FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA
Nazaret es el ideal de las familias cristianas, y la Sagrada Familia es modelo y patrona de ellas.
Toda familia cristiana dirige, casi instintivamente, la mirada a la Sagrada Familia de Nazaret y se atribuye un título particular para la protección de Jesús, María y José.
Dios ha querido ofrecer a las familias un modelo tangible e imitable. Jesús, que renunció a los goces humanos, gustó, sin embargo, la dulzura del hogar doméstico en Nazaret.
Nazaret es el ideal de la familia, porque en ella la autoridad serena y sin asperezas se junta con una obediencia sonriente y sin indecisiones; porque la integridad se une allí a la fecundidad, el trabajo a la oración, el buen querer humano a la benevolencia divina...
A la luz, clara y suave, del hogar de Nazaret, meditemos sobre las graves responsabilidades que asumen los que han decidido constituir un hogar; muy particularmente aquellos que se aprontan para hacerlo este año o en los próximos inmediatos.
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Hay momentos decisivos en la vida del hombre...
Y si alguno es decisivo, es el momento del libre consentimiento para un estado de vida con graves obligaciones y de indisolubilidad absoluta.
Momento decisivo, porque de él depende la felicidad terrena y no pocas veces la misma felicidad eterna.
¿Será mucho exigir que los que vayan a contraer matrimonio, vayan preparados a ello debidamente?
Para cosas baladíes de la vida, precede no pocas veces larga y aun costosa preparación; ¿será pedir mucho que para la vida indisoluble matrimonial preceda preparación consciente y seria?
Bien vale la pena dedicarse a meditar sobre la hora que decide el futuro de la familia y del propio bienestar terreno y eterno.
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Hora de trascendencia, tal vez definitiva, es la de la elección de estado. Hora de trascendencia, tal vez definitiva, la de la elección de cónyuge.
Y hora a la que tan de ordinario se va empujado solamente por el ímpetu ciego pasional, cuando se debiera de ir a ella con la luz de la razón y de la fe, y con el dominio que requiere la responsabilidad que en ella se contrae.
La luz de la razón y de la fe, y no los ímpetus de la pasión inconsciente, ha de ser el guía en la preparación del matrimonio.
El concepto materialista de la vida es el que, aun entre católicos, dirige no pocas veces la formación del hogar. Sin atender a normas superiores, sin preocuparse del fin para el que Dios puso al hombre en esta vida, sin atender al fin del matrimonio, sólo se atiende al placer de los sentidos, al placer saciativo de momento.
¿Y qué extraño que con ese fin del placer ante todo y sobre todo, sin normas de leyes divinas, resulten esos matrimonios en que se elimina o se regula la natalidad, se viola la fidelidad conyugal, y se cuartean las leyes todas del matrimonio?
Por el contrario, ni se frustra la natalidad, ni se quebranta la fidelidad conyugal, ni se deja de cumplir con los deberes impuestos por Dios al matrimonio, si preside en el contrato matrimonial la idea cristiana de que Dios hace partícipes a los contrayentes de la dignidad de colaboradores en la obra de la Creación al destinarlos a perpetuar la especie; y sobre este fin natural eleva a los padres a la misión sobrenatural de engendrar hijos que sean verdaderos hijos de Dios y herederos del Reino de los cielos.
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Con el concepto materialista de la vida, es natural que los contrayentes del matrimonio ni se preocupen, ni menos utilicen los auxilios concedidos por Dios para facilitar el cumplimiento de los deberes conyugales.
Con el concepto cristiano de la vida, por el contrario, es también natural que se aprecien y se utilicen con diligencia todos esos auxilios y gracias que Dios ha concedido para el fácil y fiel cumplimiento de las cargas matrimoniales.
Y por eso, el punto esencial de partida en la preparación al matrimonio es el de la recta instrucción acerca del mismo.
Instrucción sobre su naturaleza y sus fines esenciales; instrucción sobre las obligaciones que impone; instrucción sobre los derechos que concede; instrucción sobre los medios que Dios ha puesto a disposición de los cónyuges para que puedan cumplir con toda fidelidad e íntegramente con sus deberes.
Necesaria la instrucción prematrimonial, porque ¿se va dar un sí, en un contrato sin que sepa la parte contrayente qué es a lo que se compromete con ese sí?
¿Contrato entre hombres conscientes y dignos y responsables, sin ponderar detenidamente el alcance y las obligaciones que contraen?
Necesaria la instrucción prematrimonial; esa recta y sana instrucción que enseña las obligaciones y los derechos que adquieren los contrayentes, y los medios con que pueden contar para cumplirlos.
Esta saludable instrucción y ordenación religiosa sobre el matrimonio cristiano dista mucho de las exageradas doctrinas fisiológicas por medio de las cuales algunos reformadores de la vida conyugal pretenden hoy auxiliar a los esposos, hablándoles de aquellas materias fisiológicas con las cuales, sin embargo, aprenden más bien el arte de pecar con refinamiento que la virtud de vivir castamente.
