domingo, 30 de diciembre de 2012

De la Infraoctava de Navidad


DOMINGO INFRAOCTAVA DE NAVIDAD


Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción. Y a ti misma una espada te atravesará el alma, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.


Estamos ante el misterio de la Profecía de Simeón.

Misterio venerable, dice Bourdaloue, en que descubrirnos lo que encierra nuestra religión, no sólo de más sublime y divino, sino de más edificante y tierno: un hombre Dios ofrecido a Dios; el Santo de los santos consagrado al Señor; el sumo Sacerdote de la Nueva Alianza en un estado de víctima; redimido el mismo Redentor del mundo; una Virgen purificada; y una Madre, en fin, inmolando a su Hijo... ¡Qué prodigios en el orden de la gracia!

El misterio de la Profecía de Simeón está estrechamente ligado, en un solo cuerpo de narración, con los de la Presentación de Jesús y la Purificación de María que se conmemoran el día dos de febrero.


Este sería un texto inagotable de enseñanza y de admiración; consideremos solamente sus puntos principales.

¡Qué retrato el de ese santo anciano Simeón! Cada palabra es una pincelada.

Era un hombre justo, expresión que no tanto refleja una virtud como la fusión de todas las virtudes naturales y sobrenaturales en perfecta conciliación.

Este carácter general de la virtud de Simeón está admirablemente realzado por el rasgo que viene en seguida: en medio de tan perfecto mérito era timorato.

El que había encanecido en la justicia, había granjeado bien, al parecer, el derecho de hacérsela a sí mismo, y descansar al fin de su carrera en la confianza de que iba a recibir su galardón. Pero no; tenía esa cualidad que sólo parece convenir a los que comienzan a recorrerla: era timorato.

¡Qué delicadeza y qué pureza de conciencia no revela este rasgo! Era justo y timorato...

Y esperaba el consuelo de Israel. ¿Qué hacia tan tarde en la vida? Esperaba; esperaba al Redentor; esta era su ocupación, su profesión, su razón de ser, su misma vida...

Era un expectante de Jesucristo.

Cierto, no era él solo el que esperaba; toda su nación, todo el Oriente, todo el mundo romano aguardaba en aquella época al que, diez y ocho siglos antes habían los Patriarcas llamado la Expectación de las Naciones; pero lo aguardaba con otro espíritu, con el espíritu de Abraham, de Isaac y de Jacob; con el espíritu de Job y de Moisés; con el espíritu de los Profetas y de todos los Santos de la Antigua Ley; con el espíritu, en fin, que hacia decir al mismo Redentor, objeto de esta grande expectación: En verdad os digo, que muchos Profetas y Justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron.

Todo ese espíritu de los Justos de la antigua Ley había pasado al Santo anciano; era su venerable personificación.

Esto es lo que vemos confirmado por este nuevo rasgo, y el Espíritu Santo estaba en él. Juzgad por aquí de las santas disposiciones de su alma.

Por eso era justo y timorato, y esperaba el consuelo de Israel, ligado a la vida por sola esta esperanza, desprendido de todo lo demás, y haciéndose más y más digno de este divino Objeto de sus deseos, hasta ser él mismo, en el templo, como otro templo santificado por la presencia continua del Espíritu Santo.


Pero en fin, ¿le será concedida esta gran dicha? ¿Será más afortunado que sus padres que no vieron al Deseado de las colinas eternas más que en espíritu o esperanza; más que Job, quien decía: Creo que mi Redentor está vivo, y que en el día postrero me levantaré de la tierra, y seré nuevamente vestido de mi piel, y le veré en mi carne?

Llegado al último confín de los tiempos antiguos, ¿le será dado ver la aurora de los tiempos nuevos, ser el último y el primero, el último de la Ley de Moisés, el primero de la Ley de la gracia de Jesucristo; Judío por su religión, Cristiano por su amor y su gratitud?

Sí, porque el Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte, sin haber antes visto al Cristo del Señor; y la muerte cedía en su favor el paso al que era la Vida.

Con esta confianza, pero ignorando el afortunado instante en que se realizaría, movido de un Santo presentimiento, viene al templo cuando el padre y la madre de Jesús le llevaban a Él. Y al punto, de una ojeada infalible, reconoce en este Niño al Salvador del mundo; y con un movimiento rápido como el amor, le toma él mismo en sus brazos, y apretándole sobre su corazón, dice mirando al cielo, ese Nunc dimittis servum tuum, Domine, que tantos labios repetirán después como la suprema expresión de la satisfacción del alma.

Ahora, Señor, deja morir en paz a tu siervo, porque vieron mis ojos al Salvador que Tú nos has dado.

Como yo no hacía otra cosa que esperar esta alegría, ya no tengo por qué vivir, ahora que la he gustado, ahora que todo es nada para mí en su comparación, y que la muerte no hará más sino envolverme en ella y sellarla para siempre en mi corazón.

Incluso tengo prisa de huir de todo cuanto pudiera hacérmela perder, y de ir cuanto antes a llevar su Evangelio a mis padres, a hacerles saltar de júbilo con la venida de ese Salvador en cuya esperanza se durmieron, que vendrá en breve Él mismo a despertarlos, y cuyo feliz precursor voy a ser para ellos: sí, ahora, Señor, deja morir en paz a vuestro siervo.

