martes, 25 de diciembre de 2012

Navidad 3


MISA DEL DÍA


El misterio que la Iglesia honra en la tercera Misa, es el eterno Nacimiento del Hijo de Dios en el seno de su Padre.

A medianoche, celebró al Dios-hombre naciendo del seno de la Virgen en el establo; al amanecer, al Divino Niño que nace en el corazón de los pastores; en este momento, cabe contemplar un nacimiento mucho más maravilloso que los otros dos, un nacimiento cuya luz deslumbra los ojos de los Ángeles, y que es eterno testimonio de fecundidad sublime de Dios Nuestro Señor.

El hijo de María es el Hijo de Dios. Es nuestro deber proclamar hoy la gloria de esta generación inefable: consustancial con el padre, Dios de Dios, Luz de Luz.

Elevemos nuestros ojos a este Verbo eterno, que era en el principio con Dios.

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La Santa Iglesia abre los cánticos del tercer Sacrificio por aclamación al Rey recién nacido.

Ella celebra el poderoso Principado que tiene como Dios, antes de todos los tiempos, y que recibirá, como hombre.

Es el Ángel del Gran Consejo, el enviado del Cielo para cumplir el propósito sublime concebido por la Santísima Trinidad, para rescatar al hombre por la Encarnación y la Redención.

Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado; lleva sobre sus hombros el signo de su Principado, y será llamado el Ángel del Gran Consejo.

La Iglesia pide, en la Colecta, que la nueva Natividad del Unigénito, según la carne, nos libre a los que la vieja servidumbre nos tiene bajo el yugo del pecado; es decir, que no sea privada de sus efectos, sino que ella obtenga nuestra liberación.

El Apóstol San Pablo, en el maravilloso comienzo de su Epístola a los hebreos, destaca el eterno Nacimiento del Emmanuel.

Mientras que nuestros ojos están fijos con ternura en el dulce Niño del pesebre, San Pablo nos invita a elevarlos hasta la Suprema Luz, en la que el mismo Verbo que se digna habitar el establo de Belén, escucha al Padre eterno decirle: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.

Y hoy es el día de la eternidad, sin noche o mañana, sin amanecer ni atardecer...

Si la naturaleza humana que se digna asumir en el tiempo lo pone por debajo de los Ángeles, su elevación por encima de ellos es infinita por su calidad de Hijo de Dios. Él es Dios, es el Señor. Envuelto en pañales permanece inmortal en su divinidad, porque tiene un nacimiento eterno.

En presencia del establo y del pesebre a los cuales desciendes hoy, te proclamamos Hijo eterno de Dios, confesamos tu eternidad...

En el principio era el Verbo. Y el Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios.
Todas las cosas fueron hechas por Él. Y nada ha sido hecho sin Él. Lo que ha sido hecho era vida en Él. Y la vida era la luz de los hombres...
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba y el mundo por Él fue hecho, y no le conoció el mundo.
... Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y vimos la gloria de Él; gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

¡Oh luz infinita! ¡Oh sol de justicia! Somos la oscuridad; ¡ilumínanos!

No queremos más ser ni de la sangre, ni por la voluntad de la carne, ni por la voluntad de varón, sino de Dios, por Ti y en Ti

Te has hecho carne, oh Verbo eterno, para que nos uniésemos a Ti y fuésemos deificados.

Tú naces del Padre, naces de María, naces en nuestro corazón: tres veces Glorificado seas por este triple Nacimiento, oh Hijo de Dios, tan misericordioso en tu divinidad..., tan divino en tus anonadamientos...

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Hemos considerado la Fe y la Esperanza de la Santísima Virgen. Contemplemos ahora su Caridad.

La caridad es el amor; y el amor es, esencialmente, la vida de Dios.

Dios es amor, dice San Juan. ¡Qué palabras tan breves y tan substanciosas! En ellas se encierra todo lo que es Dios, con su majestad infinita, con su poder y sabiduría infinita, con su eternidad infinita.

¡Dios es amor! Ya está dicho todo con eso.

