domingo, 24 de abril de 2011

Domingo de Pascua Florida


DOMINGO DE PASCUA
DE RESURRECCIÓN


Pasado el sábado, María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, fueron al sepulcro. Se decían unas a otras: ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá en Galilea; allí lo veréis, como os lo dijo.


Ha resucitado, no está aquí

Dijimos anoche que por la Resurrección de Nuestro Señor tenemos la certeza de la inmortalidad, hasta de esta carne deleznable.

Y este cuerpo corruptible que fatiga al alma, vaso de barro que deprime la mente, ya no será el formidable enemigo del espíritu, sino que él mismo, a semejanza del cuerpo resucitado de Cristo, será espiritual e inmortal.

También se podrá decir un día de cada uno de nosotros: ha resucitado, no está aquí

Porque Jesucristo, que ha querido que su Resurrección fuese la causa ejemplar de la nuestra, transformará nuestro cuerpo vil y lo hará conforme al suyo glorioso.

Tremenda visión la de nuestro cadáver… Horrible aspecto el de estos huesos, de esta podre, de esta ceniza, que en sus entrañas encierran los sepulcros…

Si por misericordia de Dios nuestra alma se ha salvado, la resurrección borrará esta vergüenza de nuestra carne y dará a nuestros cuerpos claridad, agilidad, sutilidad e inmortalidad.

Nadie como San Pablo ha descrito esta gloriosa transfiguración: El cuerpo es sembrado en la corrupción, y resucitará en la incorruptibilidad; es sembrado en la ignominia, resucitará en la gloria; es sembrado en la debilidad, resucitará en la fuerza; es sembrado cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual.

Y, presintiéndose ya revestido de inmortalidad, así cantaba su triunfo sobre la muerte: Cuando este cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Gracias sean dadas a Dios, que nos ha dado la victoria por Nuestro Señor Jesucristo.


Retengamos de la Resurrección de Jesucristo la lección que reiteradamente saca el Apóstol del hecho magnífico de la nueva Vida que vivió Jesús después de su muerte. Es lección de vida cristiana.

Creemos, porque Cristo resucitó; esperamos, porque su Resurrección es motivo, prenda y modelo de la nuestra. Pero esto no será así, si no resucitamos según el espíritu ya en esta vida mortal.

Pues hay dos maneras de resucitar, como hay dos maneras de morir, consiguientes a dos maneras de vivir.

Se muere con el alma muerta por el pecado o con el alma viva por la gracia; y a estas dos maneras de morir responden dos maneras de resucitar: o se resucita para vivir eternamente la muerte del infierno, porque la vida de aquel lugar, dice san Agustín, es la muerte de toda vida; o para vivir eternamente en el Cielo, donde toda vida tiene su expansión definitiva.

De estas dos formas de resucitar hablaba Jesucristo en el altísimo discurso a los judíos después de la curación del paralítico de la piscina de Bethsaida. Les hablaba de la resurrección espiritual, que no es otra que la justificación, cuando les decía que resucita a quien quiere; es decir, que la resurrección de los espíritus no es general, sino de los que quiere Jesús: El Hijo del hombre da la vida a los que quiere. Yo os aseguro que viene la hora, y ha llegado ya, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren, vivirán.

¿Quiénes son los que la oyen? Los que quieren incorporarse a la obra vivificadora de Jesucristo, correspondiendo a la voluntad de Jesús que los llama.

Y luego habla de la resurrección general de los cuerpos, que ocurrirá el día del juicio final: Viene la hora, en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios.


Toda la teoría de la vivificación del hombre por Cristo se mueve alrededor de estas dos verdades: Jesucristo lo resucita todo, cuerpos y almas: ésta es la primera verdad.

Los cuerpos resucitarán todos fatalmente, queramos o no; pero la resurrección del espíritu no se verificará, si el hombre no se incorpora voluntariamente, oyendo la voz de Dios, a la obra vivificadora de Jesucristo: ésta es la otra verdad.

El juez que ha de pronunciar la sentencia sobre si la voluntad del hombre se ha acoplado o no a la de Jesucristo, correspondiendo a su voluntad de vivificarlo, es el mismo Jesús, como lo declara en el mismo discurso de la Resurrección.

Ante este juicio universal deberá comparecer toda la humanidad al oír la voz del Hijo del hombre que resonará sobre los sepulcros: Y los que hayan hecho el bien saldrán para la resurrección de la vida; pero los que hubiesen hecho el mal saldrán para la resurrección del juicio, que lo será de muerte eterna.


Así, la Resurrección de Jesucristo, fundamento de la fe y motivo y gaje de la esperanza del cristiano, es la piedra de toque para estimar el valor de toda nuestra vida en orden a nuestro destino eterno.

¿Hemos hecho nuestra su Resurrección? Viviremos eternamente.

¿No hemos conresucitado con Él? Entonces resucitará nuestro cuerpo, pero será para acompañar en su desgracia eterna a nuestro espíritu muerto.


Jesucristo no murió para quedar en el sepulcro, sino para revivir. En la obra redentora de Jesús, la Resurrección es un complemento necesario de su muerte. Jesús debía sucumbir para que quedara destruido el pecado; pero a su muerte, equivalencia de la destrucción del pecado debía suceder el triunfo, definitivo y eterno, de su reviviscencia.

Tal debe ocurrir, por analogía, en nuestra vida cristiana: Toda ella se reduce a morir al pecado y a vivir en Cristo.

Las nociones de cristiano y pecador, en teoría, se excluyen. En tanto somos cristianos en cuanto hemos renunciado a las obras de pecado. Pues bien, el cristiano muere al pecado en el mismo momento en que recibe el Sacramento de la incorporación a Jesucristo, que es el Bautismo.

El Bautismo es la sepultura de nuestros pecados y, al mismo tiempo, es el símbolo de nuestra redención espiritual.

Jesucristo baja al sepulcro después de haber destruido nuestra muerte, que es el pecado; y sale de él resucitado para restaurar definitivamente nuestra vida, dice el Prefacio de Pascua.

Lo que hizo en el orden general de la redención, lo particulariza en el Bautismo en cada uno de nosotros.

Desde el momento del Bautismo hemos dejado el hombre viejo con sus vicios y concupiscencias, y hemos revestido el hombre nuevo, que ha sido creado según justicia en la verdad y santidad.

Como el sepulcro de Jesucristo, el Bautismo es la tumba de nuestros pecados y el punto de arranque de nuestra vivificación en Él.

San Pablo desarrolla maravillosamente esta teoría del Bautismo, como símbolo de la sepultura y resurrección de Jesús: ¿Ignoráis que todos los que hemos sido bautizados en Jesucristo hemos sido bautizados en su muerte?

Ser bautizados en Jesús es serlo en orden a Jesús, para serle consagrados; y ser bautizados en su muerte es serlo en orden a su muerte, contrayendo una relación especial con la misma. Porque hemos sido consepultados con Él por el bautismo, a fin de que, como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria de su Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.


Toda la argumentación de San Pablo se reduce, pues, a esto: Jesucristo, representante universal de todos los pecadores, hecho pecado vivo, venció con su muerte al pecado, y bajó al sepulcro sin él; y del sepulcro salió con una vida totalmente nueva.

Así nosotros: por el bautismo deponemos todo pecado, porque hacemos profesión de renunciar a todos ellos e incorporarnos a Jesucristo. Del Bautismo salimos con una vida totalmente nueva, como lo hizo Jesucristo al salir del sepulcro.

Para comprender toda la fuerza de esta semejanza mística, que se funda en algo material como es el sepulcro, recuérdese que primitivamente el bautismo se administraba por inmersión: era el Bautisterio antiguo como un sepulcro; en sus aguas quedaba como sepultado el bautizado; su salida de ellas era como una resurrección, un retorno a una vida nueva.


Asentado este fecundo principio de nuestra muerte y resurrección, místicas, he aquí las consecuencias que saca el Apóstol al cotejarlas con la muerte y resurrección reales de Jesucristo:

Primera: La crucifixión y la muerte con Cristo importa que dejemos en el sepulcro del Bautismo el hombre viejo, que sea destruido el cuerpo de pecado y que no sirvamos ya más al pecado: Sabiendo que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Él, a fin de que sea destruido el cuerpo de pecado y no seamos ya más esclavos del pecado.

El hombre viejo es el que quedó maltrecho por el pecado de Adán; el nuevo es el que ha sido restaurado por el Segundo Adán, Jesucristo. El cuerpo de pecado es este pobre cuerpo, foco de toda concupiscencia, que vive en relación perpetua con el pecado, del que no puede librarse sino por la vida de Cristo. Por lo mismo, el solo hecho de ser cristiano lleva consigo el deber de morir a todo lo que sea pecado.

Segunda: Morir al pecado es condición previa y gaje de que viviremos con Jesucristo su misma vida: Si hemos muerto con Cristo, creemos que viviremos también con Jesucristo. Jesucristo murió, y luego vivió otra vida. ¿Hemos muerto con Él? Tengamos firme esperanza de que también viviremos con Él.

Tercera: La resurrección con Cristo importa en sí misma, para ser semejante a la de Él, la inmortalidad espiritual, es decir, que el cristiano que ha sido complantado con Cristo ya no debe pecar más, desgajándose de la unidad de vida con Cristo: Sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más, que la muerte no tendrá ya más imperio sobre Él.

La razón es decisiva y profunda: Jesucristo murió una sola vez para cancelar el pecado, que ya no hizo mella en Él; en cambio, la vida que le sobrevino después de la muerte es definitiva y eterna, como la misma vida de Dios: Porque en cuanto murió por el pecado, murió una sola vez; pero en cuanto vive, vive por Dios.

Cuarta: Cierra el Apóstol el bello paralelismo entre nuestra resurrección y la de Cristo con el pensamiento de que hemos de morir al pecado una sola vez y hemos de vivir siempre y sin interrupción para Dios, en esta vida que nos conquistó Jesucristo: Consideraos, como Él, muertos ya al pecado y viviendo por Dios en Jesucristo Nuestro Señor.


A esta exposición doctrinal, agrega San Pablo una exhortación. La resurrección debe ser definitiva; pero quedan en el fondo de nuestra vida elementos que tratan de rebelarla contra Dios y destruir en ella la vida divina, haciéndola morir otra vez al pecado.