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Tal es la maravillosa figura de Simeón; y de la boca de este Santo Patriarca va a salir la profecía de las grandezas de Jesús y de su divina Madre.

Admiremos la economía constante de Dios en orden a María y a Jesús, que es la que usa con todos los cristianos.

María y Jesús, en el misterio de la Purificación y de la Presentación, buscan la oscuridad y la humillación, y encuentran el esplendor y la gloria.

Sus propias humillaciones los elevan. María, Virgen, sacrifica su reputación de Virginidad; Madre, sacrifica su Hijo, y he ahí que, por un encuentro providencial, ese Hijo, levantado en brazos de Simeón, es proclamado Salvador del mundo, y María también, restablecida y conservada en la gloria de su divina Maternidad, que había querido ocultar con el velo de la condición más humillante, es, además, declarada solemnemente Coadjutora de nuestra Redención.

Esto resulta de la profecía de Simeón.

En la parte primera de esta profecía, es Jesús proclamado Salvador del mundo, y ¡con qué arrebato!, ¡con qué brillo!: Mis ojos vieron al Salvador, que nos has dado. Y puesto a la vista de todos los pueblos, la luz que ha de alumbrar las naciones y gloria de tu pueblo Israel.

Estas palabras lo dicen todo, iluminan completamente el horizonte del Cristianismo y descubren sus más lejanas profundidades.

En presencia de semejante profecía, la incredulidad no tiene excusa razonable.

El Evangelio añade: Y el padre y la madre de Jesús se maravillaban de las cosas que se decían de él.

¡Admiremos la admiración de María!

Notemos que todas estas relaciones están hechas por Ella misma, única por quien San Lucas las supo...

¡Guardémonos, pues, de creer que esa admiración fuese una admiración de sorpresa, por parte de la que había recibido ya los homenajes del Ángel, de Isabel, de los Pastores y de los Magos, y había también cantado en el Magníficat que todas las generaciones la llamarían Bienaventurada!

Es preciso juntar esta admiración con lo que en otro lugar se dice, que María conservaba todo lo que sabía de su Hijo y lo repasaba en su Corazón.

Porque la admiración de que se habla en este misterio, no es una admiración pasajera, sino una admiración estable y permanente que servía de alimento continúo a su espíritu.

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Pero Dios no será vencido en este combate entre la humildad de María y la gloria con que la persigue...

He aquí, en efecto, que Simeón los bendijo... ¿A quiénes bendijo? Al padre y a la madre de Jesús...

Pero luego dice a María su Madre... A María sola dirige Simeón la segunda parte de su profecía...

¿Por qué así? ¿Por qué no continúa hablando al padre y a la madre de Jesús, o incluso al padre solo, como cabeza y representante del destino de Jesús? Porque con ello es directamente manifestada la divina Maternidad de María, declarada ya por la proclamación de la divinidad del Salvador.

Pero había otra razón para dirigirse a María, razón que añade una nueva gloria a la de su Maternidad: la gloria de Corredentora del mundo con Jesucristo; esa gloria que tanto es negada hoy en día y que tanto se nos echa en cara le atribuyamos...

Con esta intención se dirige Simeón a María solamente y le dice: He aquí este ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos en Israel y como blanco de la contradicción, y aun tu misma alma será atravesada de una espada, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

Después de todas las otras profecías, esta debe causar una impresión profunda. Predecir la gloria y el reino eterno de Cristo en el mundo, es una profecía ciertamente maravillosa; mas predecir que este imperio de Cristo será atacado siempre, que será el carácter de su destino el ser siempre controvertido, siempre discutido, y ser la gran señal de contradicción entre los hombres, para su pérdida o su salvación..., ¡he allí lo que causa admiración!

El cumplimiento de esta profecía es tan manifiesto como prodigioso.

Comienza en el mismo nacimiento de Jesucristo...

Le vemos rechazado en Belén y reducido a la morada de animales, pero celebrado por Ángeles y adorado por los Pastores...

Le vemos buscado por los Magos que vienen de lejos a adorarle, mas perseguido por la espada de Herodes, y obligado a huir lejos para evitarla....

Todo el resto de su vida es un puro encadenamiento de las mismas vicisitudes: es siempre el blanco de la contradicción de los judíos, de sus cuestiones, de sus alternativas de alabanza y anatema, desde el Hosanna hasta el Crucifige...

¿Hasta cuándo nos has de tener suspensos? le dicen... Si eres Cristo, dínoslo claramente...

¡Cuántos otros han estado desde entonces suspensos, relativamente al que es el objeto de dudas para muchos!

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Esta es la causa de que Jesucristo esté puesto para la ruina y la resurrección de muchos; porque prueba las almas, y las pone en el trance de declararse en pro o en contra de la Verdad, para que se revelen los pensamientos de muchos corazones...

No podía ser ocasión de mérito y resurrección para los que le reciben, sin serlo de crimen y ruina para los que le repelen....

¡Cuántos hay que al parecer no creen en Jesucristo y, sin embargo, confiesan la verdad de esta sentencia y la divinidad de su autor por el odio que la profesan! Porque no le aborrecen sin motivo. Y ¿por qué le aborrecen, sino porque la luz vino al mundo, y aman más las tinieblas que la luz, porque todo aquel que obra mal aborrece la luz y no se acerca a la luz para que no sean reprendidas sus obras?

Esta es la razón de que sea Cristo discutido; a saber, que Él también discute las almas...

En este sentido, el blasfemo le confiesa tanto como el que le adora; y como es siempre materia de blasfemia o de adoración, siempre es confesado en el mundo; siempre está puesto para la ruina o la resurrección de muchos, sin que esta discusión eterna pueda inferirle menoscabo, sino, todo lo contrario, confirmarle...

¿Qué materia de discusión, qué señal de contradicción no fue Jesucristo? ¿Qué combates, qué choques no se han dado sobre Él? ¿Qué de martillos no se han roto sobre ese yunque?...

Sobre Él ha sido rehecho el mundo, sobre Él hemos sido forjados, y no ha cesado de ser batido por los mismos que han salido de esta gran discusión. La lucha no ha cesado con el triunfo...; continúa para que Él sea eterno.

Debajo de mil formas que se mudan, constituye el fondo de todas las contradicciones que dividen a los hombres, de todas las revoluciones que los agitan.

Ayer, hoy, mañana, esta es siempre la cuestión del día; cuestión de las sociedades, cuestión de las almas, cuestión que subleva las masas, cuestión que hace pensar a los individuos... Este destino de Jesucristo es, en sí considerado, un prodigio sin igual...

Pero lo que levanta prodigio sobre prodigio, lo que es absolutamente divino, lo que da a la incredulidad el carácter de pasmosamente insensible o de frenéticamente ciega, es que esto haya sido predicho desde la primera hora del Cristianismo; que su predicción la hiciera el anciano Simeón acerca de Jesús Niño, en los términos más expresos y solemnes, y que todas las contradicciones de que Jesucristo es el blanco y los hombres actores que se suceden, no han sido nunca ni serán jamás sino el perenne y diario cumplimiento de esta asombrosa profecía: he aquí que este ha sido puesto en presencia de todos los pueblos para la ruina y la resurrección de muchos y como blanco de la contradicción.

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Y ahora, lo soberanamente glorioso para María, es que esta profecía concierne a Ella sola en unión con su Hijo, y la presenta como su copartícipe y coadjutora en ese gran carácter de blanco de la contradicción de los hombres, y de estar puesto para su ruina o resurrección.

Solamente queda el Niño Jesús y María su Madre, y a sola esta se dice: Este ha sido puesto...

Y ¿por qué a María sola? Porque María está implicada en la profecía, porque está en ella identificada con su Hijo.

En efecto, después de haber dicho: Este ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos y como blanco de contradicción, Simeón añade al punto: Y tu propia alma será atravesada de una espada.

La conjunción y, que une a María con Jesús en esta profecía tiene de tal modo ese valor que tiene por equivalente esta otra: hasta tal punto que...

Es decir, que Jesús debe ser blanco de la contradicción a tal extremo que el alma de la misma María será traspasada con la misma espada que a Él atravesará.

Y el fin de la profecía: para que se descubran los pensamientos de muchos corazones, confirma en el más alto grado esta gloriosa asociación, porque es claro que estas palabras se refieren a todas las precedentes y envuelven así a María en el mismo destino que a Jesús, de revelar lo interior de los corazones y probarlos.

Este destino se consumó principalmente en la grande inmolación del Calvario; este fue el paradero de todas las contradicciones anteriores de la vida mortal de Jesús; y este sacrificio, este Jesús crucificado, escándalo para los Judíos y locura para los Gentiles, ha permanecido siendo la gran señal de contradicción que ha quedado entre los hombres, y ha sido puesto en presencia de todos los pueblos para su ruina o resurrección.

De manera que esa Espada de que se habla en la profecía es, a no dudarlo, la pasión y muerte del Salvador, a la que estuvo María tan asociada, que las mismas saetas, que a Él atravesaron, traspasaron su alma.

Es imposible no unir en nuestro Culto a Jesús a la que hasta ese punto le estuvo unida en nuestra Redención...

Es imposible separar lo que unió Dios en la vida y en la muerte para el mismo fin general: para que se descubran los pensamientos de muchos corazones...

Y esta asociación no se limitó a la vida y muerte de Jesús. María, justificación admirable de la profecía, no ha cesado jamás de ser compañera de las contradicciones de su Hijo a la faz de todos los pueblos y en toda la sucesión de los siglos.

Todas las herejías que han traspasado al Hijo han atravesado a la Madre; y nunca se los ha separado en la afirmación o en la negación, en el culto o en la blasfemia. Este es un hecho tan cierto como claramente predicho.

Esta profecía está acorde con este rasgo singularmente glorioso para María, a saber: hablando de las glorias y dolores de Jesús, la presenta como asociada más particularmente a sus dolores.

Nos la muestra en el Calvario y no en el Thabor... Y es que, para las almas grandes, el Thabor está en el Calvario...

Expresión sublime, que sólo las grandes almas comprenderán...

