viernes, 22 de abril de 2011

Triduo Sacro - Viernes


LA SOLEDAD DE MARÍA SANTÍSIMA
o
NUESTRA SEÑORA DE LA COMPASIÓN

Al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda.

Llegando a la ciudad de Naím, Nuestro Señor se encuentra con un cortejo fúnebre… con el sufrimiento y la muerte.

El Evangelista, de una sola pincelada, describe la escena en su dramática profundidad: hijo único, joven, de una madre viuda…

Esta pobre mujer pierde todo su sustento, tanto material como espiritual...

Jesús, al llegar a Naín, se encuentra con el sufrimiento y la muerte...

Jesús, autor de la vida, quien proclama ser la resurrección y la vida, se halla frente a frente con la muerte...

Conmovido ante la desgracia, obra el milagro, resucita al joven muerto y lo entrega a su madre...


Henos aquí, esta tarde, ante otro cortejo fúnebre…

Estamos ante el sufrimiento de la Madre de Dios, y frente a la muerte del Autor de la Vida...

También Jesús era hijo único, joven, de una Madre viuda...

Sin embargo, el milagro se retrasa…, no hay resurrección del joven muerto antes de llegar a la sepultura… y la Madre se ve resignada a dejar el Cuerpo de su Hijo en el sepulcro... y regresar al Cenáculo sumergida en la más profunda soledad…


Estamos ante el mayor de los sufrimientos… La Soledad de Nuestra Señora de la Compasión…


El misterio del dolor en la vida del hombre es una de aquellas realidades que, no obstante su vecindad y notable presencia, queda, sin embargo, oculta bajo el velo de una incógnita, que exige una constante respuesta.

Para muchos, el dolor se convierte en piedra de tropiezo y de fracaso; espíritus alegres y amenos a quienes la presencia del dolor turbó, y los tornó tristes, agrios, insoportables.

Basta mirar a nuestro alrededor para descubrir los estragos que ha causado la irrupción del dolor en una vida, y comprobar sus terribles consecuencias.


Sin embargo, el dolor en la vida del hombre tendría que ser una piedra escogida, piedra de edificación, piedra angular, que sirviese de sólido fundamento para iniciar la obra de su perfeccionamiento personal.

Por eso, también basta abrir los ojos para ver muy cerca de nosotros a muchos hombres a quienes la presencia del dolor los ha acercado en forma definitiva a Dios.


Nada ocurre sin una disposición providencial de Dios. Lo sabemos. Pero lo olvidamos muy a menudo.

Este Decreto providente de la voluntad divina aparece más claro a los ojos cristianos cuando se trata de comprender el misterio del dolor y del sufrimiento.

Nuestro Señor Jesucristo viene al mundo para restaurarlo; y cuando ingresa a este Valle de lágrimas toma sobre sí la humillación, el sufrimiento y el dolor.

Adán introdujo el pecado y la muerte… Aquí se comprende que la muerte tenga sentido de castigo.

Nuestro Señor introdujo la santidad y la vida. En Él, el sufrimiento tiene sentido de instrumento redentor.

Jesucristo restaura la historia desde dentro: hace suya nuestra condición pecadora, acepta nuestros sufrimientos, gusta nuestras amarguras, angustias y muerte. Asume nuestras debilidades y miserias para vencerlas, modificando su significación y sentido, haciendo de ellas instrumentos de paz y de salvación.

Dios hace instrumentos de su amor redentor al mal, al dolor y al sufrimiento.

Desde que Nuestro Señor hizo del sufrimiento la manifestación más tierna y dulce de su amor redentor, el dolor es el medio indispensable e insustituible de toda purificación, y es el compañero inseparable de toda santidad.

Toda santidad auténtica debe pasar por la Cruz.

Nadie es perfectamente cristiano si no sabe inclinarse sobre el drama del sufrimiento y unirlo al amor que redime.


El dolor redentor posee en sí una misteriosa fuerza transformante.

La razón es simple: el sufrimiento, hecho instrumento de redención, es un dolor iluminado por la presencia del amor; es un dolor que conoce perfectamente el motivo y el fin de aquella misteriosa presencia.

