domingo, 29 de enero de 2012

Domingo IVº post Epifanía

CUARTO DOMINGO DE EPIFANÍA

En aquel tiempo entró Jesús en una barca, acompañado de sus discípulos, y he aquí que se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las ondas cubrían la barca; mas Jesús estaba durmiendo. Y, acercándose a Él sus discípulos, le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Díceles Jesús: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, puesto en pie, mandó a los vientos y al mar que se apaciguaran, y siguióse una gran bonanza. De lo cual asombrados todos los que estaban allí, se decían: ¿Quién es éste que los vientos y el mar le obedecen?

El Evangelio del día nos incita a reflexionar sobre las tempestades morales que tenemos que experimentar durante la vida, así como en la conducta que debemos observar durante ellas.

Las tempestades morales son de dos clases: las unas públicas, privadas e individuales las otras.

Tempestades públicas son las que atacan a la Iglesia de un extremo al otro del universo: en lo exterior, las sectas enemigas que se levantan contra ella; en lo interior, las de los malos pastores y malas ovejas, que la despedazan o escandalizan.

A las tempestades públicas se agregan las tempestades privadas e individuales; tempestades continuas, que atacan a las almas en todas las edades de la vida.

Tempestades terribles que, despedazando la nave de nuestra alma, no le dejan más que una tabla con qué llegar al puerto, y causan la eterna condenación de muchos náufragos espirituales.

Estas tempestades vienen ya de afuera, ya de adentro.

Las de afuera son los negocios que preocupan, los reveses que agobian, los malos ejemplos que seducen, la contradicción de las lenguas, el choque de las voluntades y de los caracteres, los estorbos de toda especie.

Tempestades de adentro son las pasiones, el orgullo, la lujuria, que pierden a las almas sin que ellas lo sospechen; los sentidos que se sublevan, los deseos que atormentan, la imaginación que se desata y el espíritu que se disipa en inútiles pensamientos, en temores quiméricos o en vanas esperanzas.

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Cuando nos asaltan las tempestades tenemos tres medios para enfrentarlas: la oración, la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos.

La oración: los Apóstoles, viendo el barco sacudido por las olas, van hacia Jesús, le despiertan e imploran su socorro: del mismo modo, viendo los asaltos dirigidos a la Iglesia, por ejemplo, debemos orar y orar con tanto mayor fervor, cuanto más rudos sean los ataques.

En nuestras pruebas privadas no debemos orar menos; sólo en la oración está nuestra salvación.

La confianza en Dios: los Apóstoles resisten con confianza a la tempestad, al mismo tiempo que oran. A su ejemplo, jamás debemos abatirnos y desalentarnos, sino que, siempre llenos de confianza en Dios, debemos perseverar en la resistencia.

No desesperemos jamás, ni por los males que agitan a la Iglesia, ni por nuestras propias miserias; el Dios que protege a la Iglesia y que nos protege a nosotros es el Todopoderoso y una sola palabra suya puede hacer renacer la calma.

¿Cuándo dirá esta palabra? Este es su secreto. Sepamos esperar y seremos salvos. ¡Quien espera en Dios, se verá rodeado de sus misericordias!

Cualesquiera que sean los males de la Iglesia, cualesquiera que sean nuestros propios males, arrojémonos con confianza en sus brazos, y nos salvará, lo mismo que a la santa Iglesia, aunque sea a través de una purificación cual no la hubo hasta ahora ni la habrá después...

A la confianza en Dios debemos añadir la desconfianza en nosotros mismos. La presunción que nada teme, que novela sobre sí y no huye de las ocasiones peligrosas, se pierde infaliblemente.

Dios quiere vernos siempre humillados bajo su poderosa mano, siempre desconfiados de nuestra debilidad y de este fondo de corrupción que hay en nosotros, siempre en guardia contra las seducciones del mundo y las ocasiones en que pudiéramos caer.

Quien nada teme, se descuida, se expone y perece. Al contrario, el que teme, evita hasta la apariencia del mal; acude a Dios, en quien solamente coloca su fuerza, y se salva.

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Jesús vencedor del demonio, de las enfermedades y de la muerte, se presenta hoy como el soberano Señor de los elementos.

Al meditar el hecho de la tempestad calmada y sus detalles, concebimos una idea más impresionante del poder de Jesús y de su majestad.

Para nuestro amor, debe ser el objeto de una admiración creciente. Debemos sentirnos afortunados viéndolo tan grande, y hemos de felicitarnos de ser sus amigos.

Parece como que un reflejo de su gloria llega hasta nosotros y nos envuelve, como lo hace con los suyos la honra y honor de un miembro de la familia.

Este sentimiento legítimo de la propia nobleza, levanta la moral y aparta los pensamientos bajos y forma la dignidad del alma.

Pidamos a los discípulos de entonces que nos comuniquen sus impresiones de temor admirativo.

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Es el atardecer; la noche va entrando; un mar sereno; una barca que boga hacia mar adentro...

Jesús ha dicho a sus discípulos: Vamos al otro lado. Y les hace subir a la barca con Él. El mar está en calma, de modo que las velas penden sin consistencia de los mástiles; los remeros hacen uso del remo.

Con Jesús y con tal tiempo, ¿qué temer? Y bogan; y van adentro; ya están en plena mar.