Porque Dios dispuso que San Simeón predijese a la Santísima Virgen esa espada de dolor, al mismo tiempo que publicaba la grandeza y la gloria de su Hijo, para darnos a entender que todas las grandes gracias que hace en este mundo a sus escogidos terminan en padecer. Cuanto más aumenta las luces de los Santos, cuanto más los llena de amor, tanto más sensibles los hace a las injurias de Dios y a los desórdenes del mundo. No los eleva en cierto modo en este mundo sino para hacerlos pedazos.

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Acabemos nuestra meditación con una observación: el silencio de la Virgen Santísima en medio de todo ese concierto de alabanzas y profecías concernientes a su Hijo y a ella misma.

Todo habla a su alrededor... Sólo Ella calla... Hemos ya admirado este silencio... Pero ¡cuánto sube de punto la sublimidad de este silencio, cuando la profecía encarándose con María sola, no le anuncia alegrías y glorias, sino que hace relumbrar por primera vez a sus ojos la espada de dolor que esas mismas glorias y alegrías solo harán más aguda y centellante!

Y en situación semejante, María calla... No pide una palabra de aclaración; recibe los avisos de la Providencia en la medida y el estado en que place a Dios notificárselos, sin tratar de deslindarlos ni anticipar su curso...

Tranquila, resignada y sublime en la expectación, como lo estará en el suceso, hasta el punto de parecer insensible a puro querer tan sólo lo que Dios quiere...

Nos dice el Evangelio que María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su Corazón

Admiremos...

Conservemos...

Meditemos...

Porque el signo de contradicción está erigido hoy más que nunca...

martes, 25 de diciembre de 2012

Navidad 3


MISA DEL DÍA


El misterio que la Iglesia honra en la tercera Misa, es el eterno Nacimiento del Hijo de Dios en el seno de su Padre.

A medianoche, celebró al Dios-hombre naciendo del seno de la Virgen en el establo; al amanecer, al Divino Niño que nace en el corazón de los pastores; en este momento, cabe contemplar un nacimiento mucho más maravilloso que los otros dos, un nacimiento cuya luz deslumbra los ojos de los Ángeles, y que es eterno testimonio de fecundidad sublime de Dios Nuestro Señor.

El hijo de María es el Hijo de Dios. Es nuestro deber proclamar hoy la gloria de esta generación inefable: consustancial con el padre, Dios de Dios, Luz de Luz.

Elevemos nuestros ojos a este Verbo eterno, que era en el principio con Dios.

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La Santa Iglesia abre los cánticos del tercer Sacrificio por aclamación al Rey recién nacido.

Ella celebra el poderoso Principado que tiene como Dios, antes de todos los tiempos, y que recibirá, como hombre.

Es el Ángel del Gran Consejo, el enviado del Cielo para cumplir el propósito sublime concebido por la Santísima Trinidad, para rescatar al hombre por la Encarnación y la Redención.

Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado; lleva sobre sus hombros el signo de su Principado, y será llamado el Ángel del Gran Consejo.

La Iglesia pide, en la Colecta, que la nueva Natividad del Unigénito, según la carne, nos libre a los que la vieja servidumbre nos tiene bajo el yugo del pecado; es decir, que no sea privada de sus efectos, sino que ella obtenga nuestra liberación.

El Apóstol San Pablo, en el maravilloso comienzo de su Epístola a los hebreos, destaca el eterno Nacimiento del Emmanuel.

Mientras que nuestros ojos están fijos con ternura en el dulce Niño del pesebre, San Pablo nos invita a elevarlos hasta la Suprema Luz, en la que el mismo Verbo que se digna habitar el establo de Belén, escucha al Padre eterno decirle: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.

Y hoy es el día de la eternidad, sin noche o mañana, sin amanecer ni atardecer...

Si la naturaleza humana que se digna asumir en el tiempo lo pone por debajo de los Ángeles, su elevación por encima de ellos es infinita por su calidad de Hijo de Dios. Él es Dios, es el Señor. Envuelto en pañales permanece inmortal en su divinidad, porque tiene un nacimiento eterno.

En presencia del establo y del pesebre a los cuales desciendes hoy, te proclamamos Hijo eterno de Dios, confesamos tu eternidad...

En el principio era el Verbo. Y el Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios.
Todas las cosas fueron hechas por Él. Y nada ha sido hecho sin Él. Lo que ha sido hecho era vida en Él. Y la vida era la luz de los hombres...
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba y el mundo por Él fue hecho, y no le conoció el mundo.
... Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y vimos la gloria de Él; gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

¡Oh luz infinita! ¡Oh sol de justicia! Somos la oscuridad; ¡ilumínanos!

No queremos más ser ni de la sangre, ni por la voluntad de la carne, ni por la voluntad de varón, sino de Dios, por Ti y en Ti

Te has hecho carne, oh Verbo eterno, para que nos uniésemos a Ti y fuésemos deificados.

Tú naces del Padre, naces de María, naces en nuestro corazón: tres veces Glorificado seas por este triple Nacimiento, oh Hijo de Dios, tan misericordioso en tu divinidad..., tan divino en tus anonadamientos...

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Hemos considerado la Fe y la Esperanza de la Santísima Virgen. Contemplemos ahora su Caridad.

