MISA DEL DÍA
El misterio que la Iglesia honra en la tercera Misa, es el
eterno Nacimiento del Hijo de Dios en el seno de su Padre.
A medianoche, celebró al Dios-hombre naciendo del seno de
la Virgen en el establo; al amanecer, al Divino Niño que nace en el corazón de
los pastores; en este momento, cabe contemplar un nacimiento mucho más
maravilloso que los otros dos, un nacimiento cuya luz deslumbra los ojos de los
Ángeles, y que es eterno testimonio de fecundidad sublime de Dios Nuestro
Señor.
El hijo de María es el Hijo de Dios. Es nuestro deber
proclamar hoy la gloria de esta generación inefable: consustancial con el
padre, Dios de Dios, Luz de Luz.
Elevemos nuestros ojos a este Verbo eterno, que era en el
principio con Dios.
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La Santa Iglesia abre los cánticos del tercer Sacrificio
por aclamación al Rey recién nacido.
Ella celebra el poderoso Principado que tiene como Dios,
antes de todos los tiempos, y que recibirá, como hombre.
Es el Ángel del Gran Consejo, el enviado del Cielo para
cumplir el propósito sublime concebido por la Santísima Trinidad, para rescatar
al hombre por la Encarnación y la Redención.
Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado; lleva sobre sus
hombros el signo de su Principado, y será llamado el Ángel del Gran Consejo.
La Iglesia pide, en la Colecta, que la nueva Natividad del
Unigénito, según la carne, nos libre a los que la vieja servidumbre nos tiene
bajo el yugo del pecado; es decir, que no sea privada de sus efectos, sino que ella
obtenga nuestra liberación.
El Apóstol San Pablo, en el maravilloso comienzo de su Epístola
a los hebreos, destaca el eterno Nacimiento del Emmanuel.
Mientras que nuestros ojos están fijos con ternura en el dulce
Niño del pesebre, San Pablo nos invita a elevarlos hasta la Suprema Luz, en la
que el mismo Verbo que se digna habitar el establo de Belén, escucha al Padre
eterno decirle: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.
Y hoy es el día de la eternidad, sin noche o mañana, sin
amanecer ni atardecer...
Si la naturaleza humana que se digna asumir en el tiempo lo
pone por debajo de los Ángeles, su elevación por encima de ellos es infinita
por su calidad de Hijo de Dios. Él es Dios, es el Señor. Envuelto en pañales permanece
inmortal en su divinidad, porque tiene un nacimiento eterno.
En presencia del establo y del pesebre a los cuales desciendes
hoy, te proclamamos Hijo eterno de Dios, confesamos tu eternidad...
En el principio era el Verbo. Y el
Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con
Dios.
Todas las cosas fueron hechas por
Él. Y nada ha sido hecho sin Él. Lo que ha sido hecho era vida en Él. Y la vida
era la luz de los hombres...
El Verbo era la luz verdadera, que
alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba y el mundo por
Él fue hecho, y no le conoció el mundo.
... Y el Verbo se hizo carne, y
habitó entre nosotros. Y vimos la gloria de Él; gloria como de Unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad.
¡Oh luz infinita! ¡Oh sol de justicia! Somos la oscuridad;
¡ilumínanos!
No queremos más ser ni de la sangre, ni por la voluntad de
la carne, ni por la voluntad de varón, sino de Dios, por Ti y en Ti
Te has hecho carne, oh Verbo eterno, para que nos uniésemos
a Ti y fuésemos deificados.
Tú naces del Padre, naces de María, naces en nuestro corazón:
tres veces Glorificado seas por este triple Nacimiento, oh Hijo de Dios, tan
misericordioso en tu divinidad..., tan divino en tus anonadamientos...
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Hemos considerado la Fe y la Esperanza de la Santísima
Virgen. Contemplemos ahora su Caridad.
La caridad es el amor; y el amor es, esencialmente, la vida
de Dios.
Dios es amor, dice San Juan. ¡Qué palabras tan breves
y tan substanciosas! En ellas se encierra todo lo que es Dios, con su majestad
infinita, con su poder y sabiduría infinita, con su eternidad infinita.
¡Dios es amor! Ya está dicho todo con eso.