Hay que utilizar todo recurso vital, de alma y cuerpo, para no sucumbir de nuevo, a fin de no contrariar las leyes de la resurrección espiritual: Que no reine ya más el pecado en vuestro cuerpo mortal, de tal manera que sirváis a sus concupiscencias; ni uséis de vuestros miembros para el pecado como armas de iniquidad; sino entregaos a Dios, como redivivos de entre los muertos, y dad a Dios vuestros miembros como armas de santidad y justicia.


Tal es el misterio de la resurrección pascual: muertos con Cristo, resucitemos con Él; resucitados con Él, vivamos la misma vida que Él, que es la vida misma de Dios.


¡Qué bien ha interpretado la Iglesia este misterio de la transformación de la vida cristiana en Cristo resucitado! En la Epístola de este Domingo de Resurrección nos dice por boca de San Pablo:

Purificaos de la vieja levadura, a fin de que seáis una pasta nueva, ya que sois panes ácimos; porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.

Como si dijera: Desalojad de vuestras almas el viejo fermento del pecado; ya sois puros, porque os ha purificado nuestra purísima Pascua, que es Jesucristo inmolado.

Y durante todo el tiempo pascual la Liturgia hace oír la magnífica exhortación del Apóstol a los Colosenses: Si habéis conresucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre; sentid el gusto de las cosas de arriba, no de las que están sobre la tierra.


De la muerte a la vida; del pecado a Dios; de la tierra al Cielo; de la vida del hombre viejo según la carne a la del hombre nuevo según el espíritu. Este es el misterio de la vida cristiana en relación con la Resurrección de Jesucristo: Somos muertos —hechos insensibles a las cosas de la tierra—; y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios.

Allá está el término definitivo de nuestra resurrección, según el espíritu, y según el cuerpo cuando sea su hora.


Este es el gran misterio de la Pascua cristiana: el Hombre-Dios que sale redivivo del sepulcro.

Pero nuestra Pascua de acá es transitoria.

Lo es, porque es temporal, y el tiempo es fugaz: no hemos llegado todavía al estado de inmortalidad definitiva, como nuestro Modelo Jesucristo resucitado.

Lo es, porque nuestra miseria nos hunde, tal vez con frecuencia, en el sepulcro del pecado de donde salimos un día para vivir la vida de Dios: la vida divina no conoce retrocesos, pero nosotros sí, que cien veces hemos puesto la mano en el arado y hemos vuelto la vista atrás.

Todo nuestro esfuerzo debe tender a “contemplarnos” cada día más con Jesucristo resucitado, para vivir más intensamente con Él la vida de Dios, y a no separarnos más de Él hasta que con Él celebremos la solemnidad de la Pascua definitiva y eterna.

sábado, 23 de abril de 2011

Triduo Sacro - Sábado


MISA DE GLORIA

Pasado el sábado, al amanecer el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro. De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y sus vestidos blancos como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos. El Ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: “Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, que fue crucificado; no está aquí, porque ha resucitado, como lo había predicho. Venid, ved el lugar donde estaba puesto el Señor. Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis. Ya os lo ha predicho.”

Creo en Jesucristo, que fue crucificado, muerto y sepultado; que descendió a los infiernos; y que el tercer día resucitó de entre los muertos.

Estas palabras de nuestro Credo, resucitó de entre los muertos, quieren decir que, el tercer día después de su muerte, Jesucristo reunió su Alma a su Cuerpo, por su propio poder, y salió vivo del sepulcro.

Él es Dios, Omnipotente; le ha bastado decir a su Alma, desde el Viernes Santo en los Limbos, Ve a reunirte a tu Cuerpo que está en el sepulcro. El Alma ha obedecido en seguida, y por su propio poder, Jesús salió de allí vivo.

La Resurrección es el más grande de todos los milagros de Nuestro Señor; el que prueba mejor que había dicho la verdad todas las veces que afirmó que Él era Dios.

He aquí por qué la Fiesta de Pascua es la más grande de todas las fiestas del año.


Jesucristo resucitó, y con ello coronó su obra y confundió a sus enemigos.

Pero los hechos de Jesús tienen trascendencia mayor, porque son lecciones para sus discípulos. Este hecho de su Resurrección es un gran milagro y un gran ejemplo, dice San Agustín: milagro para que creamos; ejemplo para que esperemos, si participamos de su Pasión.

Repitamos con San Pablo: Si Jesucristo no resucitó, es inútil la predicación de la Iglesia; es vana y sin fundamento nuestra fe. Pero si Jesucristo revivió después de muerto, todo el dogma cristiano adquiere definitiva consistencia y es inexpugnable en todas sus partes, y nuestra fe obtiene la certeza de la verdad divina.

La Resurrección es, ante todo, el cumplimiento de una profecía de Jesús, pronunciada con reiteración y como garantía de la verdad de su legación divina.

El hecho de la Resurrección es una preocupación y un propósito en la vida pública de Jesús. Ni el resplandor divino de su Persona, ni la excelsitud de su doctrina, ni sus multiplicados milagros habían podido doblegar la cerviz del pueblo judío al yugo de la fe.

Los sacerdotes y fariseos de Israel sacaban de todo ello mayores motivos de resistencia y odio: ¡Ved cómo todo el mundo va en pos de él!, dicen con envidia: ¿Qué hacemos?, porque este hombre hace muchos milagros…

Faltaba el mayor de todos, claro, incontestable, de fuerza probatoria invicta: su Resurrección.

Con ella, todo en Jesucristo se eleva, a los ojos mismos de sus enemigos, al plano de la divinidad: no sólo su Persona, sino también su doctrina, sus predicciones, sus milagros.


Jesucristo se lo anunció a los judíos, y llegado el día lo cumplió: la Resurrección tendrá toda la fuerza de un estupendo milagro y de la realización de sus profecías.


Echaba del Templo un día Jesús a los mercaderes, celando por el decoro de la casa de su Padre, convertida por los judíos en casa de negocio. Lastimados en su avaricia, lo increpan así: ¿Qué milagro haces para proceder de este modo? Es decir, ¿con qué prodigio demuestras tu condición de profeta reformador? Jesús no hace el milagro, pero se lo promete: Destruid este Templo, les dice, y yo lo reedificaré en tres días…

Él se refería al Templo de su Cuerpo, dice sentenciosamente el Evangelista. Y habiendo resucitado, recordaron sus discípulos estas palabras, y creyeron a la Escritura y a las palabras de Jesús.

Otro día, después de una tremenda requisitoria de Jesús contra escribas y fariseos, se le acercan algunos de ellos y le dicen: Maestro, queremos verte hacer algún milagro. No les basta la curación de los enfermos ni la expulsión de los demonios; quieren algo más aparatoso, alguna señal extraordinaria en el cielo, por ejemplo. Jesús les responde severamente: Esta generación mala y adúltera, quiere un milagro, y no se le dará otro que el milagro del profeta Jonás, porque así como Jonás estuvo en el seno de la ballena tres días y tres noches, así el Hijo del Hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra.

Tan clara fue la profecía que se contenía en las transparentes metáforas del Templo y de la ballena, que sus enemigos, después de muerto, dijeron a Pilatos: Señor, recordamos que aquel impostor dijo cuando vivía: Resucitaré después de tres días: ordenad, pues, que el sepulcro sea guardado hasta el tercero día.


A los judíos les ha hablado en metáfora; a sus discípulos les predice abiertamente su Resurrección: Y comenzó a manifestar a sus discípulos que convenía que fuese a Jerusalén, y que allí padeciese mucho… y que fuese muerto y que resucitase al tercer día.

Poco tiempo después les reitera la profecía, mientras estaban ellos en Galilea, díjoles Jesús: El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán y resucitará al tercer día.

No contéis a nadie lo que habéis visto, dice a los discípulos testigos de la Transfiguración, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.


La predicción de la Resurrección es clara, reiterada, anunciada a sus adversarios y a sus íntimos.

La profiere como garantía sobrenatural de su legación y de su doctrina. Cuando el hecho se produzca, la Persona de Jesús aparecerá nimbada por la divinidad, y su doctrina deberá ser tenida como doctrina de Dios.

Este es el valor apologético de la Resurrección de Jesucristo. Y este valor no deberá pesar sólo en la conciencia de sus contemporáneos, sino que es tan duradero como la Verdad, que el hecho de la Resurrección confirmó.

Ya no es vana la fe de las generaciones cristianas. A quienquiera que nos pida razón de ella podemos decir: Cuando no tuviéramos los milagros que hizo Jesús durante su predicación, ni la excelsitud de su doctrina, ni el testimonio de millones de mártires, ni este hecho, único en la historia, de la rápida propagación del Cristianismo, de su santidad y de sus glorias, nos bastaría para creer el solo hecho de la Resurrección personal, automática, por su propio poder de Dios, del Autor y consumador de nuestra fe.


¡Misericordia de la luz que da Dios a los hombres! Una generación tras otra podrá oír la palabra persuasiva de Jesucristo: Palpad y ved, que los espíritus no tienen carne ni huesos.

A los que recalcitren contra una verdad tan demostrada, podrá decirles Jesús, como a Santo Tomás: Mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino fiel.

Es decir, mira y remira los documentos de la historia; atiende al testimonio de mis discípulos que me vieron resucitado y que dieron su sangre por esta verdad; ve que un embuste no dura veinte siglos, ni se logra con él una grandeza como la de la civilización cristiana.

Y los hombres rectos de pensamiento y de corazón deberán decirle a Jesucristo resucitado, como el apóstol incrédulo: ¡Señor mío y Dios mío!


La Resurrección es argumento invicto de nuestra fe; lo es, asimismo, de nuestra esperanza.

Condenados a morir por el pecado del primer Adán, ya tenemos, en la resurrección del Segundo, el gaje y la causa de la nuestra, del cuerpo y del alma.

Todos morimos, le decía la mujer Tecuita a David, y nos vamos deslizando como el agua que corre por tierra, la cual nunca vuelve atrás. ¡Qué melancolía respira la bella metáfora!

Nos contrista, dice la Iglesia, la certeza de nuestra condición mortal. ¿Y qué? ¿Para esto vino Jesucristo a la tierra? ¿Para poner un lenitivo al pensamiento que nos acosa de la muerte futura?

Si fuese así, dice San Pablo hablando de la Resurrección de Jesucristo, si sólo tenemos esperanza en Cristo mientras dura nuestra vida, somos los más desdichados de todos los hombres.

La razón es obvia, y la expone en gran relieve el mismo Apóstol: ¿De qué me sirve, dice, haber combatido en Éfeso contra bestias feroces, si no resucitan los muertos? En este caso, no pensemos más que en comer y beber, puesto que mañana moriremos.

Si no hemos de revivir, ¿qué razón nos obliga someter nuestra vida a la ley dura, y qué razón hay para que no soltemos el freno de toda ley y vivamos sin ella?

Es imposible la lógica de la incredulidad. Si no hay fe, tampoco hay esperanza; si no hemos de sobrevivir en una segunda vida gloriosa e inmortal, seamos dueños de nuestra vida, y gocémosla.

Pero nosotros creemos en la Resurrección de Jesucristo y en todo el sistema de verdades que sobre ella se asienta. Sobre la misma Resurrección fundamos nuestra esperanza de revivir después de la muerte. Esperamos en la Resurrección de Cristo la realidad de las promesas de nuestra fe.


Resucitaremos, porque Jesucristo resucitó. La Resurrección del Señor es, por una parte, algo personalísimo. Es Él a quien, como Dios, compete la absoluta libertad de tomar el alma y dejarla; de volverla a tomar. Es la Divinidad de Jesucristo, íntimamente compenetrada con la Humanidad, la que obra el estupendo milagro de la Resurrección. Dios es quien en Cristo resucita al hombre; se resucita a sí mismo porque es Dios.

Pero en la Resurrección de Cristo hay que considerar un aspecto de íntima relación con nosotros, con todos los hombres. Jesucristo muere como Mediador entre Dios y los hombres. Y con el mismo carácter de Mediador resucita.

Jesucristo es el Segundo Adán; y la relación que hay entre Él y la humanidad en orden a la vida, es la misma que había entre el Adán primero y nosotros en orden a la muerte.

De aquí concluye San Pablo, con lógica inflexible: Cristo ha resucitado de entre los muertos, y es las primicias de los difuntos; porque así como por un hombre vino la muerte al mundo, por un hombre tiene que venir también la resurrección de los muertos. Y así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados.

Tal es la doble ley: la de la muerte y la de la vivificación. Al decreto de muerte pronunciado en el Paraíso, responde el hecho de la Resurrección de Jesucristo, que triunfa de toda muerte y es un llamamiento de todos a la vida.

San Pablo formulaba en términos precisos la doble ley: Decretado está que los hombres mueran una vez. Todos, en verdad, resucitaremos. Al pecado de uno, siguió la muerte de todos; a la resurrección de otro, seguirá la resurrección universal.

Ni Adán ni Jesucristo estaban solos; el primero, al pecar; al resucitar el segundo.

El Adán primero fue el mediador universal de la muerte; el Segundo lo fue de la resurrección y la vida.

Y como el cuerpo de Adán fue el instrumento por el que se propagó el pecado y la muerte; así lo ha sido el Cuerpo de Jesucristo para obrar la Resurrección.

El Verbo de Dios ha comunicado la vida inmortal al cuerpo que le estaba naturalmente unido, dice Santo Tomás, y por el mismo obra la resurrección de los demás.


Digamos, de paso, que la Resurrección de Jesucristo no sólo obra la de nuestros cuerpos, sino también la de las almas.

La virtud del Verbo de Dios, fuente de la vida, se extiende a los cuerpos y a las almas, y a Él se debe que los cuerpos vivan por el alma, y el alma por la gracia.

Por esto, dice Santo Tomás, la Resurrección de Jesucristo tiene eficacia instrumental no sólo con respecto a la resurrección de los cuerpos, sino también a la resurrección de las almas.

¡Bella doctrina si la aplicamos a la Comunión Eucarística! Alma y cuerpo guardan la Eucaristía para la vida eterna, porque en Ella está el que es la Resurrección y la Vida, de los cuerpos y de las almas.

La doble eficacia la señalaba el mismo Jesús cuando decía en su Discurso sobre la Eucaristía: En verdad, en verdad os digo, que si no comiereis la Carne del Hijo del hombre y bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.


¡Qué consuelo para el alma cristiana! Ya no tenemos solamente la certeza de las verdades de la Fe, porque tenemos la garantía de la Resurrección de Jesús, que es su fundamento inconmovible; sino que tenemos la certeza de la inmortalidad, hasta de esta carne deleznable.

Moriremos, pero volveremos a vivir; y la tristeza de la muerte estará templada por la promesa de la inmortalidad futura.

El Santo Job, deshecho el cuerpo en el muladar, no quedándole ya más que los labios alrededor de sus dientes, sacaba de su pecho este grito de esperanza que parece arrancado del alma rendida de gratitud a los pies de Jesús Resucitado: Yo sé que mi Redentor vive, y que yo he de resucitar del polvo de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de esta piel mía, y en esta mi carne veré a mi Dios; a quien he de ver yo mismo en persona y no por medio de otro, y a quien contemplarán los mismos ojos míos. Esta es la esperanza que en mi pecho tengo depositada.


Digamos, pues, con la Liturgia, en el Prefacio Pascual: Es ciertamente digno y justo, debido y saludable, Señor, que te alabemos en todo tiempo; pero con mayor magnificencia en éste en que Jesucristo inmolado es nuestra Pascua. Porque Él es el verdadero Cordero que quitó los pecados del mundo. El cual, muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida.

viernes, 22 de abril de 2011

Triduo Sacro - Viernes


LA SOLEDAD DE MARÍA SANTÍSIMA
o
NUESTRA SEÑORA DE LA COMPASIÓN

Al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda.

Llegando a la ciudad de Naím, Nuestro Señor se encuentra con un cortejo fúnebre… con el sufrimiento y la muerte.

El Evangelista, de una sola pincelada, describe la escena en su dramática profundidad: hijo único, joven, de una madre viuda…

Esta pobre mujer pierde todo su sustento, tanto material como espiritual...

Jesús, al llegar a Naín, se encuentra con el sufrimiento y la muerte...

Jesús, autor de la vida, quien proclama ser la resurrección y la vida, se halla frente a frente con la muerte...

Conmovido ante la desgracia, obra el milagro, resucita al joven muerto y lo entrega a su madre...


Henos aquí, esta tarde, ante otro cortejo fúnebre…

Estamos ante el sufrimiento de la Madre de Dios, y frente a la muerte del Autor de la Vida...

También Jesús era hijo único, joven, de una Madre viuda...

Sin embargo, el milagro se retrasa…, no hay resurrección del joven muerto antes de llegar a la sepultura… y la Madre se ve resignada a dejar el Cuerpo de su Hijo en el sepulcro... y regresar al Cenáculo sumergida en la más profunda soledad…


Estamos ante el mayor de los sufrimientos… La Soledad de Nuestra Señora de la Compasión…


El misterio del dolor en la vida del hombre es una de aquellas realidades que, no obstante su vecindad y notable presencia, queda, sin embargo, oculta bajo el velo de una incógnita, que exige una constante respuesta.

Para muchos, el dolor se convierte en piedra de tropiezo y de fracaso; espíritus alegres y amenos a quienes la presencia del dolor turbó, y los tornó tristes, agrios, insoportables.

Basta mirar a nuestro alrededor para descubrir los estragos que ha causado la irrupción del dolor en una vida, y comprobar sus terribles consecuencias.


Sin embargo, el dolor en la vida del hombre tendría que ser una piedra escogida, piedra de edificación, piedra angular, que sirviese de sólido fundamento para iniciar la obra de su perfeccionamiento personal.

Por eso, también basta abrir los ojos para ver muy cerca de nosotros a muchos hombres a quienes la presencia del dolor los ha acercado en forma definitiva a Dios.


Nada ocurre sin una disposición providencial de Dios. Lo sabemos. Pero lo olvidamos muy a menudo.

Este Decreto providente de la voluntad divina aparece más claro a los ojos cristianos cuando se trata de comprender el misterio del dolor y del sufrimiento.

Nuestro Señor Jesucristo viene al mundo para restaurarlo; y cuando ingresa a este Valle de lágrimas toma sobre sí la humillación, el sufrimiento y el dolor.

Adán introdujo el pecado y la muerte… Aquí se comprende que la muerte tenga sentido de castigo.

Nuestro Señor introdujo la santidad y la vida. En Él, el sufrimiento tiene sentido de instrumento redentor.

Jesucristo restaura la historia desde dentro: hace suya nuestra condición pecadora, acepta nuestros sufrimientos, gusta nuestras amarguras, angustias y muerte. Asume nuestras debilidades y miserias para vencerlas, modificando su significación y sentido, haciendo de ellas instrumentos de paz y de salvación.

Dios hace instrumentos de su amor redentor al mal, al dolor y al sufrimiento.

Desde que Nuestro Señor hizo del sufrimiento la manifestación más tierna y dulce de su amor redentor, el dolor es el medio indispensable e insustituible de toda purificación, y es el compañero inseparable de toda santidad.

Toda santidad auténtica debe pasar por la Cruz.

Nadie es perfectamente cristiano si no sabe inclinarse sobre el drama del sufrimiento y unirlo al amor que redime.


El dolor redentor posee en sí una misteriosa fuerza transformante.

La razón es simple: el sufrimiento, hecho instrumento de redención, es un dolor iluminado por la presencia del amor; es un dolor que conoce perfectamente el motivo y el fin de aquella misteriosa presencia.

Ese sufrimiento redentor hace experimentar sus terribles consecuencias, pero brinda al alma la ocasión de unirse al gozo de Cristo, voluntariamente inmolado en alabanza de Dios y la salvación de las almas.

Así, por ejemplo, el Padre dotó a su Hijo Jesucristo de un cúmulo de grandezas, prerrogativas y excelencias, y es precisamente éso lo que le pide como objeto de inmolación y ofrenda; más aún, el Padre le exige a Cristo que le ofrezca la propia vida.


