viernes, 2 de noviembre de 2012

Todos los Santos


FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

Basado en la excelente doctrina
de Dom Columba Marmion

¡Padre! Deseo que los que Tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy para que contemplen mi gloria; la gloria que Tú me has dado, así se expresaba Nuestro Señor en su Sermón de despedida, la inefable plegaria que Jesucristo dirigió al Padre en la última Cena, cuando ya iba a coronar su misión salvadora en la tierra, con su Sacrificio redentor.

Jesucristo pide que sus discípulos y todos aquellos que crean en Él sean también asociados a su gloria. Quiere que estemos donde Él está. ¿Dónde? En la gloria de Dios Padre.

Allí está el término final de nuestra predestinación, la consumación de nuestra adopción, el complemento supremo de nuestra perfección, la plenitud de nuestra vida.

Oigamos cómo el Apóstol San Pablo nos expone esta verdad. Después de haber dicho que Dios, que quiere nuestra santificación, nos ha predestinado a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que su Hijo sea el primogénito de un gran número de hermanos, añade al punto: Y a los que ha predestinado también los ha llamado; y a quienes ha llamado, también los ha justificado, a los que ha justificado, también los ha glorificado.

Estas palabras indican las fases sucesivas de aquello para lo cual Dios nos creó es, a saber nuestra predestinación y nuestra santificación en Cristo Jesús; nuestra justificación por la gracia que nos hace hijos de Dios; nuestra glorificación final que nos asegura la vida eterna.

El Santo Bautismo es la señal de nuestra vocación sobrenatural el sacramento de nuestra iniciación cristiana; nos hacemos justos mediante la gracia de Cristo. Esa justificación se puede ir perfeccionando sin cesar, según el grado de nuestra unión con Cristo, hasta que halle la culminación en la gloria.

La gloria es esa herencia divina que nos corresponde en cuanto hijos de Dios, herencia que Cristo nos ganó con sus méritos, que Él mismo posee y quiere compartir con nosotros.

Llegamos a participar de la misma herencia de Cristo: la vida, la gloria y la bienaventuranza eternas con la posesión de Dios. La culminación de la vida divina en nosotros no se realiza en este mundo; sino, como lo dice Nuestro Señor, junto al Padre.

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Fijemos, pues hoy, Fiesta de Todos los Santos, la mirada en esa herencia eterna que Nuestro Señor pidió al Padre para nosotros; debemos pensar en ella a menudo, pues ella constituye la suprema finalidad de toda la obra de Cristo.

He venido para darles vida; pero esa vida no será verdadera si no es eterna; todo nuestro conocimiento y todo nuestro amor hacia el Padre y hacia su Hijo, están orientados hacia la consecución de esa vida eterna que nos hace hijos de Dios: En esto consiste la vida eterna: en conocer al solo Dios verdadero y a su enviado Jesucristo.

En la tierra siempre podemos perder la vida divina, que Jesucristo nos confiere por medio de la gracia; sólo la muerte en el Señor fija y asegura en nosotros esa vida de manera inmutable.

La Iglesia enseña esta verdad llamando día de nacimiento al día en que los Santos entran en posesión eterna de esa vida.

La vida de Cristo en nosotros en la tierra no es más que una aurora, no llega a su mediodía, pero mediodía sin ocaso, sino cuando florece en frutos de vida eterna.

Por lo tanto, no tendríamos más que una idea muy incompleta de la vida de Cristo en nuestra alma, si no considerásemos el término a que por su misma naturaleza debe conducirnos esa vida.

Ya sabéis con qué empeño y fervor rogaba San Pablo por los fieles de Éfeso para que conociesen el misterio de Cristo. Pero el gran Apóstol cuida bien de advertirles que ese misterio no tiene su culminación sino en la eternidad; y por eso desea vivamente que el alma de sus queridos cristianos ande siempre embargada por ese pensamiento.

Veamos, pues, cuál es esa esperanza, cuáles esas riquezas que San Pablo, con tanto empeño, quería que se conociesen.

Oigamos lo que la Revelación nos dice, pero con fe, porque aquí todo es sobrenatural.

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La bienaventuranza eterna consiste en la visión de Dios cara a cara, en el amor inmutable y en la alegría perfecta.

San Pablo dice que en esta vida perduran tres virtudes: fe, esperanza y caridad; mas la caridad, añade, es la más excelente de todas.

¿Por qué razón? Porque al llegar al Cielo la fe en Dios se cambia en visión de Dios; la esperanza se desvanece con la posesión de Dios; pero el amor permanece y nos une a Dios para siempre.

He ahí en qué consiste la glorificación que nos espera, la bienaventuranza de que gozaremos: veremos a Dios, amaremos a Dios, gozaremos de Dios...

