe al Rey inmortal e invisible de la gloria.


Y en aquel lugar no hay templo, porque el Dios omnipotente juntamente con el Cordero, Jesucristo, es su Templo.

Allá se celebra una fiesta eterna en que este Sacerdote y Mediador único, que al mismo tiempo es Hostia viva y Altar de su Sacrificio eterno, es el centro refulgente y glorioso de aquella, solemnidad que no cesará jamás; porque si Dios llena aquella región con la claridad permanente e intensa de su gloria, Jesucristo, Sacerdote y Cordero es su luminar, como nos enseña el Apocalipsis.


En este Domingo de Pasión, mientras militamos en este Valle de lágrimas, intentando completar lo que falta a la Pasión de Jesucristo, y cuando las Cruces y las imágenes de nuestras capillas están veladas de color morado, recordemos lo que enseña San Juan sobre la Nueva Jerusalén: Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario. La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor. Sus puertas no se cerrarán con el día —porque allí no habrá noche— y traerán a ella el esplendor y los tesoros de las naciones.


Si deseamos ingresar un día en Ella, apliquemos fructuosamente a nuestra alma los méritos de la Pasión de Nuestro Sumo y Eterno Sacerdote, mediante la santa Confesión y una piadosa Comunión.