CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO
El año decimoquinto del imperio de Tiberio César,
gobernando Poncio Pilato la Judea, siendo Herodes tetrarca de la Galilea, y su
hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconítida, y Lisanias
tetrarca de Abilene, hallándose Sumos Sacerdotes Anás y Caifás, el Señor hizo
entender su palabra a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Y vino por toda la ribera del Jordán, predicando un
bautismo de penitencia, para remisión de los pecados, como está escrito en el
libro de las palabras del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto:
Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle será
terraplenado, todo monte y cerro rebajado; y los caminos torcidos serán
enderezados, y los escabrosos allanados: y verán todos los hombres la salud de
Dios.
Ya sabemos que durante el Tiempo Litúrgico de Adviento nos detenemos
este año sobre la Persona adorable de Jesús, considerándola según los
principales aspectos con que se nos ofrece en los Evangelios. Recuerdo que para
este estudio utilizo, principalmente, la precisa y bella doctrina del Cardenal
Isidro Gomá y Tomás, Primado de España.
De los rasgos y cualidades del Redentor prometido y el Juez esperado ya
hemos analizado el de Hijo de Dios, Hijo del Hombre, Mesías, Maestro, Profeta,
Sacerdote y Cordero.
Hoy nos detendremos en los atributos de Jesús Pastor y Rey.
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JESÚS PASTOR
El Profeta Ezequiel había profetizado el retorno de los israelitas de
la cautividad de Babilonia y la unión de los dos reinos, en que se habían
dividido las doce tribus, bajo el cetro de un solo rey.
Extiéndese luego la visión del profeta al reino mesiánico, cuyas
características describe, su perpetuidad, santidad y catolicidad, y dice estas
palabras: Y mi siervo David (es decir, el nuevo David que nacerá de la raza del gran
rey) será rey sobre ellos, y pastor único de todos ellos: andarán según mis
mandatos, y guardarán mis preceptos, y los practicarán.
La vida pastoril ocupa lugar principalísimo en la historia, en las
costumbres y en la misma literatura del pueblo de Dios.
El pastor, no el mercenario, sino aquel cuyas ovejas son propias, como
dirá más tarde Jesús, ejerce un verdadero señorío y como una paternidad
solícita sobre sus rebaños.
De aquí que en la literatura del Antiguo Testamento, en que abunda
tanto la concreción metafórica de las ideas, se aplique con frecuencia a Dios,
Soberano Señor y Padre providentísimo de los hombres, el título de Pastor,
hasta el punto de que el pastor, en el lenguaje de los Profetas de un modo especial,
tiene una bien definida significación teológica: es Dios.
Llamábase pastores a los que ejercían autoridad en el pueblo de la
teocracia. Pero de una manera especial era Dios el Pastor de Israel por
antonomasia.
Correlativamente, el pueblo era la grey de Dios Pastor.
Yahvé es el Pastor de Israel en los escritos del Antiguo Testamento. También
el Mesías será el futuro pastor del pueblo redimido.
En la espléndida visión del profeta Ezequiel aparece la distinción
entre Dios y el Mesías: Yahvé envía a éste para que apaciente su grey; ambos
son pastores.
Dios Pastor y el Mesías Pastor se identificarán en Jesús, el Buen
Pastor de la grey cristiana, porque Jesús es el Mesías, Hijo de Dios.
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El arte cristiano se ha complacido en representar a Jesús bajo la
figura de un pastor buscando afanoso la oveja descarriada, o mejor, llevándola
amablemente cargada sobre sus hombros. Toda la tradición, de la que da
testimonio el arte ingenuo de las Catacumbas, ha visto a Jesús en el pastor de
la parábola, y a la humanidad pecadora en la oveja descarriada.
Pero Jesús se llama a Sí mismo, en forma enfática, el Buen Pastor; y no de una manera
incidental, sino describiendo un verdadero sistema de acción, sacado de la vida
pastoril que se aplica a Sí mismo. La condición de propietario de las ovejas
supone en Jesús la divinidad.
Son las ovejas de toda la tierra, con las cuales se formará un gran
rebaño con un solo Pastor; es la Iglesia Católica con su Cabeza Jesús.
Jesús, pues, es el Pastor que ha suscitado Dios en el reino mesiánico
para gobernar el divino aprisco con la sabiduría y solicitud que Él solo puede
hacerlo.
Es Dios y es Mesías: por ambos títulos le corresponde el nombre de
Pastor de la nueva grey.
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JESÚS REY
Ya hemos indicado la relación de ambos títulos de Pastor y Rey, en la
historia y en el pensamiento del pueblo hebreo.
Los antiguos patriarcas fueron a un mismo tiempo pastores y reyes, o
poderosos jefes de tribu.
Por esto en el pensamiento y en la literatura del pueblo de Dios, el
futuro Mesías se ofrece con los caracteres de Pastor y Rey.
Veamos la profecía y la realidad en lo que atañe a este último título.
David introduce al Mesías proclamándose rey instituido por Yahvé: Yo
he sido constituido Rey por Él, sobre Sión, su monte santo.... Rey universal a quien ha
dicho el Señor: Pídeme y te daré en herencia las naciones, y serán posesión
tuya los confines de la tierra. Rey poderoso, que gobernará con cetro de hierro a los
rebeldes y los triturará como vaso de alfarero.
También Jeremías, junto con la promesa de un Pastor, le hace a Israel
la promesa de un Rey: Ved que se acercan los días, dice el Señor: y
suscitaré de David un descendiente justo: y reinará rey, y será sabio, y hará
el juicio y la justicia en la tierra.
Y Zacarías veía en lontananza la escena jubilosa de la entrada del rey
futuro en Jerusalén: Regocíjate en gran manera, hija de Sión: alégrate, hija
de Jerusalén: mira que vendrá a ti tu rey justo y salvador: vendrá pobre, y
sentado sobre una asna, y sobre un pollino hijo de asna.
En tiempo de Jesús, el sentimiento de la realeza del Mesías era
universal, y profundamente arraigado en el pueblo. Contribuía a ello el estado
lamentable a que había venido a parar la teocracia.
Salido el cetro de la real casa de Judá, oprimido el pueblo bajo el
yugo del idumeo Herodes y de los procuradores romanos, sentía la nostalgia de
los gloriosos tiempos de David y Salomón.
Las profecías eran terminantes sobre la restauración de una monarquía
poderosa, y se esperaba por momentos el advenimiento del gran rey que salvara
al pueblo.
Cuando los Magos vienen a Jerusalén para adorar al rey de los judíos,
se turba Herodes, y se conmueve toda la ciudad; se congrega el Sinedrio a las
órdenes del monarca, quien pregunta a los príncipes de los sacerdotes y a los
escribas: ¿Dónde debe nacer el Cristo?, y responden aquéllos: En Belén
de Judá, porque así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres la menor entre las principales de Judá, porque de ti saldrá el caudillo
que gobernará mi pueblo de Israel.
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Habla Jesús, con gran insistencia del Reino de Dios, del Reino de los cielos, cuyas características
analizaremos.
Esta forma de hablar de Jesús, junto con los estupendos prodigios que
obraba, formaron alrededor de Él una aureola de verdadero rey. Al aclamarle por
tal el pueblo, sus enemigos tomaron este título como motivo de acusación ante
las autoridades: era la manera más eficaz de perderle.
Los jefes de la nación le llevan a Pilatos, y le dicen: Hemos
hallado a éste pervirtiendo al pueblo y vedando dar el tributo al César, y
diciendo que él es el Cristo rey. Pilatos quiere cerciorarse de la verdad de la acusación:
llama a Cristo y le dice: ¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús responde al Procurador con una fórmula explicativa, y le habla de
un reino que no es de este mundo.
Pilatos insiste: Luego ¿tú eres rey?, y entonces responde Jesús con la plena
afirmación de su realeza: Tú lo dices que soy rey, es decir, es cierto que soy rey.
Pilatos, al ceder ante la avalancha del odio de los enemigos de Jesús,
querrá que conste el motivo de su condenación, y en la tablilla de la Cruz
escribirá: Jesús Nazareno, Rey de los judíos.
Inútil que pretendan los judíos que substituya el título. Morirá Jesús
con esta inscripción mesiánica sobre su real cabeza, Y el Hijo de Dios, que con
el título de rey de los judíos había sido parangonado con Barrabás; que como rey
había sido saludado por la soldadesca en el pretorio; presentado al pueblo como
tal después de la flagelación; y escarnecido por los poderosos del pueblo en la
cruz, dejará de ser el rey según la mezquina concepción judía, para ser
proclamado Rey inmortal e invisible de los siglos.
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¿Qué es el reino de Jesús? Es el Reino de Dios, o Reino de los cielos; es todo espiritual; está en
la tierra,
en alguna de sus etapas; pero no es de la tierra: no es de aquí.
El Reino de los cielos es el reino de la verdad. Tú dices que soy rey, decía Jesús a Pilatos; Yo
para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad: todo aquel que es de
la verdad escucha mi voz.
Es la antítesis del reino de Satanás, padre de la mentira, y sobre sus
ruinas debe fundarse.
En el orden social, el Reino de Dios es universal: Predicad el
Evangelio a toda criatura; Enseñad a todas las naciones.
Este Reino de Dios, que empieza en la tierra por la santificación
personal, tendrá un complemento definitivo y eterno, en un lugar que tiene Dios
preparado para los justos desde el principio del mundo.
Tiene el Reino de los cielos en este mundo una expresión visible, que
es la Iglesia.
En esta enseñanza circunstancial, iba vaciando Jesús su pensamiento en
lo tocante a su Reino, y dio la completísima enseñanza del Reino de Dios, que
desentrañará y explicitará posteriormente el pensamiento cristiano para
formular la maravillosa síntesis de la religión del espíritu y de la verdad, en
el orden doctrinal y en la práctica de la vida, en el aspecto individual y
social, temporal y eterno.
En verdad que el Reino de Cristo no es de este mundo, porque sólo del
cielo podía venir un Rey como Él, que publicara el Evangelio, que es la carta
magna de su Reino, y que fundara el Reino más vasto, más íntegro, más santo y
más duradero que han visto jamás los siglos, porque durará más que ellos: Su
reino no tendrá fin.
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Nada mayor ni mejor puede perder el mundo que perdiendo la Realeza de
Cristo Jesús. Ningún crimen mayor, ninguna desgracia mayor, de lesa vida y de
lesa sociedad humana, que repetir la frase terrible de los judíos: No
queremos que éste reine sobre nosotros.
Porque ningún rey puede procurarle a un pueblo mayores ni más excelsos
bienes que los que Jesús procura a los suyos; ninguno podrá jamás llegar al
esplendor del Reino de Jesús, en el que caben todas las grandezas humanas, coronadas
y glorificadas con grandezas divinas de verdad, que sólo pueden hallarse en el
Reino de Jesucristo.
Consideremos las características de este Reino, según el texto
magnífico del Prefacio de la Misa de Cristo Rey.
Es el reino de la verdad y de la vida.
Es el Reino de la verdad porque le informa la verdad por
antonomasia, que es la misma verdad de Dios, que Jesucristo trajo del cielo a
la tierra.
Reino de la verdad sin mentira; luz divina que es de todos y para todos,
porque este Rey quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad.
Luz clara y radiante, que ahuyenta errores, deshace sofismas,
desenmascara la mentira. Luz fija e indeficiente, que no sólo ilumina los
caminos de los hombres y de la historia, sino que hace a los mismos hombres
luminosos, porque les comunica la claridad de las vidas según Dios.
Luz que procede del Rey-Luz, porque Él mismo dijo que era la Luz; que
hace caminar a los hombres hacia Él, por los caminos de la luz, hacia las
regiones de la luz inmortal.
Luz verdadera, que da a las cosas su propio color y que hace sean
vistas en su realidad, sin titubeos ni engaños.
Reino de la vida, porque este Rey nos trasladó de la muerte a la vida
cuando nos hizo reino suyo; porque fuera de este reino no hay más que la
muerte, la temporal y la eterna que, como dice san Agustín, es la síntesis de
toda muerte.
Es el reino de la vida, porque en él se vive una vida sobrenatural
según el ritmo de la vida del Rey, oculta con la suya en Dios; porque después
de esta vida natural, que tanto se asemeja a la muerte y que tiene por término la
muerte del cuerpo, se nos ha reservado, a todos los hijos del reino de
Jesucristo, una existencia de vida sempiterna, de cuerpo y alma.
Y sigue el Prefacio: Es el reino de la santidad y de la gracia.
Reino de la santidad, porque el fin de este reino no es
otro que la rectificación y la rectitud de la vida según las exigencias de la vida
de Dios, que es santidad esencial.
Porque en este reino todo es santo: su Cabeza, que es el Rey Jesús, su
doctrina, su ley, sus sacramentos, la misma sociedad que forma este reino, la
Santa Iglesia, que tiene por alma el mismo Espíritu de Dios, que es el Espíritu
Santo.
Reino de la gracia, porque todo en este reino es gracioso, derivado de
la bondad liberalísima de Dios; porque el que entra en él no tiene que hacer
más que acoplar su libertad a la voluntad y a la gracia de Dios.
Es el reino de la justica, del amor y de la paz, sigue el Prefacio.
Reino de la justicia, porque todo en él se pesa según la
balanza de Dios, y nada vale si no lleva la marca de Dios.
Reino de la justicia, porque la verdad divina que le informa y la ley
divina que le sostiene son expresión y garantía a un tiempo de toda justicia. Reino
de justicia, porque nuestro supremo Rey es la justicia esencial, que da a
hombres y pueblos lo que merecen, según sus obras.
Es el Reino del amor, porque el amor es el carácter distintivo
de sus súbditos; porque el amor del Padre que envía al Hijo para que funde el Reino,
y el amor del Hijo que muere para fundarlo, y el amor del Espíritu Santo que lo
informa, son lo que podríamos llamar ley histórica y constitucional de su
fundación.
Reino del amor, porque en el reinado del amor contemplativo de la
gloria todo amor se fundirá en el divino amor, sin confundirse con él, para
constituir la felicidad de toda criatura que forme parte de este reino.
Es, finalmente, el Reino de la paz, porque su Rey es el Príncipe de
la paz, el
que ha puesto la paz entre los cielos y la tierra, el que trae la paz a los
hombres de buena voluntad, y les pone en paz consigo mismos, con Dios y con el
prójimo.
Reino de la paz, porque empieza con la paz de todos los factores
humanos en la tierra, para consumarse en la paz inalterable y eterna de la
gloria.
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Después de todo lo que hemos contemplado estos cuatro domingos de
Adviento, acudamos a la gruta de Belén y digamos: Jesum Christum, Regem
regum, venite, adoremus: Venid, adoremos a Jesucristo, Rey de reyes.
Adorémosle, y constituyámosle Rey nuestro en todos los órdenes.
Digámosle a Jesucristo Rey aquellas palabras de la Liturgia, que
parecen un grito contra la libertad del hombre, pero que de hecho son la
salvación del hombre si se les da eficacia: ¡Señor Rey! Subyuga a tu imperio
nuestras voluntades rebeldes.
¡Rey nuestro, Jesús, Salvador nuestro! Al celebrar tu realeza en tu
Natividad, no queremos contentarnos con rendirte los efímeros tributos de
nuestra devoción, sino que queremos que tomes posesión de nuestra libertad.
Usa de ella, Rey nuestro, como te plazca, que mejor que en nuestras
manos pecadoras, que la sacan de su cauce para ofenderte, está en las tuyas
santísimas, que pueden hacer de ella la obradora de nuestra salvación, temporal
y eterna.
¡Rey nuestro, Jesús! Somos rebeldes a tu cetro, lo hemos sido mil
veces: aferra nuestra libertad, véncela, subyúgala, para que jamás pueda
levantarse contra Ti.
Venga a nos el tu reino, Jesús Rey, en los individuos, en la familia, en
la sociedad, para que después de haber sido dignos súbditos de tu cetro,
podamos formar parte del Reino eterno de la gloria, donde con el Padre y el
Espíritu Santo vives reinas por los siglos de los siglos. Amén