domingo, 25 de noviembre de 2012

Último de Pentecostés

VIGESIMOCUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Por tanto, cuando viereis que la abominación de la desolación, que fue dicha por el profeta Daniel, está en el lugar santo, el que lee entienda. Entonces los que estén en la Judea, huyan a los montes. Y el que en el tejado, no descienda a tomar alguna cosa de su casa. Y el que en el campo, no vuelva a tomar su túnica. ¡Mas ay de las preñadas y de las que crían en aquellos días! Rogad, pues, que vuestra huida no suceda en invierno o en sábado. Porque habrá entonces grande tribulación, cual no fue desde el principio del mundo hasta ahora ni será. Y si no fuesen abreviados aquellos días, ninguna carne sería salva; mas por los escogidos aquellos días serían abreviados.
Entonces si alguno os dijere: Mirad, el Cristo está aquí o allí, no lo creáis. Porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y darán grandes señales y prodigios, de modo que, si puede ser, caigan en error aun los escogidos. Ved que os lo he dicho de antemano. Por lo cual si os dijeren: He aquí que está en el desierto, no salgáis; mirad que está en lo más retirado de la casa, no lo creáis. Porque como el relámpago sale del Oriente, y se deja ver hasta el Occidente, así será también la venida del Hijo del hombre. Donde quiera que estuviese el cuerpo, allí se juntarán también las águilas.
Y luego después de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, y la luna no dará su lumbre, y las estrellas caerán del cielo y las virtudes del cielo serán conmovidas:
Y entonces aparecerá  la señal del Hijo del hombre en el cielo, y entonces plañirán todas las tribus de la tierra.
Y verán al Hijo del hombre que vendrá en las nubes del cielo con gran poder y majestad.
Y enviará  sus ángeles con trompetas y con grande voz: y allegarán sus escogidos de los cuatro vientos, desde lo sumo de los cielos hasta los términos de ellos.
Aprended de la higuera una comparación: cuando sus ramos están ya tiernos, y las hojas han brotado, sabéis que está cerca el estío: pues del mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas.
En verdad os digo, que no pasará esta generación, que no sucedan todas estas cosas: el cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.


Para el sermón de este 24º  Domingo de Pentecostés de este año me serviré del resumen de un texto del Padre Emmanuel, cura párroco de Mesnil-Saint-Loup: El drama del fin de los tiempos.

Dicho estudio debe ser leído y meditado en integridad; aquí no puedo hacer más que una reseña.

El mismo fue publicado en 1885, en Francia, y reeditado cien años más tarde con un prefacio de Monseñor Marcel Lefebvre. En él podemos leer:

La lectura de estas páginas sobre la Iglesia entusiasma, se siente en ellas el soplo del Espíritu Santo. Algunas de ellas incluso son proféticas, cuando describe la Pasión de la Iglesia. Ese año de 1884 fue también el año en que León XIII redacta su exorcismo por intercesión de San Miguel Arcángel, que anuncia la iniquidad en la Sede de Pedro.
Algunos años antes el Papa Pío IX hacía publicar las Actas de la secta masónica de la Alta Venta, que son verdaderas profecías diabólicas para nuestro tiempo.
El Reverendo Padre da precisiones sorprendentes sobre el indiferentismo religioso, que corresponde exactamente a la herejía ecuménica de nuestros días. ¿Qué habría dicho y escrito si hubiese vivido en nuestra época? Por sus escritos nos alienta a permanecer firmes en la fe de la Iglesia católica, y a rechazar los compromisos que menoscaban su liturgia, su doctrina y su moral.

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Con esta entusiasmante introducción comencemos nuestra meditación de la mano del Padre Emmanuel.

Dios ha querido que los destinos de la Iglesia de su Hijo único fuesen trazados de antemano en las Escrituras, como lo habían sido los de su Hijo mismo; por eso, en ellas buscaremos los documentos de nuestro trabajo.

La Iglesia, como debe ser semejante en todo a Nuestro Señor, sufrirá, antes del fin del mundo, una prueba suprema que será una verdadera Pasión.

Los detalles de esta Pasión, en la cual la Iglesia manifestará toda la inmensidad de su amor por su divino Esposo, son los que se encuentran consignados en los escritos inspirados del Antiguo Testamento y del Nuevo.

Ciertamente es un espectáculo triste ver cómo la humanidad, seducida y enloquecida por el espíritu del mal, trata de ahogar y de aniquilar a la Iglesia, su madre y su tutora divina. Pero de este espectáculo sale una luz que nos muestra toda la historia en su verdadera luz.

El hombre se agita sobre la tierra; pero es conducido por fuerzas que no son de la tierra. En la superficie de la historia, el ojo capta trastornos de imperios, civilizaciones que se hacen y que se deshacen. Por debajo, la fe nos hace seguir el gran antagonismo entre Satán y Nuestro Señor; ella nos hace asistir a las astucias y a las violencias de que se vale el espíritu inmundo, para entrar en la casa de la que Jesucristo lo expulsó. Al fin volverá a entrar en ella, y querrá eliminar de ella a Nuestro Señor.

Entonces se rasgarán los velos, lo sobrenatural se manifestará por todas partes; no habrá ya política propiamente dicha, sino que se desarrollará un drama exclusivamente religioso, que abarcará a todo el universo.

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Podemos preguntarnos por qué los escritores sagrados han descrito tan minuciosamente las peripecias de este drama, cuando sólo ocupará algunos pocos años. Es que será la conclusión de toda la historia de la Iglesia y del género humano; es que hará resaltar, con un brillo supremo, el carácter divino de la Iglesia.

Por otra parte, todas estas profecías tienen el fin incontestable de fortalecer el alma de los fieles creyentes en los días de la gran prueba. Todas las sacudidas, todos los miedos, todas las seducciones que entonces los asaltarán, puesto que han sido predichos con tanta exactitud, formarán entonces otros tantos argumentos en favor de la fe combatida y proscrita. La fe se afianzará en ellos, precisamente por medio de lo que debería destruirla.

Pero nosotros mismos tenemos que sacar abundantes frutos de la consideración de estos acontecimientos extraños y temibles. Después de haber hablado de ellos, Nuestro Señor dijo a sus discípulos: “Velad, pues, orando en todo tiempo, a fin de merecer el evitar todos estos males venideros, y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”.

Así, pues, el anuncio de estos acontecimientos es un solemne aviso al mundo: Velad y orad para no caer en la tentación”.

No sabéis cuándo sucederán estas cosas: velad y orad, para que no os tomen por sorpresa.

Sabéis que desde ahora la seducción opera en las almas, que el misterio de iniquidad realiza su obra, que la fe es reputada como un oprobio; velad y orad, para conservar la fe.

Llegó la hora de la noche, la hora del poder de las tinieblas: velad para que vuestra lámpara no se apague, orad para que el torpor y el sueño no os venzan. Más bien levantad vuestras cabezas al cielo; porque la hora de la redención se acerca, porque las primeras luces del alba clarean ya las tinieblas de la noche.

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Jamás se habrá visto al mal tan desencadenado; y al mismo tiempo más contenido en la mano de Dios.

La Iglesia, como Nuestro Señor, será entregada sin defensa a los verdugos que la crucificarán en todos sus miembros; pero no se les permitirá romperle los huesos, que son los elegidos, como tampoco se les permitió romper los del Cordero Pascual extendido sobre la cruz.

La prueba será limitada, abreviada, por causa de los elegidos; y los elegidos se salvarán; y los elegidos serán todos los verdaderos humildes.

Finalmente, la prueba concluirá por un triunfo inaudito de la Iglesia, comparable a una resurrección.

En esos tiempos, e incluso en los preludios de la crisis suprema, la Iglesia verá cómo se convierten los restos de las naciones. Pero su consuelo más vivo será el retorno de los Judíos. Los Judíos se convertirán, ya antes, ya durante el triunfo de la Iglesia.