Esos actos constituyen la vida eterna, la participación asegurada y completa de la vida misma de Dios; de ahí nace la bienaventuranza del alma, bienaventuranza de que participará también el cuerpo después de la resurrección.

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En el Cielo veremos a Dios. Ver a Dios como Él se ve es el primer elemento de esa participación de la naturaleza divina que constituye la vida bienaventurada; es el primer acto vital en la gloria.

En la tierra, dice San Pablo, no conocemos a Dios más que por la fe, de manera oscura; pero entonces veremos a Dios cara a cara.

No podemos ahora conocer lo que es en sí misma esa visión; pero el alma será fortalecida con la luz de la gloria, que no es otra cosa que la gracia misma floreciendo en el Cielo. Veremos a Dios con todas sus perfecciones; o mejor dicho, veremos que todas sus perfecciones se reducen a una perfección infinita, que es la Divinidad; contemplaremos la vida íntima de Dios; entraremos, como dice San Juan, en sociedad con la santa y adorable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo; contemplaremos la plenitud del Ser, la plenitud de toda verdad, de toda santidad, de toda hermosura, de toda bondad.

Contemplaremos, por siempre jamás, la Humanidad del Verbo; veremos a Cristo Jesús, en quien el Padre puso sus complacencias; veremos al que quiso ser nuestro hermano mayor, contemplaremos los rasgos, para siempre gloriosos, de Aquél que nos libró de la muerte por medio de su cruenta Pasión y nos alcanzó el poder vivir esa vida inmortal.

A Él cantaremos reconocidos el himno del agradecimiento: Con tu sangre, Señor, nos has rescatado; nos hiciste reinar con Dios en su reino; a Ti sea honra y gloria.

Veremos a la Virgen María, a los Coros de los Ángeles, a toda esa muchedumbre de escogidos, incontable, que rodea el trono de Dios.

Esa visión de Dios, sin velos, sin tinieblas, sin eclipses, es nuestra futura herencia, es la consumación de la adopción divina. Aquí, en la tierra, nuestra semejanza con Dios no está acabada, mas en el Cielo se mostrará con toda su perfección. En la tierra tenemos que trabajar a la luz oscura de la fe para hacernos semejantes a Dios, y para destruir el hombre viejo, procurando se desarrolle el hombre nuevo criado a imagen de Jesucristo. Debemos renovarnos, perfeccionarnos constantemente, para acercarnos más al divino modelo. En el Cielo se consumará esta transformación que nos hará semejantes a Dios y veremos que verdaderamente somos hijos de Dios.

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Veremos a Dios. ¿Eso sólo? No. Ver a Dios es el primer elemento de la vida eterna; la primera fuente de bienaventuranza; pero si la inteligencia se sacia allí divinamente con la eterna Verdad, también es preciso que la voluntad se harte con la infinita Bondad.

En el Cielo Amaremos a Dios. La bienaventuranza consiste esencialmente en poseer a Dios contemplándole cara a cara. Esa visión beatífica es, ante todas las cosas, un acto de inteligencia; de esa posesión por inteligencia se deriva, como una propiedad, la bienaventuranza de la voluntad, que halla su hartura y su descanso en la posesión del objeto amado, hecho presente por la inteligencia.

Amaremos a Dios, no con amor lánguido, vacilante, a las veces distraído por la criatura, expuesto a evaporarse, sino con amor fuerte, puro, perfecto y eterno.

¡Qué ímpetu hacia Dios, ya nunca contenido! ¡Qué abrazo el de ese amor ya para siempre y sin cesar saciado! Y ese amor eterno se expresará en actos de adoración, de complacencia, de acción de gracias...

San Juan describe a los Santos postrados ante Dios, y cantando en el Cielo sus eternas alabanzas. A vos, Señor, gloria, honor y potestad por los siglos de los siglos. Así expresan su amor.

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Finalmente, en el Cielo gozaremos de Dios. En el Evangelio se lee que el mismo Cristo compara el reino de los Cielos con un banquete que Dios ha preparado para honrar a su Hijo. ¿Qué quiere decir esto, sino que Dios mismo ha de ser nuestro gozo?

Dios dice al alma que le busca: Yo mismo seré tu recompensa, y muy cumplida. Como si dijera: Quiero que mi vida sea tu vida, que mi felicidad sea tu felicidad. En la tierra te he dado a mi Hijo, siendo mortal en cuanto hombre, se entregó para merecerte la gracia que te transformase y conservase como hijo mío: se dio a ti en la Eucaristía bajo los velos de la fe, y ahora Yo mismo, en la gloria, me doy a ti para hacerte participante de mi vida, para ser tu bienaventuranza sin fin.

Se dará porque ya se dio antes; se dará inmortal a los que ya seremos inmortales, porque antes se dio mortal a los que éramos mortales, dice San Agustín.