Pues bien, eso es María. También Ella participa, en cuanto
es dado a una criatura, de la vida de Dios, pero de modo más excelso, más
perfecto y verdadero que ningún otro ser. Dios quiso que nadie la aventajara en
su amor, que nadie pudiera compararse con Ella, en cuanto a vivir esa vida de
Dios. Sólo Ella había de amar a Dios, más que todas las criaturas juntas... Sólo
de Ella se podría decir que también es el amor...
Y amó María a Dios, como Dios mismo nos lo había mandado,
con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas.
Esta es la medida que Dios ha puesto a nuestro amor.
La Santísima Virgen amó a Dios con todo su corazón. ¡Todo!,
ya está dicho con eso, la intensidad de su amor.
No dio al Señor un corazón dividido, no reservó ni una
fibra, ni una partícula para Sí misma, ni para dársela a criatura alguna, ¡Todo...,
todo entero!..., sin limitaciones ni reservas, sin titubeos ni regateos, sino
todo y siempre, aquel Purísimo Corazón, perteneció a solo Dios.
María amó a Dios con toda su alma. Con todas las potencias,
con toda la vida del alma.
Su entendimiento, no se ocupó en otra cosa que no fuera
Dios o la llevara a Dios.
Su memoria, recordaba, sin cesar, y le ponía delante los
beneficios y gracias que del Señor había recibido.
Su voluntad, era única en sus aspiraciones, porque no
aspiraba sino a cumplir, en todo, la voluntad de Dios y someterse a ella,
humildemente y también alegremente.
En eso ponía Ella todas sus complacencias.
María amó al Señor con todas sus fuerzas. Es consecuencia
del corazón y del alma que totalmente ama a Dios. Pero quiere esto decir, que
era tal la intensidad de este amor, que no retrocedía ante nada. Estaba
dispuesta a todo, al mayor sacrificio si era necesario para este amor.
No es posible un amor grande e intenso que no sea a la vez
triste, porque necesariamente se ha de entristecer al ver a quien se ama,
despreciado, desconocido, injuriado.
El amor de María, tuvo que ser intensamente triste, al
contemplar la dureza del corazón de aquel pueblo escogido, que tan mal
correspondía a los beneficios de Dios.
Meditemos su dolor y su tristeza, cuando contemplaba la
frialdad y tibieza de los judíos ante el pesebre.
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Otros dos caracteres del amor que debemos a Dios, y del que
a Él tuvo la Santísima Virgen, son la complacencia y la benevolencia, que vienen a
ser como los actos interiores del amor de Dios, en que nuestra alma puede y
debe ejercitarse cuando ama.
El amor de complacencia es el amor que Dios se
tiene a Sí mismo. Al contemplar su propia esencia y ver en ella su santidad
infinita, su bondad suma, no puede por menos de tener una complacencia
infinita.
Dios no puede amarnos a nosotros con este amor, no
encuentra en nosotros nada en qué complacerse, ni siquiera la imagen de su
esencia, que nos imprimió en la creación, porque por el pecado el hombre ha
tenido la desgracia de borrarla de su alma. Sólo pecados, faltas, miserias. Esto
es lo único que puede Dios ver en nuestras almas. ¿Qué gusto ni qué
complacencia podrá sentir a la vista de esto?
Pero nosotros sí que podemos, y debemos, amar a Dios de
esta manera.
Aunque visto a tan gran distancia cual es la que nos separa
de Dios, no podemos por menos de contemplar, a poco que le miremos y le
estudiemos, su incomparable hermosura, su santidad, su poder, su sabiduría, su
justicia y su misericordia.
De suerte, que así como una madre se complace en las
perfecciones y buenas cualidades de su hijo, así nosotros hemos de tener
complacencia especial en admirar reflejadas en las criaturas todas esas
perfecciones de Dios, deleitándonos al verle y contemplarle tan grande, tan
sublime, tan magnífico, gozándonos de que sea como es y extasiándonos ante la
excelencia de todos sus atributos y perfecciones.
Esta complacencia es la que constituye la gloria de los
santos y bienaventurados en el Cielo, quienes al ver la hermosura de la esencia
divina, sienten tal gusto y felicidad, que no pueden contenerse sin prorrumpir,
en compañía de los Ángeles todos, en aquel cántico del Santo Santo Santo... que
ha de durar por toda la eternidad.
