domingo, 29 de enero de 2012

Domingo IVº post Epifanía

CUARTO DOMINGO DE EPIFANÍA

En aquel tiempo entró Jesús en una barca, acompañado de sus discípulos, y he aquí que se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las ondas cubrían la barca; mas Jesús estaba durmiendo. Y, acercándose a Él sus discípulos, le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Díceles Jesús: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, puesto en pie, mandó a los vientos y al mar que se apaciguaran, y siguióse una gran bonanza. De lo cual asombrados todos los que estaban allí, se decían: ¿Quién es éste que los vientos y el mar le obedecen?

El Evangelio del día nos incita a reflexionar sobre las tempestades morales que tenemos que experimentar durante la vida, así como en la conducta que debemos observar durante ellas.

Las tempestades morales son de dos clases: las unas públicas, privadas e individuales las otras.

Tempestades públicas son las que atacan a la Iglesia de un extremo al otro del universo: en lo exterior, las sectas enemigas que se levantan contra ella; en lo interior, las de los malos pastores y malas ovejas, que la despedazan o escandalizan.

A las tempestades públicas se agregan las tempestades privadas e individuales; tempestades continuas, que atacan a las almas en todas las edades de la vida.

Tempestades terribles que, despedazando la nave de nuestra alma, no le dejan más que una tabla con qué llegar al puerto, y causan la eterna condenación de muchos náufragos espirituales.

Estas tempestades vienen ya de afuera, ya de adentro.

Las de afuera son los negocios que preocupan, los reveses que agobian, los malos ejemplos que seducen, la contradicción de las lenguas, el choque de las voluntades y de los caracteres, los estorbos de toda especie.

Tempestades de adentro son las pasiones, el orgullo, la lujuria, que pierden a las almas sin que ellas lo sospechen; los sentidos que se sublevan, los deseos que atormentan, la imaginación que se desata y el espíritu que se disipa en inútiles pensamientos, en temores quiméricos o en vanas esperanzas.

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Cuando nos asaltan las tempestades tenemos tres medios para enfrentarlas: la oración, la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos.

La oración: los Apóstoles, viendo el barco sacudido por las olas, van hacia Jesús, le despiertan e imploran su socorro: del mismo modo, viendo los asaltos dirigidos a la Iglesia, por ejemplo, debemos orar y orar con tanto mayor fervor, cuanto más rudos sean los ataques.

En nuestras pruebas privadas no debemos orar menos; sólo en la oración está nuestra salvación.

La confianza en Dios: los Apóstoles resisten con confianza a la tempestad, al mismo tiempo que oran. A su ejemplo, jamás debemos abatirnos y desalentarnos, sino que, siempre llenos de confianza en Dios, debemos perseverar en la resistencia.

No desesperemos jamás, ni por los males que agitan a la Iglesia, ni por nuestras propias miserias; el Dios que protege a la Iglesia y que nos protege a nosotros es el Todopoderoso y una sola palabra suya puede hacer renacer la calma.

¿Cuándo dirá esta palabra? Este es su secreto. Sepamos esperar y seremos salvos. ¡Quien espera en Dios, se verá rodeado de sus misericordias!

Cualesquiera que sean los males de la Iglesia, cualesquiera que sean nuestros propios males, arrojémonos con confianza en sus brazos, y nos salvará, lo mismo que a la santa Iglesia, aunque sea a través de una purificación cual no la hubo hasta ahora ni la habrá después...

A la confianza en Dios debemos añadir la desconfianza en nosotros mismos. La presunción que nada teme, que novela sobre sí y no huye de las ocasiones peligrosas, se pierde infaliblemente.

Dios quiere vernos siempre humillados bajo su poderosa mano, siempre desconfiados de nuestra debilidad y de este fondo de corrupción que hay en nosotros, siempre en guardia contra las seducciones del mundo y las ocasiones en que pudiéramos caer.

Quien nada teme, se descuida, se expone y perece. Al contrario, el que teme, evita hasta la apariencia del mal; acude a Dios, en quien solamente coloca su fuerza, y se salva.