Ese sufrimiento redentor hace experimentar sus terribles consecuencias, pero brinda al alma la ocasión de unirse al gozo de Cristo, voluntariamente inmolado en alabanza de Dios y la salvación de las almas.

Así, por ejemplo, el Padre dotó a su Hijo Jesucristo de un cúmulo de grandezas, prerrogativas y excelencias, y es precisamente éso lo que le pide como objeto de inmolación y ofrenda; más aún, el Padre le exige a Cristo que le ofrezca la propia vida.


Misterio semejante podemos observar en la vida de la Santísima Virgen María: Dios, que la hace Madre, le da un Hijo y un Corazón maternal, lleno de amor y ternura sin comparación para con ese Hijo.

Pero Dios, que la llama a la Maternidad, relaciona ésta con la misión del Redentor. Dios, que le había dado aquel Hijo, ahora se lo pide para que cumpla, con su participación, en la obra de la Redención.

Ninguna criatura como María Santísima estuvo tan asociada al misterio de Cristo. De aquí, que ninguna criatura como Ella se vio tan íntimamente ligada a su dolor redentor.

De ahí le viene su grandeza; de ahí se originan todas sus aflicciones…

Su Divina Maternidad será una Maternidad Corredentora, y ésta será la fuente inagotable e insondable de su dolor maternal.

La medida de la gracia de María, Madre del Redentor, es la de la Cruz…

La medida de su santidad es la de su Compasión…


Su amor de Madre, amor perfecto, único, libre de todo egoísmo, hacía que su dolor fuera más intenso, concentrado únicamente en la dolorosa contemplación de su Hijo sufriente.

Nuestra Señora dio su consentimiento a la Encarnación Redentora; Ella no ignoraba las profecías mesiánicas, que anunciaban los sufrimientos del Redentor.

Pronunciando su "fiat", aceptó generosamente desde ese momento todos los dolores que la salvación del género humano les ocasionaría a su Hijo y a Ella.

No había nada mejor que la Pasión de Nuestro Señor para curarnos y hacernos salir de nuestra insondable miseria. Ahora bien, es para esta Pasión que la Santísima Virgen ofrece su aceptación, asistencia y participación.

Ella es la que más ha cooperado al misterio de Cristo sufriente; por eso la Iglesia relaciona tan estrechamente la Compasión de María a la Pasión de Jesús, y mide la profundidad y el alcance de la primera según la segunda.


A medida que el tiempo pasa, desde el instante de la Encarnación, María profundiza en el misterio de la Compasión; se compromete más y más con Jesús. La vemos renovando su "fiat".

Su presencia corporal llevará al culmen su Compasión. Precisamente porque es la Madre, está unida como tal a su Hijo divino por privilegios particulares, que comportan deberes especiales.


Todos los miembros están unidos a la Cabeza, y todos configurados en sus sufrimientos y en su muerte.

Ciertamente que la Santísima Virgen, más que ninguno otro, reprodujo en sí misma los sentimientos que animaban el Corazón de Jesús. Nadie como Ella cargó con su Cruz y siguió a Jesús.

Esta superioridad en la participación del misterio proviene de la gracia de su Maternidad. La singular afinidad que unió su vida a la de su Hijo, la lleva a abismarse con Él en las profundidades de la Pasión.

En esas horas dolorosas Ella se une a su Hijo, formando con El, más que nunca, un mismo espíritu y un solo corazón. Por eso su Compasión es tan grande… única… nadie pudo ir tan lejos en su unión con Jesús, ni nadie puede penetrar como Ella las profundidades de este misterio.

Sólo la Madre comprende al Hijo…

María comprendió bien la grandeza de la Crucifixión que se preparaba; consintió a que Jesús se entregase como víctima; Hostia que Ella misma ayudó a confeccionar; junto con El extendió los brazos; está allí, en puesto eminente… y desde allí hará sentir su acción providencial y maternal.

Ante este horrendo martirio, María sabe discernir una adorable liturgia, un supremo acto de religión; ante sus ojos ve al verdadero Cordero de Dios que quita los pecados del mundo… y Ella misma, cual dorada patena, lo ofrece al Padre y se inmola justo con El…


Al igual que el Padre, Ella también ha amado tanto al mundo que le ha entregado su Unigénito Hijo para su salvación…


Cuando recibe en sus brazos el Cuerpo del Redentor, sabe, como en el día de la Encarnación, como en Belén, en el Templo, en Egipto y en Nazaret…, sabe que tiene en sus brazos el precio de nuestra redención…


¿Por qué sufrió María?

Dios quiso que María Santísima sufriese para verla sufrir, y para que los hombres la contemplásemos sufriendo.

En efecto, el sufrimiento, a los ojos de Dios y de los hombres, completa la perfección de Nuestra Señora.

María debía sufrir como la primera y la más perfecta de las almas.

No sólo no debía estar exenta de la ley general, sino que cuanto más unida estaba a Nuestro Señor en todo, tanto más debía serlo en el sufrimiento y la Cruz.

Fue necesario que María sufriese para ser en todo semejante a su Hijo…

Fue necesario que sufriese porque Dios previó que Ella sufriría perfectamente…

Fue necesario que sufriese porque no hay espectáculo más grande y bello para Dios, ni que le rinda tanta gloria como el del alma justa, victoriosa del dolor por el amor…


María tenía que sufrir porque debía ser el ideal del alma cristiana, y ésta sólo se desarrolla plenamente en el sufrimiento.

De este modo, no podemos concebir el Calvario y a Jesús en Cruz, sin que María esté allí presente, de pie, erguida...

María tenía que sufrir porque Dios la eligió para cooperar, en unión indisoluble con Jesús, en la obra de la Redención.

Era necesario que María sufriese como digno asistente del sacrificio de la Cruz. Jesús necesitaba un Corazón que comprendiese al suyo y fuese capaz de latir al unísono con el suyo.

Reuniendo en su Corazón los corazones de toda la humanidad, Nuestra Señora ofreció, en su nombre, los homenajes debidos a Jesús y, en unión con Él, los debidos al Padre.


Era necesario que la Virgen sufriese porque debía ser nuestro modelo en el dolor.

¡Es difícil sufrir bien y meritoriamente!

Contemplando a la Madre Dolorosa, el cristiano aprende a sufrir…


¿Cómo sufrió María Santísima?

Todos padecemos trabajos, porque el padecer es debido a la culpa, y todos nacemos en ella. Pero no todos padecemos de la misma manera: los malos a su pesar y sin fruto; los buenos con utilidad y provecho; y entre los buenos, unos con paciencia y resignación, otros con gozo y conformidad.

Estos últimos, descansan cuando padecen por demostrar que aman. El amor de Cristo que arde en sus almas, mostrándose, descansa… ¿Y cómo se muestra?: padeciendo…

Así padecen con gozo; y, si no padecen, tienen hambre de padecer.

¡Qué bella es un alma que sabe sufrir!

No hay espectáculo más bello a los ojos de Dios que el del justo sufriente.

¡Qué belleza la del dolor bien soportado, con conformidad!


Solamente María Santísima, purísima y sin culpa alguna, realizó este ideal.

No hubo en su dolor ninguna amargura, no se detuvo en las causas segundas, dominó su dolor para hacerlo meritorio, sufrió no sólo con resignación sino también y aún más con conformidad y gozo…

Por todo esto su sufrimiento fue fecundo.


La piedad cristiana gusta de presentar a los mártires con los instrumentos de su suplicio que, si por una parte fueron ocasión de dolores y sufrimientos tales que les quitaron la vida, también fueron ocasión de manifestarle a Dios la excelencia de su amor, más allá de cualquier interés personal.

También, por eso, son instrumentos de su glorificación.

Hermosa y sabiamente, la piedad cristiana gusta de presentar a la Reina de todos los Mártires, Nuestra Señora de la Compasión, con su Hijo Redentor en brazos, ya que fue Él el motivo y la verdadera causa de su martirio, y la ocasión de probar su amor a Dios.

También Él es ahora causa de su glorificación…