domingo, 22 de enero de 2012

Domingo IIIº después de Epifanía

TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA

Y habiendo bajado del monte, le siguieron muchas turbas; y he aquí que, viniendo un leproso, le adoraba, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo la mano le tocó, diciendo: Quiero. Sé limpio. Y al punto su lepra fue limpiada.

Y Jesús le dijo: Mira, que no se lo digas a nadie; mas ve, muéstrate al sacerdote y ofrece la ofrenda que mandó Moisés en testimonio para ellos.

Y habiendo entrado en Cafarnaúm, se llegó a Él un Centurión, rogándole y diciendo: Señor, mi siervo está postrado en casa paralítico y es reciamente atormentado. Y le dijo Jesús: Yo iré y lo sanaré. Y respondiendo el Centurión, dijo: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, mas di tan solo una palabra, y será sano mi siervo. Pues también yo soy hombre sujeto a otro, que tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.

Cuando esto oyó Jesús, se maravilló, y dijo a los que le seguían: En verdad os digo, no he hallado una fe tan grande en Israel. Os digo, pues, que vendrán muchos de Oriente y de Occidente, y se recostarán con Abraham, e Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Mas los hijos del reino serán echados en las tinieblas exteriores: allí será el llanto y el crujir de dientes.

Y dijo Jesús al Centurión: Ve, y como creíste, así te sea hecho. Y fue sano el siervo en aquella hora.

Después de la predicación y de la enseñanza en la montaña, se ofrece el momento de empezar a hacer milagros, para que cuanto se ha dicho reciba su confirmación en la virtud de los milagros.

Como enseñaba demostrando que tenía poder, para que no se creyese que era ostentación esta manera especial de explicarse, hace por medio de las obras lo mismo que había hecho por medio de las palabras, como teniendo también el poder de curar.

Entre los que no subieron al monte se encuentra el leproso, que no puede subir a lo alto, abrumado bajo el peso de sus pecados.

La lepra es el pecado de nuestras almas. El Señor bajó de la altura del Cielo como de un alto monte, para limpiar la lepra de nuestros pecados. Y así, como si le aguardase, el leproso sale al encuentro del que baja.

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En el monte enseñó, curó las almas y sanó el corazón humano. Terminado lo cual, como había bajado de los montes celestiales a salvar a los pecadores, un hombre lleno de lepra se llegó a Jesús, e hincadas las rodillas, pegando el rostro con la tierra, le adoró y dijo: Señor, si quieres, puedes limpiarme.

Aquí se han de ponderar las virtudes de este leproso en su oración.

La primera, grande reverencia exterior e interior, hincando las rodillas, postrándose en tierra, adorando a Cristo y llamándole Señor.

La segunda, fue grande fe en la omnipotencia de Cristo, confesando que con sólo quererlo, podía sanarle.

No dice si lo pidieres a Dios, sino si quieres, puedes, confesando que era Mesías, Hijo de Dios.

No dijo si quieres, por dudar de su misericordia, sino por no saber si sus pecados lo desmerecerían, o si le convenía aquella salud corporal.

La tercera, fue gran resignación, porque no pidió alguna cosa expresamente, pues no añadió: límpiame, sino descubrió su necesidad y deseo con vivísimas palabras; y confesó la omnipotencia de Cristo y remitió a su voluntad el sanarle, dejando todo a su arbitrio, y le reconoce como Dios, y le atribuye la potestad de hacerlo todo.

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Aunque podía limpiarlo con la palabra y con la voluntad, le aplicó la mano; el Señor demuestra aquí que no obra como siervo, sino que, como Dios, toca y cura. La mano no se vuelve inmunda por haber tocado la lepra, sino que, por el contrario, el cuerpo leproso se vuelve limpio al simple contacto de la mano santa.

San Juan Damasceno dice: No era sólo Dios, sino también hombre, por eso obraba los milagros por medio de la palabra y del tacto, a fin de que sus actos divinos se llevasen a cabo con el concurso del cuerpo como órgano.

La voluntad de limpiar la lepra fue para el leproso, pero la palabra para los demás que lo presenciaban. Por ello dijo el Salvador: Quiero. Sé limpio.

Y San Jerónimo aclara que no debe leerse juntamente, como quieren algunos autores latinos: "Quiero limpiar", sino por separado. De tal modo, que primero diga: "Quiero", y después, mandando, diga: "Límpiate". El leproso había dicho: "Si quieres", el Señor le respondió: "Quiero". Aquél había dicho: "Me puedes limpiar", y el Señor le respondió: "Sé limpio".

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Compadeciéndose, pues de él, Jesús extendió su mano y le tocó, diciéndole: Quiero. Sé limpio, y al punto quedó sano.

Aquí se han de ponderar las maravillosas virtudes y excelencias de Jesucristo Nuestro Señor.

La primera, su misericordia. Se compadeció de la miseria del leproso sin dilación alguna, porque es notablemente compasivo; y quien tanto se compadece de las miserias del cuerpo, ¿cuánto más se compadecerá de las del alma? Porque la lepra de pecados, que provoca la ira e indignación de Dios, cuando es querida, provoca su misericordia cuando es aborrecida y queremos sanar de ella.

La segunda fue una rara muestra de su bondad y omnipotencia, correspondiendo a la fe y confianza del leproso, diciéndole: Quiero. Sé limpio. Tú dices si quiero, pues digo que quiero. Tú dices si puedo, pues digo sé limpio; y así fue.

La tercera fue gran benignidad, porque sin tener asco de la lepra, de que tenían tanto asco los judíos, que ni la tocaban ni se llegaban al leproso, y era inmundo el que le tocaba, Su Majestad extendió la mano y le tocó amorosamente para darle salud.

Y pondera el Evangelista que extendió la mano para significar que la había de extender en la cruz para librarnos de la lepra de los pecados, y que su carne sacratísima tenía virtud de sanar al que tocaba, y que cuando Dios extiende y abre su mano, a todos hinche de bendiciones y dones.

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Lo envió a los sacerdotes primeramente por humildad, y para que se viese que guardaba deferencias a los sacerdotes.

En segundo lugar para que, viendo éstos al leproso curado, se salvasen creyendo al Salvador, y si no creían, fuesen inexcusables.

Pero, previendo Jesucristo que nada adelantarían con esto, no dijo: "Para enmienda de ellos", sino: "Para testimonio", esto es, para acusación y atestación.

Y aun cuando previó que no habían de enmendarse, no dejó de hacer lo que convenía, mas ellos permanecieron en su propia malicia.

Aquí vemos el celo de Cristo por la observancia de la Ley Antigua mientras duraba, queriendo que los leprosos guardasen lo que les estaba mandado, que, en siendo sanos, se presentasen al sacerdote y ofreciesen dones y sacrificios a Dios, así en agradecimiento de la merced que les había hecho, como en testimonio de que estaban limpios.

Y quien tanto celo tenía de que se obedeciese a los mandatos de la Ley Antigua, ¿cuánto le tendrá mayor de que se obedezca a los de la Nueva?

Como aplicación espiritual, mandó esto al leproso para significar el Sacramento de la Penitencia de la Nueva Ley; en la cual se manda que cualquier leproso, con lepra de pecados, aunque haya por la contrición alcanzado perdón de ellos, se presente al sacerdote y le descubra la lepra que ha tenido, y delante de él ofrezca el sacrificio del espíritu atribulado y del corazón contrito y humillado, y oiga la sentencia de absolución, con la cual se confirma el perdón recibido y se purifica y perfecciona más el alma mediante la gracia sacramental, y queda hábil para recibir el Sacramento de la Comunión, como antiguamente los leprosos, presentándose al sacerdote, se raían los cabellos y pelos del cuerpo, y lavaban, sus vestidos y carne, y ofrecían en sacrificio un cordero sin mancilla, y de esta suerte quedaban limpios de la inmundicia legal, y eran admitidos al trato común con todos.

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Después que el Señor había enseñado a sus discípulos en el monte y sanado en la falda de éste al leproso, vino a Cafarnaúm en virtud de un misterio, porque, después de haber limpiado a los judíos, vino a donde estaban los gentiles.

Cafarnaúm, que significa villa de la abundancia, campo de la consolación, representa a la Iglesia que se había de formar de los gentiles, la cual está llena de abundancia espiritual y, entre las aflicciones del mundo, consuela con las cosas del Cielo.

Mientras tanto, un Centurión que vivía en Cafarnaúm, teniendo paralítico a un siervo suyo muy querido, no atreviéndose a pedirle que viniese a su casa, le rogaba diciendo: Señor, mi siervo está postrado en casa paralítico y es reciamente atormentado.

Se ha de considerar la piedad de este Centurión, pues tan solícito estaba de la salud de su siervo y esclavo, al tiempo que ejercía otras buenas obras, reparando las sinagogas y haciendo mucho bien a los judíos, con ser él gentil.

También se destaca su profunda humildad, pareciéndole que era tan malo, y Cristo tan bueno, que no era digno de estar delante de Él.

No menos es de admirar su grande fe y confianza, contentándose con declarar a Cristo la necesidad de su criado, que estaba paralítico y muy atormentado, creyendo que era poderoso para sanarle en ausencia; y teniéndole por tan misericordioso, que bastaba representarle aquella necesidad, sin pedirle que la remediase.

Este centurión es el fruto primero de los gentiles, en comparación de cuya fe se considera como infidelidad la fe de los judíos. No había oído la predicación de Jesucristo, ni visto la curación del leproso. Pero habiendo oído contar esta curación, creyó más que lo que oyó, viniendo a ser la figura que representaba la futura conversión de los gentiles, quienes no habían leído la ley ni los profetas respecto de Cristo, ni habían visto al mismo Jesús hacer milagros.

Veamos aquí la fe del centurión, el cual no dijo "Ven y sánalo", porque, habiendo llegado allí, estaba presente en todas partes; e igualmente su sabiduría, porque no dijo: "Sánale desde aquí".

Sabía, pues, que tenía poder para hacerlo, sabiduría para comprenderle y caridad para oírle. Por lo tanto se limitó a exponer la enfermedad, dejando el remedio de la curación al arbitrio de su misericordia.

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En oyendo esto Jesús, respondió: Yo iré y le sanaré, dispuesto a emprender el camino hacia la casa del Centurión.

San Juan Crisóstomo enseña que lo que nunca había hecho Jesús lo hizo ahora. En todas partes siguió la voluntad de los que suplicaban, aquí la excede. No sólo ofreció curarlo, sino también ir a su casa.

Una vez más, hemos de ponderar la benignidad de Jesús y lo mucho que favorece a los humildes y pequeñuelos.

Al reyezuelo que le pidió fuese a su casa a sanar a su hijo, aunque era tan principal, le respondió con aspereza, tratándole de incrédulo; pero a este Centurión, que con humildad no se tenía por digno de pedirle tal cosa, se ofreció a ello, y de hecho iba a su casa, y no para sanar a su hijo, sino a su esclavo.

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Pero, con esta mereced que Cristo ofrecía al Centurión, este no sólo no se ufanó y envaneció, sino que creció más en humildad, arraigándose más en el propio conocimiento y en la fe de la omnipotencia de Cristo, que con una sola palabra podía sanar a su criado.

Dice San Jerónimo que así como admiramos la fe en el centurión, porque creyó que el paralítico podía ser curado por el Salvador, así se manifiesta también su humildad, en cuanto se considera indigno de que el Señor entre en su casa.

Y San Agustín completa, diciendo que considerándose como indigno apareció como digno, no de que entrase el Verbo entre las paredes de su casa, sino en su corazón. Y no hubiera dicho esto con tanta fe y humildad si no hubiese llevado ya en su corazón a Aquel de quien temía que entrase en su casa, pues no era una gran felicidad que Jesús hubiese entrado en su casa y no en su pecho.

De este modo, por el propio conocimiento, subió a otros actos excelentes de virtud, engrandeciendo a Cristo Nuestro Señor por las palabras que añadió: Yo soy un hombre que tengo superior, y debajo de mi mando tengo soldados, y en diciendo a uno: ve, luego va; y en diciendo a otro: ven, luego viene; que es decir: Yo soy un hombre terreno, sujeto a otros por razón de mi estado, pero Tú eres hombre celestial y Dios infinito, superior a todos, por lo cual no soy digno de que Señor tan alto venga a casa de hombre tan bajo; y si a mi palabra obedecen los soldados y criados que me sirven, mucho mejor obedecerán a tu palabra todas las criaturas, y las mismas enfermedades; y en diciéndolas Tú: Ven, vendrán; y en diciéndolas: Idos, se irán.

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Maravillado Jesús de estas palabras, dijo a los que le seguían: De verdad os digo, que no he hallado tanta fe en Israel...; y vuelto al Centurión, le dijo: Ve, y como creíste, así te sea hecho.

La admiración de Jesucristo nos prueba cómo la humildad y la fe son virtudes heroicas, y tan admirables, que parece bastan para causar admiración al que es sobre todos admirable.

Cristo Nuestro Señor alabó la fe de este Centurión gentil para honrarle, diciendo que no había hallado otra tal en el pueblo judaico, y con ella confunde a los que por razón de su estado habían de ser más humildes y piadosos y rendidos a Dios.

Enseña hermosamente San Juan Crisóstomo: Así como lo que había dicho el leproso, hablando de la potestad de Jesucristo: "Si quieres, puedes curarme", se confirma con la palabra del Salvador que dice: "Quiero. Sé limpio"; así también aquí, no sólo no inculpó al centurión por lo que dijo de su potestad, sino que le elogió. Hizo más todavía, y el Evangelista, significando la intensidad de la alabanza, dice: Oyéndolo Jesús

Creyó Andrés, pero diciendo San Juan: He aquí el Cordero de Dios; creyó San Pedro, pero evangelizándole Andrés; creyó Felipe, pero leyendo las Escrituras; y Nathanael recibió primero una prueba de la divinidad, y así ofreció la confesión de su fe.

Jairo, príncipe de Israel, pidiendo por su hija, no dijo: Di con tu palabra, sino: Ven inmediatamente. Nicodemo, oyendo hablar del misterio de la fe, dice: ¿Cómo puede ser esto? María y Marta dicen: Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiese muerto, como dudando de que el poder de Dios pudiese estar presente en todas partes.

A fin de que nadie pensase que lo que el Salvador había dicho al centurión, no era sino una vana adulación, hace el milagro y dice: Ve, y como creíste, así se haga. Como si dijese: Según la medida de tu fe, se te medirá esta gracia.

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Jesús cumplió así su deseo al Centurión, sanando a su criado con una sola palabra: Hágase como quieres; porque, como dice David, cumple Dios la voluntad de los que le temen.

Pidamos nosotros, con la Santa Liturgia: Omnipotente y sempiterno Dios, mira propicio nuestra flaqueza; y extiende, para protegernos, la diestra de tu Majestad. Amén