Aquí la gracia, allí la gloria; pero el mismo Dios es quien nos las da; y la gloria no es más que el desarrollo pleno de la gracia; es la adopción divina, velada e imperfecta en la tierra, sin velos y cumplida en el Cielo.

Cuando Cristo habla de esa bienaventuranza, nos dice que Dios hace entrar al siervo fiel en el gozo de su Señor. Ese gozo es el gozo de Dios mismo, el gozo que Dios siente conociendo sus infinitas perfecciones, la felicidad de que disfruta en el inefable consorcio de las tres divinas personas; el sosiego y bienestar infinito en que Dios vive...

Su gozo será nuestro gozo, su felicidad nuestra felicidad y su descanso nuestro descanso; su vida nuestra vida, vida perfecta, en la que todas nuestras facultades se verán plenamente saciadas.

Allí disfrutaremos de esa plena participación en el bien inmutable, como acertadamente le llama San Agustín.

Y porque esa bienaventuranza y esa vida son las de Dios mismo, serán eternas también para nosotros. No tendrán término ni fin. Ni habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni dolor, sino que Dios enjugará las lágrimas de los ojos de aquellos que entren en su gloria, dice San Juan. No habrá ya pecado, ni muerte, ni miedo de muerte; nadie nos quitará ese gozo; estaremos para siempre con el Señor. Donde Él está, estaremos nosotros.

Estaremos siempre con Él, sin que nada pueda jamás separarnos; y en Él gozaremos de una alegría infinita que nadie nos podrá quitar, porque es la alegría misma de Dios y de Cristo su Hijo.

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El grado de nuestra bienaventuranza queda determinado ya aquí en la tierra, según la medida de nuestra gracia.

Gozaremos de Dios en la medida y grado a que la gracia haya llegado en nosotros en el instante mismo en que salgamos de este mundo.

Tengamos siempre presente esta verdad: el grado de nuestra eterna bienaventuranza es y quedará fijado para siempre, de acuerdo con el grado de caridad a que hayamos llegado con la gracia de Cristo cuando Dios nos saque de esta vida.

Cada momento de ella es infinitamente precioso, pues basta para adelantar un grado en el amor de Dios, para elevarnos más en la dicha de la vida eterna.

No digamos que un grado más o menos de gloria importa poco. ¿Tan menguado es nuestro amor a Cristo, que tengamos en poco ser miembros de su Cuerpo Místico, más o menos resplandecientes en la celestial Jerusalén?

Cuanto más santos seamos, ¡más glorificaremos a Dios durante toda la eternidad!, ¡mayor parte tomaremos en el cántico de acción de gracias con que los elegidos alaban a Cristo Redentor!...

Dejémonos penetrar íntimamente por la acción divina a fin de que la gracia de Dios obre tan libremente en nosotros, que nos haga llegar a la plenitud de la edad de Cristo.

Perseveremos firmes en la fe de Nuestro Señor Jesucristo; mantengamos una esperanza invencible en sus méritos; vivamos en su amor; no cesemos, mientras estemos aquí en la tierra, de aumentar nuestra capacidad de contemplación y de amor a Dios, nuestra capacidad para disfrutar de Él en la eterna bienaventuranza, para vivir de su propia vida.

Día llegará en que la fe dejará lugar a la visión, en que a la esperanza seguirá la dichosa realidad, en que nuestro amor hacia Dios se resolverá en un abrazo eterno con Él.

Nos parece a veces que esa felicidad está muy lejos; no es cierto; cada día, cada hora, cada minuto, nos acerca más a ella.

Busquemos las cosas que son de arriba, de donde Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre; pongamos nuestro corazón en las cosas del Cielo, no en las de la tierra, pues nuestra vida, nuestra verdadera vida, la de la gracia está escondida con Cristo, en Dios.

Y cuando aparezca Cristo, triunfante en el día postrero, entonces apareceremos también nosotros con Él en su gloria, de la que participaremos como miembros que suyos.

No desmayemos por ningún dolor ni padecimiento; porque las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente, nos reportan una medida colmada de gloria eterna.

No nos seduzcan las vanas alegrías, porque las cosas que se ven son transitorias, mas las que no se ven son eternas; el tiempo es corto y el mundo pasa. Lo que no pasa es la palabra de Cristo; esas palabras son para nosotros manantial de vida divina.

Entonces, Nuestro Padre de los Cielos descubrirá en nosotros los rasgos de su Hijo muy amado; y a causa de Jesucristo pondrá en nosotros sus complacencias y nos colmará de dones.

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Y concluyo, con el Evangelio de esta Fiesta:

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y abriendo entonces la boca, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os maldijeren, y os persiguieren, y dijeren con mentira toda clase de mal contra vosotros por causa de Mí. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.