LA CIRCUNCISIÓN DE NUESTRO SEÑOR
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el Ángel antes de ser concebido en el seno materno.
En este Domingo la Liturgia festeja al mismo tiempo la Octava de la Navidad y la Circuncisión de Nuestro Señor. Y es porque el misterio de la Circuncisión es como la prolongación y un complemento del de la Encarnación y Natividad.
Todos los misterios de Jesucristo contienen una gracia propia para nuestra alma. ¿Cuál es la gracia peculiar de estos misterios que festejamos? La Iglesia misma nos lo indica en la Misa de Media Noche. En la Oración Secreta resume sus anhelos y deseos en la de este modo:
Dignaos, Señor, aceptar la oblación que os presentamos en la solemnidad de este día, y haced que por vuestra copiosa gracia y mediante este intercambio santo y sagrado, nos hagamos partícipes de aquella divinidad con la cual fue unida nuestra substancia humana por el Verbo.
Pedimos, pues, la gracia de compartir aquella divinidad, a la que fue unida nuestra humanidad, en la cual se verifica una especie de comercio con el mismo Dios: per hæc sacrosancta commercia...
El Verbo toma nuestra naturaleza humana al encarnarse, y en cambio nos comunica una participación de su naturaleza divina.
Este pensamiento está expresado todavía de un modo más explícito en la Secreta de la Misa de la Aurora:
Haced, Señor, que nuestras ofrendas sean conformes con los misterios de Navidad, que hoy celebramos; y que, así como el Hombre que acaba de nacer resplandece también como Dios, así también esta substancia terrestre [a que se une] nos comunique, todo cuanto en Él hay de divino.
Hacerse participantes de la Divinidad con la cual se halla unida nuestra humanidad, en la persona de Cristo, y recibir este don divino mediante esta misma humanidad, he ahí la gracia propia del misterio de Navidad.
Es una transacción humano-divina; el Niño de Belén es hombre y Dios; y la naturaleza humana que Dios asume, ha de servir de instrumento para comunicar su divinidad: sic nobis hæc terrena substantia conferat, quod divinum est...
¡Oh admirable comercio —cantamos en la Primera Antífona de Vísperas de la Octava— el Creador del género humano vistiéndose de un cuerpo animado, ha tenido a bien nacer de una Virgen; y apareciendo como hombre aquí en la tierra, nos ha hecho participantes de su divinidad!
O admirabile commercium! Este mutuo préstamo entre la criatura y el Creador, entre el Cielo y la tierra, constituye toda la esencia del misterio de Navidad.
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Trasladémonos a la gruta de Belén y contemplemos al Niño reclinado en el Pesebre o bajo la acción del cuchillo de la circuncisión. ¿Qué es a los ojos de un habitante de aquel pueblecito que acudiera por casualidad al establo? No vería sino un niño que acaba de nacer, sometido a la Ley de Moisés.
Pero a los ojos de la fe, hay una vida harto más elevada que la vida humana y que anima a este Niño: posee la vida divina. ¿Qué nos dice de Él la fe? ¿Qué revelación nos hace?
La fe profesa que este Niño es el Hijo de Dios, que posee la naturaleza divina con todas sus infinitas perfecciones y que Dios Padre le engendra con una generación eterna, en medio de los resplandores de los Cielos.
Vemos, pues, cómo a los ojos de la fe hay dos vidas en este Niño; dos vidas unidas de un modo indisoluble e inefable, porque la naturaleza humana pertenece al Verbo, el cual con su propia existencia sostiene la naturaleza humana.
Entre estas dos vidas que Cristo posee de continuo, la divina, por su eterno movimiento en el seno del Padre, y la humana, que tuvo principio en el tiempo por su encarnación en el seno de una Virgen, no hay mezcla alguna ni confusión.
Al hacerse hombre el Verbo, permaneció lo que era y tomó de nuestra naturaleza lo que no era.
No absorbe lo divino a lo humano, ni lo humano aminora lo divino, sino que ambas naturalezas constituyen una sola Persona, que es la Persona divina del Verbo.
Así lo expresa la antífona del Benedictus de Laudes: Mirabile mysterium declaratur hodie: innovantur naturæ, Deus homo factus est; id quod fuit permansit et quod non erat assumpsit; non commixtionem passus neque divisionem.
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He aquí, pues, uno de los actos de este divino comercio: Dios toma nuestra naturaleza para unirse con ella mediante una unión personal.
¿Cuál es el otro acto? ¿Qué nos dará Dios en cambio? Un don incomprensible, la participación real e íntima de su divina naturaleza es la moneda con que pagará el Verbo Encarnado a la humanidad el haberle prestado su naturaleza: largitus est nobis suam deitatem, nos ha hecho participantes de su divinidad...
Este niño, siendo el propio Hijo de Dios, posee la vida divina, y en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad; en Él se hallan reunidos los tesoros de la divinidad.
Mas, no los posee únicamente para Sí mismo; antes parece que sólo ansia comunicarnos la vida divina, que es Él mismo... Un Niño nos ha nacido y nos ha sido dado el Hijo: Puer natus est nobis el filium datus est nobis, dice el Introito de esta Misa.
El ser Hijo de Dios, que Jesucristo tiene por naturaleza, lo tenemos nosotros por la gracia. El Verbo Encarnado es el autor de nuestra generación divina, dice la Oración Poscomunión de la Misa de Navidad.
He aquí los dos actos del comercio admirable que Dios realiza entre Él y nosotros: toma nuestra naturaleza con el fin de comunicarnos su divinidad; toma una vida humana para hacernos partícipes de su vida divina; hácese hombre para convertirnos en dioses: Factus est Deus homo, ut homo fieret Deus; y su nacimiento humano es el medio de que nosotros nazcamos a la vida divina...
En nosotros también ha de haber dos vidas; la una natural, que tenemos por nuestro nacimiento, según la carne; la otra es sobrenatural e infinitamente superior a los derechos y exigencias de nuestra naturaleza.
Esta es la que Dios nos comunica por su gracia después de habérnosla merecido el Verbo Encarnado. Dios nos engendra a esta segunda vida por medio de su Verbo y la infusión de su Espíritu en la pila bautismal.
Es una vida nueva que se agrega a nuestra vida natural, aunque superándola y perfeccionándola. Ella nos hace hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, dignos de participar un día de su bienaventuranza y de su gloria.
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¿Cómo nos hace partícipes el Verbo Encarnado de su vida divina? Por medio de su humanidad. Ella le sirve de instrumento para comunicarnos su divinidad; y esto por dos motivos: la humanidad hace a Dios visible y a la vez le hace pasible.
En primer lugar, la hace visible. La Encarnación realiza esta maravilla inaudita de ver los hombres a Dios mismo, vivo entre ellos.
Si vivimos iluminados con su luz, seguiremos la verdadera senda que nos lleva a la vida; de tal modo que conociendo a Dios viviente como hombre en medio de nosotros, nos vemos impelidos hacia los bienes invisibles.
Dice el Prefacio de Navidad:
Por el misterio de la Encarnación del Verbo se ha manifestado a los ojos de nuestra alma un nuevo resplandor de tu gloria; a fin de que, llegando a conocer a Dios bajo una forma visible, seamos atraídos por Él al amor de las cosas invisibles.
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La humanidad de Cristo hace a Dios visible; pero lo más estupendo todavía es que hace que Dios sea pasible.
Para poder destruir en nosotros el pecado, exigía la vida divina una cumplida satisfacción, una expiación, sin la cual era imposible recuperarla.
Ahora bien, siendo el hombre simple criatura, estaba incapacitado para dar satisfacción por una ofensa de una malicia infinita, y, por otra parte, la Divinidad no podía sufrir ni expiar.
Dios no puede comunicarnos su vida, mientras no se borre el pecado, y conforme a inmutable decreto de la eterna Sabiduría, el pecado no puede ser borrado, sino mediante una expiación dolorosa. ¿Cómo se resolverá este problema?
La Encarnación del Verbo es la solución que la divina Sabiduría supo encontrar. La humanidad, incorporada al Verbo, es pasible; ella sufrirá y expiará.
Tales sufrimientos y expiaciones pertenecerán, con todo, como la misma humanidad, al Verbo, y recibirán de la Persona divina un valor infinito suficiente para rescatar el mundo, destruir el pecado y hacer aumentarla gracia en las almas.
¡Oh comercio admirable! El Verbo nos pide una naturaleza humana para hallar en ella un medio de padecer, un medio de expiar, un medio de merecer y colmarnos de bienes.
El hombre se apartó de Dios por la carne y Dios libra al hombre haciéndose carne; la carne que asume el Verbo de Dios se convierte en instrumento de salvación para toda carne.
Por eso en la fiesta de Navidad, atribuye la Iglesia nuestra salvación al nacimiento mismo temporal del Hijo de Dios:
Concédenos, oh Dios Omnipotente, que la nueva alianza de tu Hijo en la carne nos libre de la antigua servidumbre que nos tenía cautivos bajo el peso del pecado.
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De cualquier manera que consideremos este comercio o intercambio, y sean cuales fueren los detalles en que nos fijemos, siempre nos parecerá admirable.
Es admirable el parto de una Virgen.
Una madre jovencita ha dado a luz al Rey cuyo nombre es eterno, uniendo la honra de la virginidad a las alegrías de la maternidad.
Admirable, por cierto, se nos presenta la unión indisoluble, aunque sin confusión, de la divinidad y de la humanidad en la Persona única del Verbo.
Admirable es este trueque, por los contrastes que caracterizan su realización: Dios nos da parte en su divinidad, si bien la humanidad que Él toma para comunicarnos su vida divina es débil y sensible al dolor.
Admirable es este intercambio en su origen, que no es otro sino el amor infinito que Dios nos profesa.
Admirable es, por fin; este comercio en sus frutos y efectos, pues por él, Dios nos devuelve su amistad y con ella el derecho de entrar en posesión de la herencia eterna, mirando de nuevo a la santa humanidad de su Hijo con amor y agrado infinitos.
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Moisés, admirando el misterio de la zarza ardiente, decía: iré y veré esta gran maravilla...
¿Cómo no decimos nosotros: Quiero contemplar y dedicarme a conocer siempre más y más la maravilla sobre toda maravilla?
La maravilla de Dios, inmutable por esencia, que empieza a ser...
La maravilla de Dios, que permanece Dios, sin perder nada de su majestad ni de su gloria, y que se apropia las debilidades y las miserias de la triste humanidad...
La maravilla del culto supremo reservado hasta entonces a Dios únicamente, y rendido ahora a un Hombre-Dios, no sólo por los hombres, sino por los Ángeles que adoran en Él a la debilidad omnipotente, al Eterno nacido en el tiempo, al Infinito reducido a un pequeño espacio, al Autor del mundo, descendido a la condición de sus criaturas...
Debemos contemplar y estudiar al Creador en su creatura; al Cielo en la tierra; la gloria suprema en la ignominia; la riqueza infinita en la pobreza; la inmortalidad en la muerte...
Hemos de meditar este misterio de la vida divina en la humanidad, de las perfecciones del Cielo hechas visibles en la tierra, de la más profunda humildad en la más sublime elevación, de la abnegación en la divinidad, de la humildad absoluta en Aquél a quien se debe todo homenaje...
San Pablo hacía de Jesucristo su estudio continuo y su única ciencia. Conocer a Jesucristo era toda su ambición; y en comparación de esta ciencia divina, todo lo demás le parecía una pérdida, más que una ventaja.
Estimamos, pues, apreciemos el estudio y el conocimiento de Jesucristo...
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Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, exclama San León Magno, y, una vez hecho participante de la divinidad, ¡guárdate bien de decaer de tan sublime estado!
Si conocieseis el don de Dios..., decía Nuestro Señor a la samaritana. Si supieseis quién es el Hijo que os ha sido dado... Si le recibieseis cual Él se merece...
No se diga de nosotros: Vino a sus propios dominios, y los suyos no le recibieron...
Tal es la disposición fundamental en que debemos estar para que este admirable comercio produzca en nosotros todos sus frutos.
Únicamente la fe nos hará conocer los términos y el modo con que se realiza, así como ahondar en las profundidades de este misterio.
Es la gracia que debemos pedir a la Santísima Virgen y al Buen San José.