La caridad es el amor; y el amor es, esencialmente, la vida de Dios.

Dios es amor, dice San Juan. ¡Qué palabras tan breves y tan substanciosas! En ellas se encierra todo lo que es Dios, con su majestad infinita, con su poder y sabiduría infinita, con su eternidad infinita.

¡Dios es amor! Ya está dicho todo con eso.

Pues bien, eso es María. También Ella participa, en cuanto es dado a una criatura, de la vida de Dios, pero de modo más excelso, más perfecto y verdadero que ningún otro ser. Dios quiso que nadie la aventajara en su amor, que nadie pudiera compararse con Ella, en cuanto a vivir esa vida de Dios. Sólo Ella había de amar a Dios, más que todas las criaturas juntas... Sólo de Ella se podría decir que también es el amor...

Y amó María a Dios, como Dios mismo nos lo había mandado, con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas.

Esta es la medida que Dios ha puesto a nuestro amor.

La Santísima Virgen amó a Dios con todo su corazón. ¡Todo!, ya está dicho con eso, la intensidad de su amor.

No dio al Señor un corazón dividido, no reservó ni una fibra, ni una partícula para Sí misma, ni para dársela a criatura alguna, ¡Todo..., todo entero!..., sin limitaciones ni reservas, sin titubeos ni regateos, sino todo y siempre, aquel Purísimo Corazón, perteneció a solo Dios.


María amó a Dios con toda su alma. Con todas las potencias, con toda la vida del alma.

Su entendimiento, no se ocupó en otra cosa que no fuera Dios o la llevara a Dios.

Su memoria, recordaba, sin cesar, y le ponía delante los beneficios y gracias que del Señor había recibido.

Su voluntad, era única en sus aspiraciones, porque no aspiraba sino a cumplir, en todo, la voluntad de Dios y someterse a ella, humildemente y también alegremente.

En eso ponía Ella todas sus complacencias.


María amó al Señor con todas sus fuerzas. Es consecuencia del corazón y del alma que totalmente ama a Dios. Pero quiere esto decir, que era tal la intensidad de este amor, que no retrocedía ante nada. Estaba dispuesta a todo, al mayor sacrificio si era necesario para este amor.


No es posible un amor grande e intenso que no sea a la vez triste, porque necesariamente se ha de entristecer al ver a quien se ama, despreciado, desconocido, injuriado.

El amor de María, tuvo que ser intensamente triste, al contemplar la dureza del corazón de aquel pueblo escogido, que tan mal correspondía a los beneficios de Dios.

Meditemos su dolor y su tristeza, cuando contemplaba la frialdad y tibieza de los judíos ante el pesebre.

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Otros dos caracteres del amor que debemos a Dios, y del que a Él tuvo la Santísima Virgen, son la complacencia y la benevolencia, que vienen a ser como los actos interiores del amor de Dios, en que nuestra alma puede y debe ejercitarse cuando ama.

El amor de complacencia es el amor que Dios se tiene a Sí mismo. Al contemplar su propia esencia y ver en ella su santidad infinita, su bondad suma, no puede por menos de tener una complacencia infinita.

Dios no puede amarnos a nosotros con este amor, no encuentra en nosotros nada en qué complacerse, ni siquiera la imagen de su esencia, que nos imprimió en la creación, porque por el pecado el hombre ha tenido la desgracia de borrarla de su alma. Sólo pecados, faltas, miserias. Esto es lo único que puede Dios ver en nuestras almas. ¿Qué gusto ni qué complacencia podrá sentir a la vista de esto?

Pero nosotros sí que podemos, y debemos, amar a Dios de esta manera.

Aunque visto a tan gran distancia cual es la que nos separa de Dios, no podemos por menos de contemplar, a poco que le miremos y le estudiemos, su incomparable hermosura, su santidad, su poder, su sabiduría, su justicia y su misericordia.

De suerte, que así como una madre se complace en las perfecciones y buenas cualidades de su hijo, así nosotros hemos de tener complacencia especial en admirar reflejadas en las criaturas todas esas perfecciones de Dios, deleitándonos al verle y contemplarle tan grande, tan sublime, tan magnífico, gozándonos de que sea como es y extasiándonos ante la excelencia de todos sus atributos y perfecciones.

Esta complacencia es la que constituye la gloria de los santos y bienaventurados en el Cielo, quienes al ver la hermosura de la esencia divina, sienten tal gusto y felicidad, que no pueden contenerse sin prorrumpir, en compañía de los Ángeles todos, en aquel cántico del Santo Santo Santo... que ha de durar por toda la eternidad.

¡Qué amor de complacencia el de María!... ¿Quién conocía mejor que Ella a Dios para apreciarle y amarle con locura, cada vez más y complacerse en sus perfecciones infinitas?

¿Quién pudo ver mejor a Dios... y gozar de Dios más que Ella, que en su Hijo veía constantemente a la vez a su Dios?

Por otra parte, nadie causó en Dios un amor de complacencia como Ella.

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El amor de benevolencia es, como su nombre lo indica, el amor que quiere el bien y busca y trabaja por hacer bien a quien ama.