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Jesús vencedor del demonio, de las enfermedades y de la muerte, se presenta hoy como el soberano Señor de los elementos.

Al meditar el hecho de la tempestad calmada y sus detalles, concebimos una idea más impresionante del poder de Jesús y de su majestad.

Para nuestro amor, debe ser el objeto de una admiración creciente. Debemos sentirnos afortunados viéndolo tan grande, y hemos de felicitarnos de ser sus amigos.

Parece como que un reflejo de su gloria llega hasta nosotros y nos envuelve, como lo hace con los suyos la honra y honor de un miembro de la familia.

Este sentimiento legítimo de la propia nobleza, levanta la moral y aparta los pensamientos bajos y forma la dignidad del alma.

Pidamos a los discípulos de entonces que nos comuniquen sus impresiones de temor admirativo.

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Es el atardecer; la noche va entrando; un mar sereno; una barca que boga hacia mar adentro...

Jesús ha dicho a sus discípulos: Vamos al otro lado. Y les hace subir a la barca con Él. El mar está en calma, de modo que las velas penden sin consistencia de los mástiles; los remeros hacen uso del remo.

Con Jesús y con tal tiempo, ¿qué temer? Y bogan; y van adentro; ya están en plena mar.

Pero ved ahí que, de repente, un fuerte viento que baja de los montes, se corre por el mar con agudo silbido: es la tempestad; y bien formidable, a juzgar por el espanto que se apodera de los marineros hechos a los peligros.

Así con nosotros... Por orden de Jesús, hemos emprendido una obra personal o en común; la obra se prosigue tranquilamente. ¿Qué temer? Ordenada por Jesús, ¿no se hace Él su responsable? ¿No apartará por sí mismo los impedimentos?

¡No!, no es éste el proceder de Dios. Entra en sus designios la prueba; no la envía siempre Él mismo; las más de las veces la permite, dejando obrar a las causas segundas. Pero cualquiera que sea el origen, la prueba manifestará siempre nuestra confianza, dará temple a nuestra virtud y multiplicará nuestros méritos.

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Y Jesús dormía. Después de una larga jornada de tareas apostólicas por la ciudad de Betsaida, fatigado Jesús necesita reposo, como junto al pozo de Jacob. La popa del barco está desierta. Se acomoda sobre tablones rugosos... Puede dormir, y duerme…

La tempestad arrecia, se enfurece el vendaval, la barca es sacudida por todos lados... y Él duerme todavía. Su rostro conserva toda su serenidad, su pecho respira normalmente.

¡Qué contraste con el espanto que se lee en los rostros de sus discípulos! Pálidos, trémulos, corren hacia el Divino Maestro: ¡Salvadnos!, le gritan… ¡Perecemos!

Bueno será notar cuan ilógica es su fe e imperfecta su confianza. Para ellos, es Jesús el enviado de Dios, el Mesías. ¿Qué pueden, pues, temer con Él? ¿No se han hecho a la mar por orden suya?...

¡Oh! La naturaleza es tal, que en el momento de peligro desaparecen los motivos de seguridad; sólo se impone el hecho que espanta.

¡Oh inconsciencia de sus impresiones! Si hubieran visto al Divino Maestro de pie en medio de ellos, no hubieran sentido tal pánico. Pero, ¿qué puede un hombre que está durmiendo? ¿Es de veras el mismo?

No se les ocurre que este sueño, en tal circunstancia, nada tiene de natural, y que quien mientras duerme así, lo ve y oye todo, y no los dejará perecer.

Si la confianza de los discípulos es imperfecta, con todo, es viva, porque los lanza a Jesús: que despierte, que se dé cuenta y nos vea, y ya tranquilos esperaremos que la tempestad impotente se deshaga.

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Su esperanza es regiamente sobrepujada. El Maestro se levanta, dicta sus órdenes al mar, y el mar se calma de repente.

Y ellos, sobrecogidos de pavor, se dicen: Pues, ¿quién será este a quien los vientos y las olas obedecen?

La grandeza del milagro los estremece, como a Pedro cuando la pesca milagrosa... mezcla de un temor de pasmo y de respeto... Dios está ahí, lo sienten... Ahí está, en la majestad de su omnipotencia...

Con una palabra, con una mirada, desmenuzaría al hombre tan pequeño y tan débil...

¡Qué grande es Dios!

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Pero nosotros, que lo conocemos mejor que los discípulos de entonces, en vez de temblar ante su poder absoluto y de retirarnos llenos de espanto, acudimos a Él como a refugio seguro...

Sabemos que la mano fuerte que deshace la tempestad, sabe ser la blanda mano que acaricia al hijo querido.

Debemos quedarnos en esta admiración; expresar a Jesús una confianza sin límites; echarnos en sus brazos para ser protegidos y para sentirnos estrechados contra su Corazón.

Sin embargo, debemos guardar aquel temor reverencial que no ahoga la expansión, pero le da un carácter de noble discreción.

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Apliquemos a la Iglesia la tempestad sosegada. El objeto de esta adaptación es asegurar nuestra fe y excitar nuestra confianza delante de las tempestades que hoy se levantan por todas partes contra ella y amenazan a su misma existencia.

Una vez más nos convenceremos de que nuestro pánico es infundado, de que Dios es extraño a estos asaltos sólo en la apariencia, y de que intervendrá en el momento propicio y oportuno...

De este modo, podremos ver, con espíritu sereno y corazón tranquilo, levantarse olas mucho más amenazantes; haciendo honor a nuestra confianza, no apoyándonos en recursos humanos, sino sólo en Dios.

Que además de real, fuera simbólica la tempestad, lo enseñan todos los Padres de la Iglesia y los intérpretes escriturarios.

Permitiendo el Divino Maestro que se desencadenara y llegara a ser un gran peligro, durmiendo y levantándose para dominarla, no sólo tenía por objeto impresionar fuertemente el espíritu de sus discípulos y unírselos a sí para siempre, sino que dejaba entrever visiones más altas y dilatadas : la de su Iglesia perseguida..., traicionada... finalmente triunfante...

Todos los pormenores nos lo revelan.

El mundo es el mar: tiene su movilidad y sus sorpresas.

La Iglesia no halla en él estabilidad alguna, pero se mantiene por su constitución sobrenatural, como la barca por sus tablones hábilmente pegados.

Si esta trabazón fallara, la Iglesia, como la barca, iría al abismo.

El mundo no conoce a la Iglesia, y, por soltarse las cadenas saludables que ella le pone, la sacude con violencia como el mar de Galilea sacudía la barca cuyo peso debían sostener sus aguas.

Y nosotros tenemos miedo de los asaltos mancomunados de la ciencia hostil, de las sectas impías, de los espíritus heréticos, de los pastores traidores y del pueblo extraviado.

La barca no será tragada, ni hecha astillas. El peligro está en otra parte: en el hacinamiento, de olas que entran en su seno.

Estas olas son el espíritu del mundo que desfigura el Evangelio, las aspiraciones de bienestar que lo corrompen, los sofismas especiosos que hacen titubear en la fe, las imprudentes concesiones que la traicionan...

Desdichados marinos, desdichados pasajeros, si no cierran bien cerradas todas las aberturas por donde puede penetrar el mal: serán arrastrados, y pararán en tristes restos, juguete de las olas.

La barca flotará siempre, pero si le faltan valientes hombres de remo, quedará tal vez inmóvil... por algún tiempo...

Desterrar el miedo que debilita; vivir con una confianza que no impide, sin embargo, sufrir, ni orar, ni pensar en los medios de defensa...

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Y Jesús dormía. ¿No parece que Dios duerme en medio de todas nuestras pruebas actuales?

Dios parece mostrarse sordo. Ninguna protección se muestra; la tempestad prosigue sus estragos...