Pero ved ahí que, de repente, un fuerte viento que baja de los montes, se corre por el mar con agudo silbido: es la tempestad; y bien formidable, a juzgar por el espanto que se apodera de los marineros hechos a los peligros.

Así con nosotros... Por orden de Jesús, hemos emprendido una obra personal o en común; la obra se prosigue tranquilamente. ¿Qué temer? Ordenada por Jesús, ¿no se hace Él su responsable? ¿No apartará por sí mismo los impedimentos?

¡No!, no es éste el proceder de Dios. Entra en sus designios la prueba; no la envía siempre Él mismo; las más de las veces la permite, dejando obrar a las causas segundas. Pero cualquiera que sea el origen, la prueba manifestará siempre nuestra confianza, dará temple a nuestra virtud y multiplicará nuestros méritos.

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Y Jesús dormía. Después de una larga jornada de tareas apostólicas por la ciudad de Betsaida, fatigado Jesús necesita reposo, como junto al pozo de Jacob. La popa del barco está desierta. Se acomoda sobre tablones rugosos... Puede dormir, y duerme…

La tempestad arrecia, se enfurece el vendaval, la barca es sacudida por todos lados... y Él duerme todavía. Su rostro conserva toda su serenidad, su pecho respira normalmente.

¡Qué contraste con el espanto que se lee en los rostros de sus discípulos! Pálidos, trémulos, corren hacia el Divino Maestro: ¡Salvadnos!, le gritan… ¡Perecemos!

Bueno será notar cuan ilógica es su fe e imperfecta su confianza. Para ellos, es Jesús el enviado de Dios, el Mesías. ¿Qué pueden, pues, temer con Él? ¿No se han hecho a la mar por orden suya?...

¡Oh! La naturaleza es tal, que en el momento de peligro desaparecen los motivos de seguridad; sólo se impone el hecho que espanta.

¡Oh inconsciencia de sus impresiones! Si hubieran visto al Divino Maestro de pie en medio de ellos, no hubieran sentido tal pánico. Pero, ¿qué puede un hombre que está durmiendo? ¿Es de veras el mismo?

No se les ocurre que este sueño, en tal circunstancia, nada tiene de natural, y que quien mientras duerme así, lo ve y oye todo, y no los dejará perecer.

Si la confianza de los discípulos es imperfecta, con todo, es viva, porque los lanza a Jesús: que despierte, que se dé cuenta y nos vea, y ya tranquilos esperaremos que la tempestad impotente se deshaga.

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Su esperanza es regiamente sobrepujada. El Maestro se levanta, dicta sus órdenes al mar, y el mar se calma de repente.

Y ellos, sobrecogidos de pavor, se dicen: Pues, ¿quién será este a quien los vientos y las olas obedecen?

La grandeza del milagro los estremece, como a Pedro cuando la pesca milagrosa... mezcla de un temor de pasmo y de respeto... Dios está ahí, lo sienten... Ahí está, en la majestad de su omnipotencia...

Con una palabra, con una mirada, desmenuzaría al hombre tan pequeño y tan débil...

¡Qué grande es Dios!

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Pero nosotros, que lo conocemos mejor que los discípulos de entonces, en vez de temblar ante su poder absoluto y de retirarnos llenos de espanto, acudimos a Él como a refugio seguro...

Sabemos que la mano fuerte que deshace la tempestad, sabe ser la blanda mano que acaricia al hijo querido.

Debemos quedarnos en esta admiración; expresar a Jesús una confianza sin límites; echarnos en sus brazos para ser protegidos y para sentirnos estrechados contra su Corazón.

Sin embargo, debemos guardar aquel temor reverencial que no ahoga la expansión, pero le da un carácter de noble discreción.

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Apliquemos a la Iglesia la tempestad sosegada. El objeto de esta adaptación es asegurar nuestra fe y excitar nuestra confianza delante de las tempestades que hoy se levantan por todas partes contra ella y amenazan a su misma existencia.

Una vez más nos convenceremos de que nuestro pánico es infundado, de que Dios es extraño a estos asaltos sólo en la apariencia, y de que intervendrá en el momento propicio y oportuno...

De este modo, podremos ver, con espíritu sereno y corazón tranquilo, levantarse olas mucho más amenazantes; haciendo honor a nuestra confianza, no apoyándonos en recursos humanos, sino sólo en Dios.

Que además de real, fuera simbólica la tempestad, lo enseñan todos los Padres de la Iglesia y los intérpretes escriturarios.

Permitiendo el Divino Maestro que se desencadenara y llegara a ser un gran peligro, durmiendo y levantándose para dominarla, no sólo tenía por objeto impresionar fuertemente el espíritu de sus discípulos y unírselos a sí para siempre, sino que dejaba entrever visiones más altas y dilatadas : la de su Iglesia perseguida..., traicionada... finalmente triunfante...

Todos los pormenores nos lo revelan.

El mundo es el mar: tiene su movilidad y sus sorpresas.

La Iglesia no halla en él estabilidad alguna, pero se mantiene por su constitución sobrenatural, como la barca por sus tablones hábilmente pegados.

Si esta trabazón fallara, la Iglesia, como la barca, iría al abismo.

El mundo no conoce a la Iglesia, y, por soltarse las cadenas saludables que ella le pone, la sacude con violencia como el mar de Galilea sacudía la barca cuyo peso debían sostener sus aguas.

Y nosotros tenemos miedo de los asaltos mancomunados de la ciencia hostil, de las sectas impías, de los espíritus heréticos, de los pastores traidores y del pueblo extraviado.

La barca no será tragada, ni hecha astillas. El peligro está en otra parte: en el hacinamiento, de olas que entran en su seno.

Estas olas son el espíritu del mundo que desfigura el Evangelio, las aspiraciones de bienestar que lo corrompen, los sofismas especiosos que hacen titubear en la fe, las imprudentes concesiones que la traicionan...

Desdichados marinos, desdichados pasajeros, si no cierran bien cerradas todas las aberturas por donde puede penetrar el mal: serán arrastrados, y pararán en tristes restos, juguete de las olas.

La barca flotará siempre, pero si le faltan valientes hombres de remo, quedará tal vez inmóvil... por algún tiempo...

Desterrar el miedo que debilita; vivir con una confianza que no impide, sin embargo, sufrir, ni orar, ni pensar en los medios de defensa...

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Y Jesús dormía. ¿No parece que Dios duerme en medio de todas nuestras pruebas actuales?

Dios parece mostrarse sordo. Ninguna protección se muestra; la tempestad prosigue sus estragos...

Desatinan y se acobardan las almas: Dios nos abandona, se aproxima el fin, la Iglesia va a naufragar...

Se parecen en esto a los apóstoles. Los apóstoles fueron testigos de los grandes milagros de Jesús, nosotros los hemos presenciado en la historia de la Iglesia.

El de su vitalidad no es el menos demostrativo.

La tempestad del mar fue pronta y pasajera. Un simbolismo no pide más; la realidad, sí.

La Iglesia avanza con lentitud, porque su existencia es larga se necesitan muchos años y a veces siglos para que una depresión se forme o llegue a su colmo.

Es una prueba de lo breve de nuestra vida que no abarca todo el movimiento; pero los veinte siglos de su historia están ahí para establecer, con hechos reproducidos sin cesar, la ley de sus victorias.

De este modo nuestra confianza encuentra su mérito en la obscuridad del presente, y en las claridades del pasado su apoyo.

Admiremos la conducta de Dios. Procuremos una confianza más entera, más firme... Tal confianza es muy razonable, y Dios la espera. Es bienhechora, y la paz es su fruto.

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Si la plena confianza trae la paz, no se lleva el dolor. ¿Cómo no padecer con la Iglesia, si la amamos de veras?

El dolor provoca la oración, se juntan las manos, las miradas van al Cielo, y sale de los labios el grito suplicante de los apóstoles: Sálvanos, que perecemos…

¡Oh! Sí, sin Vos, Jesús, pereceríamos.

Queréis salvarnos, pero queréis también que la oración os despierte en cierto modo y os haga violencia... Pero con fe y confianza... Sin temor, si es que determinas seguir durmiendo...

La oración es una de las condiciones del socorro. Dios así lo quiere y las cosas así lo piden: es una cooperación, aunque exigua, a su acción omnipotente.

Si se ruega poco por la Iglesia, es porque no sentimos sus pruebas con la misma viveza que las nuestras.

¡Dios mío! Que sus penas me sean muy sensibles y amargas y hasta, de algún modo, personales. Pues, ¿no es ella la barca que nos acoge contra los vientos de la incredulidad que desorientan las inteligencias, contra las ocasiones del mal que se multiplican en el mundo?

Pero la Iglesia es más que una barca, es una Madre; amémosla, defendámosla; profesémosle el amor que tenemos a Jesús.

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También se levantan tormentas en el alma humana, ya por los sucesos…, ya por las tentaciones… ¿Hay que extrañarlo? ¿No es la vida un tiempo de prueba y el mundo un mar tempestuoso? ¿No es el alma una barquilla a merced de las olas?

¿Qué hacer cuando el viento de las tentaciones violentas persiga la frágil navecilla? ¿Qué hacer ante el choque de las enfurecidas olas que la ponen a punto de naufragar?

Como las tormentas, las tentaciones más fuertes pueden levantarse en la vida espiritual; pueden proceder del demonio, de ocasiones perturbadoras, del fondo mismo de la naturaleza...

¿Va a naufragar? Ahí está el abismo que se abre y la llama. ¿Qué va a suceder? ¿Qué hacer?

No desatinar. Guardarse del vértigo, apartar la mirada de esos horrores, fijarla en Jesús.

Jesús duerme en medio de las tentaciones. Si duerme, es que no teme, porque nos ama y nos considera fieles. Si permite la tormenta, es para hacernos aguerridos, para instruirnos y tal vez humillarnos…, siempre por nuestro bien.

Mientras tanto, no vacilemos, corramos a la proa de la barca en busca de Jesús. Su vista nos infundirá denuedo.

Si tememos cansarnos, si muchas veces hemos experimentado nuestra fragilidad, pidamos, con clamores salidos del fondo del alma, la gracia de las gracias: la gracia de orar siempre.

Si la oración está al nivel de lo que necesitamos, nuestra perseverancia es segura y cierta.

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¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Puesto en pie, mandará una vez más..., la última..., a los vientos y al mar que se apacigüen...

Y se seguirá la eterna bonanza...

domingo, 22 de enero de 2012

Domingo IIIº después de Epifanía

TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA

Y habiendo bajado del monte, le siguieron muchas turbas; y he aquí que, viniendo un leproso, le adoraba, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo la mano le tocó, diciendo: Quiero. Sé limpio. Y al punto su lepra fue limpiada.

Y Jesús le dijo: Mira, que no se lo digas a nadie; mas ve, muéstrate al sacerdote y ofrece la ofrenda que mandó Moisés en testimonio para ellos.

Y habiendo entrado en Cafarnaúm, se llegó a Él un Centurión, rogándole y diciendo: Señor, mi siervo está postrado en casa paralítico y es reciamente atormentado. Y le dijo Jesús: Yo iré y lo sanaré. Y respondiendo el Centurión, dijo: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, mas di tan solo una palabra, y será sano mi siervo. Pues también yo soy hombre sujeto a otro, que tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.

Cuando esto oyó Jesús, se maravilló, y dijo a los que le seguían: En verdad os digo, no he hallado una fe tan grande en Israel. Os digo, pues, que vendrán muchos de Oriente y de Occidente, y se recostarán con Abraham, e Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Mas los hijos del reino serán echados en las tinieblas exteriores: allí será el llanto y el crujir de dientes.

Y dijo Jesús al Centurión: Ve, y como creíste, así te sea hecho. Y fue sano el siervo en aquella hora.

Después de la predicación y de la enseñanza en la montaña, se ofrece el momento de empezar a hacer milagros, para que cuanto se ha dicho reciba su confirmación en la virtud de los milagros.

Como enseñaba demostrando que tenía poder, para que no se creyese que era ostentación esta manera especial de explicarse, hace por medio de las obras lo mismo que había hecho por medio de las palabras, como teniendo también el poder de curar.

Entre los que no subieron al monte se encuentra el leproso, que no puede subir a lo alto, abrumado bajo el peso de sus pecados.

La lepra es el pecado de nuestras almas. El Señor bajó de la altura del Cielo como de un alto monte, para limpiar la lepra de nuestros pecados. Y así, como si le aguardase, el leproso sale al encuentro del que baja.

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En el monte enseñó, curó las almas y sanó el corazón humano. Terminado lo cual, como había bajado de los montes celestiales a salvar a los pecadores, un hombre lleno de lepra se llegó a Jesús, e hincadas las rodillas, pegando el rostro con la tierra, le adoró y dijo: Señor, si quieres, puedes limpiarme.

Aquí se han de ponderar las virtudes de este leproso en su oración.

La primera, grande reverencia exterior e interior, hincando las rodillas, postrándose en tierra, adorando a Cristo y llamándole Señor.

La segunda, fue grande fe en la omnipotencia de Cristo, confesando que con sólo quererlo, podía sanarle.

No dice si lo pidieres a Dios, sino si quieres, puedes, confesando que era Mesías, Hijo de Dios.

No dijo si quieres, por dudar de su misericordia, sino por no saber si sus pecados lo desmerecerían, o si le convenía aquella salud corporal.

La tercera, fue gran resignación, porque no pidió alguna cosa expresamente, pues no añadió: límpiame, sino descubrió su necesidad y deseo con vivísimas palabras; y confesó la omnipotencia de Cristo y remitió a su voluntad el sanarle, dejando todo a su arbitrio, y le reconoce como Dios, y le atribuye la potestad de hacerlo todo.

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Aunque podía limpiarlo con la palabra y con la voluntad, le aplicó la mano; el Señor demuestra aquí que no obra como siervo, sino que, como Dios, toca y cura. La mano no se vuelve inmunda por haber tocado la lepra, sino que, por el contrario, el cuerpo leproso se vuelve limpio al simple contacto de la mano santa.

San Juan Damasceno dice: No era sólo Dios, sino también hombre, por eso obraba los milagros por medio de la palabra y del tacto, a fin de que sus actos divinos se llevasen a cabo con el concurso del cuerpo como órgano.

La voluntad de limpiar la lepra fue para el leproso, pero la palabra para los demás que lo presenciaban. Por ello dijo el Salvador: Quiero. Sé limpio.

Y San Jerónimo aclara que no debe leerse juntamente, como quieren algunos autores latinos: "Quiero limpiar", sino por separado. De tal modo, que primero diga: "Quiero", y después, mandando, diga: "Límpiate". El leproso había dicho: "Si quieres", el Señor le respondió: "Quiero". Aquél había dicho: "Me puedes limpiar", y el Señor le respondió: "Sé limpio".

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Compadeciéndose, pues de él, Jesús extendió su mano y le tocó, diciéndole: Quiero. Sé limpio, y al punto quedó sano.

Aquí se han de ponderar las maravillosas virtudes y excelencias de Jesucristo Nuestro Señor.

La primera, su misericordia. Se compadeció de la miseria del leproso sin dilación alguna, porque es notablemente compasivo; y quien tanto se compadece de las miserias del cuerpo, ¿cuánto más se compadecerá de las del alma? Porque la lepra de pecados, que provoca la ira e indignación de Dios, cuando es querida, provoca su misericordia cuando es aborrecida y queremos sanar de ella.

La segunda fue una rara muestra de su bondad y omnipotencia, correspondiendo a la fe y confianza del leproso, diciéndole: Quiero. Sé limpio. Tú dices si quiero, pues digo que quiero. Tú dices si puedo, pues digo sé limpio; y así fue.

La tercera fue gran benignidad, porque sin tener asco de la lepra, de que tenían tanto asco los judíos, que ni la tocaban ni se llegaban al leproso, y era inmundo el que le tocaba, Su Majestad extendió la mano y le tocó amorosamente para darle salud.

Y pondera el Evangelista que extendió la mano para significar que la había de extender en la cruz para librarnos de la lepra de los pecados, y que su carne sacratísima tenía virtud de sanar al que tocaba, y que cuando Dios extiende y abre su mano, a todos hinche de bendiciones y dones.

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Lo envió a los sacerdotes primeramente por humildad, y para que se viese que guardaba deferencias a los sacerdotes.

En segundo lugar para que, viendo éstos al leproso curado, se salvasen creyendo al Salvador, y si no creían, fuesen inexcusables.

Pero, previendo Jesucristo que nada adelantarían con esto, no dijo: "Para enmienda de ellos", sino: "Para testimonio", esto es, para acusación y atestación.

Y aun cuando previó que no habían de enmendarse, no dejó de hacer lo que convenía, mas ellos permanecieron en su propia malicia.

Aquí vemos el celo de Cristo por la observancia de la Ley Antigua mientras duraba, queriendo que los leprosos guardasen lo que les estaba mandado, que, en siendo sanos, se presentasen al sacerdote y ofreciesen dones y sacrificios a Dios, así en agradecimiento de la merced que les había hecho, como en testimonio de que estaban limpios.

Y quien tanto celo tenía de que se obedeciese a los mandatos de la Ley Antigua, ¿cuánto le tendrá mayor de que se obedezca a los de la Nueva?

Como aplicación espiritual, mandó esto al leproso para significar el Sacramento de la Penitencia de la Nueva Ley; en la cual se manda que cualquier leproso, con lepra de pecados, aunque haya por la contrición alcanzado perdón de ellos, se presente al sacerdote y le descubra la lepra que ha tenido, y delante de él ofrezca el sacrificio del espíritu atribulado y del corazón contrito y humillado, y oiga la sentencia de absolución, con la cual se confirma el perdón recibido y se purifica y perfecciona más el alma mediante la gracia sacramental, y queda hábil para recibir el Sacramento de la Comunión, como antiguamente los leprosos, presentándose al sacerdote, se raían los cabellos y pelos del cuerpo, y lavaban, sus vestidos y carne, y ofrecían en sacrificio un cordero sin mancilla, y de esta suerte quedaban limpios de la inmundicia legal, y eran admitidos al trato común con todos.

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Después que el Señor había enseñado a sus discípulos en el monte y sanado en la falda de éste al leproso, vino a Cafarnaúm en virtud de un misterio, porque, después de haber limpiado a los judíos, vino a donde estaban los gentiles.

Cafarnaúm, que significa villa de la abundancia, campo de la consolación, representa a la Iglesia que se había de formar de los gentiles, la cual está llena de abundancia espiritual y, entre las aflicciones del mundo, consuela con las cosas del Cielo.

Mientras tanto, un Centurión que vivía en Cafarnaúm, teniendo paralítico a un siervo suyo muy querido, no atreviéndose a pedirle que viniese a su casa, le rogaba diciendo: Señor, mi siervo está postrado en casa paralítico y es reciamente atormentado.

Se ha de considerar la piedad de este Centurión, pues tan solícito estaba de la salud de su siervo y esclavo, al tiempo que ejercía otras buenas obras, reparando las sinagogas y haciendo mucho bien a los judíos, con ser él gentil.

También se destaca su profunda humildad, pareciéndole que era tan malo, y Cristo tan bueno, que no era digno de estar delante de Él.

No menos es de admirar su grande fe y confianza, contentándose con declarar a Cristo la necesidad de su criado, que estaba paralítico y muy atormentado, creyendo que era poderoso para sanarle en ausencia; y teniéndole por tan misericordioso, que bastaba representarle aquella necesidad, sin pedirle que la remediase.

Este centurión es el fruto primero de los gentiles, en comparación de cuya fe se considera como infidelidad la fe de los judíos. No había oído la predicación de Jesucristo, ni visto la curación del leproso. Pero habiendo oído contar esta curación, creyó más que lo que oyó, viniendo a ser la figura que representaba la futura conversión de los gentiles, quienes no habían leído la ley ni los profetas respecto de Cristo, ni habían visto al mismo Jesús hacer milagros.

Veamos aquí la fe del centurión, el cual no dijo "Ven y sánalo", porque, habiendo llegado allí, estaba presente en todas partes; e igualmente su sabiduría, porque no dijo: "Sánale desde aquí".

Sabía, pues, que tenía poder para hacerlo, sabiduría para comprenderle y caridad para oírle. Por lo tanto se limitó a exponer la enfermedad, dejando el remedio de la curación al arbitrio de su misericordia.

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En oyendo esto Jesús, respondió: Yo iré y le sanaré, dispuesto a emprender el camino hacia la casa del Centurión.

San Juan Crisóstomo enseña que lo que nunca había hecho Jesús lo hizo ahora. En todas partes siguió la voluntad de los que suplicaban, aquí la excede. No sólo ofreció curarlo, sino también ir a su casa.

Una vez más, hemos de ponderar la benignidad de Jesús y lo mucho que favorece a los humildes y pequeñuelos.

Al reyezuelo que le pidió fuese a su casa a sanar a su hijo, aunque era tan principal, le respondió con aspereza, tratándole de incrédulo; pero a este Centurión, que con humildad no se tenía por digno de pedirle tal cosa, se ofreció a ello, y de hecho iba a su casa, y no para sanar a su hijo, sino a su esclavo.

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Pero, con esta mereced que Cristo ofrecía al Centurión, este no sólo no se ufanó y envaneció, sino que creció más en humildad, arraigándose más en el propio conocimiento y en la fe de la omnipotencia de Cristo, que con una sola palabra podía sanar a su criado.

Dice San Jerónimo que así como admiramos la fe en el centurión, porque creyó que el paralítico podía ser curado por el Salvador, así se manifiesta también su humildad, en cuanto se considera indigno de que el Señor entre en su casa.

Y San Agustín completa, diciendo que considerándose como indigno apareció como digno, no de que entrase el Verbo entre las paredes de su casa, sino en su corazón. Y no hubiera dicho esto con tanta fe y humildad si no hubiese llevado ya en su corazón a Aquel de quien temía que entrase en su casa, pues no era una gran felicidad que Jesús hubiese entrado en su casa y no en su pecho.

De este modo, por el propio conocimiento, subió a otros actos excelentes de virtud, engrandeciendo a Cristo Nuestro Señor por las palabras que añadió: Yo soy un hombre que tengo superior, y debajo de mi mando tengo soldados, y en diciendo a uno: ve, luego va; y en diciendo a otro: ven, luego viene; que es decir: Yo soy un hombre terreno, sujeto a otros por razón de mi estado, pero Tú eres hombre celestial y Dios infinito, superior a todos, por lo cual no soy digno de que Señor tan alto venga a casa de hombre tan bajo; y si a mi palabra obedecen los soldados y criados que me sirven, mucho mejor obedecerán a tu palabra todas las criaturas, y las mismas enfermedades; y en diciéndolas Tú: Ven, vendrán; y en diciéndolas: Idos, se irán.

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Maravillado Jesús de estas palabras, dijo a los que le seguían: De verdad os digo, que no he hallado tanta fe en Israel...; y vuelto al Centurión, le dijo: Ve, y como creíste, así te sea hecho.

La admiración de Jesucristo nos prueba cómo la humildad y la fe son virtudes heroicas, y tan admirables, que parece bastan para causar admiración al que es sobre todos admirable.

Cristo Nuestro Señor alabó la fe de este Centurión gentil para honrarle, diciendo que no había hallado otra tal en el pueblo judaico, y con ella confunde a los que por razón de su estado habían de ser más humildes y piadosos y rendidos a Dios.

Enseña hermosamente San Juan Crisóstomo: Así como lo que había dicho el leproso, hablando de la potestad de Jesucristo: "Si quieres, puedes curarme", se confirma con la palabra del Salvador que dice: "Quiero. Sé limpio"; así también aquí, no sólo no inculpó al centurión por lo que dijo de su potestad, sino que le elogió. Hizo más todavía, y el Evangelista, significando la intensidad de la alabanza, dice: Oyéndolo Jesús

Creyó Andrés, pero diciendo San Juan: He aquí el Cordero de Dios; creyó San Pedro, pero evangelizándole Andrés; creyó Felipe, pero leyendo las Escrituras; y Nathanael recibió primero una prueba de la divinidad, y así ofreció la confesión de su fe.

Jairo, príncipe de Israel, pidiendo por su hija, no dijo: Di con tu palabra, sino: Ven inmediatamente. Nicodemo, oyendo hablar del misterio de la fe, dice: ¿Cómo puede ser esto? María y Marta dicen: Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiese muerto, como dudando de que el poder de Dios pudiese estar presente en todas partes.

A fin de que nadie pensase que lo que el Salvador había dicho al centurión, no era sino una vana adulación, hace el milagro y dice: Ve, y como creíste, así se haga. Como si dijese: Según la medida de tu fe, se te medirá esta gracia.

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Jesús cumplió así su deseo al Centurión, sanando a su criado con una sola palabra: Hágase como quieres; porque, como dice David, cumple Dios la voluntad de los que le temen.

Pidamos nosotros, con la Santa Liturgia: Omnipotente y sempiterno Dios, mira propicio nuestra flaqueza; y extiende, para protegernos, la diestra de tu Majestad. Amén

domingo, 15 de enero de 2012

Domingo IIº post Epifanía

SEGUNDO DOMINGO DE EPIFANÍA

Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía. Dice su madre a los sirvientes: Haced todo lo que él os diga.

Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Sacad ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron.

Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el buen vino hasta este momento. Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus milagros. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos.

Este pasaje evangélico muestra que llaman al Señor a las bodas, no como persona distinguida, sino como uno de muchos, y sencillamente porque era conocido. Para expresar esto, el Evangelista dice: Y estaba la madre de Jesús allí. Y así como habían llamado a la Madre, llamaron también al Hijo.

Ante todo, pues, hemos de ponderar la benignidad y caridad de Cristo Nuestro Señor en aceptar este convite para tener ocasión de hacer bien a otros y sacar alguna ganancia espiritual para sus discípulos.

Dice San Agustín: ¿Qué de extraño tiene que fuera a aquella casa donde se celebraban las bodas, Aquél que vino al mundo a celebrar las suyas? Porque tiene aquí a su Esposa, a quien redimió con su sangre, a quien concedió como obsequio el Espíritu Santo, y a la que se unió desde el vientre de la Virgen; porque en realidad el Verbo es el Esposo, y la carne humana es la Esposa.

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Estando ya presente el Señor en las bodas, faltó el vino, con el objeto de que se manifestase la gloria de Dios, oculta bajo la forma humana, por medio del vino de mejor condición.

Debemos considerar la compasión y solicitud de la Virgen Nuestra Señora, pues viendo la falta del vino se compadeció del apuro de los novios y, sin que nadie se lo pidiese, se movió a procurar el remedio de esta necesidad por medio de su Hijo.

Dice San Juan Crisóstomo: Es digno de notarse cómo vino a la imaginación de la Madre haber concebido un concepto tan elevado de su Hijo, siendo así que hasta entonces ningún milagro había hecho. Se ha de recordar que San Lucas dice: María conservaba todas estas palabras, examinándolas en su corazón. Hasta entonces había hablado como uno de muchos, por lo que no presumía su Madre deberle decir tal cosa. Pero como oyó que Juan daba testimonio de Él, y como ya tenía discípulos, ruega con confianza al Señor: Y llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino.

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A esta requerimiento respondió Nuestro Señor: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía.

Afinadamente enseña San Agustín: Algunos, contrariando el Evangelio, y diciendo que Jesús no nació de la Virgen María, se esfuerzan en sacar de aquí un argumento para confirmar un error, y dicen: ¿Cómo puede creerse que era su madre, aquélla a quien dijo: "Mujer, qué hay de común entre tú y yo?" Pero el mismo Evangelista San Juan poco antes había dicho: "Y estaba allí la madre de Jesús". ¿Y por qué esto, sino porque una y otra cosa son verdad? ¿O es que Jesús vino a las bodas para enseñar a despreciar a las madres?

Por eso, sobre esta respuesta, al parecer tan desabrida y seca, hemos de buscar las causas misteriosas de ella.

La primera fue para descubrir que era más que hombre, y que también era Dios, de quien es propio hacer la obra milagrosa que se le pedía, en la cual había de seguir su procedimiento y el tiempo y hora que en cuanto Dios tenía señalada, sin mudarla ni anticiparla por respetos de carne y sangre.

Con esto nos enseña que no hemos de afligirnos ni acongojarnos demasiado con nuestras necesidades, queriendo anticipar la hora que Dios Nuestro Señor tiene determinada para su remedio; ni señalarle tiempo para ello; sino, haciendo de nuestra parte cuanto fuere posible, hemos de arrojarnos en su divina Providencia, para que Él nos remedie en su hora, que será para nosotros la mejor y más conveniente.

Dios tiene señalada la hora de los trabajos y la de los milagros… Nuestra voluntad debe estar resignada para seguir y obedecer siempre la suya, sin apartarnos ni una hora ni un momento de ella.

La segunda razón de tal respuesta fue para ejercitar a la Virgen Santísima y darle ocasión de mostrar sus excelentes virtudes, especialmente su gran paciencia, humildad y confianza; porque con respuesta tan seca, ni se turbó ni quejó, ni respondió palabra alguna, ni se tuvo por injuriada; y lo que más admira, no perdió la esperanza de ser oída.

Con su ejemplo hemos de animarnos a tener paciencia y no perder la confianza cuando Dios no oyere nuestras peticiones o dilatare el oírnos; también cuando los hombres nos dieren respuestas desabridas, acordándonos de lo que dice el profeta Isaías: En el sufrimiento, silencio y esperanza está nuestra fortaleza, porque por tales medios alcanzamos de Dios lo que pretendemos.

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Entonces la Virgen dijo a los que servían a la mesa: Haced todo lo que él os diga

Cuanto os dijere mi Hijo, hacedlo… En estas palabras se ha de ponderar la excelencia de este soberano consejo, el fin por qué le dio, las palabras de que usó y las virtudes heroicas que en todo esto descubrió.

Lo primero, mostró heroica confianza, porque aunque su Hijo le hubiese dicho expresamente: Yo haré todo lo que me pides, no hubiese podido Ella decir otra cosa de lo que dijo.

Lo segundo, tuvo gran luz para conocer el Corazón de Cristo Nuestro Señor y sus intenciones; porque dado el caso que pudiera remediar aquella necesidad creando nuevo vino o multiplicando lo poco que había sin decir nada a los ministros que servían a la mesa, con todo eso entendió la Virgen que su Hijo les había de mandar algo; porque la condición de Dios es querer que los hombres hagamos algo de nuestra parte para el remedio de nuestras necesidades, disponiéndonos con esta obediencia y diligencia para alcanzar el remedio de ellas.

De aquí es que la Virgen Nuestra Señora, con este consejo que dio a los ministros, nos avisa que para alcanzar de Dios lo que pedimos, no hay remedio más eficaz que juntar con la confianza la obediencia a cuanto nos manda.

Finalmente, debemos exaltar el amor que la Virgen tenía al silencio y brevedad de palabras, pues así las que dijo a su Hijo, como las que dijo a los ministros, fueron breves, muy medidas y ponderadas.

Y en particular éstas hemos de estampar en nuestro corazón como dichas por tal Madre y Maestra, procurando cumplir cuanto nos dijere Cristo Nuestro Señor, sin omitir cosa alguna, aunque sea dificultosa, y aunque parezca, como aquí, fuera de propósito.

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Nuestro Señor Jesucristo mandó, pues, a los ministros que llenasen de agua seis tinajas que allí estaban, y luego la convirtió en vino excelentísimo, y lo mandó llevar al maestresala que presidía la mesa.

San Juan Crisóstomo acota sutilmente: Pero ¿por qué no hizo el milagro antes que las hidrias fuesen llenas de agua? Porque hubiese sido mucho más admirable si hubiese sacado aquella sustancia de la nada y hubiese brillado mucho más el milagro, toda vez que allí no hubo otra cosa que el cambio de una esencia en otra. Esto, en verdad, hubiera sido más prodigioso; pero muchos, en cambio, no lo hubiesen creído. Por esta razón se abstiene muchas veces de hacer milagros estupendos, queriendo hacer más creíble lo que hace.

Los ministros, tan bien instruidos por el consejo de la Virgen, sin réplica ni dilación, sin decir ¿a qué propósito se nos manda esto?, o ¿qué tiene que ver traer agua para remediar falta de vino?, rindieron su juicio e hicieron lo que el Señor les mandaba, y por este medio, sin pensar, alcanzaron lo que deseaban.

De aquí debemos sacar cuán seguro es obedecer a Dios y a su Madre Santísima, sin escudriñar con vana curiosidad la causa de lo que nos mandan.

De este modo no seremos engañados de la serpiente astuta, que por este camino engañó a Eva, preguntándole la causa por qué Dios les mandó no comiesen del árbol de la ciencia.

Muchas veces Nuestro Señor, para darnos lo que pedimos, suele mandarnos algo que parece contrario. Esto hace para que aprendamos a rendir nuestro juicio a su obediencia.

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Admiremos la omnipotencia de Jesús, el cual con sólo querer, sin tocar el agua, la mudó en vino; y gocémonos de tener un Salvador tan poderoso

También ponderemos la gran liberalidad de este Señor en pagar los servicios que se le hacen, pues por un vaso de vino que le dieron en el convite, y éste de vino ruin, reintegró seis tinajas grandes llenas de excelentísimo vino, hasta lo sumo que podían recibir. Y lo mismo hace ahora, premiando un vaso de agua fría con una medida llena, apretada, colmada y que rebosa.

Dice San Juan Crisóstomo que el Señor no hizo vino sencillamente, sino un vino exquisito. Tales son los milagros de Jesucristo, que todo lo que hace es mucho más útil y hermoso que lo que se hace por la naturaleza.

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Si pasamos a considerar los efectos de este milagro; entre ellos vemos primero el gozo de la Virgen cuando vio que su esperanza había sido colmada.

Y así nos hemos de gozar grandemente de tener tal Madre, por una parte, tan solícita de nuestro bien, y por otra, tan poderosa para procurarlo.

Lo segundo, consideremos cuán confirmados quedaron en la fe los discípulos de Cristo con la vista de este milagro, pues dice San Juan que por esto creyeron en Él con nuevo fervor de fe y con grande gozo, viendo la omnipotencia de su Maestro, alegrándose de estar en su compañía, fiados de que no les faltaría nada teniéndole consigo.

Y no sin causa quiso Nuestro Señor que el primer milagro fuese en cosa temporal, tan casera y necesaria, para confirmar la fe de los que eran rudos y principiantes en las cosas de Dios, disponiéndoles poco a poco para otras mayores.

Lo tercero, ponderemos la gran admiración del maestresala cuando gustó la suavidad de aquel excelente vino, pues sin poderse reprimir, hizo llamar al esposo y le reprendió porque no guardaba la costumbre de todos los hombres, que primero dan el vino bueno y después el deteriorado, y él había guardado el mejor vino para la postre, porque el vino del principio, que despreciable antes pareció bueno, en gustando el que Cristo había hecho, le pareció malo.

Dios no quiso dar el vino escogido hecho por su mano hasta que se acabó el otro y se comenzó a sentir su falta…

Hizo esto por dos causas eminentes:

La primera, para que tengamos mayor estima de lo que Dios nos da, habiendo primero experimentado nuestra propia miseria, y viendo la buena ocasión en que acude a remediarnos, probando por la experiencia lo que dice David: que Dios es ayudador en las oportunidades y tribulaciones, dando el remedio de ellas en el tiempo y coyuntura que más nos conviene.

La segunda, para significar que no da Dios los contentos del espíritu hasta que se mortifican los de la carne, ni llueve el maná del cielo hasta que se acaba la harina que se sacó de Egipto.

Por eso dice San Bernardo: No se mezclan bien estos dos géneros de vinos y consuelos celestiales y terrenos.

Y así, es menester que se acabe en nosotros el terreno para gustar del celestial, aunque algunas veces da Nuestro Señor a gustar el celestial para que desechemos con facilidad el terreno.

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Pidamos a Nuestro Señor: ¡Oh Amador de las almas, dame a gustar el vino del espíritu, para que me sea desabrido el de la carne! ¡Dame a sentir la dulzura de las cosas celestiales, para que cobre fastidio de todos los deleites terrenos!

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¡Oh cristiano!, anímate a mortificar los regalos sensuales, para que seas digno de alcanzar los eternos por toda la eternidad. Amén.