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El tema del fin del mundo ha sido agitado desde el comienzo de la Iglesia. San Pablo había dado sobre este punto preciosas enseñanzas a los cristianos de Tesalónica; y como a pesar de sus instrucciones orales, los espíritus seguían inquietos por causa de predicciones y rumores sin fundamento, les dirige una carta muy grave para calmar esas inquietudes.

Os rogamos, hermanos, por lo que atañe al advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con Él, que no os dejéis tan pronto impresionar, abandonando vuestro sentir, ni os alarméis, ni por visiones, ni por ciertos discursos, ni por cartas que se suponen enviadas por nosotros, como que sea inminente el día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera; porque antes ha de venir la apostasía, y se ha de manifestar el hombre del pecado, el hijo de la perdición. ¿No recordáis que, estando todavía con vosotros, os decía yo esto? Y ahora ya sabéis lo que le detiene, con el objeto de que no se manifieste sino a su tiempo. Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que lo detiene ahora desaparezca de en medio.

Así, el fin del mundo no llegará sin que antes se revele un hombre espantosamente malvado e impío, que San Pablo califica llamándolo el hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y éste, a su vez, no se manifestará sino después de una apostasía general, y después de la desaparición de un obstáculo providencial sobre el que el Apóstol había instruido de viva voz a sus fieles.

¿De qué apostasía quiere hablar San Pablo? No se trata de una defección parcial; porque dice, de manera absoluta, la apostasía. No se lo puede entender, por desgracia, sino de la apostasía en masa de las sociedades cristianas, que social y civilmente renegarán de su bautismo; de la defección de estas naciones que Jesucristo, según la enérgica expresión de San Pablo, había hecho con-corporales a su Iglesia. Sólo esta apostasía hará posible la manifestación, y la dominación, del enemigo personal de Jesucristo, en una palabra, del Anticristo.

Nuestro Señor dijo: “Cuando viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?”. El divino Maestro veía declinar la fe en el mundo llegado a su vejez.

No es que los vientos del siglo puedan hacer vacilar esta llama inextinguible, sino que las sociedades, ebrias por el bienestar material, la rechazarán como importuna. Volviendo las espaldas a la fe, el mundo va camino de las tinieblas, y se convierte en juguete de las ilusiones de la mentira. Considera como luces a meteoritos engañosos. Sería capaz de considerar como las primeras luces del día los brillos rojos del incendio. Al renegar de Jesucristo, es preciso que caiga mal que le pese en las garras de Satán, a quien tan justamente se llama príncipe de las tinieblas. No puede permanecer neutro; no puede crearse una independencia. Su apostasía lo pone directamente bajo el poder del diablo y de sus satélites.

El docto Estio, al estudiar el texto del Apóstol, dice que esta apostasía comenzó con Lutero y con Calvino. Es el punto de partida. Desde entonces ha recorrido un camino espantoso. Hoy esta apostasía tiende a consumarse. Toma el nombre de Revolución, que es la insurrección del hombre contra Dios y su Cristo. Tiene por fórmula el laicismo, que es la eliminación de Dios y de su Cristo.

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Entra dentro de lo posible, aunque la apostasía se encuentre muy avanzada, que los cristianos, por un esfuerzo generoso, hagan retroceder a los conductores de la descristianización a ultranza, y obtengan así para la Iglesia días de consuelo y de paz antes de la gran prueba. Este resultado lo esperamos, no de los hombres, sino de Dios; no tanto de los esfuerzos cuanto de las oraciones.

En este orden de ideas, algunos autores piadosos esperan, después de la crisis presente, un triunfo de la Iglesia, algo así  como un domingo de Ramos, en el cual esta Madre será saludada por los clamores de amor de los hijos de Jacob, reunidos a las naciones en la unidad de una misma fe. Nos asociamos de buena gana a estas esperanzas, que apuntan a un hecho formalmente anunciado por los profetas, y del cual volveremos a hablar en su lugar.

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Sea lo que fuere, este triunfo, si Dios nos lo concede, no será de larga duración. Los enemigos de la Iglesia, aturdidos por un momento, proseguirán su obra satánica con redoblado odio.

Podemos representarnos el estado de la Iglesia en ese momento, como semejante en todo al estado de Nuestro Señor durante los días que precedieron a su Pasión. El mundo será profundamente agitado, como lo estaba el pueblo judío reunido para las fiestas pascuales. Habrá rumores inmensos, y cada cual hablará de la Iglesia, unos para decir que ella es divina, otros para decir que ella no lo es.

La Iglesia se encontrará  expuesta a los más insidiosos ataques del librepensamiento; pero jamás habrá logrado mejor que entonces reducir al silencio a sus adversarios, pulverizando sus sofismas.

En resumen, el mundo será puesto enfrente de la verdad; la irradiación divina de la Iglesia brillará ante sus ojos; pero él desviará la cabeza, y dirá: ¡No me interesa!

Este desprecio de la verdad, este abuso de las gracias tendrá como consecuencia la revelación del hombre de pecado. La humanidad habrá querido a este amo inmundo: ella lo tendrá. Y por él se producirá una seducción de iniquidad, una eficacia de error que castigará a los hombres por haber rechazado y odiado la Verdad.

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San Gregorio Magno contempla a la Iglesia, al fin de los tiempos, bajo la figura de Job humillado y sufriente, expuesto a las insinuaciones pérfidas de su mujer y a las críticas amargas de sus amigos; él, delante de quien en otros tiempos se levantaban los ancianos, y los príncipes guardaban silencio.

La Iglesia, dice muchas veces el gran Papa, hacia el término de su peregrinación, será privada de todo poder temporal; incluso se tratará de quitarle todo punto de apoyo sobre la tierra. Pero va más lejos, y declara que será despojada del brillo mismo que proviene de los dones sobrenaturales.

Se retirará, dice, el poder de los milagros, será quitada la gracia de las curaciones, desaparecerá la profecía, disminuirá el don de una larga abstinencia, se callarán las enseñanzas de la doctrina, cesarán los prodigios milagrosos. Eso no quiere decir que no habrá nada de todo eso; pero todas estas señales ya no brillarán abiertamente y de mil maneras, como en las primeras edades. Será incluso la ocasión propicia para realizar un maravilloso discernimiento. En ese estado humillado de la Iglesia crecerá la recompensa de los buenos, que se aferrarán a ella únicamente con miras a los bienes celestiales; por lo que a los malvados se refiere, no viendo en ella ningún atractivo temporal, no tendrán ya nada que disimular, y se mostrarán tal como son.

¡Qué palabra terrible: se callarán las enseñanzas de la doctrina! San Gregorio proclama en otras partes que la Iglesia prefiere morir a callarse. Por lo tanto, ella hablará: pero su enseñanza será obstaculizada, su voz será ahogada; ella hablará: pero muchos de los que deberían gritar sobre los techos no se atreverán a hacerlo por temor a los hombres. Y eso será la ocasión de un discernimiento temible.

A pesar de todas estas tristezas punzantes, la Iglesia no perderá ni la valentía ni la confianza. Será sostenida por la promesa del Salvador, consignada en las Escrituras, de que esos días serán abreviados a causa de los elegidos. Sabiendo que los elegidos serán salvados a pesar de todo, se entregará, en lo más recio de la tormenta, a la salvación de las almas con una energía infatigable.

En efecto, a pesar del espantoso escándalo de esos tiempos de perdición, no hay que pensar que los pequeños y los débiles se perderán necesariamente. El camino de salvación seguirá estando abierto, y la salvación será posible para todos. La Iglesia tendrá medios de preservación proporcionados a la magnitud del peligro. Y sólo perecerán aquellos de entre los pequeños que, por haber abandonado las alas de su madre, serán presa del ave rapaz.

¿Cuáles serán esos medios de preservación? Las Escrituras no nos dan ninguna indicación sobre este punto; mas nosotros podemos formular sin temeridad algunas conjeturas.

La Iglesia se acordará del aviso dado por Nuestro Señor para los tiempos de la toma y destrucción de Jerusalén, y aplicable, según el parecer de los intérpretes, a la última persecución.

En conformidad con estas instrucciones del Salvador, la Iglesia salvará a los pequeños de su rebaño por medio de la fuga; Ella les preparará refugios inaccesibles, donde los colmillos de la Bestia no los alcanzarán.

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Según San Pedro, vendrán en los últimos días burladores con burlerías, dados a vivir conforme a sus propias concupiscencias, y diciendo: “¿Dónde está la promesa y el advenimiento de Jesucristo? Porque desde que los padres murieron, todo continúa de la misma manera, lo mismo que desde el principio de la creación”.

Es superfluo intentar precisar la hora en que tendrá lugar el segundo advenimiento de Nuestro Señor. Se trata de un secreto impenetrable para toda criatura. “Lo que toca a aquel día y hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo”.

Sin embargo este momento supremo, que pondrá término a este mundo de pecado, será precedido de señales portentosas, que fijarán la atención no sólo de los creyentes, sino también de los mismos impíos.

Por otra parte, los Evangelios insinúan con bastante claridad que habrá un cierto lapso, aunque bastante corto, entre el castigo del monstruo y la consumación de todas las cosas.

En efecto, ¿qué dice Nuestro Señor? Comienza por describir una tribulación tal, cual no la hubo jamás desde el comienzo del mundo; es la persecución del Anticristo.

Añade: “Luego, después de la tribulación de aquellos días, el sol se entenebrecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán. Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se herirán entonces los pechos todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con grande poderío y majestad”.

Estos son los signos que precederán inmediatamente el advenimiento de Jesucristo como Juez. Pero ¿cómo conciliar, con todos estos preludios formidables, el carácter repentino e imprevisto que, según otros textos del Evangelio, revestirá este advenimiento?

Un poco más lejos, en efecto, Nuestro Señor nos representa a los hombres de los últimos días del mundo enteramente semejantes a los contemporáneos de Noé, que el Diluvio sorprende comiendo y bebiendo, casándose ellos y casándolas a ellas.

Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que todos los trastornos precursores del fin del mundo pueden ser considerados como haciendo cuerpo con el juicio mismo, semejantes a esos crujidos siniestros que no se distinguen del hundimiento que les sigue.
Antes de todos estos presagios terribles, los hombres podrán burlarse de las advertencias de la Iglesia. Pero cuando oigan crujir la máquina del mundo, palidecerán; y como dice San Lucas, perderán el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo.

El mismo Santo Tomás da una viva luz sobre los tiempos que transcurrirán entre la muerte del Anticristo y la venida de Jesucristo, cuando dice: “Antes de que empiecen a aparecer las señales del juicio, los impíos se creerán en paz y en seguridad, a saber, después de la muerte del Anticristo, porque no verán acabarse el mundo, como lo habían estimado antes”.

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Ayudándonos de este pequeño texto, podemos formar las hipótesis más plausibles sobre los últimos tiempos del mundo; y nuestros lectores no dejarán de interesarse, aunque no las reciban sino a título de simples conjeturas.

Hemos dicho, y mantenemos como incontestable, que la muerte del Anticristo será seguida de un triunfo sin igual de la santa Iglesia de Jesucristo.

Estos hermosos días no durarán, desgraciadamente, sino el tiempo necesario para olvidar los solemnes acontecimientos que los habrán hecho nacer. Poco a poco se verá cómo la tibieza sucede al fervor; y este paso insensible se hará tanto más rápido, cuanto que la Iglesia no tendrá, por decirlo así, enemigos que combatir.

He aquí cómo un autor estimado, el Padre Arminjon, describe el estado en que caerá entonces el mundo:

La caída del mundo tendrá lugar instantáneamente y de improviso: «veniet dies Domini sicut fur». Será en una época en que el género humano, sumergido en el sueño de la más profunda incuria, estará a mil leguas de pensar en el castigo y en la justicia. La divina misericordia habrá agotado todos sus medios de acción. El Anticristo habrá aparecido. Los hombres dispersados en todas partes habrán sido llamados al conocimiento de la verdad. La Iglesia católica, una última vez, se habrá difundido en la plenitud de su vida y de su fecundidad. Pero todos estos favores señalados y sobreabundantes, todos estos prodigios, se borrarán de nuevo del corazón y de la memoria de los hombres. La humanidad, por un abuso criminal de las gracias, habrá vuelto a su vómito. Volcando todas sus aspiraciones hacia la tierra, se habrá apartado de Dios, hasta el punto de no ver ya el cielo, y de no acordarse más de sus justos juicios (Dan. 13 9). La fe se habrá apagado en todos los corazones. Toda carne habrá corrompido su camino. La divina Providencia juzgará que ya no habrá remedio alguno. Será, dice Jesucristo, como en los tiempos de Noé. Los hombres vivían entonces despreocupados, hacían plantaciones, construían casas suntuosas, se burlaban alegremente del bueno de Noé, que se entregaba al oficio de carpintero y trabajaba noche y día por construir su arca. Se decían: ¡Qué loco, qué visionario! Eso duró hasta el día en que sobrevino el diluvio, y se tragó toda la tierra: «venit diluvium et perdidit omnes» (Lc. 17 27). Así, la catástrofe final se producirá cuando el mundo se creerá en la seguridad más completa; la civilización se encontrará en su apogeo, el dinero abundará en los comercios, jamás los fondos públicos habrán conocido un alza tan grande. Habrá fiestas nacionales, grandes exposiciones; la humanidad, rebosando de una prosperidad material inaudita, dirá como el avaro del Evangelio: «Alma mía, tienes bienes para largos años, bebe, come, diviértete...» Pero de repente, en medio de la noche, «in media nocte» —porque en las tinieblas, y en esa hora fatídica de la medianoche en que el Salvador apareció una primera vez en sus anonadamientos, volverá a aparecer en su gloria—, los hombres, despertándose sobresaltados, escucharán un gran estrépito y un gran clamor, y se dejará oír una voz que dirá: Dios está aquí, salid a su encuentro, «exite obviam ei» (Mt. 25 6).

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La gran catástrofe, en efecto, será precedida de signos aterradores cuyo conjunto formará un supremo llamado de la divina misericordia. ¡Muy ciego y endurecido será quien resista a él!

El sol se oscurecerá, como agotado por una pérdida de luz. La luna no recibirá ya una irradiación lo suficientemente viva como para brillar ella misma. El cielo se enrollará como un libro, invadido por una oscuridad espesa. Las fuerzas del cielo se tambalearán; pues las leyes de los movimientos de los cuerpos celestiales parecerán suspendidas. Habrá una profunda turbación en el mar, un gran estrépito de olas levantadas, y la tierra se verá sacudida de movimientos insólitos; y los hombres no sabrán dónde refugiarse para huir de los elementos desencadenados. Finalmente la tierra se abrirá, y lanzará globos de llamas que producirán un incendio general, mientras que en los aires aparecerá una cruz esplendorosa que anunciará la venida del sumo Juez.

¿Cuánto tiempo durarán estas señales? Nadie lo sabe. Lo que la Escritura nos dice, es que los hombres se secarán de espanto. Sucederá con ellos lo que sucedió con los contemporáneos de Noé. Mientras éste proseguía la construcción del arca, todo el mundo se burlaba de él; pero cuando el Diluvio comenzó a invadirlo todo, todo el mundo tembló, y muchos hombres, según el testimonio de San Pedro, se convirtieron.

Del mismo modo, nos está permitido esperar que al acercarse el juicio, una buena parte de los hombres, viendo cómo los cielos se velan y sintiendo fallar la tierra bajo sus pies, harán un acto de contrición suprema y volverán a entrar en gracia con Dios.

Por lo que mira a los justos, levantarán la cabeza con confianza; y la cruz que resplandecerá los llenará de alegría.
La carrera mortal de la Iglesia habrá concluido.

El mundo esperará, para acabar, a que Ella haya recogido al último de sus elegidos.