¡Qué amor de complacencia el de María!... ¿Quién conocía
mejor que Ella a Dios para apreciarle y amarle con locura, cada vez más y
complacerse en sus perfecciones infinitas?
¿Quién pudo ver mejor a Dios... y gozar de Dios más que
Ella, que en su Hijo veía constantemente a la vez a su Dios?
Por otra parte, nadie causó en Dios un amor de complacencia
como Ella.
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El amor de benevolencia es, como su nombre lo
indica, el amor que quiere el bien y busca y trabaja por hacer bien a quien
ama.
Aquí sí que podemos abismarnos ante el amor de benevolencia
tan infinito que Dios nos ha tenido. Si todo, todo lo que tenemos es de Él, si
todo lo que nos ha dado es un bien y para nuestro bien.
Lo extraordinario es, que tratándose de Dios, aunque
parezca mentira, también podemos y debemos amar a Dios de esta manera. No sólo
podemos desear un bien a Dios, sino que podemos dárselo.
¿Es posible esto? Y, si es posible, ¿no será el desahogo
más perfecto del amor, saber que podemos corresponder al amor que Dios nos
tiene y que le podemos devolver algo de lo mucho que nos ha dado? ¡Qué dicha la
nuestra! ¡Qué felicidad mayor que ésta para el corazón que ama!
¿Qué podemos dar a Dios? La gloria extrínseca que le puede
venir de las criaturas.
Dios todo lo ha creado para su gloria y, por lo mismo, las
criaturas han de dar gloria a Dios a su modo. Pero este modo es muy imperfecto,
ya que ellas no tienen conocimiento ni pueden alabar a Dios, que son las dos
condiciones para tributarle la gloria. Luego es el hombre el que en nombre de
toda la creación, debe dar a Dios esta gloria de todas las criaturas.
Naturalmente, que con eso no añadiremos a Dios ni un grado
más de su gloria intrínseca y esencial, que esto no está en la mano de las
criaturas, pero habremos aumentado su gloria exterior, que consiste en las
alabanzas y homenajes que debe tributarle la creación entera, como a su Señor y
Criador.
Además, el celo, es lo segundo que también podemos dar a
Dios, esto es, buscar almas, ganar almas en las que Dios sea conocido, amado,
alabado y glorificado.
Este celo es tan esencial en la vida del amor,
especialmente de este amor de benevolencia, que con razón se ha dicho: El
que no tiene celo, no ama. El celo es como la llama del amor; si hay
fuego de amor, habrá llamas de celo. Ése es el que devoraba a los Santos todos
y les lanzaba a arrostrar los mayores peligros y la misma muerte, con tal de
dar a Dios almas ganadas con sus sacrificios y trabajos.
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En cuanto al amor de benevolencia, aún más claramente se
echa de ver en María la perfección de su amor.
Ella dio a Dios, lo que nadie pudo darle. Ni en la tierra
ni en el Cielo se dio jamás gloria mayor que la que daba el Corazón de su Madre
Inmaculada.
Hemos dicho y con verdad, que María amaba tiernamente a
Jesús, porque, al fin, era Hijo suyo..., pero que al mismo tiempo, en su Hijo
veía, adoraba y amaba a su Dios.
Todos los actos de amor maternal para con su Jesús, eran
actos purísimos de amor de Dios y la unión estrechísima que como Madre tuvo con
su Hijo, fue causa de la unión íntima y perfecta de su corazón para con Dios.
Durante el tiempo que permaneció Jesús en su purísimo seno,
por un misterio incomprensible de humildad y de amor por parte de Dios, la vida
de Dios fue la vida de María. La propia sustancia de la Madre nutre y alimenta
a su Hijo, que es Dios.
Y Dios transmite a su vez a su Madre todas sus ideas y sus
sentimientos. ¡Qué revelaciones! ¡Qué afectos! ¡Qué sentimientos! ¡Qué océano
de luz y de amor!
María tiene el Cielo mismo en su Corazón, no tiene que
levantar los ojos hacia arriba para orar a Dios, sino recogerse en su interior,
porque todo lo tiene allí, física y moralmente, es una misma cosa con Jesús.
Ora con la oración de Dios, vive con la vida de Dios, ama con el amor de Dios.
¡Qué cosa más admirable! ¡Qué unión más venturosa!
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros...