PRIMER DOMINGO
DE ADVIENTO
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Y habrá
señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y se abatirán las gentes en
la tierra, por la confusión del rugido del mar y de las olas; quedando los
hombres yertos por el temor y expectación de lo que sobrevendrá a todo el
universo; porque las virtudes de los cielos se conmoverán, y entonces verán al
Hijo del hombre que vendrá sobre una nube con gran poder y majestad.
Cuando comenzaren, pues, a cumplirse
estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque cerca está vuestra
redención.
Y les dijo una semejanza: Mirad la
higuera y todos los árboles: Cuando ya producen de sí el fruto, entendéis que
está cerca el estío.
Así también vosotros, cuando viereis
hacerse estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios.
En verdad os digo que no pasará esta
generación hasta que todas estas cosas sean hechas. El cielo y la tierra
pasarán, mas mis palabras no pasarán.
Este año, durante el Tiempo Litúrgico de Adviento, deseo detener la
atención sobre la Persona adorable de Jesús, considerándola según los
principales aspectos con que se nos ofrece en los Evangelios.
Para este estudio utilizaré, principalmente, la precisa y bella
doctrina del Cardenal Isidro Gomá y Tomás, Primado de España.
El Evangelio nos presenta un cuadro amplísimo en que se exhiben todos
los elementos para definir a Jesús y su obra, una visión de conjunto de la
trascendental figura de Jesús desde distintos puntos de vista.
Recogeremos en cuatro temas la luz dispersa en las narraciones
evangélicas, junto con la luz de las profecías y la que ha dado el pensamiento
tradicional cristiano, para que se vea así, de un golpe, al divino Redentor en
cada uno de los distintos aspectos al vivir entre los hombres.
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JESÚS, HIJO DE DIOS
Vindicamos para Jesús, en este primer punto, su título más glorioso y
en el que se funda toda la grandeza de los demás que se le atribuyen; el que le
ha conquistado más seguidores y más acérrimos enemigos; quizá el que con
mayores fulgores brilla en las páginas de los Evangelios: el título de Hijo de
Dios.
Jesús es el Hijo natural de Dios, y, por lo mismo, es Dios.
Si Jesús es Dios, los Evangelios son los libros que iluminan toda la
historia de la humanidad, de todos los siglos; si no lo fuese, no sólo sería un
enigma la revelación del Antiguo Testamento, sino que la historia humana,
anterior y posterior a Él, no sería más que una ficción espantosa.
Cinco veces, por lo menos, se declara Jesús explícitamente a sí mismo
Hijo de Dios. Hay, además, gran número de textos que revelan la preexistencia,
la misión trascendental y las especiales relaciones que unen a Jesús con el
Padre.
De todo el conjunto de estos textos se desprende la certeza por parte
de sus interlocutores y de los Evangelistas, que reprodujeron sus dichos, y la
misma evidencia objetiva de que Jesús era más que un puro hombre, y que le
unían a Dios lazos íntimos que le colocaban, con respecto a Dios, en situación
que no ha gozado ningún mortal.
Podríamos llamar al cuarto Evangelio el Evangelio de la divinidad de
Jesús: toda
su finalidad dogmática y apologética se concentra, como en una tesis
escolástica, en estas palabras: Estas cosas han sido escritas para que
creáis que Jesús es el Cristo Hijo de Dios...
Por ello no es de extrañar que San Juan Evangelista precisara de una manera
especial la naturaleza y las propiedades del Hijo de Dios.
Jesús, en el cuarto Evangelio, es el Hijo Unigénito, que está en el
seno del Padre;
Todo lo que hace el Padre, lo hace asimismo el Hijo; Él y el Padre son una misma
cosa, idéntica
en realidad.
En la oración sacerdotal de Jesús, después de la Cena, es tan claro el
pensamiento del Señor sobre su identificación con el Padre, que la teología de
los siglos posteriores no ha podido añadir a aquellos textos nueva claridad. El
resplandor o gloria de Jesús es la misma del Padre, ya antes de que el mundo
fuese; todas las cosas del Padre son del Hijo, y todas las del Hijo son del
Padre; Él está en el Padre, y el Padre está en Él; es una misma cosa con el
Padre.
Esta unidad de Jesús con el Padre, esta inmanencia recíproca, esta
solidaridad de vida, de acción, de pertenencia, indican, en el pensamiento del
Evangelista, una misma naturaleza, aunque con distinción de Personas.
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Jesús es el Hijo de Dios, no adoptivo, sino natural, único. Alrededor de
esta afirmación, que sale de los labios de amigos y enemigos, pero que es
especialísima afirmación del mismo Jesús, pueden agruparse otras pruebas de la
divinidad de este Hijo de Dios, sacadas de las mismas páginas de los Evangelios.
Están en primer lugar los milagros y profecías del mismo Jesús, no en
cuanto son obras de un poder o de una ciencia sobrehumanos, sino en cuanto son
motivos de credibilidad de las enseñanzas de Jesús.
Taumaturgos y profetas hubo antes de Jesús, y no fueron Dios ni se
llamaron Hijos de Dios: eran hombres de Dios, a quienes hacía Dios partícipes
de su fuerza o de su ciencia, para que obraran en su Nombre milagros o
predijeran cosas futuras.
Pero como sus milagros y profecías fueron la confirmación de la verdad
de sus dichos, así los milagros y profecías de Jesús atestan la verdad de su
filiación divina, con tanta insistencia y claridad por Él mismo predicada.
La misma forma con que Jesús realiza los milagros es argumento decisivo
para demostrar su divinidad. Los hace por virtud propia, sin atribuirlos a
ningún ser ni poder superior y sin declararse dependiente de él, como hicieron
los demás taumaturgos.
Por esto la mayor parte de veces no ora, sino que impera. La misma facilidad
y prodigalidad de sus milagros, y la naturaleza de la mayor parte de ellos, le
colocan a una distancia inmensa sobre todo taumaturgo en la historia de los
milagros.
Mirados en su conjunto los milagros de Jesús, le proclaman Señor de las
fuerzas, de las naturalezas, de las leyes, es decir, Dios verdadero de Dios
verdadero.
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La preexistencia y la preeminencia de Jesús, antes de todas las cosas y
sobre todo ellas, son otro título de su divinidad.
Él es el Verbo de Dios, que existe en Dios mismo desde la eternidad y por
quien han sido hechas todas las cosas.
Antes de que Abraham fuese, Él ya existe.
El Padre le ha dado poder sobre toda carne. Le ha sido dado todo poder,
en el cielo y en la tierra; es el Señor del sábado, es decir, está sobre la
misma ley; se dice a sí mismo más grande que Jonás y Salomón.
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En el orden espiritual y moral se atribuye cualidades y poderes que
sólo Dios tiene.
El demonio nada puede sobre Él.
Está absolutamente libre de pecado.
Perdona los pecados, con escándalo de quienes saben que ello es
atribución de Dios.
Se llama a sí mismo Luz del mundo, Camino, Verdad y Vida.
Se arroga, como el mismo Dios, el primer lugar en la jerarquía de los
objetivos del amor humano: El que ama a su padre o a su madre más que a mí,
no es digno de mí: y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno
de mí.
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La misma trascendencia de la doctrina dogmática y moral de Jesús lleva
la marca de su divinidad.
Pudo Jesús, como enviado del Padre, aun en la hipótesis de que fuera
puro hombre, enseñarles a los hombres cosas excelsas y divinas: así lo hizo
Moisés, así lo hicieron los Profetas de Dios.
Pero Jesús enseña un sistema total, orgánico, de doctrina religiosa. Lo
que deja de enseñarles a sus discípulos personalmente, lo hará el divino
Espíritu, que el Padre les enviará en su Nombre, y que Él mismo les enviará.
Y, sobre todo, lo enseña en nombre propio, como Maestro autónomo,
aunque ejerciendo las funciones que le ha confiado el Padre, que le ha enviado
a la tierra, y en cuyo seno lo ha aprendido todo.
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Jesucristo funda una sociedad religiosa, la Iglesia, y lo hace sobre un
pobre pescador, como sobre firmísima roca; le provee, a él y a los demás
apóstoles, de amplísimos poderes en el orden doctrinal, judicial y de
santificación; les promete su asistencia hasta la consumación de los siglos y
les traza maravillosos cuadros de sus tribulaciones y triunfos futuros.
Todo ello en forma que dista infinitamente de los temores, vaguedades,
presunciones, etc., que acostumbran acompañar las instituciones hechas por
hombres, aun siendo insignificantes, si se comparan con esta obra gigantesca de
Jesús, que se agranda a medida que crecen los siglos.
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Ante esta visión de conjunto de los argumentos que los Evangelios nos
ofrecen en demostración de la divinidad de Jesús, es inútil la estrategia de
sus enemigos, de todos los tiempos, de ponderar la grandeza del lado humano de
Jesús disimulando o combatiendo abiertamente su divinidad.
Jesús es absolutamente trascendental.
Cuando se hayan acumulado sobre Él todas las alabanzas que pueden
rendirse a un hombre, nada se le ha dicho si no se le confiesa Dios, porque hay
infinita distancia de las más elevadas cumbres que puedan conquistar los
hombres hasta el pedestal inconmovible sobre que descansa la Persona y la obra
de Jesús, Hijo de Dios.
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EL HIJO DEL HOMBRE
Jesús en los Evangelios es llamado Hijo de Dios, pero más repetidamente
se le llama en los mismos Hijo del hombre.
Es que Jesús es perfecto Dios y perfecto hombre; engendrado de la
substancia del Padre ante todos los siglos, nacido en el tiempo de la
substancia de la Madre, como dice el Símbolo de San Atanasio.
Es Jesús Dios verdadero de Dios verdadero; pero es, al propio tiempo,
verdadero hombre como nosotros, compuesto de alma y cuerpo, con las mismas
facultades espirituales, con los mismos elementos orgánicos, con iguales
sentimientos, bien que todo estaba en Él sublimado a la máxima altura de
perfección, porque era el Hombre-tipo.
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Bosquejamos la figura humana de Jesús según se desprende de los textos bíblicos.
En distintas ocasiones se emplea en el Antiguo Testamento la locución hijo
del hombre,
y en todas ellas, excepto una sola, tiene la significación simple de hombre.
Por primera vez emplea el profeta Daniel la locución hijo del hombre en el sentido concreto de alguien
que es el Hijo del hombre por antonomasia. En la famosa visión de los cuatro
imperios, se le presenta al profeta como un Hijo de hombre, que debía fundar el
quinto imperio, indestructible, que no será otro que el reino mesiánico: Miraba
yo en la visión de la noche, y he aquí que venía uno como Hijo de hombre con
las nubes del cielo, y llegó hasta el Anciano... Y dióle la potestad y el honor
y el reino... Su potestad es potestad eterna, que no será destruida...
Desde esta célebre profecía, el Hijo del hombre entre los hebreos, es
sinónimo de Mesías.
Es un hombre que será Dios al mismo tiempo: la naturaleza humana viene
manifestada por el apelativo ordinario hijo del hombre; la naturaleza y el poder
divinos se expresan con la forma con que en el Antiguo Testamento se presenta
Dios a los hombres: sobre las nubes del cielo.
De hecho, los judíos del tiempo de Cristo hacían sinónimas las dos locuciones.
Caifás, a la respuesta de Jesús: Veréis al Hijo del hombre venir sobre las
nubes del cielo..., entendió la alusión de Jesús a la profecía de Daniel y se rasgó
las vestiduras, por creerle blasfemo, pues se atribuía la naturaleza divina.
El Hijo del hombre representa, pues, en la teología judía el sumo abajamiento
de Dios que viene a la tierra en forma humana. El concepto no será preciso
hasta que venga la novísima revelación de la Encarnación del Verbo; pero todo
el pueblo espera el advenimiento de un Hijo de hombre que no será simple hombre como
los demás.
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Jesús se llama a sí mismo en los Evangelios Hijo del hombre 82 veces. Nadie más que Él
le llama así mientras vive en la tierra; San Esteban verá, en pleno Sinedrio, al
Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios.
¿Qué fin se propone Jesús al presentarse como Hijo del hombre? Demostrar, en primer lugar,
que tiene una naturaleza humana como los demás mortales.
Es el Hombre por excelencia: un hombre-tipo, cuya perfección sobrepuja
la de todos los hombres; pero que, en lo tocante a los constitutivos esenciales
de la naturaleza humana, no difiere de los demás.
Dar, en segundo lugar, testimonio de su mesianidad. Pronuncia Jesús
esta palabra a menudo con cierto énfasis, como para dar cuerpo vivo a la idea que
del Mesías se han formado los judíos después de la profecía de Daniel.
Del hecho de que Jesús se llama a sí mismo Hijo del hombre se deduce esta conclusión: Jesucristo
se presenta a los hombres como Verbo Encarnado; es por su Humanidad, personalmente
unida a su Divinidad, que Jesús obra, sufre y triunfa; por ello aparece como
Hijo del hombre en todos los textos que se refieren a sus funciones de Redentor,
de Dios hecho hombre.
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Todo cuanto puede decirse de la naturaleza humana de Jesús viene
encerrado en las breves y sublimes palabras de San Juan: El Verbo se hizo
carne, es
decir, se hizo hombre.
El que era Dios, sin dejar de serlo, sin sufrir mutación alguna, vino a
ser hombre también, por cuanto tomó la naturaleza humana íntegra y la unió a su
Persona divina.
Quiere ello decir que tomó Jesús un cuerpo como el nuestro.
La realidad del cuerpo de Jesús es el fundamento de toda su obra y de
toda su gloria.
De su obra, porque su muerte, la separación de su alma y de su cuerpo,
que sobreviene al derramamiento de su sangre, es el precio de la remisión de
los pecados de los hombres.
De su gloria, porque Jesús entró en ella por los padecimientos de su
cuerpo.
Tomó Jesús un alma como la nuestra. Un alma que es el principio de
donde arrancan sus potencias: su inteligencia, que crecía en sabiduría ante
Dios y los hombres; su voluntad, que se manifestaba en mil formas, y que
siempre se acomodaba a la voluntad suprema del Padre; su memoria, que le
recordaba sucesos anteriores.
Alma y cuerpo de Jesús eran el fundamento de su actividad emocional y
afectiva. Su ternura por su Santísima Madre, la predilección por Juan el
Evangelista, la pena por la muerte de su amigo Lázaro, la compasión que sentía
por las turbas hambrientas, el menosprecio que le inspiraban escribas y
fariseos, las congojas de Getsemaní, la santa ira que le inspira la profanación
del templo: todo son movimientos sincrónicos de alma y cuerpo de Jesús.
Humanizar a Cristo con exceso es peligroso y abusivo, porque se le
deforma al desgajar sistemáticamente el aspecto humano de su ser y de sus
funciones de Dios. En Jesucristo no hay persona humana; sólo la Persona divina,
la Persona del Hijo, está allí y a Ella deben atribuirse todos sus actos.
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EL MESÍAS
La esperanza en un redentor futuro es la esperanza que responde a la
solemne promesa hecha por Dios a nuestros progenitores en el Paraíso, renovada
con reiteración durante la historia del pueblo de Dios, y que se adulteró, como
otras tantas verdades primitivas, en los pueblos de la gentilidad.
En el mismo pueblo judío sufrió el concepto del Mesías lamentables deformaciones.
En el pueblo de Dios el futuro salvador de las naciones se llamó Mesías, palabra que equivale a Cristo o Ungido.
Como se ungía a los sacerdotes, a los reyes y a veces a los profetas, y
por ello eran llamados Cristos, como señal de la misión teocrática que debían
ejercer en Israel, así debía ser el futuro redentor el Mesías o Ungido por antonomasia, por cuanto
debía recibir la plenitud de la unción, no la unción litúrgica o material, sino
lo por ella simbolizado, que no es otra cosa que la efusión sobre el ungido de
los dones del divino Espíritu.
En este sentido dice David que el futuro Mesías será ungido con aceite
de exultación o alegría; Isaías le llama Ungido por el Espíritu de Yahvé que
vendrá sobre Él; y Daniel anuncia que será ungido el Santo de los Santos, es
decir, el Mesías.
Mesías es, pues, un nombre representativo de todos los títulos que reunirá el
futuro redentor. El Mesías, porque deberá ser el ungido con la plenitud.de
todos los dones de Dios, será el Rey, el Sacerdote, el Profeta, el Doctor del
pueblo redimido; será el Hijo de Dios, el Hijo del hombre, el Hijo de David, el
Enviado, el Admirable, el Padre de la raza futura, el Emmanuel, etc.
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Un hecho insólito, en la literatura universal, es el de la redacción:
en un espacio de más de mil años, una serie de libros escritos por varios
hombres, de diferente cultura y temperamento, que cultivaron distintos géneros literarios,
y que no obstante conservan la más absoluta unidad de pensamiento.
Y dentro de este hecho está aquel otro de una serie de predicciones
relativas a un personaje futuro y que definen perfectamente no sólo su carácter
personal, sino las circunstancias históricas en que debía aparecer y la obra
grandiosa que debía realizar.
Son las profecías mesiánicas, así llamadas por referirse a la persona y
a la obra del Mesías.
Jalonan ellas todos los siglos anteriores a Cristo, desde las puertas
del Paraíso hasta el mismo momento en que aparece Jesús a la vida pública, señalándole
el Bautista, último de los antiguos Profetas, como el Esperado de las naciones.
Forman un trazo de luz espléndida, que guía a la humanidad desde el
Edén hasta Jesucristo. A través de las profecías mesiánicas se ve el
pensamiento de Dios, manifestado en mil formas a los hombres, relativo al que
debía ser el Salvador de las naciones.
Aun podríamos decir que el elemento profético relativo al futuro Mesías
es en el Antiguo Testamento como el aglutinante y el soporte de los factores
heterogéneos que integran los Sagrados Libros: historia, religión, literatura,
constitución política del pueblo de Dios, sus relaciones, etc.
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Es el Mesías el hijo de la mujer que aplastará la cabeza de la serpiente;
el Dios que habitará en las tiendas de Sem; el descendiente de Abraham, Isaac y
Jacob; el hijo de Judá que vendrá al mundo cuando salga el cetro de Israel de
la casa de este Patriarca; la estrella de Jacob que viera Balaam; el Profeta anunciado
por Moisés.
La idea del Mesías, que en el período patriarcal pudo aparecer como un
simple hombre, se desarrolla y explicita en el período de los reyes en el
sentido de que será el mismo Yavhé quien revestirá la forma del Mesías.
David le ve de lejos, y le canta con una magnificencia que nadie podrá
igualar: es el Hijo de Dios: El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te
engendré hoy;
es el Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec; se ofrecerá Él mismo en
holocausto a Dios; y cosa que parece inverosímil, este Hijo de Dios y Sumo Sacerdote
sufrirá los dolores de una pasión atrocísima, que describe el real Profeta como
si se hallara presente en el Calvario al pie de la Cruz de Jesús. Todo el
Salterio está impregnado del pensamiento del Mesías y lleno de episodios de su
vida futura.
En el período llamado propiamente profético florecen, por espacio de
trescientos años, dieciséis profetas, algunos de los cuales viven
simultáneamente.
Cada uno de ellos aporta a la obra divina de la descripción del Mesías
una serie de rasgos de precisión portentosa.
Su madre será virgen; nacerá en Belén, no obstante haber va nacido del
seno del Padre desde toda la eternidad; se fija, año por año, el de su
nacimiento; visitará el templo de Zorobabel; será poderoso taumaturgo y a un
tiempo el tipo de la dulzura y mansedumbre; cuéntase el episodio de su venta y
el número de monedas en que se le estima; se describen minuciosamente los
oprobios de la pasión; la gloria de su sepulcro; la dilatación de su reino...
Todos estos trazos, y cien otros que podrían añadirse, de tal manera
forman, en el pensamiento de Israel, la idea del futuro Mesías, que cuando
llegue el Esperado de las naciones no habrá más que proyectar la luz de la
profecía sobre Él para reconocerle de manera inconfundible y aclamarle Hijo de
Dios e Hijo del hombre.
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Sin embargo, debido a la deformación que los judíos habían hecho de
esta noción, Jesús sólo reivindica para sí el título de Mesías en los lugares y
ocasiones en que la declaración de su mesianidad no fomentará equivocados
prejuicios ni pondrá en peligro su obra.
Rehúye el título y la consideración de Mesías en los lugares y ante
auditorios en que dominaba el prejuicio de un Mesías político que debiese
restaurar el antiguo esplendor de Israel.
Pero cuando Jesús ha realizado ya su obra de evangelización y ha puesto
los cimientos de su reino espiritual, deja todo reparo y se presenta claramente
como Mesías.
Cuando pocos días antes de su última Pascua entra con solemnidad en
Jerusalén, y las turbas le reciben como Mesías a los gritos de Hosanna al
hijo de David,
al ruego de los fariseos que le pedían hiciese callar a sus discípulos,
responde Jesús: En verdad os digo que si callasen éstos, hablarán las
piedras.
Y la noche antes de morir, al solemne conjuro del Sumo Sacerdote que le
exige, en el nombre de Dios vivo que diga si es el Cristo Hijo de Dios,
responde Jesús: Tú lo has dicho, es decir, sí, lo soy; y añade un rasgo que en la
mente de todo judío era inseparable del carácter de Mesías-Dios, a saber, el
presentarse un día Él, sentado a la diestra del Dios poderoso, viniendo sobre
las nubes del cielo.
Después de su resurrección afirma reiteradamente su carácter de Mesías
o Cristo, presentando sus sufrimientos y humillaciones, no sólo compatibles con
su carácter de Mesías, sino como una condición esencial de la mesianidad,
porque así estaba profetizado de antiguo. Sólo que Israel había desviado la
idea del Mesías tomando de las profecías, y exagerándolas en su sentido
temporal, aquellas que fomentaban el espíritu de reivindicación política del
pueblo judío.
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Después de la Ascensión de Jesús, en los mismos tiempos apostólicos y
por los mismos Apóstoles, se unirá definitivamente a su nombre patronímico,
Jesús, el de Mesías o Cristo. Jesús será para siempre Jesús-Cristo, o
Jesucristo.
Y las generaciones sucesivas ya no esperarán, en ningún pueblo, el
advenimiento del Mesías, porque no podía venir en otro tiempo que en el de
Jesús, ni podía ser otro que Jesús.
Ese Primer Adviento es el que nos preparamos a conmemorar en Navidad,
mientras ansiamos y pedimos su Segundo Advenimiento en Gloria y Majestad.