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¿Nos equivocamos en ver en el estado presente del mundo los preludios de la crisis final que se describe en los Santos Libros? No nos lo parece.

La apostasía comenzada de las naciones cristianas, la desaparición de la fe en tantas almas bautizadas, el plan satánico de la guerra llevada contra la Iglesia, la llegada al poder de las sectas masónicas, son fenómenos de tal envergadura que no podríamos imaginar otros más terribles.

Sin embargo, no querríamos que se falsease nuestro pensamiento. La época en que vivimos es indecisa y atormentada. La humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del mal está el bien; al lado de la propaganda revolucionaria y satánica hay un movimiento de renacimiento católico, manifestado por tantas obras generosas y empresas santas.

Las dos corrientes se delinean cada día más claramente: ¿cuál de ellas arrastrará a la humanidad? Sólo Dios lo sabe.

Por otra parte, es seguro que la carrera terrestre de la Iglesia se encuentra lejos de estar cerrada: es más, tal vez nunca se ha visto abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha hecho saber que el fin de los tiempos no llegará antes de que el Evangelio haya sido predicado en todo el universo, en testimonio para todas las naciones (Mt. 24 14). Ahora bien, ¿se puede decir que el Evangelio ha sido ya predicado en el corazón de África, en China, en el Tíbet? Algunas luces raras no constituyen el pleno día; algunos faros encendidos a lo largo de las costas no expulsan la noche de las tierras profundas que se extienden detrás de ellas.

¿Cómo la Iglesia realizará esta carrera? ¿Bajo qué auspicios llevará a las naciones que lo ignoran, o que lo han recibido insuficientemente, el testimonio prometido por Nuestro Señor? ¿Será en una época de paz relativa? ¿Será en medio de las angustias de una persecución religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos sentidos. La Iglesia se desarrolla de un modo que desconcierta todas las previsiones humanas; basta recordar las maravillosas conquistas hechas contra la infidelidad, en el momento más agudo de la crisis del protestantismo.

En realidad, la confianza más absoluta en los magníficos destinos futuros de la Iglesia no es incompatible de ningún modo con nuestras reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación presente.

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Por otra parte, al estimar que asistimos a los preludios de la crisis que traerá consigo la aparición del Anticristo en la escena del mundo, nos cuidamos muy bien de querer precisar los tiempos y los momentos; lo que consideraríamos como una temeridad ridícula.

Permítasenos una comparación que explicará  todo nuestro pensamiento.

Sucede que un viajero descubre, a un cierto punto de su camino, toda una vasta extensión de un país, limitado en el horizonte por montañas. Ve cómo se dibujan claramente las líneas de esas montañas lejanas; pero no podría evaluar la distancia que las separa a unas de otras. Cuando empieza a atravesar esta distancia intermediaria, encuentra barrancos, colinas, ríos; y la meta parece alejarse a medida que se acerca de ella.

Así sucede con nosotros, a nuestro humilde entender, en los tiempos presentes. Podemos presentir la crisis final, viendo cómo se urde y desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del que será la suprema coronación.

Pero, desde el punto en que nos encontramos en el momento actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva el futuro! ¡Cuántas restauraciones del bien son siempre posibles! ¡Cuántos progresos del mal, por desgracia, son posibles también! ¡Cuántas alternativas en la lucha! ¡Cuántas compensaciones al lado de las pérdidas!

Aquí hay que reconocer, con Nuestro Señor, que sólo al Padre pertenece disponer los tiempos y los momentos. “Non est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ Pater posuit in sua potestate” (Act. 1 7).

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En esta incertidumbre, dominada por el pensamiento de la Providencia, ¿qué podemos hacer? Velar y orar.

Velar y orar, porque los tiempos son incontestablemente peligrosos; pues hay un peligro grande, en esta época de escándalo, de perder la fe.

Velar y orar, para que la Iglesia realice su obra de luz, a pesar de los hombres de tinieblas.

Velar y orar, para no entrar en la tentación.

Velar y orar en todo tiempo, para ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro, y de mantenerse de pie en presencia del Hijo del hombre.