Misterio semejante podemos observar en la vida de la Santísima Virgen María: Dios, que la hace Madre, le da un Hijo y un Corazón maternal, lleno de amor y ternura sin comparación para con ese Hijo.

Pero Dios, que la llama a la Maternidad, relaciona ésta con la misión del Redentor. Dios, que le había dado aquel Hijo, ahora se lo pide para que cumpla, con su participación, en la obra de la Redención.

Ninguna criatura como María Santísima estuvo tan asociada al misterio de Cristo. De aquí, que ninguna criatura como Ella se vio tan íntimamente ligada a su dolor redentor.

De ahí le viene su grandeza; de ahí se originan todas sus aflicciones…

Su Divina Maternidad será una Maternidad Corredentora, y ésta será la fuente inagotable e insondable de su dolor maternal.

La medida de la gracia de María, Madre del Redentor, es la de la Cruz…

La medida de su santidad es la de su Compasión…


Su amor de Madre, amor perfecto, único, libre de todo egoísmo, hacía que su dolor fuera más intenso, concentrado únicamente en la dolorosa contemplación de su Hijo sufriente.

Nuestra Señora dio su consentimiento a la Encarnación Redentora; Ella no ignoraba las profecías mesiánicas, que anunciaban los sufrimientos del Redentor.

Pronunciando su "fiat", aceptó generosamente desde ese momento todos los dolores que la salvación del género humano les ocasionaría a su Hijo y a Ella.

No había nada mejor que la Pasión de Nuestro Señor para curarnos y hacernos salir de nuestra insondable miseria. Ahora bien, es para esta Pasión que la Santísima Virgen ofrece su aceptación, asistencia y participación.

Ella es la que más ha cooperado al misterio de Cristo sufriente; por eso la Iglesia relaciona tan estrechamente la Compasión de María a la Pasión de Jesús, y mide la profundidad y el alcance de la primera según la segunda.


A medida que el tiempo pasa, desde el instante de la Encarnación, María profundiza en el misterio de la Compasión; se compromete más y más con Jesús. La vemos renovando su "fiat".

Su presencia corporal llevará al culmen su Compasión. Precisamente porque es la Madre, está unida como tal a su Hijo divino por privilegios particulares, que comportan deberes especiales.


Todos los miembros están unidos a la Cabeza, y todos configurados en sus sufrimientos y en su muerte.

Ciertamente que la Santísima Virgen, más que ninguno otro, reprodujo en sí misma los sentimientos que animaban el Corazón de Jesús. Nadie como Ella cargó con su Cruz y siguió a Jesús.

Esta superioridad en la participación del misterio proviene de la gracia de su Maternidad. La singular afinidad que unió su vida a la de su Hijo, la lleva a abismarse con Él en las profundidades de la Pasión.

En esas horas dolorosas Ella se une a su Hijo, formando con El, más que nunca, un mismo espíritu y un solo corazón. Por eso su Compasión es tan grande… única… nadie pudo ir tan lejos en su unión con Jesús, ni nadie puede penetrar como Ella las profundidades de este misterio.

Sólo la Madre comprende al Hijo…

María comprendió bien la grandeza de la Crucifixión que se preparaba; consintió a que Jesús se entregase como víctima; Hostia que Ella misma ayudó a confeccionar; junto con El extendió los brazos; está allí, en puesto eminente… y desde allí hará sentir su acción providencial y maternal.

Ante este horrendo martirio, María sabe discernir una adorable liturgia, un supremo acto de religión; ante sus ojos ve al verdadero Cordero de Dios que quita los pecados del mundo… y Ella misma, cual dorada patena, lo ofrece al Padre y se inmola justo con El…


Al igual que el Padre, Ella también ha amado tanto al mundo que le ha entregado su Unigénito Hijo para su salvación…


Cuando recibe en sus brazos el Cuerpo del Redentor, sabe, como en el día de la Encarnación, como en Belén, en el Templo, en Egipto y en Nazaret…, sabe que tiene en sus brazos el precio de nuestra redención…


¿Por qué sufrió María?

Dios quiso que María Santísima sufriese para verla sufrir, y para que los hombres la contemplásemos sufriendo.

En efecto, el sufrimiento, a los ojos de Dios y de los hombres, completa la perfección de Nuestra Señora.

María debía sufrir como la primera y la más perfecta de las almas.

No sólo no debía estar exenta de la ley general, sino que cuanto más unida estaba a Nuestro Señor en todo, tanto más debía serlo en el sufrimiento y la Cruz.

Fue necesario que María sufriese para ser en todo semejante a su Hijo…

Fue necesario que sufriese porque Dios previó que Ella sufriría perfectamente…

Fue necesario que sufriese porque no hay espectáculo más grande y bello para Dios, ni que le rinda tanta gloria como el del alma justa, victoriosa del dolor por el amor…


María tenía que sufrir porque debía ser el ideal del alma cristiana, y ésta sólo se desarrolla plenamente en el sufrimiento.

De este modo, no podemos concebir el Calvario y a Jesús en Cruz, sin que María esté allí presente, de pie, erguida...

María tenía que sufrir porque Dios la eligió para cooperar, en unión indisoluble con Jesús, en la obra de la Redención.

Era necesario que María sufriese como digno asistente del sacrificio de la Cruz. Jesús necesitaba un Corazón que comprendiese al suyo y fuese capaz de latir al unísono con el suyo.

Reuniendo en su Corazón los corazones de toda la humanidad, Nuestra Señora ofreció, en su nombre, los homenajes debidos a Jesús y, en unión con Él, los debidos al Padre.


Era necesario que la Virgen sufriese porque debía ser nuestro modelo en el dolor.

¡Es difícil sufrir bien y meritoriamente!

Contemplando a la Madre Dolorosa, el cristiano aprende a sufrir…


¿Cómo sufrió María Santísima?

Todos padecemos trabajos, porque el padecer es debido a la culpa, y todos nacemos en ella. Pero no todos padecemos de la misma manera: los malos a su pesar y sin fruto; los buenos con utilidad y provecho; y entre los buenos, unos con paciencia y resignación, otros con gozo y conformidad.

Estos últimos, descansan cuando padecen por demostrar que aman. El amor de Cristo que arde en sus almas, mostrándose, descansa… ¿Y cómo se muestra?: padeciendo…

Así padecen con gozo; y, si no padecen, tienen hambre de padecer.

¡Qué bella es un alma que sabe sufrir!

No hay espectáculo más bello a los ojos de Dios que el del justo sufriente.

¡Qué belleza la del dolor bien soportado, con conformidad!


Solamente María Santísima, purísima y sin culpa alguna, realizó este ideal.

No hubo en su dolor ninguna amargura, no se detuvo en las causas segundas, dominó su dolor para hacerlo meritorio, sufrió no sólo con resignación sino también y aún más con conformidad y gozo…

Por todo esto su sufrimiento fue fecundo.


La piedad cristiana gusta de presentar a los mártires con los instrumentos de su suplicio que, si por una parte fueron ocasión de dolores y sufrimientos tales que les quitaron la vida, también fueron ocasión de manifestarle a Dios la excelencia de su amor, más allá de cualquier interés personal.

También, por eso, son instrumentos de su glorificación.

Hermosa y sabiamente, la piedad cristiana gusta de presentar a la Reina de todos los Mártires, Nuestra Señora de la Compasión, con su Hijo Redentor en brazos, ya que fue Él el motivo y la verdadera causa de su martirio, y la ocasión de probar su amor a Dios.

También Él es ahora causa de su glorificación…

jueves, 21 de abril de 2011

Triduo Sacro - Jueves


JUEVES SANTO



El Jueves Santo, cuando instituyó el Sacramento adorable de la Sagrada Eucaristía, fue el día más hermoso de la vida de Jesús, el día por excelencia de su Amor.

En efecto, la Sagrada Eucaristía es obra de un Amor infinito, que ha tenido a su disposición un poder infinito, la omnipotencia divina. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”, dice el Evangelio.

Quisiera detenerme hoy sobre nuestros deberes para con la Sagrada Eucaristía, nuestras obligaciones para con el Santísimo Sacramento.


AMOR

Nuestro primer deber es tributar un amor inmenso a Jesús Sacramentado.

La Sagrada Eucaristía es el Sacramento del Amor. ¡Cuán cierto es, por desgracia, que Nuestro Señor Jesucristo no es amado en el Santísimo Sacramento!

No lo aman tantos millones de paganos e infieles que ni siquiera conocen a Dios; no lo aman los incontables cismáticos y herejes que no conocen o conocen muy mal la Sagrada Eucaristía; e incluso entre los católicos, son pocos, muy pocos, los que aman a Jesús Sacramentado.

¿Cuántos son los que piensan en la Eucaristía, cuántos los que hablan de Ella, cuántos los que van a adorar y a recibir frecuentemente con respeto, devoción y piedad la Sagrada Eucaristía?


FE

¿Y por qué es tan poco amado Jesús en el Sacramento de su Amor? Porque no es conocido; porque muy pocos tienen una fe profunda y firme en su presencia verdadera, real y substancial en la Sagrada Eucaristía…

¡Qué felices seríamos si tuviésemos una fe muy viva en el Santísimo Sacramento! ¡Qué bienaventurados seríamos si creyéramos firme y amorosamente que Jesús está en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Hostia Santa!

No tener fe en el Santísimo Sacramento es la mayor de todas las desgracias. La fe en la Eucaristía es un gran tesoro; pero hay que buscarlo con ardor, conservarlo por medio de la piedad y defenderlo aún a costa de los mayores sacrificios.

Hoy nos quieren arrebatar la fe en la Sagrada Eucaristía. Uno de los medios para engañarnos es hacernos creer que la Santa Misa es una simple cena y que la Comunión es una comida más. Para lograr esto nos quieren hacer participar de ceremonias totalmente desprovistas de devoción, de piedad y de recogimiento.

Por eso, debemos tener una fe inquebrantable en la presencia de Jesucristo en la Eucaristía. ¡Allí está Jesús!

¡Que el respeto más profundo se apodere de nosotros al entrar en la iglesia! ¡Que la devoción más fervorosa llene nuestro corazón cuando nos acerquemos a recibirlo! ¡Rindámosle el homenaje de nuestra fe!


ADORACIÓN

¿Cómo rendirá nuestra fe el homenaje debido a Jesús Sacramentado? Por medio de la adoración.

La adoración es el acto supremo de la virtud de religión; superior a todos los demás actos de piedad y de virtud.

La adoración Eucarística tiene por objeto la Persona divina de Nuestro Señor Jesucristo y su adorable Humanidad presente verdadera, real y substancialmente en el Santísimo Sacramento.

Jesucristo oculto en la Hostia divina es adorado como Dios por la Iglesia. Ella le tributa los honores debidos solamente a la Divinidad; se postra ante el Santísimo Sacramento como los habitantes de la Corte Celestial ante la majestad soberana del Altísimo.

La adoración a Jesucristo en el Santísimo Sacramento es el fin de la Iglesia militante, como la adoración a Dios en la gloria es el fin de la Iglesia triunfante.

La adoración eucarística es el mayor triunfo de la fe, porque es la sumisión entera de la razón del hombre a Dios.

El Ángel de Portugal se apareció a los pastorcitos de Fátima con un Cáliz en la mano y, sobre él, una Hostia, de la cual caían dentro del Cáliz algunas gotas de Sangre. Dejando el Cáliz y la Hostia suspendidos en el aire arrodillado en tierra, curvó la frente hasta el suelo y enseñó a los pastorcitos de Fátima esta oración: ¡Dios mío!, yo creo, adoro, espero y Os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan, y no Os aman.


RESPETO

Para que no nos engañemos en nuestra fe, en nuestro amor y en nuestra adoración, debemos acompañar nuestros actos de devoción eucarística del mayor respeto.

La Iglesia prescribe la mayor reverencia delante del Santísimo Sacramento, sobre todo cuando está expuesto, pues entonces el silencio debe ser aún más absoluto y más respetuosa la compostura.

A Nuestro Señor le debemos respeto; y esta reverencia debe ser espontánea, no razonada.

¡Cuánto tienen que avergonzarse los católicos por su falta de respeto en la presencia de Jesús Sacramentado!

Debemos a Dios la reverencia exterior, es decir, la oración del cuerpo. Nuestro Señor Jesucristo nos dio ejemplo orando de rodillas. Los Apóstoles nos transmitieron este modo de orar.

Hagamos orar a nuestro cuerpo en unión con la adoración del espíritu. La negligencia respecto de la disposición del cuerpo debilita la disposición del alma; mientras que una posición respetuosa y piadosa la fortifica y ayuda. Nuestra piedad agoniza por falta de este respeto exterior.

No permitamos nunca en la presencia de Nuestro Señor posturas, actitudes o irreverentes. Ofrezcamos a Nuestro Señor Jesucristo este homenaje de afectuoso respeto cuando estemos en su presencia. Adoptemos en lo posible la postura más digna.

Además, que nuestro porte exterior también de testimonio de su divinidad, de su presencia. A veces nos presentamos al templo vestidos de tal manera que en tiempos normales y a una persona normal le daría vergüenza hacerlo de igual modo en el trabajo, la escuela o para una fiesta mundana o un examen en la universidad.

Por eso, hoy, cuando nos quieren hacer perder la fe en la Sagrada Eucaristía, no aceptemos la irreverencia ni la profanación. No aceptemos cambios, costumbres y modas que rebajan la dignidad de Nuestro Señor y que exponen la Sagrada Eucaristía al peligro de ser profanada.

Sigamos esta conducta: ¡A Dios todo honor y toda gloria!

Formemos todos el cortejo de nuestro Rey Sacramentado. Pensemos que nuestro Señor está allí, en la Hostia Santa. Grabemos bien en nuestra alma esta idea: ¡Nuestro Señor está presente!


CULTO

No basta a la Iglesia la adoración y el respeto para atestiguar su fe y su amor, sino que quiere que todo esto vaya acompañado de espléndidos honores y públicos homenajes.

Con la más delicada atención y con solícito cuidado la Iglesia ha dispuesto el culto eucarístico, descendiendo hasta los menores detalles en todo lo que se refiere a la adoración de su Rey presente en la Sagrada Eucaristía.

Lo más puro que da la naturaleza, lo más precioso que se encuentra en el mundo, la Iglesia lo consagra al servicio de Jesús Sacramentado.

Todas las artes se unen para honrar a la Sagrada Eucaristía: la arquitectura, con sus magníficos templos; la pintura, con sus espléndidas obras; la música, con sus mejores composiciones y melodías… Los ornamentos litúrgicos, los vasos sagrados, los altares… La Iglesia dispone todo para homenajear a su Rey…

No hay servicio que no tenga una ley que determine sus deberes, una regla que prescriba las cosas más menudas y el orden necesario. Así, por ejemplo, el ceremonial de la corte de un rey.

Dios determinó la práctica de su culto; reguló hasta los deberes más sencillos e impuso el cumplimiento de las reglas al sacerdocio y al pueblo. La razón de todo ellos está en que todo es grande y divino en el servicio de Dios.

Y como Dios ha decretado el ceremonial de su culto, no quiere más obsequios que los que prescribe, ni realizados de otra manera que como los ordenó. El hombre no tiene otra cosa que añadir sino el homenaje de su amor respetuoso y de su leal obediencia.

Jesucristo encargó a los Apóstoles y a la Iglesia Romana fijar el orden de su culto exterior y público. Por lo tanto, la Santa Liturgia es auténtica y venerable; ella nos viene de San Pedro.

Cada Papa la ha custodiado con celo y la ha transmitido con respeto a los siglos futuros. Y cuando las necesidades de la fe, de la piedad y de la gratitud lo exigían, por inspiración divina han añadido oficios, ritos, fórmulas y oraciones sagrados.

La Santa Liturgia es, pues, la regla universal e inflexible del culto eucarístico. Hay que guardarla con religiosa piedad, es necesario estudiar sus reglas, debemos meditar su espíritu.

Esta ley litúrgica es el único culto legítimo y agradable a la Majestad de Dios; la única expresión pura y perfecta de la fe y de la piedad de su Iglesia.

Todo lo que sea contrario a este culto se debe condenar; todo lo que le sea extraño, debe considerarse como cosa sin valor.

Sólo merece ser estimado y practicado lo que sea conforme a la letra, al espíritu, a la piedad y a la devoción del culto católico.

Siguiendo esta regla evitaremos el error en la fe práctica, la ilusión y la superstición, que tan fácilmente se deslizan en la devoción dejada a sí misma.


REPARACIÓN

Finalmente, como los deberes de amor, de fe, de adoración, de respeto y de culto son menospreciados por la mayoría de los hombres, nosotros debemos reparar por la ingratitud con que se paga a Jesús su Sacramento de Amor y por los ultrajes que se infieren al Santísimo Sacramento.

Jesús es humillado por sus propios amigos, a quienes el respeto humano, la vergüenza y el orgullo hacen perjuros…

Jesús es insultado por aquellos a quienes colma de gracias y beneficios, y a los cuales las malas costumbres los convierten en irrespetuosos, profanadores y hasta sacrílegos.

Jesús es vendido por sus discípulos… ¡Cuántos Judas hay en el mundo!

Crucifícanlo aquellos mismos a quienes ha amado tanto. Para insultarlo se sirven de sus mismos dones; de su amor para despreciarlo; de su silencio y de su velo sacramental para encubrir el más abominable de los crímenes: el sacrilegio eucarístico…


El Ángel de Portugal, se postró en tierra y rezó esta oración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Os adoro profundamente y Os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de Su Sacratísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, Os pido la conversión de los pobres pecadores”.


Del mismo modo, en este Jueves Santo, ofrezcamos a Jesús Eucaristía nuestros homenajes: una fe profunda, un ardiente amor, una adoración fervorosa, un respeto lleno de reverencia, un culto magnífico y una reparación compasiva. Todo esto por mediación de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, la Reina del Cenáculo.

domingo, 17 de abril de 2011

Domingo IIº de Pasión


LA ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN
EL DOMINGO DE RAMOS


Jesús ha pasado en Betania el día del sábado. Solos cinco días lo separan de la Pasión.

Jerusalén será donde se llevará a cabo el acto principal de su vida; y hacia esta pérfida ciudad dirige sus pasos, montado en un pollino. Es la primera vez en su vida que viaja de este modo; siempre anduvo a pie, humildemente.

Muchas veces había entrado en Jerusalén; siempre oscura y sencillamente, confundido entre las muchedumbres. Hoy quiere dar solemnidad a su ingreso en el recinto sagrado.

Jesús, en el ejercicio de su misión, ha de emplear todos los medios para atraer a Sí, con nuevas enseñanzas y nuevos milagros, esté pueblo al que no cesa de amar.

Así lo vemos proclamar su Realeza con su entrada triunfal, humilde y manso, realizando la antigua profecía: “Decid a la hija de Sión: mira que viene a ti tu rey lleno de mansedumbre, sentado sobre un asno”.

Es su primer y último triunfo terreno…

Asociémonos a este triunfo; pero no olvidemos que a estas aclamaciones entusiastas sucedieron pronto gritos rabiosos…

Si tal contraste nos conmueve, ¡cuánto más debe conmovernos Aquel que era su objeto! ¡Qué impresiones tan opuestas en el Corazón de Jesús, tan sensible!

Jesús avanza en medio de una multitud apiñada, por una calle cubierta de verde ramaje y de vestiduras. No se ven sino caras alegres, brazos que se levantan, y manos que lanzan flores. De todas partes se elevan aclamaciones, gritos de entusiasmo: “¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en el Nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!”

¿Por qué Jesús acepta semejante triunfo? ¿Por qué proclama su Realeza?

Hubo razones profundas, que debemos meditar.

Jesús era el Rey de Israel, su Rey legítimo, su Rey vaticinado y esperado desde tantos siglos; no convenía que dejara la tierra sin haber sido reconocido y proclamado como tal.

