MISA DE LA AURORA
Es hora de ofrecer el segundo sacrificio, la Misa de la
Aurora.
La Santa Iglesia ha glorificado por la primera Misa el
Nacimiento temporal del Verbo, según la carne.
En este momento, honrará un segundo Nacimiento del mismo Hijo
de Dios, nacido de la gracia y misericordia, en los corazones de los fieles
cristianos.
He aquí, en este mismo momento, invitados por los Santos
Ángeles los pastores vienen a toda prisa a Belén; se agolpan en el establo,
demasiado estrecho para contener la multitud.
Dóciles a la advertencia del Cielo, llegaron a conocer al
Salvador, nacido para ellos. Y encontraron todas las cosas tal como los Ángeles
se las habían anunciado.
¿Quién podrá describir la alegría de sus corazones, la
simplicidad de su fe, la profundidad de su esperanza?
No se sorprenden de encontrar oculto por tal pobreza al que
su nacimiento conmueve a los mismos Ángeles. Sus corazones han comprendido todo;
adoran y aman a este Niño. Ya son cristianos.
¿Qué pasa en el corazón de estos hombres? Jesucristo nació
en él; allí vive ahora por fe, la esperanza y la caridad.
Por lo tanto, llamemos a nuestro turno al divino Niño a
nuestra alma; hagámosle lugar y que nada cierre la entrada de nuestros
corazones.
Es para nosotros también que hablan los Ángeles, es para
nosotros que anuncian la Buena Noticia; el beneficio no debe detenerse en los
únicos habitantes de las campañas de Bethlehem.
Con el fin de honrar el misterio de la silenciosa venida
del Salvador en las almas, el sacerdote va a presentar por segunda vez el Cordero
sin mancha al Padre celestial que le envió.
Que nuestros ojos estén fijos sobre el Altar, como los
pastores en el pesebre; busquemos como ellos al Niño recién nacido envuelto en
pañales.
Al entrar en el establo, no conocían aún a Aquél que iban a
ver; pero sus corazones estaban dispuestos.
De repente lo perciben, y sus ojos se detienen en este Sol
divino. Jesús, desde el fondo del pesebre, les envía una mirada de amor;
ellos se iluminan y encienden, y el día se abre en sus corazones.
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Hemos llegado a esta aurora bendita; ha aparecido el divino
Oriente que esperábamos. Y no debe ocultarse más en nuestras vidas, porque
hemos de temer por sobre todas las cosas la noche del pecado, de la cual nos
libera.
Somos hijos de la luz e hijos del día; debemos desconocer el
sueño de la muerte; hemos de velar siempre, recordando que los pastores velaban
cuando el Ángel habló con ellos y el cielo se abrió para ellos.
Todos los textos de la Misa de la Aurora nos hablan del
esplendor del Sol de Justicia. Degustemos esas citas como cautivos, durante
mucho tiempo encerrados en una prisión oscura, a quienes una suave luz llega
para devolverles la vista.
Resplandece en el pesebre el Dios de la luz. Sus rayos
divinos embellecen todavía más los rasgos augustos de la Virgen Madre, que lo
contempla con tanto amor; el venerable rostro de San José también recibe un
nuevo resplandor.
Pero estos rayos no se detienen en las estrechas paredes de
la gruta; si ellos dejan en la oscuridad merecida a la ingrata Belén, se expanden
por todo el mundo y encienden en millones de corazones un amor inefable por
esta Luz, que arranca a los hombres de los errores y de sus pasiones, para
elevarlos hacia el Cielo.
El Introito celebra el amanecer del Sol divino. El brillo de
su aurora anuncia ya el esplendor de su mediodía; comparte su fuerza y su
belleza; está armado para su victoria; y su nombre es el Príncipe de la paz.
La oración de la Iglesia en esta Misa de la Aurora es para
implorar la efusión de los rayos del Sol de justicia sobre las almas,
a fin de que ellas sean fecundas en obras de luz, y que las antiguas tinieblas
no aparezcan nunca más.
El Sol asomó para nosotros, es un Dios Salvador en toda
su misericordia. Estábamos lejos de Dios, en las sombras de la muerte; ha sido
necesario que los rayos divinos descendiesen hasta el fondo del abismo donde el
pecado nos había precipitado.
Hemos sido regenerados, justificados, somos herederos de la
vida eterna. ¿Que nos separa ahora del amor de este Niño? ¿Haremos inútiles las
maravillas de un amor tan generoso; nos tornaremos nuevamente esclavos de las tinieblas
de la muerte?
Mantengamos más bien la esperanza de vida eterna, a la cual
nos han iniciado misterios tan altos.
Imitemos la solicitud y avidez de los pastores para ir a
buscar al recién nacido.
Apenas han escuchado la palabra del Ángel, dejan todo sin
demora y van al establo. Llegados a la presencia del Niño, sus corazones ya
preparados reconocen al Hijo de Dios; y Jesús, por su gracia, nace en ellos.
Se regocijan y sienten que están unidos a Él; y su conducta
dará testimonio del cambio que ha tenido lugar en sus vidas.
¡Sí!, mantengamos la esperanza de vida eterna, a la cual nos
han iniciado misterios tan altos.
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Hemos considerado en la Primera Misa la Fe de María
Santísima. Contemplemos ahora su esperanza.
Como fruto de la vida de Fe, brota espontáneamente en el
corazón la esperanza.
Si aquélla nos lleva a conocer bien el valor de las cosas
de la tierra y del Cielo, ésta nos lleva y arrastra a despreciar las primeras y
a desear y confiar en la posesión de las segundas.
Dulcísima virtud la de la esperanza. Virtud completamente
necesaria para la vida espiritual. Sin Fe no es posible agradar a Dios; tampoco
sin la esperanza.
Es la desconfianza en Él lo que más le desagrada. La
esperanza y confianza en Dios, establece en nosotros relaciones necesarias y
obligatorias para con Él; debemos creer que Dios es remunerador, esto es, que
dará según su justicia a cada uno lo que merece, y, por eso, con la esperanza,
esperamos y confiamos en que Dios nos salvará..., que nos dará gracia
suficiente para ello y, en fin, nos concederá cuanto le pidamos, si así
conviene.
La esperanza, por tanto, es un verdadero acto de adoración,
por el que reconocemos el supremo dominio de Dios sobre todas las cosas; su
Providencia, que todo lo rige fuerte y amorosamente; su Bondad y Misericordia,
que no desea más que nuestro bien.
Prácticamente viene a confundirse con aquella vida de Fe
que se confía y abandona ciegamente en las manos de Dios.
Admiremos especialmente esta esperanza tan confiada, tan
firme, tan segura y cierta, en la Santísima Virgen.
Recordemos nuevamente la Expectación del Nacimiento de
Jesús, sobre todo después de su milagrosa Concepción en su purísimo seno. La
vida de María no era más que una dulcísima esperanza, llena de grandes anhelos
y de deseos vivísimos por ver ya nacido al Mesías prometido.
En Ella se resumió, acrecentada hasta el sumo, toda la
esperanza que llenó la vida de los Patriarcas y Santos del Antiguo Testamento.
Seguía, paso a paso, el desarrollo de todas las profecías,
y veía cómo, según ellas, se acercaba ya el cumplimiento de las mismas; que
estaba ya en la plenitud de los tiempos..., y como su fe no
dudaba ni un instante de la palabra de Dios, vivía con la dulce y consoladora
esperanza de ver y contemplar al Salvador.
Una vez nacido, la esperanza de Nuestra Señora aumentó más
y más.
En efecto, son muchas las cosas que producen, aumentan y
conservan la confianza de uno en otro; por ejemplo, la certeza de la bondad y
de la constancia de aquel en quien uno confía, la familiaridad y experiencia de
su amor, su largueza en los beneficios y el sabor gustado de su dulzura.
En todas estas cosas abundó sobremanera la Virgen Madre.
Estuvo abismada siempre en la contemplación de Dios y de sus perfecciones, y
vivió en la más estrecha intimidad con Él: con el Hijo unigénito, que nació de
Ella; con el Padre, como comparental suyo, y con el Espíritu Santo, como
permanente y suavísimo huésped de su alma.
Conforme a esto, experimentó con suma frecuencia y de modo
eminentísimo la caridad y amor que Dios le tenía, como a quien Él se había
unido con tan íntima y grande dignación, que llegó hasta el punto de hacerse su
Hijo.
Así conoció los beneficios que de Él había recibido con
divina munificencia, y gustó que el Señor es dulce, y que es infinita la
grandeza y la abundancia de su dulzura.
Y así de todas estas cosas sacó y tuvo en Dios la esperanza
más perfecta y plenísima.
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También es María Santísima el objeto de nuestra esperanza y
no sólo porque de Ella también hemos de gozar en el Cielo, contemplando su
belleza encantadora, la hermosura de su virtud, la blancura de su pureza, sino,
además, porque de Ella ha de venirnos la gracia que necesitamos, a Ella, debemos
pedir diariamente, frecuentemente, la gracia de la perseverancia final.
Si sabemos acudir a la Santísima Virgen en los momentos de
mayor oscuridad, de vacilación y cansancio, Ella nos alentará y nos conseguirá
la gracia de perseverar.
Contemplemos a María viviendo siempre con la vista en el
Cielo, no vivía más que de Jesús y para Jesús.
Pidámosle nos dé un poco de esta vida, que experimentemos algo
de ella en este día de Navidad, para que así estimemos como despreciable todo
lo de la tierra y no vivamos más que suspirando por la vida verdadera que nos
ofrece el Niño Dios.
Habiendo tenido la Bienaventurada Madre Virgen la virtud de
la esperanza de un modo excelentísimo, y además porque es también nuestra
esperanza, como piadosa auxiliadora en el negocio de la salvación, se pueden
aplicar muy bien a la Bienaventurada Virgen aquellas palabras del Eclesiástico:
Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa
esperanza.
Así, San Agustín la llama única esperanza, de los pecadores;
y San Germán de Constantinopla, esperanza de nuestra salvación.
Por lo cual, en la Antífona Salve Regina invocamos a
María de todo corazón: Dios te salve, esperanza nuestra.
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El motivo y la garantía principal de nuestra esperanza es
el mismo Dios con su bondad, su gran misericordia, su omnipotencia y su
fidelidad para cumplir todo lo que nos ha prometido.
Toda la obra de la Encarnación fue hecha, al decir de San
Pablo, para demostrar su misericordia, pero aún más lo demostró la obra de la
Redención y la perpetuidad de la misma en la Eucaristía.
En verdad, que cuando se ven las promesas que hizo Dios en
el Antiguo Testamento a los Patriarcas, a su pueblo escogido, y la exactitud
con que se sujetó a ellas hasta en sus más mínimos detalles, se anima y
consuela uno viendo la certeza de lo que nos ha prometido: la gracia, el Cielo,
la posesión y el gozo de la visión beatífica, pues se convence el alma de que
todo esto no son meras palabras, sino una dulce y grandiosa realidad.
Y aún quiso Dios hacernos más sensible este fundamento de
nuestra esperanza; y para eso colocó toda esperanza en su Madre y en nuestra
Madre ¡Qué motivo para confiar y nunca desesperar al ver que Dios y nosotros
tenemos una misma Madre!
Si nuestra esperanza en Dios se ha de fundar en su
misericordia, en su bondad y en su fidelidad, ¿no vemos claramente que en María
ha depositado todos estos títulos, para animarnos mejor a acudir a Él por medio
de Ella?
Mirando a María, no caben las desconfianzas, no tienen
razón de ser las desesperaciones, no se explica el más mínimo desaliento.
No lo olvidemos, pues, en los sufrimientos, humillaciones,
tentaciones, luchas y vicisitudes de la vida, siempre una mirada a María nos alentará,
nos dará el consuelo que necesitamos, nos animará a trabajar y a practicar las
virtudes cuesten lo que costaren.
Acudamos especialmente a Ella en estos días de Navidad; y
ya que le pedimos que después de este destierro nos muestre a Jesús, fruto
bendito de su vientre purísimo, pidámosle también que nos lo haga ver
espiritualmente durante estos santos días.