Desatinan y se acobardan las almas: Dios nos abandona, se aproxima el fin, la Iglesia va a naufragar...

Se parecen en esto a los apóstoles. Los apóstoles fueron testigos de los grandes milagros de Jesús, nosotros los hemos presenciado en la historia de la Iglesia.

El de su vitalidad no es el menos demostrativo.

La tempestad del mar fue pronta y pasajera. Un simbolismo no pide más; la realidad, sí.

La Iglesia avanza con lentitud, porque su existencia es larga se necesitan muchos años y a veces siglos para que una depresión se forme o llegue a su colmo.

Es una prueba de lo breve de nuestra vida que no abarca todo el movimiento; pero los veinte siglos de su historia están ahí para establecer, con hechos reproducidos sin cesar, la ley de sus victorias.

De este modo nuestra confianza encuentra su mérito en la obscuridad del presente, y en las claridades del pasado su apoyo.

Admiremos la conducta de Dios. Procuremos una confianza más entera, más firme... Tal confianza es muy razonable, y Dios la espera. Es bienhechora, y la paz es su fruto.

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Si la plena confianza trae la paz, no se lleva el dolor. ¿Cómo no padecer con la Iglesia, si la amamos de veras?

El dolor provoca la oración, se juntan las manos, las miradas van al Cielo, y sale de los labios el grito suplicante de los apóstoles: Sálvanos, que perecemos…

¡Oh! Sí, sin Vos, Jesús, pereceríamos.

Queréis salvarnos, pero queréis también que la oración os despierte en cierto modo y os haga violencia... Pero con fe y confianza... Sin temor, si es que determinas seguir durmiendo...

La oración es una de las condiciones del socorro. Dios así lo quiere y las cosas así lo piden: es una cooperación, aunque exigua, a su acción omnipotente.

Si se ruega poco por la Iglesia, es porque no sentimos sus pruebas con la misma viveza que las nuestras.

¡Dios mío! Que sus penas me sean muy sensibles y amargas y hasta, de algún modo, personales. Pues, ¿no es ella la barca que nos acoge contra los vientos de la incredulidad que desorientan las inteligencias, contra las ocasiones del mal que se multiplican en el mundo?

Pero la Iglesia es más que una barca, es una Madre; amémosla, defendámosla; profesémosle el amor que tenemos a Jesús.

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También se levantan tormentas en el alma humana, ya por los sucesos…, ya por las tentaciones… ¿Hay que extrañarlo? ¿No es la vida un tiempo de prueba y el mundo un mar tempestuoso? ¿No es el alma una barquilla a merced de las olas?

¿Qué hacer cuando el viento de las tentaciones violentas persiga la frágil navecilla? ¿Qué hacer ante el choque de las enfurecidas olas que la ponen a punto de naufragar?

Como las tormentas, las tentaciones más fuertes pueden levantarse en la vida espiritual; pueden proceder del demonio, de ocasiones perturbadoras, del fondo mismo de la naturaleza...

¿Va a naufragar? Ahí está el abismo que se abre y la llama. ¿Qué va a suceder? ¿Qué hacer?

No desatinar. Guardarse del vértigo, apartar la mirada de esos horrores, fijarla en Jesús.

Jesús duerme en medio de las tentaciones. Si duerme, es que no teme, porque nos ama y nos considera fieles. Si permite la tormenta, es para hacernos aguerridos, para instruirnos y tal vez humillarnos…, siempre por nuestro bien.

Mientras tanto, no vacilemos, corramos a la proa de la barca en busca de Jesús. Su vista nos infundirá denuedo.

Si tememos cansarnos, si muchas veces hemos experimentado nuestra fragilidad, pidamos, con clamores salidos del fondo del alma, la gracia de las gracias: la gracia de orar siempre.

Si la oración está al nivel de lo que necesitamos, nuestra perseverancia es segura y cierta.

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¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Puesto en pie, mandará una vez más..., la última..., a los vientos y al mar que se apacigüen...

Y se seguirá la eterna bonanza...