Aquí sí que podemos abismarnos ante el amor de benevolencia tan infinito que Dios nos ha tenido. Si todo, todo lo que tenemos es de Él, si todo lo que nos ha dado es un bien y para nuestro bien.

Lo extraordinario es, que tratándose de Dios, aunque parezca mentira, también podemos y debemos amar a Dios de esta manera. No sólo podemos desear un bien a Dios, sino que podemos dárselo.

¿Es posible esto? Y, si es posible, ¿no será el desahogo más perfecto del amor, saber que podemos corresponder al amor que Dios nos tiene y que le podemos devolver algo de lo mucho que nos ha dado? ¡Qué dicha la nuestra! ¡Qué felicidad mayor que ésta para el corazón que ama!

¿Qué podemos dar a Dios? La gloria extrínseca que le puede venir de las criaturas.

Dios todo lo ha creado para su gloria y, por lo mismo, las criaturas han de dar gloria a Dios a su modo. Pero este modo es muy imperfecto, ya que ellas no tienen conocimiento ni pueden alabar a Dios, que son las dos condiciones para tributarle la gloria. Luego es el hombre el que en nombre de toda la creación, debe dar a Dios esta gloria de todas las criaturas.

Naturalmente, que con eso no añadiremos a Dios ni un grado más de su gloria intrínseca y esencial, que esto no está en la mano de las criaturas, pero habremos aumentado su gloria exterior, que consiste en las alabanzas y homenajes que debe tributarle la creación entera, como a su Señor y Criador.

Además, el celo, es lo segundo que también podemos dar a Dios, esto es, buscar almas, ganar almas en las que Dios sea conocido, amado, alabado y glorificado.

Este celo es tan esencial en la vida del amor, especialmente de este amor de benevolencia, que con razón se ha dicho: El que no tiene celo, no ama. El celo es como la llama del amor; si hay fuego de amor, habrá llamas de celo. Ése es el que devoraba a los Santos todos y les lanzaba a arrostrar los mayores peligros y la misma muerte, con tal de dar a Dios almas ganadas con sus sacrificios y trabajos.

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En cuanto al amor de benevolencia, aún más claramente se echa de ver en María la perfección de su amor.
Ella dio a Dios, lo que nadie pudo darle. Ni en la tierra ni en el Cielo se dio jamás gloria mayor que la que daba el Corazón de su Madre Inmaculada.

Hemos dicho y con verdad, que María amaba tiernamente a Jesús, porque, al fin, era Hijo suyo..., pero que al mismo tiempo, en su Hijo veía, adoraba y amaba a su Dios.

Todos los actos de amor maternal para con su Jesús, eran actos purísimos de amor de Dios y la unión estrechísima que como Madre tuvo con su Hijo, fue causa de la unión íntima y perfecta de su corazón para con Dios.

Durante el tiempo que permaneció Jesús en su purísimo seno, por un misterio incomprensible de humildad y de amor por parte de Dios, la vida de Dios fue la vida de María. La propia sustancia de la Madre nutre y alimenta a su Hijo, que es Dios.

Y Dios transmite a su vez a su Madre todas sus ideas y sus sentimientos. ¡Qué revelaciones! ¡Qué afectos! ¡Qué sentimientos! ¡Qué océano de luz y de amor!

María tiene el Cielo mismo en su Corazón, no tiene que levantar los ojos hacia arriba para orar a Dios, sino recogerse en su interior, porque todo lo tiene allí, física y moralmente, es una misma cosa con Jesús. Ora con la oración de Dios, vive con la vida de Dios, ama con el amor de Dios.

¡Qué cosa más admirable! ¡Qué unión más venturosa!

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros...

Navidad 2


MISA DE LA AURORA


Es hora de ofrecer el segundo sacrificio, la Misa de la Aurora.

La Santa Iglesia ha glorificado por la primera Misa el Nacimiento temporal del Verbo, según la carne.

En este momento, honrará un segundo Nacimiento del mismo Hijo de Dios, nacido de la gracia y misericordia, en los corazones de los fieles cristianos.

He aquí, en este mismo momento, invitados por los Santos Ángeles los pastores vienen a toda prisa a Belén; se agolpan en el establo, demasiado estrecho para contener la multitud.

Dóciles a la advertencia del Cielo, llegaron a conocer al Salvador, nacido para ellos. Y encontraron todas las cosas tal como los Ángeles se las habían anunciado.

¿Quién podrá describir la alegría de sus corazones, la simplicidad de su fe, la profundidad de su esperanza?

No se sorprenden de encontrar oculto por tal pobreza al que su nacimiento conmueve a los mismos Ángeles. Sus corazones han comprendido todo; adoran y aman a este Niño. Ya son cristianos.

¿Qué pasa en el corazón de estos hombres? Jesucristo nació en él; allí vive ahora por fe, la esperanza y la caridad.

Por lo tanto, llamemos a nuestro turno al divino Niño a nuestra alma; hagámosle lugar y que nada cierre la entrada de nuestros corazones.

Es para nosotros también que hablan los Ángeles, es para nosotros que anuncian la Buena Noticia; el beneficio no debe detenerse en los únicos habitantes de las campañas de Bethlehem.

Con el fin de honrar el misterio de la silenciosa venida del Salvador en las almas, el sacerdote va a presentar por segunda vez el Cordero sin mancha al Padre celestial que le envió.

Que nuestros ojos estén fijos sobre el Altar, como los pastores en el pesebre; busquemos como ellos al Niño recién nacido envuelto en pañales.

Al entrar en el establo, no conocían aún a Aquél que iban a ver; pero sus corazones estaban dispuestos.

De repente lo perciben, y sus ojos se detienen en este Sol divino. Jesús, desde el fondo del pesebre, les envía una mirada de amor; ellos se iluminan y encienden, y el día se abre en sus corazones.

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Hemos llegado a esta aurora bendita; ha aparecido el divino Oriente que esperábamos. Y no debe ocultarse más en nuestras vidas, porque hemos de temer por sobre todas las cosas la noche del pecado, de la cual nos libera.

Somos hijos de la luz e hijos del día; debemos desconocer el sueño de la muerte; hemos de velar siempre, recordando que los pastores velaban cuando el Ángel habló con ellos y el cielo se abrió para ellos.

Todos los textos de la Misa de la Aurora nos hablan del esplendor del Sol de Justicia. Degustemos esas citas como cautivos, durante mucho tiempo encerrados en una prisión oscura, a quienes una suave luz llega para devolverles la vista.

Resplandece en el pesebre el Dios de la luz. Sus rayos divinos embellecen todavía más los rasgos augustos de la Virgen Madre, que lo contempla con tanto amor; el venerable rostro de San José también recibe un nuevo resplandor.

Pero estos rayos no se detienen en las estrechas paredes de la gruta; si ellos dejan en la oscuridad merecida a la ingrata Belén, se expanden por todo el mundo y encienden en millones de corazones un amor inefable por esta Luz, que arranca a los hombres de los errores y de sus pasiones, para elevarlos hacia el Cielo.

El Introito celebra el amanecer del Sol divino. El brillo de su aurora anuncia ya el esplendor de su mediodía; comparte su fuerza y su belleza; está armado para su victoria; y su nombre es el Príncipe de la paz.

La oración de la Iglesia en esta Misa de la Aurora es para implorar la efusión de los rayos del Sol de justicia sobre las almas, a fin de que ellas sean fecundas en obras de luz, y que las antiguas tinieblas no aparezcan nunca más.

El Sol asomó para nosotros, es un Dios Salvador en toda su misericordia. Estábamos lejos de Dios, en las sombras de la muerte; ha sido necesario que los rayos divinos descendiesen hasta el fondo del abismo donde el pecado nos había precipitado.

Hemos sido regenerados, justificados, somos herederos de la vida eterna. ¿Que nos separa ahora del amor de este Niño? ¿Haremos inútiles las maravillas de un amor tan generoso; nos tornaremos nuevamente esclavos de las tinieblas de la muerte?

Mantengamos más bien la esperanza de vida eterna, a la cual nos han iniciado misterios tan altos.

Imitemos la solicitud y avidez de los pastores para ir a buscar al recién nacido.

Apenas han escuchado la palabra del Ángel, dejan todo sin demora y van al establo. Llegados a la presencia del Niño, sus corazones ya preparados reconocen al Hijo de Dios; y Jesús, por su gracia, nace en ellos.

Se regocijan y sienten que están unidos a Él; y su conducta dará testimonio del cambio que ha tenido lugar en sus vidas.

¡Sí!, mantengamos la esperanza de vida eterna, a la cual nos han iniciado misterios tan altos.

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Hemos considerado en la Primera Misa la Fe de María Santísima. Contemplemos ahora su esperanza.

Como fruto de la vida de Fe, brota espontáneamente en el corazón la esperanza.

Si aquélla nos lleva a conocer bien el valor de las cosas de la tierra y del Cielo, ésta nos lleva y arrastra a despreciar las primeras y a desear y confiar en la posesión de las segundas.

Dulcísima virtud la de la esperanza. Virtud completamente necesaria para la vida espiritual. Sin Fe no es posible agradar a Dios; tampoco sin la esperanza.

Es la desconfianza en Él lo que más le desagrada. La esperanza y confianza en Dios, establece en nosotros relaciones necesarias y obligatorias para con Él; debemos creer que Dios es remunerador, esto es, que dará según su justicia a cada uno lo que merece, y, por eso, con la esperanza, esperamos y confiamos en que Dios nos salvará..., que nos dará gracia suficiente para ello y, en fin, nos concederá cuanto le pidamos, si así conviene.

La esperanza, por tanto, es un verdadero acto de adoración, por el que reconocemos el supremo dominio de Dios sobre todas las cosas; su Providencia, que todo lo rige fuerte y amorosamente; su Bondad y Misericordia, que no desea más que nuestro bien.

Prácticamente viene a confundirse con aquella vida de Fe que se confía y abandona ciegamente en las manos de Dios.

Admiremos especialmente esta esperanza tan confiada, tan firme, tan segura y cierta, en la Santísima Virgen.

Recordemos nuevamente la Expectación del Nacimiento de Jesús, sobre todo después de su milagrosa Concepción en su purísimo seno. La vida de María no era más que una dulcísima esperanza, llena de grandes anhelos y de deseos vivísimos por ver ya nacido al Mesías prometido.

En Ella se resumió, acrecentada hasta el sumo, toda la esperanza que llenó la vida de los Patriarcas y Santos del Antiguo Testamento.

Seguía, paso a paso, el desarrollo de todas las profecías, y veía cómo, según ellas, se acercaba ya el cumplimiento de las mismas; que estaba ya en la plenitud de los tiempos..., y como su fe no dudaba ni un instante de la palabra de Dios, vivía con la dulce y consoladora esperanza de ver y contemplar al Salvador.

Una vez nacido, la esperanza de Nuestra Señora aumentó más y más.

En efecto, son muchas las cosas que producen, aumentan y conservan la confianza de uno en otro; por ejemplo, la certeza de la bondad y de la constancia de aquel en quien uno confía, la familiaridad y experiencia de su amor, su largueza en los beneficios y el sabor gustado de su dulzura.

En todas estas cosas abundó sobremanera la Virgen Madre. Estuvo abismada siempre en la contemplación de Dios y de sus perfecciones, y vivió en la más estrecha intimidad con Él: con el Hijo unigénito, que nació de Ella; con el Padre, como comparental suyo, y con el Espíritu Santo, como permanente y suavísimo huésped de su alma.

Conforme a esto, experimentó con suma frecuencia y de modo eminentísimo la caridad y amor que Dios le tenía, como a quien Él se había unido con tan íntima y grande dignación, que llegó hasta el punto de hacerse su Hijo.

Así conoció los beneficios que de Él había recibido con divina munificencia, y gustó que el Señor es dulce, y que es infinita la grandeza y la abundancia de su dulzura.

Y así de todas estas cosas sacó y tuvo en Dios la esperanza más perfecta y plenísima.

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También es María Santísima el objeto de nuestra esperanza y no sólo porque de Ella también hemos de gozar en el Cielo, contemplando su belleza encantadora, la hermosura de su virtud, la blancura de su pureza, sino, además, porque de Ella ha de venirnos la gracia que necesitamos, a Ella, debemos pedir diariamente, frecuentemente, la gracia de la perseverancia final.

Si sabemos acudir a la Santísima Virgen en los momentos de mayor oscuridad, de vacilación y cansancio, Ella nos alentará y nos conseguirá la gracia de perseverar.

Contemplemos a María viviendo siempre con la vista en el Cielo, no vivía más que de Jesús y para Jesús.

Pidámosle nos dé un poco de esta vida, que experimentemos algo de ella en este día de Navidad, para que así estimemos como despreciable todo lo de la tierra y no vivamos más que suspirando por la vida verdadera que nos ofrece el Niño Dios.

Habiendo tenido la Bienaventurada Madre Virgen la virtud de la esperanza de un modo excelentísimo, y además porque es también nuestra esperanza, como piadosa auxiliadora en el negocio de la salvación, se pueden aplicar muy bien a la Bienaventurada Virgen aquellas palabras del Eclesiástico: Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza.

Así, San Agustín la llama única esperanza, de los pecadores; y San Germán de Constantinopla, esperanza de nuestra salvación.

Por lo cual, en la Antífona Salve Regina invocamos a María de todo corazón: Dios te salve, esperanza nuestra.

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El motivo y la garantía principal de nuestra esperanza es el mismo Dios con su bondad, su gran misericordia, su omnipotencia y su fidelidad para cumplir todo lo que nos ha prometido.

Toda la obra de la Encarnación fue hecha, al decir de San Pablo, para demostrar su misericordia, pero aún más lo demostró la obra de la Redención y la perpetuidad de la misma en la Eucaristía.

En verdad, que cuando se ven las promesas que hizo Dios en el Antiguo Testamento a los Patriarcas, a su pueblo escogido, y la exactitud con que se sujetó a ellas hasta en sus más mínimos detalles, se anima y consuela uno viendo la certeza de lo que nos ha prometido: la gracia, el Cielo, la posesión y el gozo de la visión beatífica, pues se convence el alma de que todo esto no son meras palabras, sino una dulce y grandiosa realidad.

Y aún quiso Dios hacernos más sensible este fundamento de nuestra esperanza; y para eso colocó toda esperanza en su Madre y en nuestra Madre ¡Qué motivo para confiar y nunca desesperar al ver que Dios y nosotros tenemos una misma Madre!

Si nuestra esperanza en Dios se ha de fundar en su misericordia, en su bondad y en su fidelidad, ¿no vemos claramente que en María ha depositado todos estos títulos, para animarnos mejor a acudir a Él por medio de Ella?

Mirando a María, no caben las desconfianzas, no tienen razón de ser las desesperaciones, no se explica el más mínimo desaliento.

No lo olvidemos, pues, en los sufrimientos, humillaciones, tentaciones, luchas y vicisitudes de la vida, siempre una mirada a María nos alentará, nos dará el consuelo que necesitamos, nos animará a trabajar y a practicar las virtudes cuesten lo que costaren.

Acudamos especialmente a Ella en estos días de Navidad; y ya que le pedimos que después de este destierro nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre purísimo, pidámosle también que nos lo haga ver espiritualmente durante estos santos días.