Pues bien, eso es María. También Ella participa, en cuanto es dado a una criatura, de la vida de Dios, pero de modo más excelso, más perfecto y verdadero que ningún otro ser. Dios quiso que nadie la aventajara en su amor, que nadie pudiera compararse con Ella, en cuanto a vivir esa vida de Dios. Sólo Ella había de amar a Dios, más que todas las criaturas juntas... Sólo de Ella se podría decir que también es el amor...

Y amó María a Dios, como Dios mismo nos lo había mandado, con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas.

Esta es la medida que Dios ha puesto a nuestro amor.

La Santísima Virgen amó a Dios con todo su corazón. ¡Todo!, ya está dicho con eso, la intensidad de su amor.

No dio al Señor un corazón dividido, no reservó ni una fibra, ni una partícula para Sí misma, ni para dársela a criatura alguna, ¡Todo..., todo entero!..., sin limitaciones ni reservas, sin titubeos ni regateos, sino todo y siempre, aquel Purísimo Corazón, perteneció a solo Dios.


María amó a Dios con toda su alma. Con todas las potencias, con toda la vida del alma.

Su entendimiento, no se ocupó en otra cosa que no fuera Dios o la llevara a Dios.

Su memoria, recordaba, sin cesar, y le ponía delante los beneficios y gracias que del Señor había recibido.

Su voluntad, era única en sus aspiraciones, porque no aspiraba sino a cumplir, en todo, la voluntad de Dios y someterse a ella, humildemente y también alegremente.

En eso ponía Ella todas sus complacencias.


María amó al Señor con todas sus fuerzas. Es consecuencia del corazón y del alma que totalmente ama a Dios. Pero quiere esto decir, que era tal la intensidad de este amor, que no retrocedía ante nada. Estaba dispuesta a todo, al mayor sacrificio si era necesario para este amor.


No es posible un amor grande e intenso que no sea a la vez triste, porque necesariamente se ha de entristecer al ver a quien se ama, despreciado, desconocido, injuriado.

El amor de María, tuvo que ser intensamente triste, al contemplar la dureza del corazón de aquel pueblo escogido, que tan mal correspondía a los beneficios de Dios.

Meditemos su dolor y su tristeza, cuando contemplaba la frialdad y tibieza de los judíos ante el pesebre.

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Otros dos caracteres del amor que debemos a Dios, y del que a Él tuvo la Santísima Virgen, son la complacencia y la benevolencia, que vienen a ser como los actos interiores del amor de Dios, en que nuestra alma puede y debe ejercitarse cuando ama.

El amor de complacencia es el amor que Dios se tiene a Sí mismo. Al contemplar su propia esencia y ver en ella su santidad infinita, su bondad suma, no puede por menos de tener una complacencia infinita.

Dios no puede amarnos a nosotros con este amor, no encuentra en nosotros nada en qué complacerse, ni siquiera la imagen de su esencia, que nos imprimió en la creación, porque por el pecado el hombre ha tenido la desgracia de borrarla de su alma. Sólo pecados, faltas, miserias. Esto es lo único que puede Dios ver en nuestras almas. ¿Qué gusto ni qué complacencia podrá sentir a la vista de esto?

Pero nosotros sí que podemos, y debemos, amar a Dios de esta manera.

Aunque visto a tan gran distancia cual es la que nos separa de Dios, no podemos por menos de contemplar, a poco que le miremos y le estudiemos, su incomparable hermosura, su santidad, su poder, su sabiduría, su justicia y su misericordia.

De suerte, que así como una madre se complace en las perfecciones y buenas cualidades de su hijo, así nosotros hemos de tener complacencia especial en admirar reflejadas en las criaturas todas esas perfecciones de Dios, deleitándonos al verle y contemplarle tan grande, tan sublime, tan magnífico, gozándonos de que sea como es y extasiándonos ante la excelencia de todos sus atributos y perfecciones.

Esta complacencia es la que constituye la gloria de los santos y bienaventurados en el Cielo, quienes al ver la hermosura de la esencia divina, sienten tal gusto y felicidad, que no pueden contenerse sin prorrumpir, en compañía de los Ángeles todos, en aquel cántico del Santo Santo Santo... que ha de durar por toda la eternidad.

