FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
Basado en la excelente doctrina
de Dom Columba Marmion
¡Padre!
Deseo que los que Tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy para que
contemplen mi gloria; la gloria que Tú me has dado, así
se expresaba Nuestro Señor en su Sermón de despedida, la inefable plegaria que
Jesucristo dirigió al Padre en la última Cena, cuando ya iba a coronar su
misión salvadora en la tierra, con su Sacrificio redentor.
Jesucristo
pide que sus discípulos y todos aquellos que crean en Él sean también asociados
a su gloria. Quiere que estemos donde Él está. ¿Dónde?
En la gloria de Dios Padre.
Allí
está el término final de nuestra predestinación, la consumación de nuestra
adopción, el complemento supremo de nuestra perfección, la plenitud de nuestra
vida.
Oigamos
cómo el Apóstol San Pablo nos expone esta verdad. Después de haber dicho que
Dios, que quiere nuestra santificación, nos ha predestinado a ser conformes a
la imagen de su Hijo, para que su Hijo sea el primogénito de un gran número de
hermanos, añade al punto: Y a los que ha predestinado también los ha
llamado; y a quienes ha llamado, también los ha justificado, a los que ha
justificado, también los ha glorificado.
Estas
palabras indican las fases sucesivas de aquello para lo cual Dios nos creó es,
a saber nuestra predestinación y nuestra santificación en Cristo Jesús; nuestra
justificación por la gracia que nos hace hijos de Dios; nuestra glorificación
final que nos asegura la vida eterna.
El Santo
Bautismo es la señal de nuestra vocación sobrenatural el sacramento de nuestra
iniciación cristiana; nos hacemos justos mediante la gracia de Cristo. Esa
justificación se puede ir perfeccionando sin cesar, según el grado de nuestra
unión con Cristo, hasta que halle la culminación en la gloria.
La
gloria es esa herencia divina que nos corresponde en cuanto hijos de Dios,
herencia que Cristo nos ganó con sus méritos, que Él mismo posee y quiere
compartir con nosotros.
Llegamos
a participar de la misma herencia de Cristo: la vida, la gloria y la bienaventuranza
eternas con la posesión de Dios. La culminación de la vida divina en nosotros
no se realiza en este mundo; sino, como lo dice Nuestro Señor, junto al
Padre.
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Fijemos,
pues hoy, Fiesta de Todos los Santos, la mirada en esa herencia eterna que
Nuestro Señor pidió al Padre para nosotros; debemos pensar en ella a menudo,
pues ella constituye la suprema finalidad de toda la obra de Cristo.
He
venido para darles vida; pero esa vida no será
verdadera si no es eterna; todo nuestro conocimiento y todo nuestro amor hacia
el Padre y hacia su Hijo, están orientados hacia la consecución de esa vida
eterna que nos hace hijos de Dios: En esto consiste la vida eterna: en
conocer al solo Dios verdadero y a su enviado Jesucristo.
En
la tierra siempre podemos perder la vida divina, que Jesucristo nos confiere
por medio de la gracia; sólo la muerte en el Señor
fija y asegura en nosotros esa vida de manera inmutable.
La
Iglesia enseña esta verdad llamando día de nacimiento al día en que los Santos entran en posesión eterna de esa vida.
La
vida de Cristo en nosotros en la tierra no es más que una aurora, no llega a su
mediodía, pero mediodía sin ocaso, sino cuando florece en frutos de vida eterna.
Por
lo tanto, no tendríamos más que una idea muy incompleta de la vida de Cristo en
nuestra alma, si no considerásemos el término a que por su misma naturaleza
debe conducirnos esa vida.
Ya
sabéis con qué empeño y fervor rogaba San Pablo por los fieles de Éfeso para
que conociesen el misterio de Cristo.
Pero el gran Apóstol cuida bien de advertirles que ese misterio no tiene su culminación sino en la eternidad; y por eso desea vivamente
que el alma de sus queridos cristianos ande siempre embargada por ese
pensamiento.
Veamos,
pues, cuál es esa esperanza, cuáles esas riquezas que San Pablo, con tanto empeño, quería que se conociesen.
Oigamos
lo que la Revelación nos dice, pero con fe, porque aquí todo es sobrenatural.
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La
bienaventuranza eterna consiste en la visión de Dios cara a cara, en el amor
inmutable y en la alegría perfecta.
San
Pablo dice que en esta vida perduran tres virtudes: fe, esperanza y caridad; mas la caridad, añade, es la más
excelente de todas.
¿Por
qué razón? Porque al llegar al Cielo la fe en Dios se cambia en visión de Dios;
la esperanza se desvanece con la posesión de Dios; pero el amor permanece y nos
une a Dios para siempre.
He
ahí en qué consiste la glorificación que nos espera, la bienaventuranza de que
gozaremos: veremos a Dios, amaremos a Dios, gozaremos de Dios...
Esos
actos constituyen la vida eterna, la participación asegurada y completa de la
vida misma de Dios; de ahí nace la bienaventuranza del alma, bienaventuranza de
que participará también el cuerpo después de la resurrección.
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En
el Cielo veremos a Dios. Ver a Dios como Él
se ve es el primer elemento de esa participación de la naturaleza divina que
constituye la vida bienaventurada; es el primer acto
vital en la gloria.
En
la tierra, dice San Pablo, no conocemos a Dios más que por la fe, de manera
oscura; pero entonces veremos a Dios cara a cara.
No
podemos ahora conocer lo que es en sí misma esa visión; pero el alma será
fortalecida con la luz de la gloria,
que no es otra cosa que la gracia misma floreciendo en el Cielo. Veremos a Dios
con todas sus perfecciones; o mejor dicho, veremos que todas sus perfecciones
se reducen a una perfección infinita, que es la Divinidad; contemplaremos la
vida íntima de Dios; entraremos, como dice San Juan, en sociedad con la
santa y adorable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo; contemplaremos la plenitud del Ser, la plenitud de toda verdad, de toda
santidad, de toda hermosura, de toda bondad.
Contemplaremos,
por siempre jamás, la Humanidad del Verbo; veremos a Cristo Jesús, en quien el
Padre puso sus complacencias; veremos al que quiso ser nuestro hermano mayor, contemplaremos los rasgos, para siempre gloriosos, de Aquél que nos libró
de la muerte por medio de su cruenta Pasión y nos alcanzó el poder vivir esa
vida inmortal.
A Él
cantaremos reconocidos el himno del agradecimiento: Con tu sangre, Señor,
nos has rescatado; nos hiciste reinar con Dios en su reino; a Ti sea honra y
gloria.
Veremos
a la Virgen María, a los Coros de los Ángeles, a toda esa muchedumbre de
escogidos, incontable, que rodea el trono de Dios.
Esa
visión de Dios, sin velos, sin tinieblas, sin eclipses, es nuestra futura
herencia, es la consumación de la adopción divina. Aquí, en la tierra, nuestra
semejanza con Dios no está acabada, mas en el Cielo se mostrará con toda su
perfección. En la tierra tenemos que trabajar a la luz oscura de la fe para
hacernos semejantes a Dios, y para destruir el hombre viejo, procurando se desarrolle el hombre nuevo criado a imagen de Jesucristo. Debemos renovarnos, perfeccionarnos constantemente, para acercarnos más
al divino modelo. En el Cielo se consumará esta transformación que nos hará
semejantes a Dios y veremos que verdaderamente somos hijos de Dios.
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Veremos
a Dios. ¿Eso sólo? No. Ver a Dios es el primer elemento de la vida eterna; la
primera fuente de bienaventuranza; pero si la inteligencia se sacia allí
divinamente con la eterna Verdad, también es preciso que la voluntad se harte
con la infinita Bondad.
En
el Cielo Amaremos a Dios. La bienaventuranza consiste esencialmente en poseer a Dios contemplándole
cara a cara. Esa visión beatífica es, ante todas las cosas, un acto de
inteligencia; de esa posesión por inteligencia se deriva, como una propiedad,
la bienaventuranza de la voluntad, que halla su hartura y su descanso en la
posesión del objeto amado, hecho presente por la inteligencia.
Amaremos
a Dios, no con amor lánguido, vacilante, a las veces distraído por la criatura,
expuesto a evaporarse, sino con amor fuerte, puro, perfecto y eterno.
¡Qué
ímpetu hacia Dios, ya nunca contenido! ¡Qué abrazo el de ese amor ya para
siempre y sin cesar saciado! Y ese amor eterno se expresará en actos de
adoración, de complacencia, de acción de gracias...
San
Juan describe a los Santos postrados ante Dios, y cantando en el Cielo sus
eternas alabanzas. A vos, Señor, gloria, honor y potestad por los siglos de
los siglos. Así expresan su amor.
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Finalmente,
en el Cielo gozaremos de Dios.
En el Evangelio se lee que el mismo Cristo compara el reino de los Cielos con
un banquete que Dios ha preparado para honrar a su Hijo. ¿Qué quiere decir
esto, sino que Dios mismo ha de ser nuestro gozo?
Dios
dice al alma que le busca: Yo mismo seré tu recompensa, y muy cumplida. Como si dijera: Quiero que mi vida sea tu vida, que mi felicidad sea tu
felicidad. En la tierra te he dado a mi Hijo, siendo mortal en cuanto hombre,
se entregó para merecerte la gracia que te transformase y conservase como hijo
mío: se dio a ti en la Eucaristía bajo los velos de la fe, y ahora Yo mismo, en
la gloria, me doy a ti para hacerte participante de mi vida, para ser tu
bienaventuranza sin fin.
Se
dará porque ya se dio antes; se dará inmortal a los que ya seremos inmortales,
porque antes se dio mortal a los que éramos mortales,
dice San Agustín.
Aquí
la gracia, allí la gloria; pero el mismo Dios es quien nos las da; y la gloria
no es más que el desarrollo pleno de la gracia; es la adopción divina, velada e
imperfecta en la tierra, sin velos y cumplida en el Cielo.
Cuando
Cristo habla de esa bienaventuranza, nos dice que Dios hace entrar al siervo
fiel en el gozo de su Señor. Ese gozo es el gozo de
Dios mismo, el gozo que Dios siente conociendo sus infinitas perfecciones, la
felicidad de que disfruta en el inefable consorcio de las tres divinas
personas; el sosiego y bienestar infinito en que Dios vive...
Su gozo
será nuestro gozo, su felicidad nuestra felicidad y su descanso nuestro
descanso; su vida nuestra vida, vida perfecta, en la que todas nuestras
facultades se verán plenamente saciadas.
Allí
disfrutaremos de esa plena participación en el bien inmutable, como acertadamente le llama San Agustín.
Y
porque esa bienaventuranza y esa vida son las de Dios mismo, serán eternas
también para nosotros. No tendrán término ni fin. Ni habrá ya muerte, ni
llanto, ni alarido, ni dolor, sino que Dios enjugará las lágrimas de los ojos
de aquellos que entren en su gloria, dice San Juan. No
habrá ya pecado, ni muerte, ni miedo de muerte; nadie nos quitará ese gozo;
estaremos para siempre con el Señor. Donde Él está, estaremos nosotros.
Estaremos
siempre con Él, sin que nada pueda jamás separarnos; y en Él gozaremos de una
alegría infinita que nadie nos podrá quitar, porque es la alegría misma de Dios
y de Cristo su Hijo.
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El
grado de nuestra bienaventuranza queda determinado ya aquí en la tierra, según
la medida de nuestra gracia.
Gozaremos
de Dios en la medida y grado a que la gracia haya llegado en nosotros en el
instante mismo en que salgamos de este mundo.
Tengamos
siempre presente esta verdad: el grado de nuestra eterna bienaventuranza es y
quedará fijado para siempre, de acuerdo con el grado de caridad a que hayamos
llegado con la gracia de Cristo cuando Dios nos saque de esta vida.
Cada
momento de ella es infinitamente precioso, pues basta para adelantar un grado
en el amor de Dios, para elevarnos más en la dicha de la vida eterna.
No
digamos que un grado más o menos de gloria importa poco. ¿Tan menguado es
nuestro amor a Cristo, que tengamos en poco ser miembros de su Cuerpo Místico,
más o menos resplandecientes en la celestial Jerusalén?
Cuanto
más santos seamos, ¡más glorificaremos a Dios durante toda la eternidad!, ¡mayor
parte tomaremos en el cántico de acción de gracias con que los elegidos alaban
a Cristo Redentor!...
Dejémonos
penetrar íntimamente por la acción divina a fin de que la gracia de Dios obre
tan libremente en nosotros, que nos haga llegar a la plenitud de la edad de
Cristo.
Perseveremos
firmes en la fe de Nuestro Señor Jesucristo; mantengamos una esperanza
invencible en sus méritos; vivamos en su amor; no cesemos, mientras estemos
aquí en la tierra, de aumentar nuestra capacidad de contemplación y de amor a
Dios, nuestra capacidad para disfrutar de Él en la eterna bienaventuranza, para
vivir de su propia vida.
Día
llegará en que la fe dejará lugar a la visión, en que a la esperanza seguirá la
dichosa realidad, en que nuestro amor hacia Dios se resolverá en un abrazo
eterno con Él.
Nos
parece a veces que esa felicidad está muy lejos; no es cierto; cada día, cada
hora, cada minuto, nos acerca más a ella.
Busquemos
las cosas que son de arriba, de donde Cristo está sentado a la diestra de Dios
Padre; pongamos nuestro corazón en las cosas del Cielo, no en las de la tierra,
pues nuestra vida, nuestra verdadera vida, la de la gracia está escondida con
Cristo, en Dios.
Y cuando
aparezca Cristo, triunfante en el día postrero, entonces apareceremos también nosotros
con Él en su gloria, de la que participaremos como miembros que suyos.
No
desmayemos por ningún dolor ni padecimiento; porque las aflicciones, tan breves
y tan ligeras de la vida presente, nos reportan una medida colmada de gloria
eterna.
No nos
seduzcan las vanas alegrías, porque las cosas que se ven son transitorias, mas
las que no se ven son eternas; el tiempo es corto y el mundo pasa. Lo que no
pasa es la palabra de Cristo; esas palabras son para nosotros manantial de vida
divina.
Entonces,
Nuestro Padre de los Cielos descubrirá en nosotros los rasgos de su Hijo muy
amado; y a causa de Jesucristo pondrá en nosotros sus complacencias y nos
colmará de dones.
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Y
concluyo, con el Evangelio de esta Fiesta:
Viendo la
muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y
abriendo entonces la boca, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados
los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados
los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados
los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino
de los Cielos.
Bienaventurados
seréis cuando os maldijeren, y os persiguieren, y dijeren con mentira toda
clase de mal contra vosotros por causa de Mí. Alegraos y regocijaos, porque
vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron
a los profetas anteriores a vosotros.