¿No es también hoy el verdadero Rey de los pueblos? Pero ya no se alzan numerosas manos leales para rendirle este testimonio… Ya no hay pechos nobles que lancen hacia Él sus aclamaciones… Ya no existen naciones enteras que reconozcan su Realeza…


Al permitir y aun preparar este triunfo, ¿no iba el Divino Maestro en contra de sus enseñanzas? ¿No era esto buscar los honores? ¿No abandonaba su virtud favorita, la austera humildad?

Entremos en lo profundo de su Corazón: ¿qué vemos en él? ¿El gozo de un triunfo, una especie de embriaguez? Nada de eso. Sabe que no durará más que un día esta glorificación pasajera, a la cual va a suceder muy pronto la traición y la muerte.

Que lo previó, lo quiso y lo sintió, nada más cierto: este triunfo, pues, no era para Él sino un triunfo lleno de humildad.

Al aceptarlo, el Divino Maestro piensa, sobre todo, en su Iglesia. Quiere prepararla a estos cambios que desorientan y de los cuales no quiere librarla. Como Él, se hará grande, sobre todo en el oprobio. Su ejemplo la sostendrá.

Contemplemos a Jesús envuelto en estos pensamientos, al mismo tiempo que avanza en medio de las aclamaciones. ¡Qué emociones tan diversas! Su compasión por este desdichado pueblo, inconsciente y fácil para el engaño; el deseo de derramar su Sangre para salvarlo; su magnanimidad muy por encima de la gloria y de la humillación, no mirando en una y otra más que la voluntad de su Padre y la gloria que puede darle.


Mientras Jesús descendía en triunfo por la pendiente del monte de los Olivos, se veían salir de Jerusalén grupos de hombres apresurados hacía Sí y uniéndose a los que le acompañaban.

¿De qué elementos se componían? Sobre todo, de galileos y gentiles. Con este último nombre, hemos de entender todos los pueblos que rodeaban la Palestina, y también los griegos y romanos.

Entre los habitantes de estas naciones había hombres sinceros, convertidos al verdadero Dios y que venían a adorarlo en su Templo por las grandes solemnidades de la Pascua.

En esta multitud que acudía a Jesús, eran muy pocos los judíos de Jerusalén. La principal de las causas de esta abstención es el orgullo: Jesús es de Galilea; la Galilea es una provincia sin prestigio; sus habitantes, pobres y poco instruidos, sólo ejercen oficios vulgares; no tienen sabios… ¿se podría tomar en serio un reformador galileo que nada aprendió en las escuelas?

En cuanto a ellos, ¿no tienen su templo, monumento maravilloso con sus techados de oro y sus columnas de mármol; templo único en el mundo, centro religioso al cual afluyen los dones y los homenajes de todos los pueblos? ¿No tienen sabios célebres a los cuales acuden para instruirse lo mejor de la nación y los mismos extranjeros?

Mirad esos doctores en su cátedra, vestidos con ornamentos suntuosos en relación con la dignidad de sus funciones, y dominando la asamblea desde allí. Comparadlos con este obscuro e ignorante galileo de Nazaret…, de Nazaret, “de donde nada que valga puede salir”, según el adagio popular.

Así el orgullo, desconocedor de la verdadera grandeza, intentaba extraviar y pervertir la opinión del pueblo sencillo y fiel.

En estas circunstancias procurará Jesús un último esfuerzo, esfuerzo condenado de antemano a un fracaso lamentable… ¡Y Él lo sabe!

La hora ha llegado del gran sacrificio que debe salvar al mundo, y, antes de entregarse a él, quiere dejar a los hombres grandes ejemplos y grandes lecciones. En esto empleará los días que lo separan de su prendimiento, juicio, sentencia y ejecución.

Lucha sabiendo que ha de ser vencido; habla sabiendo que sus máximas no serán comprendidas, enseñándonos así que en todas las cosas no hay que mirar sino al deber, y cumplirlo con serenidad, sin conmoverse con el pensamiento de un inminente fracaso.

¿Es, pues, tan imperioso el deber que llegue a mandar actos a lo menos inútiles?

¿Inútiles? No lo son jamás. Pueden parecerlo si sólo miramos a su efecto inmediato, pero cambian de aspecto cuando se atiende a los efectos más remotos. Por algunos días, Jesús será sin cesar contradicho; habrá avivado la rabia y preparado su condenación; verá a la multitud amotinada contra Él. Pero, en esta ocasión, habrá difundido con abundancia, como divino sembrador, luces incomparables en las almas.


Digamos más: siendo la gloria de Dios el objeto supremo de todo ser creado, si este objeto se logra, ¿qué importa, al fin y al cabo, que tal o cual acción quede estéril? Por los hechos, puede parecerlo; en realidad de verdad, no lo es jamás.

Los fracasos del Divino Maestro están ahí para demostrarlo…

Jesús no hizo más que ejecutar en todo las órdenes de su Padre.

¿Cómo justificar esta conducta de Dios? Quiso tal empresa, y permitió que fracasara… ¿Por qué, pues, la pidió? ¿Cómo no la sostuvo?

Los designios de Dios van muy lejos. Más allá del fracaso de hoy, ve el feliz éxito de mañana; ¡y cuan prodigioso resultado admiramos cuando nuestras miradas, después de haberlas dirigido al Calvario, donde sucumbe el conquistador vencido, se extienden desde ahí a toda la tierra donde se desarrollará su inmenso Reino!

La sabiduría aconseja a Dios dejar obrar a las causas segundas y reservarse para los grandes golpes que llevarán su sello. Así permite las malas disposiciones de los enemigos de Jesús y el uso mortífero de su autoridad; permite el furor del pueblo engañado y la habitual timidez de los buenos…

Y después hace salir de esta tremenda derrota la salvación del mundo, la efusión de todas sus gracias y el ejemplo inmortal de todas las virtudes…

Sigamos al Divino Maestro entrando como triunfador en esa Jerusalén pérfida que, dentro de cinco días, lo clavará en una cruz infame.

En medio de los clamores, Jesús dijo: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará. Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre. Vino entonces una voz del Cielo: “Le he glorificado y de nuevo le glorificaré”.


Entre quienes rodean a Jesús, se encuentran también sus enemigos venidos para sorprenderlo.

¡Sus enemigos! ¿Cómo podía Jesús tener enemigos? Sus enseñanzas, ¿no eran de una doctrina irreprochable, que eleva la inteligencia, mueve los corazones, y da a todos confianza y valor?

Su vida, ¿no era toda de pureza, humildad, despego personal, tierna compasión para todas las miserias?

Sus milagros tan grandes, tan numerosos, ¿no atestiguan su misión divina?

Pero cabalmente eran esas cosas las que habían hecho de los conductores del pueblo sus mortales enemigos: “Todos nos dejan y van tras él”, decían.

El odio ciega; ciega en los juicios que dicta, ciega en los medios que inspira. Así fue cómo progresivamente los escribas y los fariseos, los mismos sacerdotes y doctores de la Ley, llegaron a ser verdaderos asesinos de Jesús. Acaso habían llegado a tal grado de obcecación, que les hacía ver hasta en el crimen un acto de justicia necesaria.

¡Tanto pueden el orgullo, la hipocresía y el odio obscurecer el juicio y falsear la conciencia!


Útil será que averigüemos cuál fue la causa profunda del odio de los fariseos y de la defección del pueblo.

La encontramos en un sentimiento muy humano que no cesa de cegar a los hombres: la procuración exclusiva de los bienes y de las grandezas de este mundo.

El pueblo judío esperaba un Mesías terrenal, un gran rey que levantaría su nación sobre todas las otras, y la llenaría de gloria y riquezas.

Este concepto tan humano les impedía penetrar el sentido de las profecías mesiánicas. Sólo conocían la letra, no penetraban el ideal. No obstante, de estas revelaciones forzosamente obscuras, como a través de densas nubes, salían aquí y allá rayos de viva luz que dejaban entrever un Reino muy grande, sin duda, pero todo espiritual, en que imperarían la humildad, el desasimiento de los bienes terrenos y hasta el padecimiento.

¡Cuán lejos estaban de esto esos judíos interesados y vanidosos! ¡Con qué desdén miraban a este pretendido Mesías, pobre y humilde, que sólo predicaba abnegación, obscuridad, sostenimiento de injurias y amor al prójimo!

La naturaleza egoísta tiene horror a estas cosas, y este horror induce a huirlas y aun a condenarlas. Sólo el espíritu sobrenatural es capaz de establecer su reino sobre las ideas como sobre la conducta.

Estas inclinaciones desdichadas de la naturaleza caída, que produjeron la aberración de los judíos, se encuentran en toda la humanidad. Para el común de los hombres, los intereses mundanos tienen la primacía en todo; absorben la actividad, falsean las ideas, producen disgusto de la piedad y aun de la religión misma.

Cuando no se piensa más que en fortuna, placeres y vanos éxitos, se pierde el sentido del Reino de Dios. La mayor desgracia es que, como los judíos, queda uno ciego y comete el mal sin remordimiento.

Los mismos amigos de Jesús, los Apóstoles, por no haber comprendido esta ley superior, padecieron vértigo al ver a su Maestro crucificado…

Los Apóstoles, a pesar de su sincero amor a su Maestro, seguían bajo la influencia de las ideas reinantes: esperaban vagamente un reino terrestre cuyos primeros puestos ambicionaban.

El admirable Sermón de las Bienaventuranzas pasó por su mente como un brillante meteoro, no penetró en su espíritu estrecho y prevenido. La pobreza, la humildad, las lágrimas, todo esto era para ellos el enemigo del cual conviene alejarse; y cuando el Salvador anunciaba que iba a Jerusalén para padecer allí, después de toda suerte de ultrajes, la muerte infame de la cruz, ya vimos con qué horror convencido rechazaron tal augurio.

No comprendían aún que de estos padecimientos saldría un Reino maravilloso, asentado sobre bases nuevas, donde la pobreza, la humildad, las lágrimas, librando al hombre de la dominación de su naturaleza caída, harían reinar en la tierra la paz, la pureza, el amor de los hombres, dulce imagen del Reino de Dios.


Detengámonos ahora, con Jesús, en lo alto del monte de los Olivos. La ciudad de Jerusalén aparece de súbito, mostrando a sus píes su vasto recinto, sus calles que se entrecruzan, sus ricos palacios y su templo que con su majestad domina todo el conjunto.