¡Qué amor de complacencia el de María!... ¿Quién conocía mejor que Ella a Dios para apreciarle y amarle con locura, cada vez más y complacerse en sus perfecciones infinitas?

¿Quién pudo ver mejor a Dios... y gozar de Dios más que Ella, que en su Hijo veía constantemente a la vez a su Dios?

Por otra parte, nadie causó en Dios un amor de complacencia como Ella.

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El amor de benevolencia es, como su nombre lo indica, el amor que quiere el bien y busca y trabaja por hacer bien a quien ama.

Aquí sí que podemos abismarnos ante el amor de benevolencia tan infinito que Dios nos ha tenido. Si todo, todo lo que tenemos es de Él, si todo lo que nos ha dado es un bien y para nuestro bien.

Lo extraordinario es, que tratándose de Dios, aunque parezca mentira, también podemos y debemos amar a Dios de esta manera. No sólo podemos desear un bien a Dios, sino que podemos dárselo.

¿Es posible esto? Y, si es posible, ¿no será el desahogo más perfecto del amor, saber que podemos corresponder al amor que Dios nos tiene y que le podemos devolver algo de lo mucho que nos ha dado? ¡Qué dicha la nuestra! ¡Qué felicidad mayor que ésta para el corazón que ama!

¿Qué podemos dar a Dios? La gloria extrínseca que le puede venir de las criaturas.

Dios todo lo ha creado para su gloria y, por lo mismo, las criaturas han de dar gloria a Dios a su modo. Pero este modo es muy imperfecto, ya que ellas no tienen conocimiento ni pueden alabar a Dios, que son las dos condiciones para tributarle la gloria. Luego es el hombre el que en nombre de toda la creación, debe dar a Dios esta gloria de todas las criaturas.

Naturalmente, que con eso no añadiremos a Dios ni un grado más de su gloria intrínseca y esencial, que esto no está en la mano de las criaturas, pero habremos aumentado su gloria exterior, que consiste en las alabanzas y homenajes que debe tributarle la creación entera, como a su Señor y Criador.

Además, el celo, es lo segundo que también podemos dar a Dios, esto es, buscar almas, ganar almas en las que Dios sea conocido, amado, alabado y glorificado.

Este celo es tan esencial en la vida del amor, especialmente de este amor de benevolencia, que con razón se ha dicho: El que no tiene celo, no ama. El celo es como la llama del amor; si hay fuego de amor, habrá llamas de celo. Ése es el que devoraba a los Santos todos y les lanzaba a arrostrar los mayores peligros y la misma muerte, con tal de dar a Dios almas ganadas con sus sacrificios y trabajos.

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En cuanto al amor de benevolencia, aún más claramente se echa de ver en María la perfección de su amor.
Ella dio a Dios, lo que nadie pudo darle. Ni en la tierra ni en el Cielo se dio jamás gloria mayor que la que daba el Corazón de su Madre Inmaculada.

Hemos dicho y con verdad, que María amaba tiernamente a Jesús, porque, al fin, era Hijo suyo..., pero que al mismo tiempo, en su Hijo veía, adoraba y amaba a su Dios.

Todos los actos de amor maternal para con su Jesús, eran actos purísimos de amor de Dios y la unión estrechísima que como Madre tuvo con su Hijo, fue causa de la unión íntima y perfecta de su corazón para con Dios.

Durante el tiempo que permaneció Jesús en su purísimo seno, por un misterio incomprensible de humildad y de amor por parte de Dios, la vida de Dios fue la vida de María. La propia sustancia de la Madre nutre y alimenta a su Hijo, que es Dios.

Y Dios transmite a su vez a su Madre todas sus ideas y sus sentimientos. ¡Qué revelaciones! ¡Qué afectos! ¡Qué sentimientos! ¡Qué océano de luz y de amor!

María tiene el Cielo mismo en su Corazón, no tiene que levantar los ojos hacia arriba para orar a Dios, sino recogerse en su interior, porque todo lo tiene allí, física y moralmente, es una misma cosa con Jesús. Ora con la oración de Dios, vive con la vida de Dios, ama con el amor de Dios.

¡Qué cosa más admirable! ¡Qué unión más venturosa!

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros...