sábado, 30 de julio de 2011

Domingo 7º post Pentecostés

SÉPTIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces: por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así es que todo árbol bueno produce buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo darlos buenos. Todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego. Por sus frutos pues lo podéis reconocer. No todo aquel que me dice: ¡Señor, Señor! entrará por eso en el reino de los cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.

Nuestro Señor Jesucristo nos revela en el Evangelio de hoy la necesidad de las buenas obras bajo el símbolo del árbol que debe dar buenos frutos.

Cada uno de nosotros es un árbol plantado por la mano de Dios en el campo de la Iglesia, como en una tierra de bendición, cultivada con esmero, regada con abundancia.

Si este solícito cultivo, y este rocío del cielo tan fecundante no nos hacen producir buenas obras, caeremos bajo el anatema pronunciado por el Apóstol San Pablo: La tierra que recibe la lluvia del cielo y no da buenos frutos es reprobada y está próxima a ser maldecida

Anatema que no es sino la reproducción de la palabra del Evangelio de este Domingo: Todo árbol que no da buenos frutos será cortado y arrojado al fuego.

Y la razón de esta sentencia es que el que descuida las buenas obras no ama a Dios. El amor es una pasión activa, que lleva el corazón hacia el objeto amado y le hace obrar por él.

Si nada hago por Dios, es prueba de que no le amo; si hago poco, es prueba de que es escaso mi amor.

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Pero, además, las buenas obras, para que nos salven, han de ser totalmente buenas; pues, si son defectuosas por un solo punto, sea en razón del tiempo o del lugar en que se hacen, sea en razón de la manera como se las hace, sea, en fin, en razón de la intención con que se hacen, esto es bastante para quitarles su precio o disminuir su mérito.

Dios ama el orden y lo quiere en todo; detesta todo lo que del orden se aparta.

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Asimismo, es preciso que nuestras obras sean conformes a la voluntad de Dios; pues dice Jesucristo, en el Evangelio de este día, que sólo entrará en el Reino de los Cielos quien haya hecho la voluntad de su Padre celestial.

Así, todo lo que sea opuesto a los deberes de nuestro estado, todo lo que se inspire en el capricho o en miras humanas, no puede contarse entre las buenas obras.

No hay obras verdaderamente buenas sino aquellas que Dios manda, aconseja o nos pone en la ocasión de hacer.

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Por este motivo, en el Evangelio de hoy previene el Señor a sus discípulos acerca del peligro de los falsos profetas, de los fariseos de santidad fingida.

Dirigida a nosotros la presente lección, nos dice que vivamos alerta, para que no se desarrolle en nuestras almas una santidad falsa, de pura forma, como era la de los fariseos.

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Volvamos los ojos al Divino Maestro, y apliquémonos su doctrina.

En primer lugar, nos enseña que las obras califican al cristiano. No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los Cielos.

La vida de oración tiene por fruto y complemento un porte digno, una conducta intachable. La santidad no consiste en muchos rezos, ni en elevadas doctrinas, sino en realidades prácticas.

Obras, obras, decía Santa Teresa… Ellas son el fruto de la vida interior, y por el fruto se conoce el árbol. No basta con ser devotos; es menester ser afables, justos, caritativos; es menester cumplir la ley. Tengámoslo bien presente.

Tras las obras inquirirá la mirada escrutadora del Justo Juez el día de la cuenta. Procuremos, pues, llenar bien nuestra partida ahora que estamos a tiempo. Que nuestra piedad no sea una piedad huera.

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El divino Maestro nos advierte también sobre el lobo con piel de oveja. El manto de la virtud encubre a veces las más repugnantes cosas.

Hay almas que se dicen espirituales, y pasan por tales a los ojos propios y ajenos. Llevan con regularidad matemática un plan de vida espiritual.

Pero en realidad están llenas de sí. Contentas con la etiqueta de santidad que ostentan, se creen con derecho a despreciar como no espirituales a sus prójimos.

Consultan a su confesor, pero no para oír su consejo, sino para que apruebe el propio. Pídenle permiso para ejercitarse en penitencias, pero han de ser las que ellas escojan por su capricho.

Buscan, en fin, su propia satisfacción, y no satisfacer a Dios.

¡Qué desengaño sufrirán cuando salga a relucir su verdadero valor! ¡Cuánto tiempo perdido!

Para no ser nosotros de los engañados, procuremos someter a un severo examen nuestras «formas de santidad».

El peligro es grande, ya que el amor propio tiende a cegarnos.

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Pero el Señor nos da una piedra de toque, en la que podremos probar la autenticidad de nuestra piedad: Por sus frutos —dice— los conoceréis. ¿Por ventura se cogen uvas de los espinos, o higos de los zarzales? Así, todo árbol bueno da buenos frutos, y el árbol malo da malos frutos.

¿Cómo son nuestros frutos? Examina, cristiano, y si hallas que tus obras no corresponden al estado de santidad que profesas, no temas tomar en tus manos la podadora y cortar sin piedad; no rehúyas la dolorosa operación; no dejes de someter el árbol de tu alma a una poda aguda. Teme más que llegue el amo del jardín de la Iglesia, y al verte sin fruto, mande cortarte y echarte al fuego.

Porque no para hacer sombra ha sido plantado este árbol, sino para dar fruto. Ni creas que el Dueño celestial se dará por satisfecho con tus hermosas y espirituales palabras; porque no todo, aquél que dice Señor, Señor, entrará por eso en el Reino de los Cielos.

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San Pablo, escribiendo a los Romanos, nos proporciona la regla de conducta que debemos observar. La Epístola de la Misa nos la presenta:

Hablo como suelen hablar los hombres, a causa de la flaqueza de vuestra carne. Porque así como para iniquidad entregasteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad, así ahora entregad vuestros miembros como siervos a la justicia para la santificación. En efecto, cuando erais esclavos del pecado, independizados estabais en cuanto a la justicia. ¿Qué fruto lograbais entonces de aquellas cosas de que ahora os avergonzáis puesto que su fin es la muerte? Mas ahora, libertados del pecado, y hechos siervos para Dios, tenéis vuestro fruto en la santificación, y como fin vida eterna. Porque el estipendio del pecado es la muerte. Mas la gracia de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.

Mas ahora, libertados del pecado, y hechos siervos para Dios, tenéis vuestro fruto en la santificación… Este pensamiento de San Pablo es el eco de la sentencia de Nuestro Señor: El que hace la voluntad de mi Padre, ése entrará en el Reino de los Cielos

He aquí los buenos frutos que pide el Señor del árbol del alma. Un Dios providentísimo rige los destinos humanos. Es dueño del universo; le debemos, pues, obediencia. Es padre amantísimo; le debemos, por tanto, nuestro amor. ¿Por qué, pues, no nos sometemos gustosos a su gobierno? ¿Por qué no nos vaciamos de nosotros mismos, para adorar la voluntad divina?

Tengamos entendido, que mientras no quede constituida la Voluntad divina en norma de nuestras acciones, no tendremos paz interior, ni habremos comenzado a entender lo que es la perfección.

Adoremos esa Voluntad Sagrada, y ofrezcámonos a su servicio.

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Nuestro ser de criaturas nos impone la sujeción a la Voluntad divina. La criatura es esclava de su autor; el hombre es, pues, esclavo de Dios.

Dios nos ha llamado a la existencia; luego su voluntad es nuestra ley. Nada más justo y racional. Ni tenemos derecho a quejarnos, ni a sentir vejación alguna. Convenzámonos de esta verdad, y obremos en consecuencia.

La voluntad de Dios se muestra en todos los incidentes de la vida; en los prósperos y en los adversos. Luego nada debe alterar nuestra igualdad de ánimo; en todo momento hemos de adorar la Providencia. Lo contrario no es cristiano.

¿Vivo de estas convicciones? ¿Veo en todos los acontecimientos de la vida la mano de Dios que me conduce a través de este destierro?

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La santidad consiste en nuestra conformidad con la Divina Voluntad.

«Heme aquí que vengo a cumplir tu voluntad». Esta fue la disposición con que el Señor comenzó su carrera mortal, y esa debe ser a la vez la oración primera del cristiano.

La oración primera y cotidiana. Porque la actitud de Cristo en su primer momento fue la actitud de toda su vida. Bien pudo Él decir: «Hago siempre lo que es del beneplácito del Padre. Mi comida e hacer la voluntad del que Me ha enviado».

El cristiano no debe separarse de esta norma. Si en todo ha de ser reflejo fiel de Cristo, mucho más en este punto capitalísimo.

Nosotros, los que nos preciamos de seguir de cerca a Cristo, estamos doblemente obligados a imitar esta su virtud. Repitamos a menudo aquella súplica que nos enseñó el propio Señor: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Preocupémonos tan sólo de identificarnos, más y más con la Voluntad divina.

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No es éste negocio fácil. Contra tan santo deber se levanta nuestro orgullo, se levantan las bajas pasiones. Luchemos por vencerlas. Rara lucha, en la que tomamos posiciones contra nosotros mismos…

Pero es para pelear por Cristo; y bien vale la pena de ir contra el propio yo, cuando se trata de dar la victoria a Cristo.

Si queremos identificar nuestra voluntad con la del Señor, tratemos siempre de mortificar todos sus movimientos, de tronchar todos sus caprichos. Llevemos un santo cuidado de vaciarnos totalmente del propio yo. Hecho el vacío de nosotros mismos, vendremos a ser colmados del espíritu de Dios.

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Agradezcamos, pues, a Nuestro Señor Jesucristo, que nos revela en el Evangelio de este día una de las verdades más importantes para nuestra, salvación, a saber: que no podemos salvarnos sino a condición de santificar con buenas obras nuestro tránsito, por este mundo.

Y ahora, recogiendo los pocos buenos frutos que presenta el árbol de nuestra alma, depositémoslos sobre el Ara del Altar, y con ellos a nosotros mismos como devota oblación, repitiendo con todo fervor lo que la Santa Liturgia nos enseña a pedir:

Oh Dios, cuya providencia no se engaña jamás en sus disposiciones; humildemente Te suplicamos, que apartes de nosotros todo lo nocivo, y nos concedas todo lo saludable (Oración Colecta de hoy).

¡Oh Señor! Como recibías el holocausto de los carneros y toros, los sacrificios de millares de gordos corderos, así sea hoy agradable nuestro sacrificio en tu presencia; puesto que jamás quedan confundidos aquéllos que en Ti confían (Ofertorio).

Oh Dios, que substituíste las diversas víctimas legales con un solo y perfecto sacrificio; recibe la oblación que de nuestra voluntad rendida a la Tuya Te ofrecemos tus devotos siervos; santifícala con la bendición con que santificaste los dones de Abel; a fin de que lo que cada uno ofreció en honor de tu Majestad, aproveche para nuestra salvación (Secreta).

Tu gracia medicinal, Señor, nos libre piadosamente de nuestras maldades, y nos conduzca por el camino de la justicia (Postcomunión).

domingo, 24 de julio de 2011

Domingo VIº post Pentecostés

Sexto Domingo Después de Pentecostés

Por aquellos días, habiéndose juntado otra vez un gran concurso de gentes, y no teniendo qué comer, convocados sus discípulos, les dijo: "Me da compasión esta multitud de gentes, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer. Y si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos". Respondiéronle sus discípulos: "Y ¿cómo podrá nadie en esta soledad procurarles pan en abundancia?" Él les preguntó: "¿Cuántos panes tenéis?" Respondieron: "Siete". Entonces mandó Jesús a la gente que se sentara en tierra; y tomando los siete panes, dando gracias, los partió; y dábaselos a sus discípulos para que los distribuyesen entre la gente, y se los repartieron. Tenían además algunos pececillos: bendíjolos también, y mandó distribuírselos. Y comieron hasta saciarse; y de las sobras recogieron siete espuertas; siendo como cuatro mil los que habían comido; en seguida Jesús los despidió.

La multitud rodea al Divino Maestro, ávida de oír su palabra. El Señor ilumina sus almas, y no olvida sus cuerpos.

Confundidos entre aquella muchedumbre, atendamos al Señor, y seremos testigos del gran milagro de la multiplicación de los panes.

Ante el fervor de las turbas galileas, consideremos la atracción tan irresistible de Jesús… De tal modo cautiva a las multitudes, que éstas se olvidan hasta de las necesidades más perentorias de la vida.

Le han seguido hasta la montaña, encandiladas por su divina palabra y la bondad que irradian sus ojos. Ni el camino les fatiga, ni el hambre les asusta. Despreocupadas de todo, sólo piensan en escuchar las palabras de vida eterna que brotan de los labios del Divino Maestro.

¡Qué ejemplo tan aleccionador! Imitemos a las turbas, copiemos su adhesión a Cristo, su preocupación por las cosas de arriba, por la eterna salvación.

¿No es verdad, que cualquier bagatela, ocupa nuestra mente y distrae nuestra atención de Aquél que debe formar como el centro de nuestra alma?

Reconozcamos el tiempo que hemos perdido; y tratemos de emplearnos a partir de hoy más y mejor, con mayor entusiasmo en el servicio divino.

La compasión de Jesús nos hace ver como el Corazón bondadosísimo de Jesús sufre tener que despachar ayunos a sus seguidores. Teme que desfallezcan en el camino. Por eso se dispone a obrar un milagro en su favor.

No es el primero; ya en el desierto de Betsaida dio de comer a cinco mil hombres de unos cinco panes y unos pocos peces; pero los discípulos parecen haber olvidado aquel portento. Sólo atienden a que no tienen más que siete panes, cantidad insignificante para las cuatro mil personas hambrientas.

El Señor ordena entonces que las gentes se sienten en el suelo; toma los panes, los bendice, los parte, y ordena a los Apóstoles que los distribuyan. Lo mismo hizo con unos pececillos.

En aquel frugal banquete comieron todos hasta saciarse, y de las sobras recogieron siete cestos, siendo los que habían comido unos cuatro mil.

Bendigamos la Omnipotencia y Providencia del Señor. Pero tengamos presente, que también nosotros participamos todos los días de su Mesa milagrosa.

¿Acaso no obra un milagro continuo al convertir los granos sembrados en espigas, las semillas en plantas, y la flor en fruto? ¿No es verdad que en esa mesa del Padre sobran siempre mendrugos, y que con el número de habitantes crece la fecundidad de la tierra?

Alabemos, sí, a Dios, y démosle gracias, porque a nosotros, sus pobres, nos alimenta con sus frutos de bendición, con el pan de cada día.

No nos levantemos nunca de la mesa, sin haber agradecido al Padre la bondad con que ha atendido a nuestro sustento.

Consideremos asimismo que el Señor atiende a las necesidades de los suyos, mas no a su regalo.

Así como multiplicó unos pobres panes, hubiera podido convertirlos en suculentos manjares. No lo hizo, para enseñarnos que la comida mira al sustento y no al regalo de los hombres. Con ello condena la gula, vicio tan repugnante en las almas espirituales, y que nosotros hemos de detestar de todo corazón.

El Señor cuida de nuestros cuerpos, pero más aun de nuestras almas. Como en la multiplicación de los panes, así encarga también hoy a sus discípulos distribuyan entre los fieles el alimento de las almas, que son todas las gracias sobrenaturales que confortan nuestro espíritu.

El Señor hubiera podido atender a nuestras almas sin necesidad de intermediarios. Ha querido, sin embargo, tenerlos, como el día de la multiplicación de los panes, por laudables miras de su Providencia.

Con ello ha realzado la dignidad humana, asociando a su ministerio a los hijos del barro de la tierra; ha fortificado el sentimiento de solidaridad de todos los miembros de la Iglesia, el sentido social de este organismo viviente.

Alabemos la Economía sobrenatural, la Sabiduría divina manifestada en la administración de los bienes celestiales.

Los sacerdotes ténganse por honrados en servir a los hermanos; llénense del santo celo, del ardiente y fogoso amor, que les consuma en beneficio de los prójimos.

Los simples fieles acrecienten su respeto hacia los ministros del Señor, recogiendo de sus manos ungidas las migajas de alimento espiritual que el Cielo les envía por su mediación.

Unidos y trabados todos jerárquicamente, demos nueva vida y lozanía al Cuerpo Místico de Cristo, que, después del paso por este mundo, continuará su vida esplendorosa en la gloria.

La Santa Liturgia nos hace pedir:

Oh Dios, de Quien dimana todo cuanto hay de más excelente; infunde en nuestros corazones el amor de tu Nombre y aumenta en nosotros la religión; para que fomentes el bien que en nosotros hay, y así fomentado, lo guardes mediante nuestro fervor.

La narración evangélica es un símbolo del misterio que se realiza en nuestros templos. Nosotros figuramos la multitud que se ha agolpado alrededor del Maestro para oír su divina palabra. Él nos adoctrina durante la primera parte de la Misa por boca del sacerdote; da luego una mirada a las flaquezas de tantos que escuchan con amor la palabra de Dios, pero que se amilanan ante los obstáculos con que tropiezan, al pretender ponerla en práctica, y su Corazón se conmueve: Me dan compasión estas gentes, clama; si los dejo ir en ayunas, desfallecerán en el camino; y al momento obra en favor nuestro un milagro mayor que el que presenciaron los cuatro mil hombres de que nos habla el Evangelio de hoy: transforma el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, y se nos da Él mismo en alimento espiritual, como remedio de nuestra flaqueza,

¡Qué bondad! Agradezcamos tanta misericordia.

Me dan compasión estas gentes, porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer, y si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán por el camino…

¡Cuánta delicadeza de sentimientos publican estas palabras! El Divino Maestro olvídase de Sí mismo, de su cansancio y fatiga; sólo se preocupa de los sufrimientos de los suyos.

¡Qué consuelo tan grande para nosotros, pobres mortales! Porque has de saber, alma devota, que ese Jesús que tan misericordioso y compasivo se mostraba cuando peregrinaba por las ingratas tierras de Palestina, es el mismo que desde el Cielo está velando por los suyos.

Sus sentimientos no han sufrido mutación. No hay mejor libro para conocer a fondo el Corazón de Jesús que el Evangelio, con sus sencillas narraciones. Allí se nos presenta tal como era cuando andaba sufriendo por nosotros las penalidades de esta vida mortal; tal como es ahora que desde el Cielo, mostrando sus llagas al Padre, intercede por nosotros.

No lo olvides, alma cristiana, que esta verdad te sostendrá en medio de las calamitosas noches en que brega y se bate esa tu frágil navecilla…

¡Cuántas veces, en efecto, parece como que se te cierra el horizonte de toda esperanza! Negros nubarrones se ciernen sobre el cielo de tu corazón; no hallas salida posible, ni desahogo para tu afligido pecho…

Levanta entonces los ojos al Cielo; mira a Jesús contemplándote desde las alturas; fíjate en la tierna mirada de sus dulcísimos ojos, y leerás en ella la bondad que en otro tiempo hizo brotar de sus divinísimos labios la consoladora palabra: Me dan compasión estas gentes…

Si queremos penetrar más hondamente en los sentimientos compasivos del Corazón de Cristo, hojeemos el Evangelio y apreciaremos en cada una de sus páginas delicadísimos rasgos de su bondad.

Es un Corazón que hace propios nuestros sentimientos, hasta expresar profundos suspiros y derramar abundantes lágrimas como un mortal cualquiera ante el sepulcro del amigo Lázaro.

Es un Corazón que no se contenta con una vana compasión, sino que atiende siempre a nuestro remedio.

A los desgraciados que apelaron a su bondad, devolvióles siempre la salud.

Es un Corazón que se siente obligado a derramar sus favores aun cuando el que los demanda no ofrezca las debidas disposiciones; y así, a quien le pedía un milagro con débil fe, le enseña antes a creer en su poder, para llegar por ese medio a obtenerlo.

Es un Corazón que obra milagros, a pesar de saber que sus adversarios se han de valer de ellos para perseguirle; así sucedió cuando curó al hidrópico que pusieron frente a Él un día de sábado.

Es un Corazón, en fin, que se adelanta a la necesidad. Con esta solicitud se dirige al tullido de Betsaida, que no conocía su poder, preguntándole si quería sanar.

Así es el Corazón de Jesús…

¡Qué consuelo para nosotros! Saber que estamos bajo la mirada de un Padre, de un hermano, de un amigo, que no sólo está pronto siempre a socorrernos, si que también previene y se adelanta a nuestras necesidades...

Sí, Jesús mira desde el Cielo nuestras penas por adelantado. Nada le toma desprevenido…

Bendigamos su misericordia, y arrojemos en su seno todos nuestros cuidados, seguros de que su auxilio llegará en el tiempo oportuno.

Jesús, el mismo que tan compasivo se mostró con las turbas galileas, el mismo que tiene puestos sus amorosos ojos en nosotros, permite que de cuando en cuando nos azoten las penas, nos aprisionen los lazos de las calamidades.

Sí; Jesús lo consiente, y lo consiente precisamente porque nos quiere. Sufre el padre que castiga al hijo travieso; su corazón recibe los azotes antes que las blandas carnes del niño. No obstante, no deja de las manos el azote. ¿Por qué? Porque le quiere.

Asimismo el Corazón bondadosísimo de tu Salvador, cristiano, se enternece ante las pruebas a que te somete; pero sabe que el dolor es necesario en esta vida, y lo permite para tu bien.

Tiene contadas las espinas que atraviesan tu corazón; no se le pierde ni un débil gemido; y como buen Padre, siente tus penas, y hasta diríamos, hablando de manera humana, que se aflige por tus desgracias.

Si mirara a su Corazón bondadosísimo más que a tus conveniencias, pararía con sus manos las saetas que contra ti se disparan. Mas como piensa en tu provecho, deja que ellas te hieran; si bien queda a tu lado, sufriendo contigo, recogiendo tus suspiros, endulzando tus amarguras.

No te abandona nunca a la soledad de tu dolor. Y cuando su amorosa providencia dice basta, suena otra vez el misereor super turbam, me dan lástima tantas amarguras, y al momento Él mismo sabe arrancar una por una las espinas de tu corazón y aplicar a sus heridas el divino bálsamo de su Sangre.

¿Qué más puedes desear?

¡Oh Jesús, nada más que a Ti! Puesto en tus amorosas manos., ¿qué pena será capaz de asustarme? No existe para mí horizonte cerrado, mientras continúe abierto tu costado, porque tu Corazón es mi cielo.

Tú conoces mis penas; en el plan celestial de tu Providencia lees de antemano mis caminos.

Sé, por otra parte, que me amas con compasión sin límites. ¿A quién temeré?

Como un niño en los brazos de su padre, así buscaré yo en tu compasivo Corazón el lugar de mi refugio.

Nada me asusta, nada me espanta. Tu Providencia amorosa me guía En ella arrojo mis cuidados todos. Ten cuenta de los mismos.

Mi confianza Te obliga a intervenir en mi favor, y esa seguridad me inunda de calma. Y cuando la tormenta arrecie, despertaré en tu Corazón los sentimientos de conmiseración que le animan, diciéndote: «Señor, mírame, y deja obrar a tu Corazón; haz lo que tu Corazón Te dicte».

Y entonces oiré seguramente la salvadora voz: Misereor, «me dan lástima tus angustias», y el milagro quedará obrado.

¡Oh Señor!, en Ti tengo puesta mi esperanza, no quedaré jamás confundido… Sálvame, pues eres justo; dígnate escucharme; acude pronto a librarme (Alleluia de la Misa).

domingo, 17 de julio de 2011

Domingo Vº post Pentecostés

QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Yo os declaro que, si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; pues el que matare reo será en el juicio. Mas yo os digo, que todo aquél que se enoja con su hermano, reo será en el juicio. Y quien dijere a su hermano raca, reo será en el concilio. Y quien dijere fatuo, reo será del fuego del infierno. Por tanto, si fueses a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primeramente a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven a ofrecer tu ofrenda.

La Epístola y el Evangelio del presente Domingo responden a un mismo pensamiento. La Iglesia quiere que santifiquemos a Jesucristo en nuestros corazones, esparciendo en los prójimos la caridad de Jesucristo Crucificado.

En el Evangelio nos exige que depongamos todo rencor contra el hermano.

En la Epístola nos manda, además, refrenar la lengua y cuidar de que los labios no se manchen con la maledicencia: tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición. Pues quien quiera amar la vida y ver días felices, guarde su lengua del mal, y sus labios de palabras engañosas, apártese del mal y haga el bien, busque la paz y corra tras ella…

Meditemos las primeras palabras del Evangelio del día: Si vuestra justicia no es más perfecta que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos, y aprendamos que la verdadera y sólida virtud es interior, humilde, dulce y afable.

Sentados en torno al Divino Maestro, escuchemos su prédica. Hoy trata de lograr que nuestras obras radiquen en un fondo de justicia sana y cristiana.

Justicia de verdad, frente a la hipocresía farisaica.

La justicia de los fariseos era justicia de sepulcros blanqueados; la justicia cristiana es justicia de hijos de Dios, de hijos de la Luz.

Aquélla se fundaba en las apariencias, en las formas externas; ésta radica en el fondo, el interior.

Los fariseos ayunaban dos veces por semana, hacían largas y frecuentes oraciones, pagaban exactamente el diezmo y predicaban continuamente. Quien hiciera otro tanto hoy día, pasaría por un santo, a juicio de los hombres; sin embargo, para ser tal en el juicio de Dios, como Jesucristo nos lo declara, es necesario hacer mucho más.

Agradezcámosle esta, instrucción y pidámosle que nos haga comprender bien los caracteres de la verdadera y sólida virtud.

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La verdadera virtud es interior. Los fariseos ponían su principal cuidado en lo exterior. Exactos hasta, el escrúpulo, en observar las menores ceremonias de la ley y las tradiciones de sus padres, afectaban aparecer en todo con un exterior piadoso, mientras en el fondo de sus corazones violaban esta misma ley por sus desarreglados afectos e intenciones torcidas; lo hacían todo por atraer las miradas de los demás, de suerte que sus obras eran inspiradas por el deseo de agradar a las criaturas y no por amor a Dios.

Eran, dice Jesucristo, sepulcros blanqueados: bellos a los ojos de los hombres y por dentro llenos de corrupción.

¡Cuántos cristianos hay hoy día que son verdaderos sepulcros blanqueados, grandes observantes de algunas pequeñas prácticas y, por dentro, llenos de odios, de envidias, de sensualidades y defectos que se afanan en ocultar a los hombres!

No es tal la verdadera y sólida virtud. No basta aparecer justos a las miradas del mundo, que no ve sino lo de afuera: hay que serlo a los ojos de Dios, que ve el fondo del corazón.

Hermoso es hacer buenas obras, grandes actos de edificación; pero, si la intención no es pura y santa, si las hacemos por miras humanas, por motivos secretos de interés, por el deseo de hacernos valer, si la vanidad y el orgullo nos las inspiran, nuestra virtud es falsa, porque es exterior; es una moneda de mala ley, que no será recibida delante de Dios; es un disfraz que no servirá sino para condenarnos.

Los fariseos pregonaban lo poco que hacían; no creían galardonados sus esfuerzos, si no salían al exterior. El cristiano, en cambio, no se preocupa del buen o mal aprecio del mundo, atento tan sólo a agradar al Padre.

Ésta es la justicia que enseña hoy San Pedro, cuando nos dice: Perseverad todos unánimes en la oración; sed compasivos, amantes de todos los hermanos; misericordiosos, modestos, humildes... Porque Dios tiene puestos los ojos sobre los justos, y está pronto a oír sus súplicas; pero mira con rostro airado a los que obran mal…

Aprendamos la lección. Sigamos el consejo de San Pedro, teniendo entendido, que si nuestra justicia no es más cumplida que la de los escribas y fariseos, no entraremos en el Reino de los Cielos.

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La verdadera virtud es humilde. Los fariseos no buscaban sino, la estimación de los hombres; oraban en medio de las plazas públicas a fin de que todo el mundo les viese; hacían sonar la trompeta cuando querían dar limosna; en una palabra, no buscaban en sus obras sino el captarse reputación y estima.

¡Cuántos cristianos hay que se les asemejan! Deseosos de consideraciones y preeminencias, quieren que se les estime, que se les honre, que se les complazca en todo.

La verdadera virtud es todo lo contrario. Es humilde, sin hacer alarde de ello. No nos corresponde el erigirnos en nuestros propios jueces; es Dios quien nos ha de juzgar y recompensar.

Lo poco que hagamos, con tal que sea para la gloria de Dios, será premiado; y aunque hagamos grandes cosas, si las hacemos buscando el ser alabados por los hombres, no merecerán recompensa.

Es verdad que debemos edificar a nuestros hermanos con nuestro buen ejemplo; pero, si las buenas obras aparecen en público, la intención, por la cual nos proponemos agradar a Dios solamente, debe permanecer siempre en el secreto del corazón.

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La verdadera virtud es dulce y afable. Los fariseos, llenos de estimación consigo mismos, miraban con desprecio a los demás: Yo no soy como los demás hombres, dijo el fariseo que oraba en el templo. Y se atrevían a murmurar de Jesucristo porque comía y conversaba con los pecadores.

No es así como procede la verdadera virtud. No menosprecia a nadie, ni emplea con nadie palabras duras o picantes. Como se estima menos que todos, a todos trata con miramiento y respeto, con afabilidad y caridad; y sólo salen de sus labios palabras dulces y afables.

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Es una justicia regulada por la caridad, frente a la justicia legalista de los fariseos.

El sentido materialista de los fariseos y escribas no era capaz de llegar al fondo y espíritu de la Ley; aquellos infatuados doctores permanecían apegados a la superficie de la letra.

No matarás, dice el Decálogo; luego —concluían— está vedada toda injuria de hecho con ira al prójimo. Y no comprendían los ignorantes que la injuria de palabra puede herir más que la de hecho.

Por eso clama hoy Jesucristo: Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino cíe los cielos.

La justicia de los fariseos se circunscribía a no matar; la de los que han de entrar en el Reino de los Cielos llega a no enojarse sin causa.

Y quienquiera que se enoja con su hermano, merecerá que el juez le condene.

La importancia de este precepto en la moral cristiana se deduce de los terribles castigos a que la transgresión del mismo condena; llegan éstos hasta la pena capital de la gehena del fuego eterno: Cualquiera que tomare ojeriza con su hermano, será condenado en juicio. Y el que le llamare raca, será condenado por la asamblea. Mas quien le llamare fatuo, reo será de la gehena del infierno.

La ascética cristiana es más elevada que la farisaica, porque el cristiano debe, caminar llevado en alas de la caridad, que a todos fusiona en un común abrazo.

Ese espíritu de caridad nos enseña también San Pedro: Perseverad todos unánimes..., no volviendo mal por mal, ni maldición por maldición; sino, por el contrario, ejercitándoos en bendecir; porque a esto habéis sido llamados: a poseer la herencia de la bendición celestial.

Ese espíritu de caridad pide hoy la Santa Iglesia por su Liturgia. Unámonos a su oración. Las peticiones de la Esposa Inmaculada son siempre escuchadas.

Sigamos el consejo evangélico. Depongamos todo rencor. Lejos de nosotros cualquier palabra injuriosa para el hermano.

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Es una justicia es de mutuo perdón, lo cual implica la reconciliación.

De la justa censura de la conducta farisaica, pasa el Señor a darnos una lección de puro cristianismo con la doctrina del deber de la reconciliación: Si al tiempo de presentar tu ofrenda ante el altar, allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, depón allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano.

¿A qué viene tanta premura? ¿De dónde tales preferencias a la reconciliación fraterna?

Es que los dones, ofrendas y sacrificios tienen por objeto reconciliarnos con el Padre

Y no pueden tener tal virtud las ofrendas que nacen de un ánimo irritado. Son ofrendas de Caín, a las que no mira el Señor.

Aquél que tienes contra ti enojado, es hijo de tu mismo Padre celestial. El Padre, a Quien tú pretendes contentar con tu ofrenda, le mira con ojos de dilección. ¿Cómo, pues, podrá ver con complacencia el fruto de tu odio? ¿Cómo crees que pueda agradarse en aquél que está enojado contra quien Él ama?

Seria lección, que debemos aprender de memoria, si queremos que nuestras ofrendas sean ofrendas de Abel… “Ve a reconciliarte con tu hermano”. “No se ponga el sol sobre vuestras cabezas airadas”.

Así lo realizan las almas que tratan con seriedad del asunto de su salvación.

Así lo hemos de poner en práctica nosotros.

Y si no es posible hacerlo de una manera expresa, si no podemos arrojarnos a los pies del hermano, siempre nos queda el último recurso de una sonrisa, de una conducta complaciente, que habla a veces más claramente que las palabras más expresivas.

Ni esperemos a que el hermano venga a pedirnos perdón. Adelantémonos a él.

Es tal la condición de nuestro orgullo, que con frecuencia nos ciega, y nos tenemos a veces por ofendidos, cuando en realidad llevamos tanta culpa al menos como nuestro contrincante.

Sin indagar, pues, acerca de nuestra posible culpabilidad, cumplamos el aviso del Señor; seguros de que una dulce paz se derramará sobre nuestro espíritu como efecto del vencimiento propio.

Sepamos dominar el propio orgullo, que el Señor mirará nuestra humillación.

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Y que Nuestra Señora nos obtenga lo que la Santa Iglesia nos hace pedir:

Oh Dios, que tienes preparados bienes invisibles a los que Te aman, infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote en todo y sobre todo, consigamos esas tus promesas, que exceden a todo deseo.

Concede, Señor, a los que has alimentado con el Don celestial, que seamos limpios de nuestras culpas ocultas, y libres de las insidias del enemigo.