Con tal vista, el Divino Salvador experimenta una emoción tan dolorosa, que sus ojos se llenan de lágrimas, y de sus labios temblorosos salen estas tristes imprecaciones: “Si conocieses, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede atraerte la paz. Mas, ahora está todo ello oculto a tus ojos; vendrán unos días sobre ti en que tus enemigos te circunvalarán, y te rodearán y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán con los tus hijos, y no dejarán, en ti piedra sobre piedra, por cuanto has desconocido el tiempo en que Dios te ha visitado”.


Jesús llora, porque en este momento su mirada, sondeando el porvenir, ve aparecer, en lugar de esta opulenta ciudad, un caos de murallas derribadas y piedras desmenuzadas; vasto desierto sin vida donde reina un silencio de muerte.

Lágrimas corren por sus mejillas. ¡Cuán lejos está de su Corazón la vana alegría de las aclamaciones que lo acompañan! Su Corazón está totalmente en la espantable catástrofe que Él no puede evitar.

¡Cómo ama a esta Jerusalén! Es la ciudad de David, su antepasado; ella fue el amor exaltado de los Profetas, la esperanza de los antiguos desterrados, y seguirá siendo el símbolo terrestre de la ciudad del Cielo.

¡Cuánto ama a sus habitantes, que son de su linaje! Los ama más que como a hermanos, tiene para ellos un amor maternal: “¡Cuántas veces quise recoger a tus hijos como la gallina recoge a sus pollitos bajo las alas, y tú no lo has querido!”


En este momento Jesús llora sobre la ciudad porque, en su presciencia, la ve transformada en un desierto donde reina la desolación… Hoy lo acoge como a su rey y jura obediencia eterna. Es lo que significan las aclamaciones: “¡Gloria al hijo de David! ¡Gloria en lo alto de los cielos!”

Y he ahí que, en pocos días, por manejos ocultos, se alzarán gritos de rabia, pidiendo encarnizadamente su muerte… Amigos tímidos protestarán apenas, y los indiferentes dejarán hacer...

¡Cuán débil es la humanidad y cuan inconstante!

Consideremos las ruinas que puede ocasionar el abuso de las gracias…. Grabemos en nuestro espíritu el cuadro de la Jerusalén devastada… Está muerta… Entendamos lo que es un alma muerta...


Por la tarde de ese mismo Domingo, Jesús se dirigió en seguida hacia el Templo.

Ese Templo augusto lo esperaba. Los profetas habían anunciado su venida a él. Y Jesús aparece allí como Maestro, como Rey, coma triunfador.

Usará de su poder para expulsar a los vendedores que lo deshonraban, y volverá cada día a aparecer en él para llamar a su Reino, no sólo a los judíos, sino también a los gentiles.

En él manifestará su divinidad bajo velos cada vez más transparentes, y será perseguido sin cesar por los fariseos y los saduceos, que le propondrán cuestiones capciosas.

Sin duda que los dominará por la lucidez y la fuerza de sus respuestas, pero no los convertirá. Sus malas disposiciones se opondrán a ello. Vencidos en el terreno de la discusión, buscarán en otra esfera su infame desquite.

Jesús lo sabe, y sabe también que, abusando de su autoridad, lo perderán delante del pueblo con sus odiosas calumnias; y ya le parece oír los confusos clamores en medio de los cuales se oyen gritos de muerte.

Este pueblo, que es su pueblo, que Él ama, y puede salvarlo; este pueblo, que comienza a abrirse a las cosas del Cielo; este pueblo engañado y, por lo demás, cobarde para tomar el partido del inocente, este pueblo de Jerusalén, ¡se va a levantar contra Él!

Entonces es cuando lanza sobre la ciudad maldita la predicción, llena de espanto, de su próxima ruina, y, volviéndose hacia sus enemigos, responsables de esta desventura, los maldice...


Así transcurrieron el Domingo, el Lunes y el Martes Santos. Vivamos estos días junto a Él; dejémonos ganar por la fuerte impresión de sus últimos esfuerzos, de sus últimos combates; veamos al Divino Maestro derramando sobre los que fielmente le escoltan las más elevadas luces y las más tiernas efusiones de su Corazón.

Cuando vuelve a ellos, al salir de las discusiones más irritantes, su semblante muestra nuevamente su serenidad benévola, y su palabra su habitual encanto y suavidad. Ninguna pasión humana lo agita, ningún peligro lo turba: su hermosa Alma es un lago apacible, que no cesa de reflejar el Cielo.

Cada tarde volvía a Betania. ¿Era únicamente por prudencia, para sustraerse a las tentativas de sus enemigos? No. Hubiera encontrado en otra parte un asilo seguro. En su elección se guiaba por ese sentimiento elevado que tiene sus legítimos privilegios: una santa amistad.

Lázaro y sus hermanas lo acogían; otros amigos acudían presto, y todo induce a creer que allí encontraba, más que estas dulces y nobles afecciones, el incomparable afecto de su Madre.

Es permitido a nuestra piedad representarse al Hijo y a la Madre reunidos cada noche, al Hijo abriendo su Alma apenada a la Madre, y a la Madre consolándolo como en otro tiempo cuando era niño, menos con palabras que con las efusiones de su ternura.

Cuando, la noche del Martes, volvió Jesús a Betania, fue por última vez; debía pasar ahí todo el Miércoles y no volver a Jerusalén sino el Jueves Santo al anochecer.

Esos dos días le servirán como de larga despedida de su Madre y sus amigos, y de preparación inmediata para la oblación, el sacrificio y la muerte…

Hagámosle fiel compañía…

domingo, 10 de abril de 2011

Domingo Iº de Pasión


DOMINGO DE PASIÓN


La Epístola de este Domingo de Pasión está tomada de la Carta del Apóstol San Pablo a los Hebreos, capítulo 9, versículos 11 a 15:

Hermanos, Cristo es el Pontífice de los bienes futuros, el cual penetró una vez en el Santuario a través de un tabernáculo más amplio y más perfecto, no hecho a mano, esto es, no de creación humana; y no con la sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino con su propia Sangre, después de haber obrado la eterna redención.
Si, pues, la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la ceniza de la ternera sacrificada, esparcida sobre los inmundos, los santifica en orden a la purificación legal de la carne, ¿cuánto más la Sangre de Cristo, quien por impulso del Espíritu Santo se ofreció a Sí mismo inmaculado a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras muertas de los pecados, para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo?
Y por eso es Mediador de un Nuevo Testamento, a fin de que mediante su muerte, para expiación de las prevaricaciones cometidas en tiempo del primer testamento, reciban los llamados la prometida y eterna herencia en Jesucristo, Nuestro Señor.


En su hermosa Carta, San Pablo demuestra en general la dignidad del Nuevo Testamento respecto del Antiguo; en el pasaje que hemos de comentar hace lo mismo, pero en particular, descendiendo a los detalles propios de cada testamento.

Hace, pues, una exposición de lo que contenía el Antiguo Testamento, indica su significado y lo toma como fundamento para entablar su demostración.

¿Qué significaban aquellos objetos, elementos y ceremonias? Es de saber que todos los ritos de la Antigua Ley se instituyeron para manifestar la magnificencia de Dios y para representar o figurar a Jesucristo: “Todo lo cual era figura de lo que pasa ahora”, dice San Pablo.


En este pasaje describe la entrada del Sumo Sacerdote en el Sancta Sanctorum, por ser figura de Cristo, y hace la aplicación.

Cinco cosas dice sobre esto:

1) ¿Quién entraba? Sólo el Pontífice;

2) ¿A dónde entraba? A un sitio de tanta dignidad que se llamaba Sancta Sanctorum;

3) ¿Cómo entraba? Llevando sangre de animales;

4) ¿Cuándo entraba? Una sola vez al año;

5) ¿Con qué fin entraba? Para expiar los pecados legales.


San Pablo explica y aplica esas cinco cosas.

Y en primer lugar, ¿quién es el que entra? Es Cristo, pues el Pontífice es el Príncipe de los Sacerdotes, y ese tal es Jesucristo.

Mas todo Pontífice es dispensador de algún testamento; y en todo testamento hay que considerar dos cosas, es a saber, sus promesas y sus enseñanzas.

Los bienes prometidos en el Antiguo Testamento eran temporales; luego aquel pontífice lo era de bienes temporales; mas Cristo, lo es de bienes celestiales; así que es “pontífice de bienes futuros”, ya que por su pontificado entramos en posesión de los bienes eternos.

Asimismo en el Antiguo Testamento se dispensaban las cosas en sombras y figuras; mas Cristo dispensa las espirituales y reales, que por aquéllas se figuraban.


San Pablo muestra, en segundo lugar, la dignidad del tabernáculo interior, al decir “por uno más excelente”, y la condición, “más perfecto”, puesto que no será suplantado por otro.

Y éste es el Tabernáculo de la gloria celestial, que tiene un espacio capaz y más que sobrado, por la inmensa multitud de bienes que encierra.

Asimismo, es de condición muy diferente, porque aquél fue hecho por mano de hombre, mas éste no, siendo por mano de Dios. Por eso dice: “no hecho a mano, esto es, no de creación humana”; porque no está hecho a mano, como el antiguo, ni pertenece a esta creación, esto es, a los bienes sensibles creados, sino a los espirituales.


Muestra San Pablo, en tercer lugar, ¿cómo entraba?: no sin llevar sangre. Pero aquél con sangre de becerros y machos cabríos; Cristo, en cambio, no con sangre ajena, y por eso dice: “no con sangre de becerros y machos, sino con la propia Sangre”, que para nuestra salvación derramó en la Cruz: Esta es mi Sangre, que será el sello del Nuevo Testamento, la cual será derramada por muchos para remisión de los pecados.


En cuarto lugar, ¿cuándo entraba? Responde San Pablo, una vez al año. Jesucristo, empero, todo el tiempo: “penetró una vez en el Santuario”, entró una vez sola para siempre en el Santuario del Cielo, y una vez también derramó su Sangre: “después de haber obrado la eterna redención”.


Finalmente, en quinto lugar, San Pablo indica con qué fin entró: para ofrecerse por los pecados del pueblo, no por los suyos, que no los tenía; y para eso está la Sangre de Cristo, de más valor que la otra, ya que por ella “se obtuvo una eterna redención del género humano”; como si dijera: hemos sido redimidos por esta Sangre, y para siempre, porque es de valor infinito, con lo cual manifiesta su eficacia.

Por eso dice San Pablo: si la sangre de unos brutos animales lograba lo que es menos, la Sangre de Cristo podrá lograr lo que es más; como si dijera: si la sangre y la ceniza de animales pueden esto, ¿qué no podrá la Sangre de Cristo? Cierto que mucho más.

La sangre de aquellos animales limpiaba solamente de la mancha exterior, es a saber, del contacto de un muerto; mas la Sangre de Cristo deja por dentro limpia la conciencia, lo cual se hace por medio de la fe, es a saber, en cuanto hace creer que todos los que a Cristo se unen por medio de su Sangre se purifican.

Asimismo aquella sangre limpiaba del contacto de un muerto, mas ésta de las obras muertas, es a saber, los pecados, que quitan a Dios del alma.

Del mismo modo, la limpieza de aquélla sangre era para poder acercarse a un culto envuelto en figuras, mas la Sangre de Cristo para rendirle a Dios un obsequio espiritual. Por eso dice: “para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo”.

Dios también es vida; es, pues, necesario que el que le sirve esté vivo. Así, quien quiera servir a Dios, como Él se merece, debe estar vivo como Él lo está.


En conclusión de todo lo dicho, Jesucristo es Mediador del Nuevo Testamento, que confirmó con su Sangre; de donde se infiere que este Testamento es superior al Antiguo, y es Eterno.

Por esta razón escribe San Pablo a su discípulo Timoteo: “Por eso Cristo es mediador de este Nuevo Testamento entre Dios y el hombre, Mediador de Dios y de los hombres”.


Dios mismo quiso, en el Antiguo Testamento, instituir el sacerdocio levítico y darle su constitución; Él es quien, en el Nuevo, ha querido describir la grandeza y perfección del Sumo Sacerdote Jesús, dictando al Apóstol estos maravillosos capítulos de la Carta a los Hebreos que encierran toda la teología del Sacerdocio de Jesucristo.

San Pablo ha demostrado en el principio de su Carta que Jesús es superior a todos los Ángeles; que aventaja incomparablemente a Moisés y que por ello se le debe obediencia. Y luego empieza la apología del Sacerdocio de Jesús en términos de gran profundidad y belleza.

Siguiendo las principales enseñanzas del Apóstol se puede trazar la fisonomía sacerdotal de Jesús.

La primera condición del sacerdote, según el Apóstol, es la de Mediador; y para ello es preciso que sea hombre; que sea miembro de la sociedad que representa y que sea el intermediario entre Dios y la sociedad misma.

Y el Verbo se hace hombre, tomando una naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Santísima Virgen. Se hace hombre precisamente para ser Sacerdote, porque el fin de la Encarnación es la Redención, y ésta debía lograrla Jesucristo por la gran función sacerdotal de su sacrificio.

En las mismas entrañas virginales revistió los ornamentos sacerdotales para ser nuestro Pontífice, dice san Buenaventura.


No basta para ser sacerdote ser miembro de la gran sociedad humana; se requiere vocación de Dios, ser llamado por Dios.

La vocación de Jesucristo al sacerdocio se identifica con el hecho mismo de su filiación divina; porque el Verbo de Dios se encarna con una finalidad esencialmente sacerdotal. Jesucristo es el pacificador del mundo con Dios por su sacrificio; para esto vino del Cielo a la tierra y para esto fue hecho sacerdote.

Esta es la razón histórica de la vocación de Jesucristo al Supremo Pontificado; el sacerdocio es en Jesús una exigencia de su legación divina.

Pero el sacerdote no sólo es hombre, tomado de entre los hombres y llamado por Dios a la dignidad y oficio sacerdotales, debe, además, ser consagrado sacerdote.

Jesucristo recibió la unción y consagración sacerdotal por el solo hecho de la unión hipostática de su naturaleza humana con la Persona del Verbo.

Fue entonces cuando la Humanidad de Jesucristo fue ungida con la Divinidad del Verbo. El Verbo es el Crisma sustancial, porque sustancialmente es Dios. Al ser asumida la Humanidad santísima de Jesucristo por el Verbo de Dios, fue consagrado Pontífice único, porque es el único hombre que se ha puesto en contacto personal con Dios.

No sólo Pontífice único, sino Pontífice substancial y total, es decir, sacerdote por su misma naturaleza y por su mismo ser; porque al ponerse en contacto con la Divinidad fue íntima y totalmente invadido por ella, y por ella ungido en alma y cuerpo.


Y sigue San Pablo enumerando las glorias del Sacerdote Jesús. Y entre ellas señala dos cualidades de nuestro Santísimo Pontífice que no se hallaron jamás en ningún sacerdote: la santidad, la inmortalidad y la eternidad.


Santidad suma. Como Dios, es la santidad esencial. Como Hombre, es la suma santidad creada.

San Pablo parece complacerse en describir la santidad inmaculada del Pontífice de la Nueva Ley. Debiendo regenerar el mundo y limpiarlo de todo crimen, viene a decir el Apóstol, nos convenía que nuestro Pontífice fuese tal como éste: santo, inocente, inmaculado, segregado de los pecadores y sublimado sobre los Cielos.

Como lo relata el Evangelio de este Domingo, un día pudo decir a sus adversarios: ¿Quién de vosotros podrá argüirme de pecado?

Y, porque Jesucristo es el Pontífice incontaminado y santísimo, en la oblación continua y perpetua de su sacrificio no tiene necesidad de purificarse, como los pontífices de Israel, y de ofrecer hostias por sus propios pecados, antes de hacerlo en favor del pueblo.


Ni morirá jamás el Sacerdote Jesús: es inmortal.

La condición efímera de la humana vida hace que los sacerdotes hayan tenido que renovarse sin cesar. Jesús no muere. Escribe San Pablo a los Romanos: Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios.

Murió una sola vez para consumar su sacrificio; pero tomó otra vez la vida para ofrecerlo por toda la eternidad: mientras dure el tiempo, ofrecerá por sus sacerdotes el Sacrificio Eucarístico, reiteración del de la Cruz; en el Cielo, ahora y por toda la eternidad, seguirá ofreciéndose al Padre sin interrupción.


Es, por fin, Jesucristo, Sacerdote eterno “según el orden de Melquisedec”. Es un sacerdote nuevo, que interrumpe y abroga la sucesión levítica del sacerdocio de la Ley Antigua.

Así, todo es nuevo en esta intervención sacerdotal de Jesucristo como concreción de las relaciones entre Dios y los hombres; el sacerdote, el sacrificio, el pacto que con la Nueva Sangre se sella, la reconciliación y la redención, que ya no son en simple figura, sino una realidad consoladora y definitiva, que nadie podrá destruir jamás.

Ahora bien, el Sacrificio de Jesús, ofrece unos caracteres específicos, que no se hallan en ningún otro sacrificio, ni se dará en ninguna otra oblación.

Porque el sacrificio de Jesús es único, definitivo y eterno.


Prodigio de la caridad, sabiduría y poder de Dios: conservando la unidad de su Sacrificio, sin desmentir ese “una sola vez”, tan reiterado por San Pablo, Jesucristo ha sabido hallar la manera de reiterar su oblación y perpetuarla en la tierra sin que deje de ser definitiva.

De este modo, el sacrificio único y definitivo de Jesucristo se ofrece en todo lugar y a través de todos los siglos en la tierra, aplicando a los hombres que lo deseen la redención eterna conquistada en la Cruz.


Más propiamente eterno es el Sacrificio del Sacerdote eterno en el Cielo. Allá nuestra Hostia, nuestro Sacerdote consuma gloriosamente y para siempre el Sacrificio que por su Pasión y por una sola vez consumó en la tierra.

Sacrificio eterno el del Sacerdote Jesús, que entró en los mismos Cielos a fin de presentarse en favor de nosotros en la presencia de Dios Padre.

Es la función de todo pontífice, tratar con Dios las cosas de los hombres. La Cruz no acabó con nuestra miseria espiritual: se borró el pecado en derecho y en el hecho universal; pero la obra redentora del Sacrificio de la Cruz debe seguir influyendo en el mundo, singularizando sus efectos en cada uno de nosotros.

Y esto lo hace el Pontífice que está sentado, a la diestra de la majestad divina en los Cielos, ministro de un Tabernáculo que ha construido el Señor, y no un hombre.

Él es la Víctima propiciatoria, siempre presente ante el Padre y cuya Sangre, más elocuente que la de Abel, arranca perpetuamente el perdón y la gracia para los redimidos.

Sacrificio eterno, porque consagrado Sacerdote eterno por la Encarnación, Jesús ofrecerá eternamente al Padre el holocausto eterno de adoración y de acción de gracias que se debe al Rey inmortal e invisible de la gloria.


Y en aquel lugar no hay templo, porque el Dios omnipotente juntamente con el Cordero, Jesucristo, es su Templo.

Allá se celebra una fiesta eterna en que este Sacerdote y Mediador único, que al mismo tiempo es Hostia viva y Altar de su Sacrificio eterno, es el centro refulgente y glorioso de aquella, solemnidad que no cesará jamás; porque si Dios llena aquella región con la claridad permanente e intensa de su gloria, Jesucristo, Sacerdote y Cordero es su luminar, como nos enseña el Apocalipsis.


En este Domingo de Pasión, mientras militamos en este Valle de lágrimas, intentando completar lo que falta a la Pasión de Jesucristo, y cuando las Cruces y las imágenes de nuestras capillas están veladas de color morado, recordemos lo que enseña San Juan sobre la Nueva Jerusalén: Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario. La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor. Sus puertas no se cerrarán con el día —porque allí no habrá noche— y traerán a ella el esplendor y los tesoros de las naciones.


Si deseamos ingresar un día en Ella, apliquemos fructuosamente a nuestra alma los méritos de la Pasión de Nuestro Sumo y Eterno Sacerdote, mediante la santa Confesión y una piadosa Comunión.