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No puede negarse que, tanto el fundamento firme del matrimonio feliz, como la ruina del desgraciado, se preparan y se basan en los jóvenes de ambos sexos durante los días de su infancia y de su juventud.
Y así hay que temer que quienes antes del matrimonio sólo se buscaron a sí mismos y a sus cosas, y quienes condescendieron con sus deseos aun cuando fueran impuros, sean en el matrimonio cuales fueron antes de contraerlo, es decir, que cosechen lo que sembraron: o sea, tristeza en el hogar doméstico, llanto, mutuo desprecio, discordias, aversiones, tedio de la vida común, y lo que es peor, encontrarse a sí mismos llenos de pasiones desenfrenadas.
¡Cuántos matrimonios han tenido en la juventud de los contrayentes la raíz de su desventura!
De jóvenes ellos licenciosos, profesionales de la vida de crápula, encharcados en el fango de los vicios, que han ido, de tumbo en tumbo, del alcohol a la morfina, de la lujuria a la degradación del refinamiento vicioso, ¿qué maridos podrá esperarse cuando contraigan matrimonio?
De jóvenes ellas sensuales, vendedoras en público de su cuerpo, sin sentido del pudor, alardeadoras de procacidad, huyendo el sacrificio y corriendo alocadas tras el placer, ¿qué madres futuras podrán salir cuando contraigan matrimonio?
Enorme el influjo de la juventud en la futura vida matrimonial.
Hay que ordenar la juventud, para obtener hogares felices.
Es, pues, menester corregir las inclinaciones desordenadas, fomentar y ordenar las buenas, desde la más tierna infancia, y sobre todo hay que iluminar el entendimiento y fortalecer la voluntad con las verdades sobrenaturales y los medios de la gracia, sin la cual no es posible dominar las perversas inclinaciones y alcanzar la debida perfección educativa de la Iglesia.
Es imposible dominar las pasiones sin iluminar el entendimiento y sin fortalecer la voluntad con las verdades sobrenaturales y los medios de la gracia.
Y este es el triste estado de gran parte de la juventud y de la humanidad actual, que ni tiene luz sobrenatural en el entendimiento, ni usa de los medios eficaces de la gracia; por eso, la juventud y la humanidad están en tanto número dominadas por sus perversas inclinaciones.
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A esta preparación, que podemos denominar remota, se debe añadir la preparación próxima, a la cual pertenece de una manera especial la elección de consorte, porque de aquí depende en gran parte la felicidad del futuro matrimonio, ya que un cónyuge puede ser al otro de gran ayuda para llevar la vida conyugal cristianamente, o, por el contrario, crearle serios peligros y dificultades.
¡Cuántas veces los problemas trágicos de vida familiar tienen la desgracia de ser insolubles por arrancar del hecho fundamental del desacierto en la elección de consorte!
Se procedió con pasión, en la hora de la reflexión; se procedió con improvisación, en la hora de la preparación; y se pagan lamentabilísimamente las consecuencias.
¡Qué momento tan trascendental el de la elección de consorte! De él depende, en grandísima parte, la felicidad del futuro hogar.
Jóvenes, escoged para consorte de vuestra vida en unión indisoluble, no al que os será estorbo y tropiezo para cumplir vuestras obligaciones graves de casados, sino al que os sea ayuda y sostén.
Para que no padezcan, pues, por toda la vida las consecuencias de una imprudente elección, deliberen seriamente los que desean casarse, antes de elegir la persona con la que han de convivir para siempre; y en esta deliberación tengan presente las consecuencias que se derivan del matrimonio, en orden, en primer lugar, a la verdadera religión de Cristo, y además en orden a sí mismo, al otro cónyuge, a la futura prole y a las sociedades religiosa y civil.
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Si los padres se preocupasen de formar a sus hijos para el matrimonio, y los mismos jóvenes, futuros contrayentes, procurasen su formación para este Sacramento santo, ¡cuántas desgracias desaparecerían de la vida conyugal, y qué tragedias no dejarían de existir en el hogar!
Para la felicidad de un hogar, es necesario que, antes de haberlo formado, preceda una preparación cristiana para el matrimonio.
Preparación a base de un concepto cristiano, y no materialista y pagano, de la vida.
Preparación, con una seria deliberación, a la luz de la razón y la fe, sobre la elección de estado.
Preparación, con una recta instrucción de todos los deberes matrimoniales, de todos sus derechos y de los medios todos que ayudan a cumplirlos.
Preparación remota, con el dominio de las pasiones, sin condescendencia con los estímulos de la carne.
Preparación próxima, con la elección de consorte, no por cálculos de interés, sino con reflexión a la luz de los principios sobrenaturales, y que excluya la pura pasión y la inconsciente determinación.
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Todo lo que llevamos dicho ha sido válido siempre, en todos los tiempos y en todas las circunstancias en que la Iglesia y la Sociedad Civil han tenido que desarrollarse.
Pero todo esto cobra particular importancia en las actuales coyunturas, que han sido descritas con toda claridad por Monseñor Marcel Lefebvre:
Sabemos muy bien que el objetivo de las sectas masónicas es la creación un gobierno mundial con los ideales masónicos, es decir los derechos del hombre, la igualdad, la fraternidad y la libertad, comprendidas en un sentido anticristiano, contra Nuestro Señor.
Esos ideales serían defendidos por un gobierno mundial que establecería una especie de socialismo para uso de todos los países y, a continuación, un congreso de las religiones, que las abarcaría a todas, incluida la católica, y que estaría al servicio del gobierno mundial.
Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno.
Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas. Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción.
Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido.
No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal.
Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa.
La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad.
Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones.
La Iglesia no es más la Esposa de Cristo, que es el único Dios.
La Sede de Pedro y los puestos de autoridad de Roma están ocupados por anticristos.
Roma ha perdido la fe. Roma está en la apostasía. Estas no son simples palabras, no son palabras vacías las que digo. Es la verdad. Roma está en apostasía.
Roma está en tinieblas, en las tinieblas del error. Nos es imposible negarlo.
Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico en el cual vivimos y no minimizarlo.
En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye.
Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad.
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He aquí las circunstancias en las que debemos profesar y confesar nuestra fe. En estas coyunturas deben los hogares santificarse y santificar su vida matrimonial.
No faltará quien piense que esto es demasiado y que es imposible llevarlo a cabo.
Pero la Providencia, que condujo de la mano al antiguo José cuando entregado y vendido por sus hermanos fue primero esclavo para venir a ser luego el superintendente y señor de toda la tierra de Egipto y nutridor de su familia; la Providencia, que guió al segundo José en aquel mismo país a donde llegó privado de todo sin conocer ni los habitantes ni las costumbres ni la lengua, y de donde, no obstante todo esto, retornó sano y salvo con María y Jesús; la Providencia, ¿no tendrá hoy la misma compasiva bondad, el mismo ilimitado poder?
Lo que sucede es que muchas veces los hombres olvidan las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio: Buscad en primer lugar el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura...
Dad a Dios animosa y lealmente lo que Él tiene derecho a esperar de vosotros: todo el esfuerzo personal posible, la obediencia que se le debe como a Señor supremo, la confianza hacia Él como hacia el mejor de los Padres.
Entonces podréis contar con lo que esperáis de Él, y que Él prometió cuando dijo: Mirad los pájaros del cielo, mirad los lirios del campo; y no tengáis cuidado por el día de mañana.
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Dios os ayude, padres, para que inculquéis esta doctrina en las inteligencias y corazones de vuestros hijos.
Dios os conceda, jóvenes, el que la llevéis a la práctica en vuestra vida matrimonial.
Entonces podremos esperar fundadamente el que haya hogares con la felicidad posible en este valle de lágrimas; hogares en los que se cumpla la altísima misión que Dios dio a la familia cristiana, la de ser la colaboradora del Creador en la propagación del género humano, y la suministradora de los destinados a ser hijos de Dios y herederos del Reino de los Cielos.
Vosotros, padres y madres, vosotros recién casados o por contraer matrimonio este año 2012, que sucedéis a otros hogares, recordad la palabra del Eclesiastés: Pasa una generación y sucede otra; pero queda siempre la tierra.
Así corren nuevos siglos, pero Dios no cambia; no cambia el Evangelio ni el destino del hombre para la eternidad; no cambia la ley de la familia; no cambia el inefable ejemplo de la familia de Nazaret.
Mirad, pues, a aquella modesta y humilde mansión, oh padres y madres: contemplad a Aquel que se creía hijo del carpintero José, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen, Esclava del Señor; y confortaos en los sacrificios y en los trabajos de la vida.
Arrodillaos ante Ellos como niños; invocadlos, suplicadles; y aprended de Ellos cómo las contrariedades y dificultades de la vida familiar no humillan, sino exaltan; cómo no hacen al hombre ni a la mujer menos grandes o queridos para el Cielo, sino que valen una felicidad, que en vano se busca entre las comodidades de este mundo, donde todo es efímero y fugaz.
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Terminamos nuestras palabras elevando a la Santa Familia de Nazaret una ardiente súplica por todos y cada uno de vuestros hogares, para que vosotros cumpláis vuestro oficio a imitación de María Santísima y de San José, y así podáis educar y hacer crecer a aquellos pequeños cristianos, miembros vivos de Cristo, que están destinados a gozar con vosotros un día la eterna bienaventuranza del Cielo.
Que el Niño Jesús, la Santísima Virgen María y el Buen San José, miembros de la Sagrada Familia, bendigan los hogares católicos y les dispensen abundantes gracias para cumplir con sus sagrados deberes en este año 2012 que comienza.